12
La polilla
El sueño es siempre un alivio. Es como una cascada que se lleva el cansancio acumulado del viajero. Todo el mundo lo necesita, pero a veces arrastra pesadillas. Son sus eternas compañeras y nunca están muy lejos de él. Esperando a que bajes la guardia y les dejes el campo libre, momento en que los malos sueños, que han estado acumulando fuerzas, cobran vida por sí solos, irrumpen en tu mente como un tornado y se adhieren a tu cerebro dormido como garrapatas.
Cada pesadilla tiene su propio propósito. Una se acerca reptando para aterrorizar a su víctima y beber del pozo de su miedo, otra no es más que el eco de tu conciencia, otra más puede reabrir violentamente viejas heridas y otra despertar las dudas y la incertidumbre. Hay pesadillas capaces de volverte loco y obligarte a quitarte la vida y hay otras…
* * *
Nieve brillante. Cegadora. Radiante. Irreal. Asombrosa. Resplandeciente. Centelleante.
Una densa manta sobre las calles de Avendoom, retozando bajo los rayos de un grato sol invernal. La nieve cruje mientras una miríada de perfectos y hermosos copos de nieve se rompen bajo las suelas de mis botas. Camino por las calles vacías escuchando este crujido. Tratando de oír otros sonidos en la ciudad, pero la ciudad está dormida o expectante ante lo que se avecina, y no quiere hacer ningún ruido.
Tampoco hay nadie en la ciudad interior de Avendoom, ni siquiera los guardias que custodian la tranquilidad de los hombres adinerados del barrio y que tan ávidos están siempre de recibir una o dos monedas de oro. La manta de nieve parece totalmente intacta, como si nadie se hubiera atrevido a pisarla desde hace una semana.
Doblo algunas esquinas y me aparto de la calle principal y atravieso un par de vecindarios donde la nieve se apila contra las casas, tan vacías como las calles y plazas de la ciudad. Trescientos metros más adelante, la hermosa torre de la Orden se alza majestuosa. En invierno es como si estuviera tallada de un único bloque de hielo azul claro. Uno de los muchos trucos de la Orden consigue que las piedras de la torre parezcan de hielo, madera o fuego según la estación del año.
Entre la torre y yo hay un hombre ataviado con una capa gris. Se quita la capucha y lo reconozco. He tenido el placer de conocerlo.
¿Hombre? No. Vampiro.
Un rostro pálido y sin sangre, unos labios finos y azules por el frío y una mata de cabello castaño. Una capa gris hecha jirones, una basta camisa de lana cruda. Una gruesa cadena sobre el pecho, con un cristal alargado de color gris humo que resplandece bajo el sol con la intensidad de un diamante o una lágrima de dragón. El vampiro empuña una krasta con aire de holganza. No me amenaza, no necesita hacerlo, y la punta de la extraña arma apunta hacia el cielo.
Me detengo y miro al Gris a los ojos impasibles. No decimos nada. No sé cuánto tiempo pasa, pero ninguno de los dos quiere ser el primero en hablar.
De repente, el sol queda oculto bajo una fina capa gris y pocos segundos después, el cielo azul ha sido reemplazado por nubes bajas y grisáceas. Algo blanco y tristemente diminuto cae al suelo entre nosotros.
Un copo de nieve. Otros lo siguen desde el cielo, cayendo por el aire totalmente calmo en un silencio absoluto. El mundo se oscurece y el crepúsculo invernal se apodera de la ciudad a la velocidad de un escuadrón de caballería ligera.
—Sabes por qué estoy aquí. —No es una pregunta, sino una afirmación.
—Puedo imaginármelo —respondo de mala gana, con una mueca sardónica.
—Has llevado las cosas demasiado lejos. Las cadenas que contienen a los Caídos podrían romperse en cualquier momento y el mundo temblará. Dámelo, antes de que la balanza del equilibrio se descompense del todo.
Enfrentarse a este guerrero es una idea impensable. Sé lo que pasará si no le doy el tesoro: la krasta me cortará en dos en un abrir y cerrar de ojos, y el Gris se llevará el Cuerno del Arco iris de todos modos. Es demasiado fuerte para mí. Es una lástima perder el premio por el que llevo meses luchando cuando estaba sólo a unos pasos de completar el Encargo. Sin decir palabra, me descuelgo del hombro la mochila de tela y se la ofrezco al vampiro.
—¿Está ahí dentro?
—Sí.
Da un paso, alarga el brazo y coge el objetivo de toda mi vida.
Los copos escasos han dado paso a una densa ventisca y se ha levantado un viento que crea remolinos de nieve en la plaza. La nieve tiñe de blanco el pelo castaño del Gris, pero él no parece darse cuenta. El brillante día de invierno que tenía la ciudad en su poder hace pocos segundos ha sido reemplazado por una noche profunda e impenetrable que ha llegado a hurtadillas.
Transcurre un latido y unas estrellas ardientes nacen en el cielo de la noche. Aparecen en el horizonte, se aproximan y caen sobre la plaza. Casi todas ellas sisean con furia al tocar la nieve y se apagan. Una de ellas está a punto de alcanzarme en el pie.
Es una flecha de penachos rojos y verdes. El Gris es menos afortunado que yo y cuatro de los ardientes proyectiles lo alcanzan a la vez en el pecho, como si los arqueros lo hubieran escogido como objetivo.
El guerrero se balancea y cae de rodillas, pero no suelta la krasta ni la mochila con el Cuerno. A la primera andanada de «estrellas» le sigue una segunda, mucho más numerosa y densa. Pero esta vez las flechas no tocan la plaza, caen sobre los tejados de las casas lejanas.
Una tercera oleada desciende al momento sobre Avendoom, pero esta vez en lugar de flechas, son enormes bolas de fuego lanzadas por catapultas. Atraviesan los tejados de las casas y explotan con un violento ¡buuuuum! que vomita lenguas de llamas y prende fuego a los edificios. Al ver que una de ellas se acerca a la plaza, corro con todas mis fuerzas olvidándome del Gris y del Cuerno del Arco iris.
Tras de mí suspira un gigante, una mano suave y caliente me agarra por la espalda y me doy cuenta de que, contra todas las leyes de la naturaleza, he aprendido a volar. Vuelo… durante un segundo… un instante… Durante lo que dura un latido del corazón, me remonto como un águila sobre la plaza y entonces caigo a toda velocidad sobre un ventisquero que se ha formado sobre el muro de una de las casas.
—¡Buuuum! —suspira el gigante tardíamente.
Salgo arrastrándome del ventisquero entre islas de nieve y fuego. El viento ruge y arrastra de un lado a otro las bandadas de copos que, arrojados al fuego, mueren a millares, los desgraciados, pero ni aun así se apagan las llamas rampantes.
El Gris sigue de rodillas, ni siquiera intenta levantarse y entonces me doy cuenta de que no han pasado más de diez segundos desde la primera andanada de flechas. El vampiro y yo estamos separados por llamas, pero veo un camino de salida, marcado por pequeños y blancos islotes de nieve. ¡Ahora o nunca! Saco la ballesta y tengo la fortuna de que ya esté cargada con dos virotes de hielo. Tengo que correr el riesgo. Doy un primer paso hacia el vampiro.
El silencio estalla como una pompa de jabón y desde algún lugar alejado me llega el ruido de unos cuernos de guerra que llaman a las armas a los habitantes de Avendoom. La campana del Templo da la alarma.
—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Levantaos! ¡Levantaos!
Una treintena de soldados pasa corriendo. Armados con lanzas, espadas, alabardas y ballestas. Algunos de ellos tienen brazaletes de tela azul y gris en los brazos: la Guardia Real. Los de otros son negros y anaranjados: la Guardia Municipal. Sin prestarme atención, forman a la entrada de la plaza para bloquear la estrecha calle. La primera línea se pone de rodillas, con las lanzas en ristre, frente a una segunda formada por alabarderos y ballesteros. Estos últimos sueltan una andanada desde detrás de sus camaradas. Algunos comienzan a recargar, mientras otros tiran las ballestas y sacan sus espadas. Una inundación de soldados aparece tras el velo de nieve con un rugido. Llevan penachos rojos y verdes sobre los cascos. ¡Por la oscuridad! ¡Los soldados del ducado Cangrejo están en la ciudad! ¿Cómo ha sucedido esto?
La batalla comienza. Los ballesteros lanzan otra andanada y caen varios enemigos. Y entonces se inicia el cuerpo a cuerpo. Los soldados rojos y verdes caen bajo las lanzas y las alabardas, pero Avendoom tiene muy pocos defensores y los enemigos siguen saliendo de detrás de la cortina de nieve en un torrente inagotable. Dentro de un minuto o dos, los Cangrejos irrumpirán en la plaza.
Tengo que coger el Cuerno y llevarlo a la torre antes de que sea demasiado tarde. Me doy la vuelta y corro hacia el Gris. El vampiro está apoyado en su krasta, tratando de levantarse. Corro todo lo que puedo, pero de algún modo logra adelantárseme…
La figura que sale de la torre de la Orden… ¿es un fantasma? Puedo ver su silueta. Sé que es un hombre vivo, pero sólo distingo una mancha borrosa. Atraviesa el fuego y la nieve hasta situarse junto al Gris… A pesar de sus heridas, el vampiro es rápido, más rápido que cualquier hombre, y su krasta explota transformándose en un borrón mientras aúlla como un gato escaldado, pero el hombre se hace a un lado, se coloca a la espalda del vampiro y ataca.
La esfera carmesí parte en dos al guerrero vampiro, y el hombre, olvidándose por completo de su enemigo, se inclina ágilmente y recoge mi mochila del suelo.
El viento furioso me arroja los copos a los ojos. No oigo la campana, los cuernos de guerra ni la batalla. Todo ha desaparecido. Él y yo somos los únicos que quedamos en el mundo. El desconocido me mira. Es sólo una mirada fugaz, pero comprendo que el asesino del Gris ha concedido la victoria a uno de los Amos. Parpadeo para quitarme de las pestañas los detestables copos de nieve y el hombre aprovecha la ocasión para desaparecer. Haciendo acopio de valor, me acerco al cuerpo del Gris, tendido sobre la nieve. Tal como esperaba, el vampiro sigue con vida.
—El Jugador ha dado la espalda al Amo y… se ha apoderado… de la balanza… No deberías haber… cogido el Cuerno… Ahora el equilibrio… se ha trastocado…
Lo miro, estupefacto. No entiendo nada. ¿El Jugador se ha negado a servir al Amo de Siala? ¿Es posible que la profecía de los Grises se haya hecho realidad? ¿Puede haber perdido la partida el Bailarín de las Sombras que creó Siala? En ese momento se para el mundo. Los copos de nieve quedan en el sitio. Las lenguas de llamas se detienen en la plaza y en las osamentas de las casas incendiadas, las flechas flamígeras se paran en el aire, los guerreros quedan paralizados con las lanzas y las espadas quietas. Un instante de nada que lo consume todo.
Y entonces el mundo tiembla. El mundo explota. El mundo muere.
Veo, o alguien ve, cómo se desmoronan las leyes de la magia, cómo se parten las cadenas de los milenios, veo cómo vuelve el mundo arrastrándose a su primer día primordial, cuando no existía nada de lo que ahora conocemos como Siala.
Los mares se alzan enfurecidos para aniquilar los continentes, los volcanes cobran vida de pronto, caen las estrellas desde el cielo para consumir ciudades enteras con fuego, se abren de par en par las puertas de los demás mundos y Siala es invadida por demonios y criaturas aún peores. El mundo entero comienza a dar vueltas y vueltas en una última danza de muerte, en su agonía mortal, en una ventisca de sombras despiertas de tiempos ancestrales. Conflagraciones, demencia, epidemias, hambre, guerras y criaturas de la oscuridad conspiran para destruir el mundo y allanar el camino a aquellos que tanto tiempo llevan esperando este dulce instante, el instante en que el equilibrio se desmorone al fin. Emergen de Hrad Spein en una negra oleada, una riada oscura, pisoteando los huesos y las cenizas de razas muertas: aquellos a los que el Gris llamó los Caídos y yo los osos-pájaro.
Grito. Grito hasta quedarme ronco, mientras el mundo se agrieta como un espejo roto, y despierto…
* * *
Desperté en la oscuridad. Hacía tanto calor que me costaba respirar. Cada inhalación amenazaba con quemarme los pulmones, me sentía como si me fuesen a estallar los ojos y estaba totalmente sorprendido por el hecho milagroso de que mi ropa y mi pelo no estuvieran ardiendo. Me tapé la cara con la manga, pero eso no me proporcionó alivio alguno. Seguía costándome respirar.
—¡Por un millar de demonios! —murmuré—. ¿Dónde he acabado esta vez?
—Donde ya habías estado dos veces antes y vuelves de nuevo ¿Acaso no te dijimos que quienes descubren el camino al mundo primigenio siempre regresan?
De algún modo incomprensible había encontrado la manera de entrar en el mundo del Caos, donde volvía a encontrarme con mis tres amigas, las sombras. Estaba tan oscuro que ni siquiera podía verlas, sólo oír sus voces.
—Sí, eso me dijisteis, señoras.
—Nos alegra que no nos hayas olvidado. Hola, Bailarín.
—Mis respetos. Hace calor aquí.
—Nuestro mundo está muriendo y lo que has traído a él sólo está acelerando su agonía final.
En un gesto automático, alargué una mano y palpé la mochila que contenía el Cuerno.
—Un sueño —murmuré con alivio al recordar la visión en la que moría Siala.
Una de las sombras se rio con amargura.
—¿Un sueño? ¿No será el futuro lo que has visto? ¿O el pasado?
—¿O lo que ya nunca sucederá? —añadió una de sus hermanas.
—No lo sé.
—Tampoco nosotras sabemos qué visiones puede tener un Bailarín y adonde podrían llevarle. Los pilares del equilibrio ya están temblando y deberías apresurarte.
—¿Para qué? —pregunté tontamente a la oscuridad.
—Para el lanzamiento final de los dados. Para ir al lugar donde terminará esta ronda del Juego. Aún no está perdido, aunque el Cuerno haya salido de nuevo de los salones subterráneos de la prisión de los Caídos.
—Vete, Bailarín. La presencia de la reliquia está acelerando la destrucción de nuestro hogar.
Tres rectángulos de brillante luz aparecieron de pronto en la oscuridad y apreté los párpados para contener el dolor. Al volver a abrirlos, había tres puertas delante de mí, que conducían a una luz blanca.
—¿Qué es esto? —pregunté volviéndome hacia las sombras, que se habían hecho visibles.
—¿Esto? La salida de nuestro mundo.
—¡Pero hay tres puertas!
—Lo sabemos —dijo una de las sombras (la segunda, creo) antes de echarse a reír—. Tendrás que elegir entre ellas.
Sentí que había algún truco.
—No se trata de ninguna trampa, Bailarín. Son sólo las puertas del Destino. Todos los acontecimientos posteriores dependen de la puerta por la que decidas marcharte.
¡Una perspectiva maravillosa, sin duda!
—¿Qué hay tras ellas?
—Nadie lo sabe. Elige con el corazón y vete. Adiós —dijo la tercera sombra.
—Adiós, Bailarín.
—Adiós —repitió como un eco la primera sombra.
«¡La oscuridad se me lleve! ¿Qué más da por qué puerta me marche?». Eligiera la que eligiera, todo saldría mal, estaba totalmente seguro. Me dirigí hacia la más cercana, la de la derecha.
Me detuve a medio camino. De repente se me había ocurrido que esta vez las sombras me habían mostrado el camino de salida del mundo del Caos sin que se lo preguntara. Posiblemente fuese porque el Cuerno del Arco iris estaba envenenando el mundo primigenio y amenazaba con destruirlo por completo. La última vez me pidieron que me quedara, que las ayudara a devolver la vida a su mundo, que se había convertido en una pesadilla por culpa de los Bailarines de las Sombras. En esta ocasión no me habían pedido ayuda una sola vez.
Me volví y vi que me observaban en silencio.
—¿Qué le va a suceder?
Comprendieron lo que quería decir.
—El mundo del Caos morirá. Si no hoy, mañana. Lleva demasiado tiempo aferrándose a la existencia, pero todas las cosas tienen su final.
—Y todo tiene su precio —dijo la tercera sombra y recordé al instante que la Muerte había pronunciado aquellas mismas palabras.
Las sombras habían pagado mi vida con la muerte de su mundo.
—¿Y qué será de vosotras, señoras?
No hubo respuesta. Aguardé hasta que la tercera de ellas respondió:
—Éste es nuestro mundo. Somos las últimas y nos quedaremos aquí hasta el final.
Sé que es una completa estupidez, pero no puedo evitarlo. No me gusta estar en deuda con nadie y si existe algún modo de pagar mis deudas… Le di la espalda a las salidas del mundo primigenio, que al momento quedaron sumidas en la oscuridad. Pero esta vez las sombras no se fundieron con ella y pude ver sus siluetas con total claridad.
—¿Te das cuenta de que ya no podrás salir de aquí? —El miedo era claramente perceptible en la voz de la primera sombra.
—Saldré a través del fuego, como antes.
—¡El fuego ya se ha apagado, Bailarín!
—¿Bailamos, señoras? —pregunté haciendo caso omiso a lo que acababa de decir.
* * *
Cuando dejé aquel mundo, no fue bajo ninguna amenaza. Las llamas carmesí del fuego primordial rugían con fuerza y las ardientes pavesas daban vueltas a mi alrededor en una lenta e hipnótica danza. Entre el vacío sempiterno y la locura del fuego había una islita cubierta de hierba plateada. En medio de la isla había aparecido un pequeño lago, cuyas aguas, tranquilas como un espejo, reflejaban los destellos de las llamas y de los copos carmesí.
Junto al lago se alzaba un joven castaño con hojas de fuego y hielo, cubierto por una espuma de blancas yemas. Sus frutos pronto madurarían para dar la vida a centenares de lugares. Pero por el momento la isla no era más que el primer ladrillo en el renacimiento del mundo del Caos. Ya podía dejar el mundo primigenio y seguir con mis propios asuntos. El mundo viviría. Junto con las tres sombras, aguardaría mi regreso o la llegada de otro Bailarín. Yo siempre pago mis deudas…
* * *
Desperté, me incorporé con cuidado y miré a mi alrededor para ver dónde estaba. Todo sugería que esta vez había terminado en Zagraba. O al menos, aquel sitio no se parecía en nada a Hrad Spein. Abetos, hojas doradas, hierba amarilla, un cielo azul sobre mi cabeza… Por algún milagro había salido a la superficie desde los Palacios del Hueso. Un truco del Cuerno del Arco iris, sin duda.
¡El Cuerno! Presa del pánico, busqué a tientas a mi alrededor, olvidando al instante todo lo demás. Sagot mediante, la reliquia se encontraba a mi lado, bajo una manta de hojarasca. Volví a guardarla en la mochila.
Me di la vuelta y levanté la mirada hacia el cielo entre las ramas medio desnudas de los hojas doradas.
¡Ah, Sagot bendito, qué agradable! Después de tanto laberinto tenebroso y tanto hedor mustio a pasado, la visión de un cielo normal y corriente me inspiraba un deleite casi infantil. No tenía ni la menor idea de cómo había vuelto a Zagraba desde Hrad Spein, pero era muy agradable, aunque no supiese ni en qué parte del bosque me encontraba ni lo lejos que estaba de la entrada en la que me esperaban mis amigos.
Zagraba era un buen sitio. Mucho mejor que los Palacios del Hueso. Allí podía encontrar comida y las probabilidades de toparme con problemas serios era incomparablemente inferior que en el subsuelo. Y lo cierto era que de haberme quedado en Hrad Spein, las catacumbas habrían sumado otro hombre a su lista de muertos, porque no podría haber superado el viaje de regreso, sobre todo sin mapas. ¡Así que alabados fuesen todos los dioses!
Por otro lado, valía la pena dedicar un poco de tiempo a meditar acerca de mi situación. Estaba en el Bosque Dorado de Zagraba, pero ¿dónde exactamente y cuánto tiempo tardaría en llegar junto al grupo? Aunque, ¿qué estaba diciendo? Llegar junto al grupo… No sabía dónde estaban las puertas de Hrad Spein y andar vagando por Zagraba sin saber adonde te dirigías era como… vaya, como andar vagando por Zagraba sin saber adonde te dirigías.
Una estúpida pérdida de tiempo. Aparte de que, teniendo en cuenta que había recorrido sólo la oscuridad sabía cuántas leguas por los Palacios del Hueso y luego había salido a Zagraba justo encima de la tumba de Grok, el camino hasta las puertas de Hrad Spein no debía ser precisamente corto. Sólo tenía una oportunidad: dirigirme hacia el norte con la esperanza de que, al salir del Bosque Dorado, me encontrase en algún lugar conocido, quizá incluso un territorio habitado. Y entonces podría saber dónde estaba. Y además, podía depositar mi confianza en el amuleto de Egrassa. Me había salvado de los Kaiyu y contaba con que le dijera al elfo dónde buscarme.
Una hoja de gran tamaño descendió trazando un arco dorado por el cielo hasta aterrizar precisamente sobre mi cara. Me quité el apestoso objeto y lo arrojé a un lado. Las hojas estaban cayendo. «¡Que me devoren los más repulsivos miembros de la familia de los demonios!». De pronto caía en la cuenta de que, mientras yo andaba bajo tierra, septiembre había terminado. Así que era normal que las hojas estuvieran cayendo y el cielo se hubiese teñido de aquel insondable y pálido violeta.
Naturalmente, aquello no era Avendoom, donde las temperaturas eran muy frías y caían lluvias torrenciales a finales de septiembre, pero hasta en Zagraba flotaba en el aire el tenue aroma del otoño. Tenía que salir de allí antes de que comenzasen el frío y las lluvias de verdad, a los que no tardarían en seguir las heladas. Sin capa y con sólo una zamarra para mantenerme caliente, tarde o temprano el frío acabaría conmigo.
Por suerte para mí, a pesar de ser un perro de ciudad, For me había enseñado toda clase de cosas útiles y siempre era capaz de localizar el norte. Debía encontrar una senda de animales. Caminar por ella sería mucho más fácil que abrirse paso entre la maleza y la hierba seca. Además me preocupaba la posibilidad de meterme en una ciénaga o encontrarme con una manada de lobos.
Zagraba estaba bellísima, como siempre.
El bosque se había engalanado con los colores sorprendentemente brillantes de la decadencia otoñal, dorados y rojos ígneos. Los amarillos rojiceños, que ya habían perdido las hojas, se fundían suavemente con los hojas doradas, que a su vez daban paso al intenso brochazo rojizo de los serbales y los álamos zagrabanos. Las hojas azuladas de los lágrimas-de-pesar eran como fantásticos islotes de cuentos de hadas en el otoño de un reino dorado. Sólo los sombríos y severos abetos, con su irregular tonalidad verde, se rebelaban contra la ubicuidad del otoño y se negaban a sumarse a este festival cromático de septiembre. El suelo estaba totalmente cubierto por una gruesa e intacta manta de hojarasca. La atmósfera era silenciosa y queda. Aquel gigante estaba comenzando a quedarse dormido en la antesala del invierno. Parecía que me encontrara solo en Zagraba.
Seguí caminando y caminando hasta llegar la noche, sin que —milagro de milagros— sintiera el menor cansancio. No encontré ninguna senda, pero era relativamente fácil avanzar. No me tropecé con árboles caídos, con barrancos ni con ciénagas. Sólo un arroyuelo se cruzó en mi camino, serpenteando entre las enormes raíces de los hojas doradas.
La noche caía muy deprisa en el bosque y tuve el tiempo justo para buscar un sitio donde descansar, junto al tronco desplomado de un viejo cedro muerto. Cayó sobre el bosque un sombrío crepúsculo que, apenas un instante más tarde, fue reemplazado por una oscuridad impenetrable. El cielo se volvió nebuloso, sin estrella alguna y con sólo la pequeña moneda de cobre de la luna llena visible detrás de la neblina, como una pálida imitación del astro que había visto en el cielo a mediados de verano.
Aunque estaba cansado de ellos, tomé un aperitivo a base de los frutos de la cueva de las Hormigas. No tenía ganas de dormir, así que me quedé allí, contemplando la oscuridad del bosque nocturno. Al cabo de un rato, comenzaron a aparecer unas pequeñas luces en los árboles cercanos. Los espíritus del bosque despertaban. Su presencia alivió mi soledad y seguí mirando sus ojos parpadeantes hasta que me venció el sueño.
* * *
Abrí los ojos, me incorporé y me recorrió un escalofrío. Hacía frío aquella mañana. La noche había sido peor. Hacía varias horas que se me habían helado los huesos y era un milagro que hubiera logrado conciliar el sueño. Si las cosas continuaban así, cualquier noche me moriría de frío o pillaría un resfriado de los gordos, tan seguro como que existe Sagot.
A juzgar por el rocío adherido a las raíces, era muy temprano y el sol acababa de salir. Y no me gustaba demasiado el aspecto del cielo. Sólo esperaba que no lloviera. La lluvia otoñal es uno de los más ingratos «placeres» para el viajero.
Sagot mediante, no llovió en todo el día y pude recorrer un considerable trecho de Zagraba. Hacia la caída de la tarde me encontré al fin con un sendero de animales y mi velocidad aumentó de manera significativa a partir de entonces. Ni Valder ni el Cuerno del Arco iris daban señales de vida. La verdad es que tenía gracia. Allí estaba, con una de las más poderosas reliquias del mundo y no me servía para nada. Ni ropa caliente, ni ballesta, ni comida. ¡Al menos podría haberme mandado directamente a Avendoom, en lugar de obligarme a hacer aquella caminata por la maleza otoñal!
El camino se adentraba por unos matorrales sospechosamente parecidos a las zarzas, que estúpidamente decidí atravesar en línea recta, con el resultado de que mis gritos debieron de oírse hasta en la otra punta de Zagraba. Pero al llegar al otro lado de la maleza me encontré con que el camino desembocaba en un pequeño lago rodeado de juncos secos, cuyas aguas de color óxido estaban recorridas por una serie de suaves ondas.
Faltaba como una hora para que oscureciera, de modo que tenía tiempo de encontrar un sitio más cómodo en el que pasar la noche que la orilla del lago. En las noches y mañanas de verano, el agua transmite un agradable frescor, pero en otoño baja la temperatura del aire y yo no estaba dispuesto a enfriarme más de lo absolutamente indispensable en aquellas circunstancias. Por desgracia, no había ningún camino de salida y tuve que abrirme paso lo mejor que pude, con la ayuda de Sagot.
Tras dejar atrás el lago y una pequeña barranca, comenzaron a aparecer grandes zonas despejadas, cubiertas tan sólo por pinos jóvenes. Caminé por ellas como si estuviera haciéndolo por la calle de los Desfiles. Me habría gustado pasar la noche en aquel lugar. Pero mi nariz dio la voz de alarma: había captado un casi imperceptible olor a humo, unido a las fragancias del otoño.
—O hay un incendio, o alguien ha encendido una fogata —murmuré mientras me apoyaba en el tronco del pino más cercano y sacaba el cuchillo.
Cualquier otro que se hubiera extraviado en el gran bosque de Zagraba habría actuado de modo distinto: habría echado a correr hacia el fuego lanzando gritos de alegría, para encontrarse con los seres racionales responsables de haberlo encendido. Pero yo no era tan tonto y no pensaba cometer aquel error. La compañía de los seres racionales puede ser mucho más peligrosa que la soledad. De nada servía ir a buscar problemas con los ojos cerrados. Antes tenía que realizar un buen reconocimiento, que ya luego tendría tiempo de salir gritando: «¡Aquí estoy, hermanos!».
Era perfectamente posible que se tratase de una patrulla de exploradores orcos o, peor aún, un destacamento elfo infiltrado en el territorio de aquéllos. Tanto los Primogénitos como los Segundos Nacidos tenían la costumbre de colarse en casa ajena para masacrar sigilosamente a sus parientes. Así que debía averiguar de quién se trataba.
Tuve que avanzar guiándome por un olor a humo tan tenue que era casi imperceptible. Las zonas despejadas terminaron y una vez más, el bosque se cubrió de majestuosos hojas doradas, álamos bajos y abedules a mi alrededor.
Eso significaba que mi vista llegaba menos lejos y que cada vez era más complicado saber lo que podía esconderse detrás del muro rojo y dorado de las hojas y la empalizada formada por los troncos. Y si a esta lista de dificultades le sumamos la llegada del crepúsculo, que amenazaba con dar paso en cualquier momento a otra noche de impenetrable oscuridad, ya os podréis imaginar que las cosas no pintaban bien. Pero al menos el olor del humo era cada vez más intenso, lo que indicaba que iba en la dirección correcta.
Una ramita delatora crujió bajo mi pie. El sonido había sido casi inaudible, pero me quedé petrificado. ¡Ah, qué sentido de la oportunidad! Sólo mi suerte de ladrón había impedido que sucediera más cerca de la fogata, donde habrían podido oírme.
«Deberías tener más cuidado, Harold», pensé por enésima vez mientras me pasaba el cuchillo de la mano izquierda a la derecha y me limpiaba el sudor que acababa de aparecer en la palma de mi mano. Hacía mucho tiempo que no estaba tan nervioso. ¡Me sentía como un ratero novato, a punto de robar a su primer transeúnte!
Finalmente, las llamas de una fogata aparecieron por un instante entre los troncos de los árboles. Me acerqué al hoja dorada más próximo, me pegué al tronco y traté de aguzar la vista en medio de un anochecer cada vez más cerrado. El fuego volvió a parpadear, tembló, desapareció y luego reapareció.
«Cuidado, Harold. ¡Cuidado! ¡Sin prisa pero sin pausa!».
El crepúsculo dio paso a la noche. El olor de la carne, que llevaba siglos sin probar, me atormentaba y hacía que me gruñeran las tripas. El fuego me llamaba, tentador, y seguí aproximándome a él con cautela, más y más cerca cada vez. En silencio, tratando de no levantar sospechas.
A unos cincuenta metros del fuego me detuve y me oculté detrás de otro tronco. Traté por todos los medios de distinguir lo que había alrededor de la fogata, pero me fue imposible. Desde mi escondite, la vista no era demasiado buena y no vislumbraba otra cosa que los brillantes reflejos del fuego.
Avancé un paso y, en ese momento, el cielo cayó sobre mi cabeza con todas sus fuerzas y me lanzó de bruces sobre la hojarasca. Me revolví y traté de golpear a ciegas con el cuchillo, pero un individuo indebidamente ágil tuvo la desfachatez de pisarme la mano.
Aullé y abrí los dedos. Les tenía más aprecio que a mi cuchillo. Traté de volverme, pero no pude. Y tampoco me serviría de nada dar puntapiés. La persona que se me había echado encima desde el árbol tenía las rodillas sobre mis omóplatos y nunca habría podido alcanzarla con los pies. Ni tampoco podía quitármela de encima: el muy piojoso era realmente pesado.
Sólo dejé de debatirme al sentir que un segundo enemigo se sentaba sobre mis piernas, me retorcía el brazo izquierdo y me lo colocaba a la espalda de un fuerte tirón. Solté un nuevo aullido: había estado a punto de dislocármelo. Entonces le tocó al derecho, pero para entonces ya había aprendido la lección y había abandonado toda resistencia, de modo que el proceso resultó menos doloroso.
El que estaba sentado sobre mi espalda no decía nada. Se limitaba a mantener su enorme zarpa en mi nuca y a obligarme a respirar el aroma de las hojas mohosas y la tierra mojada. Y entretanto, el segundo me ataba fuertemente las muñecas con una cuerda. Todo terminó rápidamente y sin que nadie pronunciara una sola palabra.
¡Estupendo! Finalmente, el que estaba sobre mis piernas se levantó, pero entonces su camarada me agarró del pelo, dio un fuerte tirón hacia atrás y me puso algo afilado y horriblemente frío sobre la garganta. Pensé que lo mejor era mirar fijamente el cielo y no decir una sola palabra.
—Vaya, vaya, vaya —dijo el que estaba de pie—. Parece que una estúpida polilla ha acudido revoloteando a nuestro fuego… ¿A quién nos envían los espíritus del bosque?
—A un monito, creo —dijo el que me tenía cogido por el pelo.
—Dale la vuelta.
Me dieron la vuelta sin contemplaciones, aunque para asegurarse de que no empezaba a resistirme de nuevo, uno de ellos tuvo la prudencia de colocarme un pie sobre el pecho que casi no me dejaba respirar.
No podía distinguir quiénes eran. Sólo veía unas siluetas oscuras. De hombres, elfos u orcos.
—Pues sí que es un monito —dijo con una risilla el que me había dado la vuelta—. ¿Karadr drag su’in tar? [¿Lo enviamos a la oscuridad?]
—¡Kro! Alie bar natish, kita’l u Bagará. [¡No! Llevémoslo a la fogata. Bagard llegará hasta el fondo de esto.]
Sólo la oscuridad sabía lo que significaba aquel galimatías, pero su lengua era, sin ninguna duda, la de los orcos. Como era muy poco probable que los humanos decidieran conversar en una lengua tan repulsiva, los taché de mi lista de posibilidades. Lo que dejaba solo a los elfos y los orcos. Entretanto, ellos seguían hablando. Uno de los dos decía «kro» todo el rato, mientras el otro no dejaba de repetir «tara», o algo parecido. Parecía que no se ponían de acuerdo sobre algo. Traté de realizar alguna aportación al debate y me moví un poco. Al momento, el caballero que me había puesto el pie encima apretó un poco más, de modo que emití un graznido de decepción y guardé silencio. Por fin, el que repetía «tara» una vez tras otra pareció ceder.
—De acuerdo, ¿qué importa uno más o menos? Nos lo llevaremos. —Estas palabras las dijo para que yo pudiera entenderlas.
Me levantaron de un fuerte tirón.
—Como te muevas un milímetro, pequeña polilla, no llegarás nunca al fuego. Te arrancaremos las alas aquí mismo. ¿Está claro o tengo que golpearte para que lo entiendas?
—Lo entiendo.
—Espléndido. —Me empujaron en la espalda con bastante poca educación—. Misat’u no alddi, Olag. [Vigila a la polilla, Olag.]
—Misat’a. [La vigilaré.]
Qué idiota había sido. No se me había ocurrido pensar que podría haber centinelas alrededor del fuego.
En fin, mis captores tenían razón: había revoloteado alrededor del fuego como una polilla e iban a arrancarme las alas.