11: El Cuerno del Arco iris

11

El Cuerno del Arco iris

Me encontraba en una pequeña sala que olía a antigüedad, polvo y velas. Y precisamente velas era lo único que no faltaba allí: la habitación estaba repleta de ellas.

También había una sólida mesa de metal llena de libros y pergaminos amontonados hasta gran altura, gruesos tapices de terciopelo de color rojo oscuro en las paredes, una descolorida alfombra del Sultanato en el suelo… En la esquina más alejada, junto a la salida, un pequeño armario de estanterías lleno de jarros y frascos. De una de las paredes colgaba una pintura con un grueso y recargado marco dorado. Era imposible saber cuál era el objeto original de la pintura: todos los colores se habían borrado. Junto a la mesa descansaban dos arcones con nervios de bronce.

Miré hacia atrás, pero la puerta por la que había entrado en la sala había desaparecido. Ya no había forma de volver al Nivel entre Niveles.

Me acerqué a la mesa y levanté la tapa del arcón más cercano por pura curiosidad. No, no había ningún tesoro dentro. Estaba lleno hasta el borde de harina de trigo de la mejor calidad. Curioso. ¿De quién habría sido la idea de traer algo tan inútil desde el primer piso? El segundo arcón estaba repleto de semillas del mismo cereal.

Cerré la tapa con fastidio y dirigí mi atención a la mesa, con sus libros y pergaminos amarillentos cubiertos por una capa inmensamente gruesa de polvo. No tenía la menor intención de tocarlos, pero por alguna razón Valder decidió intervenir.

«Espera. Vuelve allí».

Regresé a la mesa y cogí el primer libro que tuve a mano.

—No entiendo estos garabatos —dije mirando el libro sin el menor interés.

«Yo sí. Es órcico antiguo. Un libro mágico. De valor incalculable».

Bueno, puede que fuese así, pero no pensaba ir cargado con él hasta la superficie. El libro pesaba tanto como Kli-Kli después de darse un atracón de bayas.

«Coge ése, el de la tapa amarilla».

Hice a un lado los pergaminos, que levantaron una densa nube de polvo, y alcancé el libro que quería Valder. Era un poco más grande que la palma de mi mano y tenía unos dos dedos de grosor. En la portada había una inscripción en la lengua de los gnomos.

«El pequeño manual de los hechizos de los gnomos».

¿Había oído una nota de maravilla en la voz de Valder? Bueno, tampoco era tan sorprendente, supongo. Todos los libros de los gnomos estaban escondidos en el Zam-da-Mort, donde ni sus propietarios ni los enanos podían acceder a ellos. Los enanos no permitirían que sus parientes se acercaran a un tiro de cañón de sus montañas, pero tampoco sabían cómo abrir el gran depósito mágico que contenían.

Por eso lo que tenía en las manos era inmensamente valioso para las dos razas. Lo miré por todos lados antes de volver a dejarlo en su sitio. No pensaba llevármelo, ni, desde luego, hablarle a Hallas o a Deler sobre él. No tenía sentido. El librillo de la tapa amarilla podía inflamar una conflagración que desembocaría en una nueva batalla del Campo de Sorna. Y no pensaba ser yo el que desatara una nueva oleada de matanzas entre enanos y gnomos.

—¿Algo más que te interese, Valder?

No hubo respuesta.

Me encogí de hombros y me encaminé a la puerta. Era hora de agarrar el Cuerno del Arco iris y salir de aquel lugar inhóspito… cuanto antes.

¡Qué fácil era decirlo! «¡Agarrar el Cuerno del Arco iris!». Pero antes tenía que echar mano a la condenada baratija. Y llegar hasta ella no iba a ser sencillo.

Al salir de la pequeña biblioteca, me encontré en un pasillo ancho o una sala estrecha. Estaba envuelta en sombras y penumbra, como el sexto piso. Unas antorchas de acero chisporroteaban tratando de iluminar los palacios subterráneos, pero por desgracia no poseían la fuerza necesaria para hacerlo. Todo parecía en calma, pero me mantuve alerta y cada poco rato me detenía para escuchar. Gracias a Sagot, no había nada terrible ni misterioso allí. Pero en el octavo piso hacía frío y las constantes corrientes que salían de los corredores laterales me cortaban como cuchillos.

Ya no tenía los mapas, pero, acordándome de lo que había dicho el Mensajero, seguí avanzando en línea recta sin desviarme. Era una estupidez fiarse de un servidor del Amo, es verdad, pero hasta entonces todo lo que había dicho era cierto y tenía la sensación de que improvisar no sería lo más prudente en la complicada situación en la que me encontraba.

Tras hora y media, las antorchas de las paredes comenzaban a estar demasiado separadas y tuve que sacar de nuevo mi champiñón lámpara. Luego pasé por una serie de salas con filas de columnas gruesas y bajas a lo largo de las paredes, techos abovedados y contrafuertes. El estilo arquitectónico era tosco y descuidado, de construcción apresurada, aunque estaba convencido de que era obra de los orcos y los elfos. Eran las últimas construcciones de las razas jóvenes, levantadas cuando estaban desesperadas por salir de allí. Lo cierto es que su huida de allí había sido una reacción totalmente lógica, aunque sólo comencé a entender la razón cuarenta minutos después de haber dejado atrás la última antorcha.

La luz de mi champiñón lámpara arrancó de las sombras de la inmensa sala una escena muy interesante. Algo que ni siquiera un loco del hospital de los Diez Mártires podría haber dibujado, pues jamás nadie habría imaginado que semejante cosa pudiera existir.

Debo admitir que al verlo, sentí que unos escalofríos recorrían mi columna vertebral, se me quedó la garganta seca y se me pegó la lengua a la bóveda del paladar. No todos los días tengo la «buena suerte» de presenciar una escena de la historia que los sacerdotes solían utilizar para aterrorizarnos de pequeños (me refiero a la historia de la llegada de la oscuridad a Siala y otros cuentos parecidos). El caso es que allí, delante de mí, había una pared de nueve metros de altura. Cosa que no habría tenido nada de especial de no ser porque, en este caso, sus constructores en lugar de ladrillos habían decidido utilizar cráneos humanos.

Cientos de miles de ellos, mirándome fijamente con los oscuros agujeros de sus cuencas oculares; cientos de miles de ellos, sonriéndome sardónicamente con los dientes desnudos; cientos de miles de ellos, de un blanco cegador.

¿Cientos de miles? ¡Más aún! ¿Cuántos cráneos hacían falta para levantar un muro como aquél? Era una escena aterradora y al mismo tiempo fascinante. Una escena de irreal y macabra belleza. ¿Quién la había creado y cómo? ¿Para qué? ¿Y de dónde habría sacado un número tan ingente de cráneos humanos? ¿Terminaría mi cabeza como uno más de los ladrillos de aquella pared terrible?

El muro me cortaba por completo el paso. Lo recorrí de un lado a otro, pero no encontré más que las paredes de la sala. Di media vuelta y descubrí una entrada en forma de arco, hecha de costillas. La crucé y…

Sí, en efecto… Era evidente que los Palacios del Hueso debían su nombre a aquel lugar. Allí, ante mí, había un depósito, una colección, un auténtico tesoro de huesos y restos de antiguas personas.

Nadie podría haber concebido nunca algo así, ni siquiera en sus más terribles pesadillas. Las paredes de la sala estaban cubiertas de cráneos, el techo de costillas y omóplatos cruzados y los enormes candelabros estaban hechos de metro tras metro de columnas vertebrales, cajas torácicas y cráneos en cuyo interior ardían las lámparas mágicas que iluminaban los salones del Hueso.

Al pasar junto a aquellos restos, miré de reojo los huesos y me estremecí. No era demasiado agradable caminar por un gigantesco museo consagrado a la muerte humana. La atmósfera de miedo y terror resultaba palpable. Era como si las almas de todos los que no habían sido enterrados como es debido en todos los siglos pasados estuvieran mirándome a través de aquellas cuencas oculares vacías.

En aquellos vastos depósitos de huesos no había un solo esqueleto completo. Quienquiera que hubiese levantado aquel inmenso museo macabro se había tomado la molestia de desmontarlos y clasificar los restos. Había pilas de huesos del mismo tipo apiñados, apelotonados, amontonados hasta gran altura sobre las paredes. Las vértebras estaban en un sitio, las costillas en otro, había pelvis, mandíbulas inferiores, tibias y canillas, cubitos y radios, falanges de las manos y de los pies, había incluso dientes amontonados.

Entre las pilas de huesos (algunas de las cuales alcanzaban los seis metros de altura) discurría una senda perfectamente discernible. La tomé, tratando de conservar la calma y, sobre todo, de no prestar atención a los cráneos. Las miradas de cientos de miles de cuencas oculares me perforaban. Sentí que un terror infantil rebullía en mi interior. Caminar entre miles de restos humanos que contemplaban en silencio la eternidad y a todas las criaturas vivas: un auténtico horror cósmico.

Y entonces comenzaron las pirámides. Como cabía esperar, también se habían empleado los cráneos de cadáveres en su construcción. Cada una de aquellas estructuras alcanzaba una altura de más de diez metros. Los cráneos estaban dispuestos con geométrica precisión y perfectamente encajados entre sí. Calculé que cada pirámide estaría formada por varios miles de cabezas muertas. Y todas ellas tenían una abertura o un nicho triangular, cubierto de sombras. Ignoraba por qué diablos estaban allí, pero desde luego no tenía la menor intención de trepar a ninguna de ellas.

Al poco de dejar atrás la octava pirámide, comencé a oír un tintineo en la distancia.

Clinc, clinc. Clinc, clinc.

El sonido estaba acercándose, así que empecé a buscar un sitio donde esconderme. Tendría que haberlo sabido: nunca digas nunca jamás. Estaba claro que Sagot me había oído y había decidido gastarme una broma, porque el único sitio en el que podía ocultarme en aquel momento era uno de los nichos de las pirámides. No tenía tiempo de pensar mucho en ello, pues el misterioso tintineo podía alcanzarme en cualquier momento y sólo la oscuridad sabía lo que sucedería entonces. Sólo tenía un cuchillo… y no demasiada fe en mis posibilidades contra aquello, fuera lo que fuese.

El nicho era bastante espacioso y pude refugiarme en su interior sin ninguna dificultad. Tuve que guardar el champiñón en la bolsa, o de lo contrario su luz me habría delatado. El mundo que me rodeaba se zambulló en las sombras.

Clinc, clinc. Los pasos estaban cada vez más cerca. De repente, las paredes de la pirámide que tenía enfrente emergieron de la oscuridad. El desconocido que producía el tintineo llevaba una antorcha. Y entonces lo vi. Cada paso que daba hacía aquel sonido. Resultaba que era un miembro de la numerosa tribu de los muertos vivientes. O al menos tenía un rostro momificado, tan seco y arrugado como una pasa, un agujero en lugar de nariz y unas mejillas desgarradas por cuyos huecos asomaba la dentadura. Los ojos, tan negros como las ágatas, estaban muertos. Como los de Bass.

La criatura llevaba un gorro de bufón con cráneos en miniatura en lugar de campanillas. Sostenía una antorcha en la mano izquierda y en la derecha… un palo con una bola al final de una cadena. Su aspecto era aterrador e increíblemente absurdo al mismo tiempo.

Permanecí sentado en mi refugio, tan quieto como un ratón. La criatura pasó por el territorio confiado a su cuidado y desapareció en la oscuridad. Esperé a que sus pasos hubieran remitido en la distancia y salí de la pirámide. Tenía que escapar de los salones del Hueso lo antes posible si no quería meterme en líos. Un cuchillo no es un arma demasiado eficaz contra una bola de hierro con una cadena.

Cuando volví a oír el tintineo, me introduje en la siguiente pirámide sin pensarlo dos veces y, una vez más, el muerto no reparó en mi presencia. Tuve que ocultarme otras cuatro veces de las criaturas que patrullaban por los salones del Hueso.

Los huesos apilados junto a las paredes habían dejado de molestarme o aterrarme. Por el momento, Harold el Sombra sólo tenía una cosa en la cabeza: asegurarse de que no tropezaba con ninguno de aquellos seres tintineantes.

Las pirámides de hueso desaparecieron y me encontré en una… bueno, supongo que se la podría llamar plaza. Un espacio totalmente abierto sin el menor rastro de huesos. La lámpara champiñón no daba demasiada luz, así que seguí avanzando con la esperanza de que no hubiera nadie cerca. En el centro de la plaza había una estatua.

Estaba contemplando la imagen de la Muerte. Parecía tallada a partir de un único hueso, cuya textura y perlina blancura recordaban al colmillo de un mamut.

La Muerte estaba sentada sobre un inmenso trono hecho de huesos humanos, con los pies descalzos apoyados sobre un enorme cráneo que formaba parte de la monumental escultura.

Llevaba un sencillo vestido sin mangas, más propio de una simple campesina que se dirigiese a la feria de la cosecha que a la reina de las Vidas y los Destinos. Una máscara hecha con un cráneo le cubría parte del rostro, del que sólo podían verse los carnosos labios (ligeramente apretados) y la barbilla perfecta. Su esplendoroso cabello blanco caía en cascada sobre sus hombros desnudos.

La destreza del escultor era incuestionable. El cabello parecía real y la figura estaba casi dotada de vida. En nuestras capillas, la Muerte, servidora de Sagra, siempre aparece representada con un arma (una guadaña, o una hoz al cabo de un largo bastón), pero allí no había nada parecido. La mujer llevaba un ramo entre las manos. Sus dedos largos y elegantes sostenían las flores con cuidado: narcisos blancos, símbolo de la muerte y el olvido. Pero lo que más me llamó la atención fueron los ojos, o más bien su ausencia (todo el mundo sabe que la muerte es ciega, pero nunca yerra en su elección).

Los dos siniestros agujeros del cráneo que le hacía las veces de máscara parecían clavados en mí, como si quisieran decirme que no estaba muy lejano el día en que mis huesos clasificados acabarían también en las salas del octavo piso. En realidad, no puedo decir que tuviese miedo. La Muerte nunca asusta a aquellos a los que va a buscar. ¿Por qué iba a hacerlo? En última instancia, al final todos acabaremos en sus brazos. Por mucho que vivamos, el final es el mismo para todos: viene a buscarnos. Con narcisos o con una guadaña, poco importa. Hasta los inmortales, hasta los dioses, acabarán por ser suyos. Es sólo una cuestión de tiempo y la Muerte sabe esperar.

¡Oh, esas cuencas oculares! No sabía quién había creado aquella estatua, quién había logrado darle tanta vida, pero tenía que haber sido uno de los mayores maestros de Siala. Realmente parecía que aquellos dos agujeros del cráneo podían verlo todo. Fuera donde fuese, me sentía observado por ellos. No con amenaza, sino con cierta curiosidad reprimida.

Oí que los pasos tintineantes se aproximaban de nuevo y, con una mirada de despedida a la Muerte (y el deseo de que mi camino y el de la Señora de las Vidas no volvieran a cruzarse en mucho tiempo, hasta llegar a la encrucijada definitiva), escapé corriendo de allí.

¿La Señora de las Vidas? ¿La encrucijada definitiva? ¿De dónde sacaba esas frases? ¿Era la memoria de Valder que me jugaba malas pasadas o los conocimientos de un Bailarín de las Sombras?

Continué hasta llegar a un nuevo muro de cráneos, donde encontré un nuevo arco. Me introduje por él y regresé a las habituales salas funerarias subterráneas.

* * *

El sueño está tan lleno de pesadillas como un pan de Isilia de pasas. Estoy soñando. En el sueño, la Muerte se yergue sobre mi, y el viento del Caos le remueve el blanco cabello y el vestido de lino, como si quisiera arrancárselo. En el sueño se inclina y se prepara para dejar a mis pies un ramo de narcisos pálidos, como para decirme que sólo le pertenezco a ella. En el sueño, un viento de ventisca —un arrebatado vórtice de ardientes copos de nieve carmesí— le arranca las flores de las manos y se las lleva, antes de hacer lo mismo con la máscara de su cara. Pero ella se tapa el semblante con las manos y se da la vuelta antes de que pueda vislumbrar sus rasgos.

—Aún no ha llegado el momento —susurra el viento del Caos mientras agita su cabello de incomparable belleza.

—Aún no ha llegado el momento —murmuran los copos de nieve, revoloteando alrededor de la Muerte en una danza de chispas.

—Vete, nuestro mundo lo necesita —dice a la intransigente reina la llama escarlata que ha salido de la nada.

—Todo tiene su precio. ¿Estáis de acuerdo? —Su voz es extraordinariamente joven y clara.

—Es nuestro —replican al unísono las tres sombras—. Pagaremos.

Ella asiente, se hace a un lado para dejar pasar a las sombras y luego desaparece. La Muerte es paciente. Sabe esperar.

* * *

Al despertar me quedé mirando la oscuridad durante largo rato, con los ojos vueltos hacia mis pies, temiendo ver un puñado de narcisos pálidos, aplastado por el viento de una tormenta; temiendo oír el rugido de la llama carmesí y el viento del mundo del Caos; aterrado por la idea de encontrarme a las sombras.

Un sueño. Sólo era un sueño, una secuencia de imágenes de pesadilla carentes de todo significado. ¡Pero, por Sagot, qué real había sido! Me levanté y me introduje en la boca una de las frutas de la cueva de las Hormigas. Di dos pasos y entonces me quedé helado, mientras una serie de escalofríos bailaban una alegre jiga a lo largo de mi columna vertebral.

Allí tirado en el suelo, brillando melancólicamente a la luz de la lámpara champiñón, había un pequeño cráneo dorado. Era una de las tintineantes campanillas del gorro del muerto centinela. Mientras dormía, la criatura había pasado a sólo dos pasos de mí, pero no me había matado. ¿Por qué habría dejado aquella fina chuchería allí? ¿Como señal? ¿Para advertirme de que la Muerte no se había olvidado de mí? ¿De que el sueño no era sólo un sueño y todo lo que había visto en mi última pesadilla no era más que la simple verdad?

¡Sólo un h’san’kor podía saberlo! No alcanzaba siquiera a imaginar por qué me había dejado aquel recuerdo allí, pero por nada del mundo pensaba recogerlo. Pasé alrededor del pequeño ornamento y me adentré en la maraña de salas del octavo piso.

* * *

Viajé durante tres horas y media según me había indicado el Mensajero, es decir, en línea recta por el vestíbulo central del piso, sin desviarme hacia la izquierda ni hacia la derecha. Al poco volvieron a aparecer unas antorchas en las salas y guardé en la bolsa la lámpara champiñón, que ya no me servía de nada.

La arquitectura de las salas del octavo piso volvió a cambiar de forma radical. El tosco descuido de la piedra dio paso a la precisión y elegancia asombrosas de la plata y a la lúgubre quietud del mármol negro. Cada sala era una verdadera cámara del tesoro, pues contenía plata suficiente para costear la construcción de cinco castillos.

Hermosas incrustaciones de plata en el mármol negro de las columnas, soportes de increíble elegancia para las antorchas, balcones hechos de finas láminas de mármol entrelazadas con hilos de plata, puertas abiertas construidas con las más nobles maderas de Siala —roble y hoja dorada de Zagraba—, con enormes goznes forjados en metales preciosos y picaportes elegantes con forma de animales desconocidos para mí. Pinturas en plata en todas las puertas, representaciones en su mayor parte de árboles y también —cosa bastante curiosa en la cultura de los orcos y de los elfos— de dioses. Sólo que unos dioses muy parecidos a las personas, que no inspiraban el sobrecogimiento reverente que sienten algunos ignorantes cuando visitan las capillas o el Templo de Avendoom.

Probablemente, los salones de Plata rivalizasen en belleza con los palacios negros y escarlatas del cuarto piso.

El vestíbulo central describió un giro de noventa grados hacia la izquierda. La cosa en sí no resultaba demasiado alarmante, salvo por el hecho de que el Mensajero me había dicho que avanzara en línea recta, sin desviarme hacia la derecha o hacia la izquierda.

Siguiendo una lógica sencilla, tendría que haber continuado por el mismo pasillo sin meterme ideas tontas en la cabeza, pero si seguía haciendo lo que había hecho hasta entonces, caminar en línea recta… tendría que cruzar la puertecilla de plata que había al final, oculta entre dos protuberantes bloques de mármol.

No había en ella ningún ojo de cerradura u otras humanas nimiedades. Si la puerta tenía una cerradura secreta y era obra de los elfos o los orcos, tendría que pelearme con ella durante largo rato, sin grandes esperanzas de llegar a abrirla.

La examiné desde una distancia prudencial. Nunca toquetees algo que te inspire la menor desconfianza: es una de las principales reglas de un maestro ladrón. Estudia detenidamente la situación antes de meterte de cabeza en el horno de los gnomos.

Entonces localicé un agujero tan pequeño como un cabello entre la pared de mármol y la puerta. Y por abreviar el relato, sólo tuve que empujar la puerta con el dedo y se abrió sin ofrecer resistencia.

Justo detrás había un pasillo estrecho de techo bajo. Las llamas de las pequeñas lámparas que contenían unos nichos igualmente pequeños, excavados en las paredes, revoloteaban como polillas heridas. Tuve que avanzar encorvado, con el techo justo encima de mi cabeza. Daba la impresión de que el pasadizo estuviera hecho para criaturas menudas como enanos, gnomos y trasgos, no para hombres, orcos o elfos.

Por suerte para mí, no era demasiado largo y tras avanzar varias docenas de pasos me encontré con otra puerta de plata. Que tampoco estaba cerrada. Olvidando toda cautela, la abrí, la crucé y me quedé helado.

¿Qué era lo que decían los versos del acertijo?

En filas apretadas, abrazando las sombras,

los caballeros muertos aguardan en silencio,

y sólo un hombre no caerá bajo sus espadas,

aquel que es el hermano gemelo de las sombras.

Pues aquellas cuatro líneas eran una descripción bastante aproximada de lo que estaba viendo en aquella sala. Los orcos y los elfos se encontraban cara a cara en filas irregulares, de espaldas a la pared bajo las sombras proyectadas por las cuadradas columnas. Pero Kli-Kli aseguraba que los versos habían cambiado y que en el famoso Libro de las Profecías, el Bruk-Gruk, decían así:

Atormentados por la sed y malditos por la oscuridad,

los pecadores no-muertos arrostran su castigo,

y sólo mío no morirá entre sus colmillos,

aquel que baila con las sombras como un hermano.

No sabía cuál de los dos estimables poetas tenía razón y de quién era el más veraz de los versos. En cualquier caso, tanto la primera como la segunda de las versiones afirmaban con toda claridad que si te olvidabas de la prudencia allí, podías despedirte de este mundo.

Los orcos y los elfos, alineados en las dos paredes, se lanzaban miradas furibundas. Salí a la sala y comencé a estudiar las figuras desde una distancia prudencial. Eran esculturas de guerreros. Figuras a tamaño natural, con sus armaduras y sus armas. Daba la impresión de que en cualquier momento cobrarían vida y se enzarzarían en una batalla.

Las columnas que ocupaban el centro de la sala despedían una luz plateada, pero había densas sombras a lo largo de las paredes, lo que otorgaba a la mayoría de las estatuas un aspecto ominoso. Al recordar que en Hrad Spein las cosas tenían la mala costumbre de cobrar vida en el peor momento, eché a andar por la sala con enorme cautela.

Había varios miles de estatuas en la inmensa sala. Algún escultor de indiscutible diligencia había trabajado hasta recrear un ejército entero. ¿Y es necesario que mencione que las figuras no sólo no eran idénticas entre sí, sino que, de hecho, eran todas ellas completamente diferentes?

Cada elfo tenía un rostro y un porte propios, su propia armadura y sus propias armas. Al principio pensé que las esculturas estaban situadas al azar, pero pasado un tiempo me di cuenta de que en realidad se trataba de una formación. Una formación compleja y sumamente efectiva.

En primera línea se encontraban los soldados con armadura pesada, con s’kashes muy anchos sobre alargados postes. Tras ellos venían los arqueros con cota de malla ligera. Y tras los arqueros, tres filas de espadachines, con espacios abiertos entre las filas para que los arqueros pudieran retroceder.

Los orcos estaban petrificados frente a los elfos. Tenían las lanzas alzadas y protegían sus cuerpos con largos y pesados escudos. También contaban con arqueros, espadachines y algunas unidades armadas con pesadas hachas de dos manos. Como ya he dicho, un verdadero ejército.

Pasé entre las filas de este ejército de piedra hasta llegar a la siguiente sala… donde me detuve con la respiración entrecortada.

Era como si los dioses, de una palmada, hubieran parado el tiempo justo en medio de una furiosa batalla. La irregular formación se había deshecho allí, y las estatuas de los orcos y los elfos estaban entrelazadas. Había Primogénitos y Segundos Nacidos luchando por toda la sala y la composición escultórica era sencillamente sobrecogedora.

La mayoría de los elfos y los orcos estaban tendidos en el suelo. Algunos de ellos con flechas clavadas en la cimera del yelmo o en las articulaciones de la armadura. Otros tenían la cota de malla hecha pedazos y una lanza alojada en las tripas; a algunos les faltaban brazos y a otros les habían cercenado la cabeza.

Justo delante de mí, había un orco sorprendido en el acto de atravesar de un lanzazo a un elfo que intentaba levantarse. Un poco más allá, los yataghans y s’kashes de docenas de enemigos irreconciliables estaban trabados en sangriento combate. Pasé por en medio de la petrificada batalla, observando a los guerreros mientras los rodeaba.

Un sonriente orco protegía a un camarada caído con el escudo, sin percatarse de la presencia de un elfo armado con un hacha orca a su espalda. Uno de los Segundos Nacidos luchaba por mantenerse sobre la silla de su montura, pero un Primogénito que había agarrado la brida de su caballo estaba a punto de segarle la pierna con su yataghan. Más allá había un elfo y un orco, entrelazados en un nudo de muerte, tratando de detener el brazo del otro y al tiempo alcanzarlo con la daga.

Olvidé toda mi cautela y observé las estatuas como si estuviera bajo el influjo de un hechizo. Como si creyera que el tiempo paralizado fuera a deshelarse en cualquier momento y en el salón subterráneo resonara de nuevo el entrechocar de las armas y los rugidos de los guerreros.

Allí, en el centro mismo de la sala, había una pequeña unidad de Primogénitos armados con lanzas y formados en un «erizo» redondo, tratando de contener a la caballería élfica. Más allá, un grupo de elfos que acababa de disparar sus flechas sobre diez orcos que los atacaban estaban en aquel momento sacando más muerte de sus carcajes. Seis Primogénitos estaban ya caídos en el suelo a pesar de su cota de malla, pero los otros cuatro —uno de ellos herido en la pierna— corrían aún hacia sus enemigos. Me pregunté si, en el caso de que aquello hubiera sido una batalla de verdad, lograrían alcanzar a los Segundos Nacidos antes de que pudieran disparar otra descarga.

Seguí adelante.

Un elfo trataba desesperadamente de protegerse con el brazo de un hacha que caía sobre él de la mano de un brutal orco que llevaba el estandarte del clan de los Coleccionistas de Orejas de Gruun.

Seguí adelante.

Un elfo con los brazos en alto y las palmas abiertas hacia el frente. Pero no estaba tratando de rendirse. Los orcos habían caído a montones a su alrededor, como árboles derribados por un huracán. El chamán había acabado con un destacamento entero de Primogénitos, como un perro salvaje que se hubiera topado con una camada de gatitos ciegos.

Seguí adelante.

Un orco trataba de protegerse con un escudo decorado con la representación de un ave mítica frente al ataque de tres jóvenes y muy ardorosos elfos. Cuatro de los Segundos Nacidos habían perdido ya la vida y un quinto, con una mueca de dolor, trataba de hacerse un torniquete sobre el muñón de su brazo derecho.

Seguí adelante.

Un elfo hundía los colmillos en la garganta de un orco.

Y más allá…

Un elfo trataba de impedir que se le salieran las tripas por una herida del estómago.

Y más allá…

Un orco aplastaba la cabeza de un elfo con un garrote erizado de púas.

Y más allá…

Un elfo disparaba su arco a quemarropa contra un orco que estaba mirando en dirección opuesta.

Una nueva escena…

Los comandantes de los Primogénitos y los Segundos Nacidos se habían enzarzado en un duelo a lanza. Los orcos y los elfos habían olvidado su mutua hostilidad y se encontraban a su alrededor juntos, presenciando el combate.

Un elfo tenía a un Primogénito agarrado de la coleta y levantaba el s’kash para decapitarlo.

Un elfo sepultado bajo su propio caballo, con el brazo retorcido en un ángulo antinatural.

Un orco solo en la sombra, apuntando con su arco al comandante de uno de los destacamentos de los elfos.

Seguí adelante.

Como una sombra etérea, me deslizaba entre las figuras, bajo las lanzas preparadas para golpear y las espadas suspendidas en el aire.

Observé a los elfos y orcos que trataban de detener a un ogro que había salido de la nada, armado con un martillo de piedra.

Mi mirada recayó sobre una orca. Era la primera vez que veía una hembra de la raza de los Primogénitos. Se parecía mucho a Miralissa, sólo que en lugar de llevar el pelo recogido en una trenza, tenía una larga coleta. Iba armada con dos espadas curvas y el escultor la había retratado mientras giraba sobre sí misma. Una de las espadas había rebanado el cuello a un elfo y la otra avanzaba hacia el enemigo.

Me acerqué a la orca y contemplé su suave rostro, con una expresión de salvaje belleza y desesperación. No pude resistir la tentación de rozarle la mejilla con un dedo. Durante un segundo no sucedió nada, pero entonces, una serie de finas y sinuosas grietas recorrió la mejilla de la estatua. Las grietas se propagaron por toda la cara, se bifurcaron y se extendieron, y entonces comenzaron a caer pequeños trozos de piedra de la estatua, y de debajo apareció el verdadero rostro de aquella guerrera.

A través de las vacías cuencas oculares me miraba un cráneo cubierto por restos de carne descompuesta. La salvaje belleza de la orca había desaparecido en un instante.

Y entonces me di cuenta de que no era piedra, sino un fino barniz lo que cubría lo que en su día había sido un cuerpo vivo. Comprendí que las figuras de aquella sala no eran estatuas, sino orcos y elfos que habían estado vivos en su momento y habían quedado petrificados de repente en un sueño eterno. Alguien les había gastado una cruel broma y había forzado a los muertos soldados a continuar con una guerra eterna que se prolongaba ya durante miles de años. Dejé de admirar la contienda y me concentré en salir de aquellas salas de «soldaditos de juguete» lo antes posible. Me abrí camino entre las filas de los elfos, procurando no tocar a ninguno de ellos para que no se desmoronase el esmerilado que los cubría.

Pero seguía preguntándome si de verdad se habría librado una batalla allí. Y en caso de que así fuese, ¿qué poder y qué magia podía haber transformado a todos los soldados en aquellas estatuas para que se quedaran allí durante milenios? Como es natural, no tenía respuesta para esta pregunta, así que me limité a apretar el paso, asumiendo (con bastante sentido común) que las peores sorpresas suceden en los momentos más inesperados y que podía verme atrapado también en alguna trampa mágica de efectos sumamente desagradables. No me agradaba mucho pensar en que alguien me viese al cabo de un milenio como una estatua titulada «Harold, quien trató de alcanzar el Cuerno del Arco iris, pero no llegó a conseguirlo».

Las salas de los Guerreros terminaron tan bruscamente como habían empezado. No había más estatuas por delante. Bueno, que yo recordase, era la primera vez que los versos habían mentido. Nadie había tratado de clavarme un cuchillo o un par de colmillos. Y tampoco entendía las referencias a los «atormentados por la sed» y los «pecadores no-muertos». No es que estuviese molesto por no haber tenido ninguna sorpresa desagradable, pero… los versos no se habían equivocado hasta entonces mientras que ahora, de repente, me encontraba con aquella inesperada discrepancia entre mito y realidad. ¿Habría tenido la suerte de pasar por allí justo a la hora en que no había peligro?

«Más bien, alguien habrá pasado antes y te habrá allanado el camino», susurró Valder, y me estremecí de sorpresa.

—¡Valder! —respondí en voz baja—. Quieres seguir dentro de mi cabeza un rato más, ¿verdad? Pues entonces no vuelvas a darme un susto como ése, si no quieres que me dé un ataque al corazón y tengas que buscarte un nuevo refugio.

No hubo respuesta.

Sólo entonces comprendí a qué se refería el archimago… ¿Quién podía haber pasado por delante de mí y haberme allanado el camino? La respuesta era evidente.

«¿Cómo iba a saberlo?», dijo el archimago, y luego guardó silencio.

Pues era la peor de las noticias posibles. ¡Lo último que necesitaba era que la hechicera fuese por delante de mí! Aunque el Mensajero hubiera dicho que el Amo había renunciado a su hostilidad hacia mí, no era ningún estúpido y no quería verme cara a cara con una bruja que había corrido el riesgo de entrar en Hrad Spein para arrebatarme la Llave. Y, como es natural, nada inducía a pensar que la dama Iena pudiera sentir especial cariño por mi persona, así que lo más conveniente era tratar de mantenerme lo más alejado posible de ella.

Crucé una serie de salas de paredes desnudas y mal iluminadas, con escaleras que se perdían en las profundidades de los Palacios del Hueso. Atravesé una galería y luego salí a otra sala. Al entrar en ella con pasos silenciosos, de repente me sentí con la mosca detrás de la oreja (como habría dicho Kli-Kli). Era una sala redonda de unos dieciséis metros de anchura. Había espejos en las paredes, otro en el techo y un suelo oculto por una densa capa de neblina blanca. Extraño. Muy extraño.

El mundo parpadeó y sentí la presión del aire contra mis ojos. Un instante después, las extrañas sensaciones habían desaparecido. Junto con la salida. Donde estaba hasta entonces había ahora una pared cubierta de arriba abajo por un espejo. Me di la vuelta. La entrada había desaparecido también. Alguien había decidido atraparme en la redonda sala.

Tratando de no sucumbir al pánico, me acerqué al lugar donde había estado la salida, puse la mano en el espejo y traté en vano de abrir el camino a la libertad. Un examen más detenido reveló que las paredes de la sala no estaban hechas de espejos, sino de plata.

Eran gruesos bloques de plata maciza, pulidos con arena de río durante mucho, mucho tiempo hasta conseguir que relucieran como espejos. Pero lo más interesante era que los espejos perfectos de las paredes reflejaban todo lo que había en la sala, salvo, por alguna razón, a este humilde ladrón que os habla.

Caminé a lo largo de la pared, tratando de averiguar el secreto de la sala y de encontrar la salida mientras completaba una vuelta entera del círculo. Una vuelta entera. Dos. Tres. Ni una pista. Algo en la sala había cambiado, pero no entendía el qué. Entonces me di cuenta de que la neblina había desaparecido y de que el suelo estaba cubierto por pequeños fragmentos de un mosaico rojo y amarillo.

Seguí caminando en círculos como un hombre hechizado. Después de otra vuelta, el mosaico era amarillo y azul. Al cabo de otra, blanco y negro.

¿Qué disparate era aquél? O el suelo había decidido cambiar de color o… ¡Oh, no, aquello no tenía ningún sentido! Aunque… aunque podía ser la respuesta… Al caminar y caminar por la sala circular de Hrad Spein, estaba avanzando sin darme cuenta. ¿Significaba eso que acabaría por llegar a la salida de aquel modo? No tenía nada mejor que hacer.

Tras unas cuantas vueltas más, apareció un hombre en el aire, delante de mí. Saqué el cuchillo, porque mis pasos me habían llevado hasta Cara Pálida. El asesino a sueldo y siervo rastrero del Amo no se movía y su atención estaba centrada por completo en el espejo que miraba. Lo llamé por su nombre. No hubo respuesta. Pero ¿y si mi viejo amigo Rolio, que llevaba detrás de mi pellejo desde Avendoom, sólo estaba fingiendo y esperando su ocasión? No, no era lo que parecía.

Con el cuchillo preparado, me aproximé a mi enemigo jurado. Llegué a su lado, pero no se movió. Sólo tenía que estirar el brazo y Cara Pálida era hombre muerto. Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento, pero no me precipité. Simplemente me quedé mirando su cara con perplejidad.

Estaba contemplando el espejo, hipnotizado. Por curiosidad, traté de hacer lo mismo, pero no vi nada especial. Sólo a Cara Pálida y la sala. Seguía sin haber ningún reflejo mío. Un extraño espejo en un extraño y misterioso lugar de Hrad Spein.

La ropa de Rolio tenía diversos desgarrones y su rostro varios moratones. Las únicas armas que llevaba eran un puñal y varias estrellas arrojadizas en el cinturón. Tras pensarlo un momento, cogí las estrellas. No estaba demasiado familiarizado con ese tipo de armas, pero cuando tienes los bolsillos vacíos, no te quejas si encuentras una moneda de cobre. Chasqueé la lengua con fastidio al ver que el asesino no llevaba comida ni pertenencias personales.

No lo maté. No sé qué me lo impidió, pero… ¡simplemente, no podía hacerlo! Rolio no era ninguna amenaza en ese momento. Su mente se encontraba vagando por algún lugar lejano, muy lejano, y yo nunca he sido de los que pueden rebanarle el gaznate a un hombre inocente. Así que dejé a Cara Pálida allí, en el mundo de los sueños con el espejo. Pero, como es natural, no lo perdí de vista al alejarme.

Cuando por fin le di la espalda al asesino y me hube alejado otros tres pasos, de repente oí que alguien gorgoteaba y resollaba. Cara Pálida estaba tumbado en el suelo y le salía sangre escarlata por la boca. La razón había regresado a sus ojos, junto con la comprensión de que la muerte estaba próxima. Al verme trató de retorcer los labios en esa eterna sonrisa suya, pero entonces murió.

Sus ojos se volvieron vidriosos y la sangre dejó de manar de su boca. Contemplé con calma el cuerpo del hombre que había estado tratando de mandarme a la oscuridad y seguí mi camino.

Como cabía esperar, en la siguiente vuelta Rolio y su sangre habían desaparecido sin más. Lancé una mirada de fastidio al espejo y en ese momento me quedé petrificado de puro asombro. Aquello era lo último que esperaba que me mostrase el espejo…

Una habitación conocida. Una enorme mesa, varias sillas de vistoso respaldo y un armario muy ancho y cubierto por una bonita rejilla de madera. Una pintura de motivos espirituales en la pared más cercana. La mesa estaba abombada por el peso de las bandejas de comida y las botellas de vino. El hombre que había allí sentado estaba engullendo una gallina entera. Levantó la mirada del plato, estiró una mano grande y rolliza hacia su vaso de vino y en ese momento reparó en mí.

—¡Eh, chaval! ¿Por qué has tardado tanto? —preguntó For con un ademán amistoso—. Ven antes de que se enfríe la comida. ¡No te quedes en la puerta!

Me lo quedé mirando, estupefacto.

—Bueno, ¿cómo estás, Harold? ¿Cómo ha ido todo? No te quedes ahí. Quería decirte que parece que nuestro pequeño acuerdo va a ser bastante provechoso y que deberíamos…

Me alejé de un salto del espejo como un hombre aquejado por la plaga de cobre. Estaba temblando. ¡Por un h’san’kor! ¡Me había engañado por completo! ¡Y me lo había tragado casi por completo! ¡Pero es que realmente era For! ¡Mi viejo maestro! Sólo que ya no estaba en Avendoom. Había partido hacia Garrak en cuanto yo me marché con el grupo. Aquello era mucho más seguro que la capital. Miré detenidamente el espejo, pero ya no había ni rastro de la habitación o de For. El espejismo había desaparecido y, una vez más, la plata no reflejaba nada más que la sala.

Seguí adelante.

* * *

La puesta de sol de una tarde clara de otoño es siempre hermosa, sobre todo cuando estás en lo alto de una colina y puedes ver todo cuanto te rodea. Un ancho río discurría por debajo y los rayos del sol poniente habían teñido sus aguas del color del cobre fundido. En la otra orilla había un asentamiento, un pueblo de gran tamaño o una pequeña ciudad. La suave brisa de la tarde que soplaba sobre mi rostro arrastraba el aroma del agua, los tréboles y una pequeña fogata. Se oía un rebaño de vacas que mugía en la lejanía, mientras el vaquero las llevaba de vuelta a casa.

Había un árbol muy alto y de alargadas ramas sobre la colina. La fogata estaba debajo y tenía una cacerola encima, donde burbujeaba alegremente algo que despedía un suculento aroma a sopa de pescado. Había tres hombres sentados alrededor del fuego. El mayor de ellos, que tenía una barba densa y cana parecida a una enmarañada lana de oveja, revolvía solemnemente la comida con una cuchara de madera. Los otros dos —un soldado alto y calvo con una cicatriz en la frente y un hombre pequeño y rollizo de gracioso bigote— estaban jugando a los dados mientras intercambiaban insultos alegremente. Apareció un cuarto detrás del árbol. Tenía una red en una mano y una lanza larga en la otra.

—Buena pesca, Marmota —dijo Arnkh con un gesto de asentimiento mientras lanzaba los dados.

—¡Ah, por Sagra! ¡Ganas otra vez! —exclamó Gato sacudiendo la cabeza con decepción—. ¡Qué asco de suerte! Tío, ¿cuándo vamos a comer?

—Cuando estemos todos —gruñó el sargento de los Corazones Salvajes desde el fondo de su barba.

—A-a-ah, eso no me gusta —dijo Marmota arrastrando las palabras, mientras dejaba la red y la lanza sobre la hierba—. ¡Vamos a esperar una eternidad!

—Mirad, Harold ya está aquí —anunció Arnkh al tiempo que se levantaba—. ¿Vas a quedarte o estás de paso?

—Estoy de paso —murmuré tontamente.

—¿Un poco de sopa de pescado, Harold? —preguntó Tío mientras probaba el caldo con la cuchara y, con un gruñido aprobatorio, apartaba la cazuela del fuego.

—Pero si estáis muertos —dije, estupefacto.

—¿En serio? —Marmota y Gato se miraron con sorpresa.

—Yo estoy tan vivo como el que más, y encima hambriento —respondió Gato al fin—. ¿Te quedas con nosotros?

Sacudí la cabeza y me aparté del fuego.

—Bueno, si no tienes hambre, empezaremos nosotros. Tú baja al río a buscar a los demás. ¡No podemos esperarlos eternamente!

Asentí pero seguí alejándome. ¡Aquél no era mi sitio! ¡No era más que un sueño! ¡Era un mundo diferente! ¡Una realidad diferente! Donde mis amigos seguían vivos y no tenían la menor intención de morirse.

—¡Oye, Harold! ¡Dile a Hallas que hoy no me tocaba cocinar a mí! —El grito de Tío me alcanzó justo cuando la imagen del espejo comenzaba a desaparecer.

* * *

Seguí caminando y vi a Lafresa. Tenía la mirada clavada en el espejo, unos diez metros por delante de mí.

Arrancó la mirada de la superficie plateada y, al verme, entornó los ojos. Entonces se alejó un paso de mí y se quedó petrificada mirando el espejo. Seguí su ejemplo y me encontré…

* * *

En un claro en medio de un bosque, rodeado por una empalizada de altos abetos. La hierba estaba completamente cubierta por cuerpos de elfos. Sólo dos de ellos seguían en pie, en silencio, mirando el cuerpo postrado de un h’san’kor. No podía distinguir quiénes eran, sólo veía que eran un elfo y una elfa. Entonces lo comprendí…

Involuntariamente di un paso hacia ellos. Ambos oyeron el ruido de la hierba y se volvieron. El elfo sacó su arco y me apuntó con una flecha a la cara. El único ojo que conservaba, dorado, seguía todos mis movimientos. Le faltaba el otro: una antigua herida de una flecha orca.

Ell.

—¿Qué buscas aquí, humano? —preguntó Miralissa con voz ronca.

—No…

—¡Vete, este bosque es nuestro! —dijo su k’lissang con un centelleo de su ojo.

—¿A qué has venido? —preguntó Miralissa mientras se limpiaba la sangre que le salía por una oreja.

—A por el Cuerno del Arco iris.

—¿El Cuerno del Arco iris? —preguntó sacudiendo la cabeza con tristeza—. Es demasiado tarde. Los Primogénitos ya lo tienen y no podemos hacer nada. Los elfos han perdido la batalla y Bosque Verde ha sido destruido. Este sitio no es para ti.

—Muy bien —dije, y retrocedí.

Los elfos que tenía delante no eran los que había conocido. Eran muy distintos. Como de otro mundo.

Ell, sin apartar un instante su ojo de mí, dijo algo en órcico. Sus palabras sonaban a pregunta.

Dulleh —respondió Miralissa y se dio la vuelta, como si hubiera dejado de sentir el menor interés por mí.

Dulleh. Me sonaba haber oído la palabra antes. Salté en el mismo instante en que el elfo disparaba su flecha contra mí…

* * *

Caí al suelo y miré con espanto el vacío espejo. En órcico, dulleh significa «dispara». De no haber recordado que Miralissa se lo había dicho a Egrassa en una ocasión, estaría muerto, con una flecha clavada en la cabeza. Seguí mi camino a paso vivo en pos de Lafresa, que siempre se mantenía por delante de mí, esperando a ver qué sorpresas nos tenían reservadas los espejos.

Los espejos me llamaban con ofertas, peticiones, exigencias y amenazas, tratando de atraerme a su interior para siempre. Frente a mí pasaban rostros en una serie de brillantes imágenes: los rostros de personas a las que conocía, los rostros de personas a las que conocería en el futuro, los rostros de otras a las que nunca llegaría a conocer.

—¡Harold! ¡Ven aquí!

—¡Muere!

—¿Por qué no puedes parar?

—Quédate, eres uno de nosotros.

—Eh, Harold, ¿puedes verme?

—¡Por favor, buen caballero, por favor!

Sin prestarles la menor atención, los ignoré y traté de escapar de la pegajosa telaraña de los espejos, ahora que había aprendido a diferenciar la realidad de la ilusión. No siempre lo conseguía al primer momento, a veces las imágenes eran tan seductoras y potentes que me costaba mucho esfuerzo rechazar la alucinación.

Lafresa marchaba por delante de mí y también estaba teniendo dificultades. A veces estaba a punto de alcanzarla, pero entonces me rezagaba al quedarme paralizado delante de uno de los espejos. Y entonces Lafresa desaparecía y volvía a quedarme totalmente solo. Un paso, otro y otro…

—¡Eh, Harold! —me llamó Bocazas con un rostro espantosamente mordisqueado—. ¡Ven, hablemos!

Sacudí la cabeza y seguí adelante.

—¡En el nombre del rey, ladrón! —El barón Frago Lanten y diez guardias trataron de cortarme el paso—. ¡Ven aquí si no quieres dar con tus huesos en Piedras Grises!

No les hice ningún caso.

—¿Quieres oro, Harold? —preguntó Markun mientras agitaba un saco entero del preciado metal delante de mi nariz—. ¡Lo único que tienes que hacer es parar!

Respondí con una carcajada y él lanzó una serie de invectivas a mi espalda.

—¿Quién va a pagar por mi posada? —preguntó Gozmo, retorciéndose las manos con desesperación.

Me encogí de hombros.

—¡Eh, Harold! —me llamó una voz conocida—. ¡Ven!

Me detuve y, tras contemplar el reflejo durante largo rato, di un paso hacia el espejo…

Lo miré y él me miró a mí. Teníamos tiempo de estudiarnos mutuamente. Teníamos una eternidad entre manos, no había prisa ninguna.

—Bueno, ¿te gusta mi aspecto? —preguntó con genuina curiosidad.

—Para serte sincero, no demasiado.

—No me sorprende. Me he basado en un mal ejemplo. —Sonrió, un gesto que resultaba feo y repulsivo. ¿Así era de verdad mi sonrisa?

Seguí observando a mi doble, una copia perfecta de este maestro de los ladrones que os habla, Harold el Sombra. Un rostro pálido, unos círculos negros debajo de unos ojos cansados y hundidos, una barba de pocos días, ropa sucia, arrugada y desgarrada… Menuda imagen. Hay mendigos —o incluso muertos— que tienen mejor aspecto.

—¿Quién eres?

Una pregunta muy razonable, ¿no?

—Sólo yo. O tú. Todo depende del lado desde el que nos mires y de lo que realmente quieras ver al final.

—Me has llamado tú, ¿no? Pues di lo que quieres, tengo asuntos que atender y no me apetece perder el tiempo conversando con mi propio reflejo.

—La cuestión, Harold, es cuál de los dos es el reflejo —dijo entornando maliciosamente los ojos.

—¿Vamos a librar una batalla de palabras, doble?

—¿Tenemos algo contra las batallas de palabras, doble?

—Sí.

—He ahí la primera diferencia entre nosotros. A ti no te gusta mucho hablar, Harold.

—¿Qué quieres? —Su cara (mi cara) estaba empezando a hacerme enfurecer.

—¡Vamos, tómatelo con calma! —dijo con un centelleo burlón en los ojos—. ¡Debes mirar el mundo con más alegría, reflejo! Siempre hay montones de cosas bellas en él; sólo que no sabes cómo aprovecharlas.

Seguí esperando, sin decir nada.

—Vale, de acuerdo —dijo con un suspiro—. ¿Para qué quieres todo eso?

—¿Todo el qué?

—No lo entiendes.

—No —respondí con toda sinceridad.

—Todos esos problemas y preocupaciones para salvar algo o a alguien, todos esos amigos, todos esos escrúpulos morales y demás basura que no resulta nada lucrativa. ¿Para qué te has implicado en esta loca aventura? Antes no eras así. Antes te parecías más a mí.

—Me alegro de que ya no tengamos nada en común.

—¡Oh, venga, Harold! Todas estas bobadas te han convertido en un sentimental, en un llorón que depende de otras personas. ¿No recuerdas los días maravillosos en los que no erais más que la noche y tú, en los que no arrastrabas contigo a tanto amigo, tanta obligación y tanta norma? ¿Acaso no lo pasábamos bien por entonces? ¡Acuérdate de los tiempos en que podíamos colarnos en la casa de algún obeso ricachón y dejársela vacía sólo por diversión! ¡Acuérdate de los tiempos en que le metías un virote de ballesta al que osaba cruzarse en tu camino sin pensártelo dos veces! Antes no te temblaba la mano. No habrías dejado a Cara Pálida con vida.

—¡Nunca he matado a nadie por haberse puesto en mi camino, reflejo! Si fuese así, ya habría mandado al otro barrio a la mitad de Avendoom. Lo que hacía era defenderme para salvar la vida. No me confundas contigo. ¡A mí no me gusta matar! Si esto es sólo una charla amistosa sobre los viejos tiempos, será mejor que me largue. Esta conversación no nos lleva a ninguna parte.

Al retroceder me encontré con la fría y plateada superficie de un espejo. El otro se echó a reír y no me gustó el sonido de sus carcajadas. Ya no nos parecíamos en nada, éramos personas totalmente distintas.

—De aquí sólo puedes marcharte conmigo, Harold.

—¿Quién eres? —volví a preguntar.

—Ya te he dicho quién soy.

—No me has llamado sólo para perder el tiempo charlando, ¿verdad? Tú siempre haces las cosas para sacar algún partido, ¿no es así, reflejo?

—¿Partido? Vaya, parece que no eres un caso totalmente perdido, reflejo. —Un tenue brillo de interés apareció en sus ojos—. Sí, tengo un pequeño negocio entre manos y, por nuestra antigua amistad, quisiera ofrecerte una parte de los beneficios.

Decidí jugar según sus normas.

—Un negocio pequeño significa beneficios pequeños —dije con una sonrisa, tratando de copiar su expresión de sorna.

Volvió a echarse a reír.

—¡Mi viejo amigo Harold! ¡Y yo que creía que te había perdido para siempre! No te preocupes por eso, en este pequeño negocio los beneficios son muy sustanciosos.

—¿Y qué tenemos que hacer?

—¿Tenemos? ¡Me gusta, por la oscuridad! Estrictamente hablando, nada. ¿Qué te parece eso? Un montón de oro a cambio de no hacer nada en absoluto.

—Siempre he sido partidario de los negocios complicados como ése. —Esta vez me fue mucho más fácil imitar su sonrisa.

—¡Excelente! Lo único que tienes que hacer es no sacar esa condenada baratija de los Palacios del Hueso y nos llevaremos un saco entero de oro.

—¿Un saco entero? —pregunté poniendo cara de sorpresa y duda—. ¿Estás seguro de eso?

—No te preocupes, mi viejo amigo. Ya lo he acordado todo.

—¿Y quién es el cliente?

—Digamos tan sólo que un observador externo. Su nombre no te diría nada.

—En principio no me parece mal, pero está la cuestión del Encargo anterior…

—Oh, olvídate de eso. No creo en signos estúpidos ni en la cólera de los dioses. Bueno, ¿estamos de acuerdo?

—Creo que sí —dije con un gesto de asentimiento, y el reflejo se relajó—. Pero tengo una cosita que añadir a lo que he dicho antes.

—¿De qué se trata? —preguntó mientras se me acercaba.

—¿Recuerdas que te dije que no me gustaba matar?

—¿Y? —preguntó mi doble con mirada de perplejidad.

—Mentí —dije al tiempo que sacaba mi cuchillo y trataba de clavárselo a mi reflejo en el pecho. O sabía lo que iba a pasar o sintió algo en el último momento, pero el caso es que se apartó de un salto. La hoja sólo le desgarró la ropa. Un instante después, también él tenía un cuchillo en la mano.

—¡Idiota! —me espetó mientras se abalanzaba sobre mí.

Es muy complicado luchar contra uno mismo. Yo sabía dónde iba a golpearle y si yo lo sabía, significaba que él también. Eramos igualmente buenos con el cuchillo y al cabo de un minuto dando vueltas entre los espejos, cada uno de los dos había recibido sólo pequeños cortes.

Lanzó una cuchillada hacia mi garganta, di un paso hacia adelante y a la izquierda, y el reflejo trató al instante de alcanzarme en el hombro derecho. Sabía lo que iba a hacer y paré el golpe con mi cuchillo. Entonces pasé al ataque tratando de alcanzarlo en la cara, lo agarré del pecho, tiré de él con la otra mano y recibí un rodillazo en las tripas. Retrocedí de un salto y me agaché para esquivar un tajo y luego interpuse algo de distancia entre los dos mientras trataba de recobrar el aliento.

—Te estás haciendo viejo —rio mientras quitaba de un resoplido un mechón de cabello mío de la hoja de su cuchillo.

No dije nada y reanudó de nuevo su ataque. Dábamos vueltas y hacíamos requiebros, con el entrechocar de los cuchillos, siseando entre dientes cuando uno de los dos recibía otro arañazo. Ninguno de los dos podía ganar y todos mis esfuerzos por alcanzar a mi doble se estrellaban en mis propias defensas (¿o eran las suyas?). Finalmente nos detuvimos y nos miramos con la respiración entrecortada.

—No es fácil luchar contra alguien que puede leerte la mente, ¿verdad, reflejo? —preguntó mientras se lamía la sangre de la muñeca.

—Sí que lo es —dije, y le lancé las estrellas arrojadizas que le había quitado al cadáver de Cara Pálida.

Como es natural, adivinó lo que iba a hacer y trató de apartarse, pero esta vez no pudo hacerlo. Lancé las estrellas sin apuntar y con la mano izquierda, y no supo hacia dónde debía saltar. Tras abandonar mi mano, cada una de las cinco estrellas siguió una trayectoria propia, completamente aleatoria (como ya os he contado, no soy un gran lanzador).

Tres de ellas fallaron, pero las otras dos alcanzaron su objetivo. La primera se clavó en la muñeca derecha de mi doble, que dejó caer el cuchillo y esquivó otras dos, pero al hacerlo se colocó en la trayectoria de una tercera, que lo alcanzó en la pierna. Con una imprecación, cayó al suelo. Lo alcancé de dos saltos, me coloqué a su espalda y le apoyé el puñal en la garganta.

—Qué modo más estúpido de dejarse coger —dijo mi reflejo con voz cascada—. No esperaba que lo hicieras.

—¿Por qué?

—No es fácil matarse a uno mismo. ¿Sabías que hay una superstición que asegura que si matas a tu doble, lo sigues a la oscuridad?

Una solitaria gota de sudor resbalaba por su sien.

—¿No eras tú el que no creía en signos estúpidos? —pregunté al reflejo, justo antes de rebanarle el pescuezo.

Los espejos que me rodeaban se rompieron y reaparecí en la sala, sólo que ahora había una puerta en el lugar que antes ocuparan aquéllos. El cuerpo de mi doble se estremeció y luego se dispersó sobre el suelo, convertido en una niebla blanca.

Había superado la prueba de mi propio yo y el camino estaba expedito. Salí de la sala de los Espejos.

* * *

Al principio no sabía siquiera dónde estaba. Era un lugar perfectamente normal, totalmente vulgar, sin ninguna salida. Seguí avanzando con incertidumbre, sin comprender lo que había salido mal y cómo era que había terminado en un callejón sin salida.

Y entonces sucedió. La sala se transformó.

Me dio tal susto que estuve a punto de mojarme los pantalones. Y aunque al final me contuve, se me hizo un nudo en las tripas y me sentí como si cayera por un precipicio. Una reacción perfectamente comprensible en alguien que se encuentra de repente suspendido en un lugar entre el cielo y la tierra. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no sucumbir al pánico y comprender que seguía sobre el suelo y no colgado de sólo la oscuridad sabía dónde.

Ignoro si era magia o algún otro tipo de secreto, pero era como si las paredes, el suelo y el techo hubieran dejado de existir. Tenía la sensación de encontrarme en mitad del cielo nocturno.

Había unas estrellas titilantes a mi alrededor. Miles y miles de ellas. Un espectáculo maravilloso, digno de un cuento de hadas. Las estrellas estaban en las paredes, en el suelo y en el techo, mientras que el pálido círculo de una luna brillaba con fuerza en el centro de la sala. La luna morada conocida como Selena.

Y si Selena estaba allí, el Cuerno del Arco iris no podía estar muy lejos.

Mientras echaba a andar hacia ella, mi corazón palpitaba con golpes secos. ¡Casi lo había conseguido! ¡Había hecho lo que hasta entonces no había creído que pudiera hacerse!

¡Roo-oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa!

La nítida, profunda y melancólica llamada se propagó entre las estrellas. En algún lugar situado sobre mí, soplaba el viento sobre la tumba de Grok y el Cuerno del Arco iris emitía el eco de su eterno canto.

¡Roo-oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa! ¡Oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-rr-rr-rr-oo-oo-oo-oo!

El sonido me provocó escalofríos en la columna vertebral. Era una llamada. El melancólico canto del viento y del Cuerno se me clavó en el corazón.

Pero no llegué hasta Selena. Un relámpago cegador golpeó el suelo bajo mis pies y salté a un lado con los ojos cerrados, tratando de recuperar la vista tras el brillante destello.

La atmósfera olía a truenos y a magia.

Cuando recuperé la visión, vi a Lafresa en el cielo estrellado, al otro lado de Selena. En lugar de continuar con su ataque, estaba esperando a que me recuperase.

Incluso entonces era como si la bruja estuviese en un baile cualquiera y no en pleno corazón de los Palacios del Hueso. O al menos, la joven no tenía el aspecto de alguien que ha pasado dos semanas enteras en unas catacumbas. Su ropa de viaje estaba impecable, sin una sola arruga, aún llevaba los pendientes de plata en forma de araña y una daga de hoja ancha en el cinturón. La dama Iena no había cambiado nada desde la primera vez que la viese, en la recepción ofrecida por Balistan Pargaid.

Estatura media, cabello castaño claro recogido en una corta coleta, amplios pómulos sobre los que recaía la luz de la luna… Sus ojos azules ya no parecían pensativos sino cautelosos mientras seguían hasta el último de mis gestos y de mis movimientos. Había una pequeña y brillante esfera de color carmesí en su mano abierta. Sabía lo que era y me costó mucho apartar los ojos de ella y volver a clavarlos en los de Lafresa.

—Dama Iena.

—Me alegra comprobar que me recuerdas, ladrón.

Sus carnosos labios esbozaron una sonrisa sardónica. Su voz contrastaba profundamente con su apariencia. Sonaba cansada, muy cansada.

—Pretendes vivir hasta una edad avanzada, supongo —dijo de repente.

—Es mi deseo, desde luego.

—Pues entonces te aconsejo que no te acerques a Selena ni te interpongas en mi camino, porque si lo haces tendré que detenerte.

—Pensé que el Amo te había dicho que no me tocaras.

—Siempre que no te metas por medio. No querrás acabar como pasto de los gusanos, ¿verdad?

—Pero el Mensajero me ha asegurado que soy inmortal.

Sólo quería ganar tiempo.

—Todos los que pertenecen a las casas son inmortales. Salvo, claro está, en las propias casas. Esta sala es la antecámara de la casa del Dolor, así que aquí tú y yo somos mortales. ¡De modo que hazte a un lado, ladrón!

—Como vos digáis, dama Iena.

Había oído todo lo que necesitaba, así que comencé a retroceder hacia la pared. No era tan estúpido como para enfrentarme a una de las hechiceras más poderosas del mundo.

Ella observaba cada uno de mis movimientos. En silencio, pedí a Sagot que las cosas no se torcieran y que la dama Iena no pretendiera arrojarme una bola de fuego carmesí a pesar de los deseos del Amo.

Lafresa esperó a que llegara hasta la pared y sólo entonces empezó a moverse hacia Selena. Parecía que aún le tenía miedo al Bailarín de las Sombras (o más bien eso quería pensar yo). Justo antes de llegar a la luna morada vaciló un instante y entonces entró en Selena. Al momento la envolvió por completo un sedoso y suave resplandor. Y luego, rodeada por la luz de la luna, comenzó lentamente a elevarse del suelo hacia las estrellas.

Se echó a reír. Su exultante, sincera e infantil risa se enredó con las estrellas, que daban vueltas alrededor de ella y de la luz violeta en una alegre danza. Debo reconocer que era un espectáculo muy hermoso.

La dama Iena se había olvidado por completo de mí, pero aun así permanecí en el sitio. La vi ascender hasta las estrellas y esperé. Como es natural, me habría gustado decir que se rio en mi cara, o que dijo algo como «¡Ahora el Cuerno del Arco iris es mío!», pero no sucedió nada de eso.

Las estrellas y la columna de luz que brotaba de Selena llevaban a la dama Iena hacia el Cuerno del Arco iris, que la estaba llamando: Oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa.

Entonces sucedió lo que yo esperaba.

El color de Selena pasó del morado al negro y su luz se apagó. Con un destello, las estrellas que bailaban con Lafresa se transformaron en rayos carmesí que comenzaron a caer del cielo, dejando rastros morados, pero antes de que alguna de ellas llegara a tocar el suelo se fundieron en el aire. Sin la luz que la sustentaba, la servidora del Amo cayó en silencio sobre el mismo centro de la luna.

Una caída desde una altura de sólo la oscuridad sabe cuántos metros es siempre fatal y en este caso lo fue en un doble sentido. La muerte en una de las grandes casas es definitiva, incluso para alguien que era inmortal y había renacido en la Casa del Amor.

La propia Lafresa me había contado dónde estábamos y como recordaba la advertencia de Sagot de que no debía andar sobre Selena, no tuve el menor inconveniente en permitir que fuese ella la que probase una las trampas de los Palacios del Hueso. Gracias a los dioses, todo había salido bien. La moneda de oro pagada al mendigo por su consejo había sido bien invertida. Si el avaro que respondía al nombre de Sagot no me hubiera dicho que no pisara Selena, quién sabe cómo habrían acabado las cosas.

Mientras observaba, una oscura mancha de sangre comenzó a extenderse bajo un cuerpo retorcido y quebrado por la caída. Hasta el último instante, no había creído que de verdad pudiera engañar a la mujer que en su día respondiera al nombre de Lia.

¡Oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa! La melancólica canción del Cuerno, procedente de algún lugar situado sobre mí, me devolvió a la realidad.

Levanté la mirada hacia el techo tratando de localizar la posición del Cuerno, pero como es natural no pude ver nada. Estaba demasiado alto.

Mientras yo miraba en vano hacia arriba, el cuerpo de Lafresa comenzó a hundirse lentamente en Selena, como si su superficie no fuese firme, sino una especie de limo o lodo pegajoso. Pocos segundos después, la dama Iena, que tantos contratiempos había causado a nuestro grupo, desapareció para siempre en el interior de la oscura luna y un momento después de eso Selena recuperó su color morado y un millar de constelaciones y estrellas cobraron vida en el «cielo». Fue como si no hubiera sucedido nada.

Algo brillaba con fuerza en el centro de Selena. Entorné los ojos tratando de distinguir lo que era, pero por desgracia no fui capaz. Tras la muerte de la dama Iena no tenía demasiadas ganas de acercarme a aquel lugar, pero bajo la razonable suposición de que no correría peligro mientras no pisara la mágica luna, me aproximé a ella… y allí estaba la Llave, tirada en el centro. O la magia de los enanos y la Kronk-a-Mor eran antagónicas a la que había creado esta sala o, simplemente yo era un hombre afortunado, pero el caso es que la Llave estaba allí y sólo tenía que alargar la mano y cogerla. Al menos ahora Egrassa no me retorcería el cuello por haber perdido la reliquia de su pueblo. Me colgué la Llave del cuello, puesto que Lafresa no le había quitado la cadena.

¡R-r-oo-oo-oo-aa-aa-aa!

Era hora de continuar. Tenía que haber algún modo de subir. Al menos eso es lo que había dicho Sagot y me había aconsejado que usara las piernas. Sólo tenía que encontrar el camino.

Caminé por el cielo estrellado, en busca de alguna escalera de subida.

¡R-r-r-oo-oo-oo-too-doo-oo-oo!

—Ya te oigo, ya te oigo —murmuré mientras andaba a lo largo de la pared.

La verdad es que a eso no se lo podía llamar una escalera. No era nada más que una serie de peldaños de piedra cuadrados, suspendidos del cielo entre las masas de estrellas. Y no parecían fáciles de subir. Iba a tener que sudar para conseguirlo. Pero no había nada que hacer al respecto, el Cuerno del Arco iris no iba a bajar solo.

Subí al primero, salté, me agarré al segundo y tiré de mi cuerpo. Volví a subir, salté y tiré. El mundo parpadeó y la magia del cielo y las estrellas desapareció. El espacio que tenía debajo volvía a ser una sala del octavo piso, completamente normal e iluminado por la intensa luz que emanaba de sus paredes.

El ascenso se prolongó largo rato y al cabo de algún tiempo estaba resoplando y jadeante. No era fácil mantener el equilibrio en unos peldaños donde apenas había espacio para poner los pies. Traté de no mirar abajo. Había subido tanto que si —no lo quisiera Sagot— perdía el equilibrio, acabaría como Lafresa. Cuando mis brazos estaban a punto de ceder, encontré unos asideros de metal clavados en la pared. Eso me facilitó mucho las cosas y al cabo de un rato llegué a una amplia plataforma de piedra.

Un viento muy fuerte soplaba allí arriba.

¡Oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa!

A esa altura, la llamada del Cuerno sonaba mucho más fuerte y profunda. El condenado silbato de hojalata estaba cerca. El mundo volvió a parpadear y una vez más me encontré en el centro de un cielo estrellado. Debajo de mí, muy lejos, se vislumbraba el resplandor morado de Selena, apenas visible entre las estrellas. No me había dado cuenta de que hubiera trepado tanto.

Bien. ¿Y ahora por dónde? No había más asideros. Por encima de mí, el muro era liso y casi no veía nada por culpa de las estrellas mágicas. Y resultaba que la escalera de ascenso estaba donde menos esperaba verla: suspendida del aire a tres metros de la plataforma donde me encontraba. Por enésima vez durante mi excursión por los Palacios del Hueso lamenté haber perdido la cuerda telaraña.

Sólo tenía una ocasión, una oportunidad de dar el salto.

Volví a estudiar con detenimiento la escalera que ascendía a través del cielo. Podía intentarlo… En cualquier caso, tampoco tenía otra alternativa. «¡Que Sagot me proteja!».

Las estrellas pasaron volando bajo mis pies, la escalera pareció hacerse más grande y alejarse volando hacia arriba, pero a pesar de todo, a duras penas, logré agarrarme al último de sus peldaños. Era terriblemente resbaladizo y sólo por voluntad de los dioses no lo soltaron mis dedos y me salvé de caer en un último vuelo sobre Selena.

Sacudí los brazos, retorciéndome como una culebra de las praderas y, con los dientes apretados, tiré de mí hacia arriba. Agarré el peldaño siguiente con el otro brazo, volví a dar un tirón, apoyé los pies en el escalón de abajo y comencé a subir.

¡Oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa!

El viento soplaba cada vez con más fuerza y el canto del Cuerno era constante y llenaba la sala de las Estrellas con su potente rugido de guerra. Salí a un brillante pasillo, dejando las estrellas detrás de mí.

¡Oo-oo-oo-oo-aa-aa-aa-aa-r-aa!

El rugido del Cuerno hacía temblar el suelo, pero ya no tenía prisa. No iba a marcharse a ninguna parte, podía esperar a que recobrara el aliento. Tras veinte metros de pasillo, un nuevo cielo abrió sus bóvedas por encima de mi cabeza. Allí, suspendido entre la luz de las estrellas, había un puente perlado. Lo crucé y llegué a la tumba de Grok.

Era una preciosa estructura de amatista. Una mezcla de pérgola veraniega y capilla funeraria. Cuatro finas y elegantes columnas sustentaban una cúpula de delicado color azul. Bajo la cúpula había una lápida, con las siguientes palabras talladas: «A Grok, el gran guerrero, de su agradecida patria».

—Lo conseguí —susurré pero aún no podía creer que hubiera llegado a mi objetivo.

Me encontraba en la tumba del famoso líder militar y hermano del Sin Nombre. Pero no sentía temor reverente ni nada parecido. Sí, era un gran general, una leyenda, que había salvado al país de los orcos durante la Guerra de la Primavera.

¿Y?

Yo también estaba tratando de salvar al país y, por los fragmentos de información que había ido recopilando, Grok tampoco era un héroe tan grande, puesto que era el responsable de la aparición del Sin Nombre.

El objetivo de mi búsqueda estaba allí, a plena vista, sobre la tumba. El Cuerno del Arco iris. No había cambiado nada desde nuestro primer encuentro, en una visión durante mi visita al Territorio Prohibido. Un cuerno grande y curvo, de brillante bronce incrustado de madreperla y azulado hueso de ogro. Un objeto hermoso y muy hábilmente forjado. Un genuino cuerno de guerra que cualquier rey se habría enorgullecido de poseer.

«¿Puedo?». Había una nota de súplica en la voz de Valder.

—Adelante —dije mientras abría las puertas y le daba total libertad.

Y entonces vi un Cuerno completamente distinto, rodeado por un halo del color del arco iris que brillaba delicadamente por el poder que emanaba de la reliquia. El poder que mantenía al Sin Nombre en las Tierras Desiertas. El poder que contenía a los Caídos en las profundidades de Hrad Spein y les impedía regresar a Siala. El poder creado por los ogros. El poder que había destruido a su raza y salvado al resto.

Estaba menguando, desapareciendo, como el agua que cae sobre la arena. La magia que llenaba el Cuerno tenía las horas contadas.

—¿Puedes devolverle la magia? —pregunté al archimago sin apartar los ojos del tesoro.

«No, eso requeriría el poder del Consejo entero. Lo siento».

—No importa —dije, aunque mi corazón había albergado la esperanza de que Valder pudiera hacerlo y no tuviese que llevarme el peligroso juguete conmigo—. ¿Puedes irte ya?

«No… Es demasiado débil. Puede que más adelante, cuando lo llenen de poder. Lo siento».

—No te disculpes. Comienzo a acostumbrarme a tu compañía. Es mejor que hablar solo.

Su respuesta fue una risilla queda. Y luego:

«Cógelo, Harold, y vámonos a casa».

Valder tenía razón, era absurdo seguir dándole vueltas a las cosas. Me pasé la lengua por unos labios que de pronto se me habían quedado secos y me acerqué a la tumba con el corazón batiendo dentro del pecho.

Allí estaba. Justo delante de mí. La salvación y la destrucción del mundo. La mano de todos los triunfos en el estúpido Juego de los Amos. ¿Qué sucedería si me atrevía a sacarlo de Hrad Spein? ¿Salvaría a alguien o sólo provocaría más tristeza y más pesares? ¿Qué debía hacer? ¡Era una elección terrible! Decidir el destino del mundo y tener ese poder en tus propias manos; saber que tus actos pueden desviar la balanza en cualquier sentido y que podrían acabar con todo.

¿Debía cogerlo? ¿Merecía la pena arriesgar las vidas de mis compañeros?

Permanecí allí, sin saber qué hacer. Estaba sumido en una especie de letargo. No podía mover una mano, como si estuviese hechizado. Miraba la reliquia mientras ésta aguardaba a que el hombre que había llegado a la tumba de Grok tomase una decisión.

—Sin dudas ni vacilaciones —dije, repitiendo la promesa que le había hecho a Egrassa como si fuese un encantamiento, y luego mandé al mundo entero a la oscuridad, me adelanté un paso y cogí el Cuerno.

Lo último que recuerdo es que el cielo despidió un destello y descargó una flamígera lluvia de estrellas por segunda vez aquel día.