10
El Nivel entre Niveles
«Noventa y ocho, noventa y nueve. ¡Cien!».
Salí a la superficie, tragué aire a bocanadas y comencé a toser. El sol de mediodía estaba hundiéndose lentamente detrás del horizonte y no despedía ningún calor. Al cabo de una hora en el agua, estaba tiritando y lo único en lo que podía pensar era en salir del río del Sueño de Cristal, secarme y tomar algo caliente. Como un vino especiado, por ejemplo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la voz de For sacándome de mis ensoñaciones.
—¡Ciento cuarenta y siete! —mentí sin inmutarme.
—Falso, no has estado bajo el agua más de un minuto.
Lancé una mirada malhumorada a mi maestro. For estaba contemplando el sol poniente con los ojos entornados, como un gato, mientras masticaba una pequeña manzana verde.
—Un minuto es mucho tiempo —protesté para no rectificar.
—¡No lo bastante! —objetó mi maestro.
—Hace frío —apelé a su misericordia. ¡Ja, qué iluso! ¡Habría sido más fácil sacarle una moneda de oro a un enano que ablandar el corazón de For durante una lección!
—¿Qué quieres decir con que hace frío? Hace un día extraordinario.
—Métete en el agua conmigo y verás lo extraordinario que es —murmuré entre dientes, malhumorado, a pesar de lo cual For me oyó.
—Eres un ignorante de catorce años y hablas en exceso —comentó con alegría, antes de lanzarme el corazón de la manzana y darme en plena frente.
—¿Por qué estoy perdiendo el tiempo con esta tontería y Bass no?
—Porque Bass nunca será un buen ladrón.
—¿Y yo sí?
—Si no mientes ni discutes demasiado, puede que lo consigas.
—¡Yo no miento demasiado! —exclamé con indignación.
—Y supongo que tampoco discutes en exceso, ¿verdad?
Tuve la sensatez de no responder a eso.
—Sigue, chico, sigue. Aún te queda tiempo para un par de intentonas más antes de que sea hora de irse a casa.
—Muy bien, maestro —dije con un suspiro miserable—. Pero ¿de qué me sirve todo esto? ¡Ni que fuera un pez!
—Es muy importante aprender a contener la respiración —dijo—. Cada segundo ganado aumenta tus probabilidades de salvar la vida.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, por si te metes en una casa y salta una trampa de gas venenoso y tienes que contener el aliento hasta haber salido de la zona de peligro. O por si algún colega celoso decide lanzarte al mar desde el muelle. Atado de pies y manos. Y necesitas algo de tiempo para desatarte. O tienes que zambullirte y quedarte bajo el agua para que nadie pueda atravesarte con una flecha. ¿Ves cuántas razones para dejar de gimotear y concentrarte en tus lecciones?
—¡No estoy gimoteando! ¿Cuánto tiempo tengo que seguir haciendo esto?
—Hasta que no te cueste ningún trabajo permanecer así al menos durante dos minutos.
—¡Dos minutos! —dije con espanto.
—O mejor aún, tres —respondió For, implacable, para asegurarse de que captaba el mensaje.
—¡Tres minutos!
—¡A ver, Harold! —dijo el maestro ladrón mirándome fijamente—. ¿Tomaste la decisión de convertirte en mi aprendiz o no?
—Sí, lo hice.
—¡Pues si eres mi aprendiz, bucea! El tiempo se agota.
Ajá. Eso era exactamente lo que pretendía. Cuanto más tuviera hablando a For, menos tiempo tendría que permanecer sentado bajo el agua. El sol ya casi se había ocultado bajo el mar en el que iba a desembocar el río del Sueño de Cristal.
—De todos modos, hoy tampoco voy a poder permanecer tres minutos bajo el agua —me regodeé.
—No, ni mañana tampoco. Pero no te preocupes, muchacho, tenemos todo el verano para practicar y cuando llegue el frío, llenaré un barril y podrás practicar en casa.
Un golpe bajo. Era evidente que mi mentor no me dejaría en paz hasta que me salieran agallas y pudiera permanecer sentado bajo el agua durante los tres condenados minutos. Le dirigí una mirada de resentimiento, inspiré hondo y me zambullí.
¡Ah, el viejo y sabio For! ¿Sabría mi maestro que el hecho de haber pasado varias horas metido en un barril me salvaría la vida algún día?
A causa de la escasez de luz, el agua de los Palacios del Hueso siempre me había parecido negra. Pero en cuanto me sumergí bajo la superficie me di cuenta de que era transparente como una lágrima. La lámpara que llevaba atada al antebrazo izquierdo con una tira de tela arrancada a mi abandonado chaquetón iluminaba el túnel vertical por el que con tanta prontitud estaba descendiendo. El túnel terminaba a una profundidad de cuatro metros.
Había una abertura redonda en una de las paredes. Seguí por allí. Y luego por un corredor horizontal. En aquel lugar no necesitaba la lámpara, porque las paredes emitían una luz verde pálida.
Nadaba con desenvoltura, usando poderosas brazadas y ayudándome con las piernas. Adelante, siempre adelante. Un minuto.
El curvo pasadizo giraba bruscamente hacia arriba y allí se abría. Lo atravesé a la velocidad de un lucio que sale de su escondite y me encontré bajo el techo de una sala completamente inundada. El agua era tan transparente y las paredes brillaban tanto que podía ver todos los detalles del suelo, situado nueve metros por debajo. Hasta la más pequeña de las losetas de mármol, hasta las imágenes de las tapas de los ataúdes. Todo pasó lentamente por debajo de mí. Allí estaba la pared. Tenía que sumergirme un poco para encontrar la abertura que daba a la siguiente sala.
Dos minutos.
Todo era igual allí. Oscuros espectros de tumbas, estatuas y paredes. Belleza élfica. Recordaba claramente que no había nada similar en los mapas. Seguí nadando a ras de techo hasta localizar una nueva «madriguera». El pecho se me estaba llenando poco a poco de plomo y todo estaba volviéndose negro ante mis ojos. Me acercaba al límite de mis fuerzas. Me introduje en la «madriguera» y dejé atrás la sala. Me ardían los pulmones. Descorché el frasco, y el líquido denso y negro comenzó a mezclarse lentamente con el agua. Durante un instante no sucedió nada y sentí que el pánico me inundaba.
Tres minutos.
Abrí la boca con terror y… respiré. El líquido negro se había disuelto en el agua y ahora me rodeaba una especie de gran burbuja de paredes invisibles. El agua que pasaba a través de la burbuja podía respirarse tolerablemente bien. Tenía poco más de un minuto.
Seguí nadando con renovados esfuerzos. El pasillo parecía interminable. Una intersección. Tres direcciones. ¿Cuál elegir? ¡La del centro! ¡En línea recta! ¡Por ahí, tenía que ser por ahí!
La burbuja mágica reventó, tras concederme el tiempo justo para volver a llenar los pulmones. Por delante, el pasadizo terminaba de nuevo en un hueco vertical. Después de descender tres metros, salí por las fauces abiertas de una gárgola. A una sala. Miles de pequeñas burbujas subían hacia el techo y no se veía prácticamente nada.
Un minuto.
Seguí nadando a ciegas, sin ver la pared opuesta. Traté de bajar al suelo, pero no pude. Centenares de burbujas diminutas me empujaban hacia arriba. Ni siquiera intenté resistirme. No tenía tiempo. Seguí nadando. El dolor de mi pecho empeoraba por momentos.
Dos minutos.
Ya llevaba casi seis minutos sumergido, pero no había ni rastro de la salida que tan desesperadamente necesitaba. O el Mensajero había mentido o me había confundido de pasillo. ¡La pared! Al fin. Avancé con la torpeza de un renacuajo en un caldero de agua hirviendo. No había salida. Y no me quedaba más líquido negro. Ascendí penosamente hacia el techo.
¡Sí!
Las burbujas se agolpaban alegremente en una abertura de bordes irregulares justo delante de mí. Las seguí por un nuevo pozo vertical, sólo que esta vez hacia arriba. Había algo que brillaba con una luz trémula y sutilmente hermosa allí delante.
Me impulsé con las piernas. Una neblina oscura había aparecido delante de mis ojos y empezaba a pensar que o aprendía a respirar bajo el agua o empaquetaba mis cosas para el viaje a la luz. El plateado resplandor estaba ya muy cerca. Era como una fina membrana estirada, tendida de un lado a otro de la pared. Las burbujas la atravesaban sin ninguna dificultad. Eso quería decir que también yo podía hacerlo. La toqué. Unas pequeñas agujas bailaron por todo mi cuerpo… Eché a volar… y de repente dejé de estar en el estrecho pasillo y aparecí en otro sitio…
Estaba sentado a la orilla de un enorme lago subterráneo. O puede que no fuese tan enorme, pero al menos la luz de mi lámpara no era lo bastante potente como para alcanzar la otra orilla.
Estaba tiritando. Mientras nadaba, me había parecido que el agua estaba caliente, pero en cuanto salí a la orilla comencé a temblar. Habría encendido una fogata para calentarme, pero no había madera por ninguna parte. Sin perder un instante me quité la ropa y saqué la zamarra envuelta en drokr de la empapada mochila. Gracias al tejido élfico, estaba tan seca como si nunca la hubiera sumergido. En cuanto la tuve puesta, me sentí mejor. Comencé a saltar arriba y abajo y a agitar de un lado a otro brazos y piernas, cosa que normalmente me ayudaba a recuperarme tras pasar mucho rato en el agua.
No sabía cómo había llegado hasta el lago ni dónde estaba. En una cueva o en una sala, pero en cualquier caso, el Mensajero no había mentido: aquél tenía que ser el Nivel entre Niveles. Porque, desde luego, no había nada parecido en la zona de los Héroes.
¡Pero, por la oscuridad! ¡Seguía teniendo frío! Escurrí la ropa mojada, pero sin sol, sólo Sagot sabía lo que tardaría en secarse.
Sólo me quedaba una de mis lámparas, cuya intensidad estaba empezando a menguar. La oscuridad era muy profunda a mi alrededor y tenía que darme prisa si no quería acabar con la nariz pegada a la pared como un topo y avanzando a tientas. Traté de no pensar en lo que sucedería cuando se apagara la lámpara y me limité a seguir corriendo por un pasillo perfectamente recto cuyas paredes eran, a la luz que emitía, del color de la sangre seca.
Me sentía como si hubiera tenido una aguja roma clavada en el costado durante siglos y me vi obligado a aminorar la marcha y seguir caminando. Estaba muy cansado y muy, muy hambriento. Dos días de ayuno forzoso, saciando mi sed en el agua del lago (a pesar de que, tras mi periplo submarino, la mera idea de ingerir agua me hacía sentir náuseas), no habían dejado mi estómago en un estado óptimo. Habría dado el ojo derecho (o el izquierdo) por un mendrugo de pan.
Y entonces llegó al fin el temido momento. Primero la luz de la lamparita mágica comenzó a remitir, luego parpadeó con incertidumbre y después se apagó. Volvió a encenderse, parpadeó temerosamente como si tratara de aumentar su luminosidad, luego emitió un destello que iluminó el pasillo hasta veinte metros de distancia y por fin se extinguió para siempre, dejándome allí ciego. Estaba tan indefenso como un gatito recién nacido.
Arrojé lejos de mí el pequeño artefacto, contrariado. Estaba metido en un buen lío. For siempre me había advertido de que estar sentado en una celda de Piedras Grises era preferible a vagar por la oscuridad de aquel modo, sin saber qué maldad podía caerte encima en cualquier momento sin que pudieras siquiera ver al responsable.
Después de permitirme un momento de lamento, apoyé la mano izquierda en la pared y seguí mi camino arrastrando los pies (sí, eso es exactamente lo que hice). Y lo que vino a continuación me recordó mucho a mi visita a la prisión del Amo. Caminé exactamente del mismo modo que entonces. Con una mano apoyada en la pared y la mirada clavada en la oscuridad.
No mentiré diciendo que sé cuánto tiempo pasó. Me detuve tres veces para descansar un rato, pero los calambres provocados por el hambre no me permitieron dormir.
Levantar un pie, bajar un pie. Mantenerse pegado a la pared. No pararse. Seguir adelante. Trataba de no pensar que probablemente todos mis esfuerzos fuesen en balde. Intenté de expulsar de mi cabeza los malos pensamientos, pero se empeñaban en volver con más fuerza que nunca.
Hubo un leve crujido bajo las suelas de mis botas y me detuve. Me incliné y tanteé el suelo próximo a mi pie con una mano. Mis dedos encontraron unos objetos pequeños de bordes irregulares y afilados. Parecían fragmentos de hueso. Alguien más había recorrido aquel camino antes que yo, pero no había logrado salir de allí.
Crunch, crunch. Crunch, crunch.
Al cabo de unos cincuenta metros, dejé de notar los huesos bajo mis pies. Seguí caminando y en ese momento vi una lucecita temblorosa, en algún lugar situado más adelante. Parecía que iba a escapar de la oscuridad, al final.
Saqué fuerzas de flaqueza y seguí caminando hacia la luz amarilla. Una pequeña chispa se separó de ella y, tras parpadear un instante, se perdió de vista. De repente me di cuenta de que aquello no era la luz de una antorcha o una linterna.
El hecho de que una de las luces se moviera me preocupaba. Me recordaba a los osos-pájaro y a sus lámparas hechas de cráneos. El lugar parecía muy apropiado para ellos. Pero la luz de la que se había desprendido la chispa no se movía, así que tras dedicar un momento a calmar a mis atribulados nervios, seguí adelante.
El pasillo maldito quedó por fin tras de mí y me encontré en… bueno, lo que probablemente fuese una cueva. Simplemente, era incapaz de determinar sus dimensiones reales. Soplaba viento en su interior. Y olía a tierra, a hierba fresca en primavera y a champiñones.
Los sombreros de los champiñones, similares a enormes cúpulas de catedrales, despedían una luminiscencia amarillenta que iluminaba la zona veinte metros a la redonda. Gracias a ella pude ver la hierba que cubría el suelo de la caverna y un camino que se alejaba en la oscuridad. Había cuatro… mmm, supongo que se las podría llamar hormigas, caminando por allí.
O al menos, se parecían más a las hormigas que a cualquier otra cosa, aunque no es muy probable que veáis hormigas del tamaño del brazo de un hombre en ningún lugar del mundo… y totalmente blancas, como si las hubieran rebozado en harina. Seis patas, unos palpos que se retorcían con avidez, unas mandíbulas colosales y nada que tuviera aspecto de ojos.
No repararon en mi presencia ni amagaron con atacarme, cosa que resultó una grata sorpresa para vuestro pacífico y nada agresivo servidor. Di un rodeo alrededor de aquella brigada de insectos hipertrofiados y me dirigí hacia los extraños champiñones. Había una hormiga sobre el sombrero de uno de ellos y me detuve, sin saber muy bien si debía acercarme. Sólo Sagot sabía qué clase de trucos podía sacarse el insecto de la manga si lo distraía de lo que estaba haciendo y captaba mi olor.
Pero lo que hizo la hormiga fue arrancarle un trozo al sombrero del champiñón (que ya había sufrido considerables castigos, por cierto) y descender correteando por su tallo con su trofeo entre las fauces. Esperé a que la hormiga y su comestible linterna se hubieran perdido de vista y luego caminé hacia el hongo. ¿Por qué iba a ser yo menos que una hormiga? Arrancaría una linterna en miniatura para mí.
Imposible. Una hormiga salió de la nada y me cortó el paso.
Y no era una obrera, sino un soldado, a juzgar por su tamaño (un codo más larga que sus hermanas) y sus enormes mandíbulas (capaces de cortarme fácilmente la pierna). Agité una mano tratando de atraer su atención, pero lo único que conseguí fue que moviera los palpos. Di un paso hacia la hormiga y ella chasqueó las mandíbulas con irritación a modo de respuesta. Estaba claro, no iba a dejar que me acercara al champiñón.
—Si tuviera mi ballesta, serías mucho más educada.
La guardiana tampoco respondió a eso. ¿Para qué iba a molestarse en hablar conmigo, si no tenía la ballesta?
Bueno, podíamos probar un enfoque distinto. Retrocedí un poco y esperé a que la hormiga desapareciera. Cosa que, al cabo de un rato, se decidió a hacer.
Entonces me acerqué al champiñón, le arranqué un pedazo del tamaño de mi puño y continué por el camino.
El champiñón daba aún más luz que mis linternas mágicas y tras el largo y pavoroso interludio del pasillo entre la sala y el lago subterráneo, era como un regalo de los dioses.
El camino parecía una circunvolución del cerebro de un doralissio. Sin intersecciones ni desvíos.
¿Y la comida? ¡Que Sagot se apiadase de mí! Podría haberme comido un toro entero, con una guarnición de tres ovejas, y tendrían que haberlo rellenado con carne de urogallo de los bosques (o lo que sea que utilicen para rellenar tales platos) para quedar saciado. Sentía un hambre desesperada. El trozo de champiñón que tenía en la mano despedía un aroma delicioso y cada poco tiempo tenía que tragar saliva para no devorarlo y sufrir una muerte de auténtico héroe. O de auténtico hambriento. Pero el hambre aún no me había hecho enloquecer del todo y mi razón se resistía a la idea de probar aquella seta. En primer lugar, no era uno de esos chamanes trasgos que andan por ahí atracándose de setas y escribiendo absurdos libros de profecías. Y en segundo lugar, no quería terminar retorciéndome en la hierba, presa de una mortal agonía, si al final el champiñón resultaba ser venenoso.
El racimo de champiñones con los que me había encontrado al salir del pasillo no era el único de la cueva. De vez en cuando mi mirada recaía sobre nuevos islotes de luz. Y como es natural, todos ellos habían sido reclamados y estaban protegidos por una o dos hormigas soldado.
Cuanto más me adentraba en la cueva, más hormigas me encontraba. La mayoría de ellas eran obreras dedicadas a sus quehaceres, pero de vez en cuando me tropezaba también con soldados. No me prestaban atención, siempre que no hiciera movimientos bruscos ni me acercara demasiado a ellas. Obviamente, las obreras estaban ocupadas manteniendo el bienestar de su propio hormiguero. Refrené mi curiosidad y opté por no molestar a los insectos. ¿Para qué incordiar a los habitantes de la zona, sobre todo teniendo en cuenta que no tenía donde esconderme de ellos si decidían hacerme pedacitos? Ninguna arma podría protegerme contra un ejército tan numeroso.
Pero más adelante rompí mi voto y entré en contacto con la propiedad de las hormigas. Sucedió cuando su número descendió bruscamente y empecé a ver sólo dos o tres insectos por minuto, en lugar de cincuenta.
A la luz de mi champiñón me encontré con la siguiente imagen: unos matorrales bajos y espinosos que crecían a los lados del camino, con un par de hormigas obreras correteando a su alrededor. Estaban arrancando pequeños frutos del tamaño de manzanas de los matorrales. Esperé a que se hubieran llenado y se marchasen, y entonces miré a mi alrededor y, al no ver ninguna soldado, comencé a recoger frutos y a meterlos en mi bolsa, obedeciendo a la razonable premisa de que si no mataba a los insectos, tampoco me matarían a mí… probablemente. Las enormes espinas de las ramas me pincharon en los dedos a pesar de los guantes y me encogí de dolor, pero no me detuve hasta tener la bolsa completamente llena de fruta. Y una vez que fue así, me marché de allí lo más deprisa posible, antes de que las hormigas me sorprendieran con las manos en la masa.
Pero para probar la fruta necesité más valor aún. Tenía una piel muy gruesa y tuve que usar el cuchillo. Una fragancia a ciruelas y frambuesas me despertó el olfato. Mis tripas empezaron a gruñir con insistencia. Tomé un bocado y entonces perdí el control hasta haber engullido cuatro de las frutas enteras. Por asombroso que pueda parecer, mi hambre desapareció como si acabara de devorar un ganso asado entero. Si al final resultaba que las frutas eran venenosas, al menos moriría satisfecho.
Las cosas comenzaron a mejorar al instante. Sentí que recobraba el ánimo y que el camino que tenía por delante ya no parecía agotador e interminable. Unos cuarenta minutos después había dejado atrás la cueva de las Hormigas —como había decidido bautizar el lugar— y entraba en otra caverna por una amplia escalinata. Las columnas que había en ella recordaban a los dientes de un dragón y me sentí como si me hubiera metido en la boca de un enorme monstruo.
El champiñón aún brillaba y el camino no amenazaba con desaparecer, y al fin vuestro amigo Harold pudo llegar a la meta de su viaje sin más contratiempos ni sorpresas inesperadas.
Las columnas-colmillo se abrieron y al otro lado apareció la entrada a una pequeña sala. El camino se dividía en ocho sendas de menor tamaño, que daban a otros tantos pasillos distintos. Pero ninguno de ellos era para mí. Si podía dar crédito a lo que había dicho el Mensajero, mi viaje por el Nivel entre Niveles terminaría allí.
Las paredes estaban cubiertas de puertas de bronce que el paso del tiempo había teñido de verde oscuro. Tenían enormes argollas del mismo metal y no había en ellas ni rastro de cerraduras o trancas.
Abandoné el camino y me dirigí a la puerta más cercana caminando sobre la hierba. Tras un breve examen, encontré lo que estaba buscando. Un pequeño círculo azul en la parte inferior. Lo único que tenía que hacer era buscar una puerta con un triángulo rojo, elevar una plegaria a Sagot y entrar en el octavo piso. Comencé a andar entre las puertas, buscando la marca correcta.
Un círculo verde, un cuadrado amarillo, un cuadrado rojo, un rombo negro, un círculo morado y un triángulo… naranja. Pasé por delante de puertas marcadas con círculos, cuadrados y rombos de todos los colores imaginables. Pero ni un solo triángulo rojo. Finalmente llegué a la última puerta del recorrido. Tenía una línea verde.
¿Me habría saltado el símbolo que buscaba? ¿O es que no existía? ¿Sería una broma pesada del Mensajero? Tendría que revisar de nuevo las marcas con cuidado. Siempre era posible que la hubiera pasado por alto.
Volví a la primera puerta. Tenía un círculo rojo.
¿Qué estaba sucediendo? Recordaba con toda claridad que el círculo era azul antes. En la siguiente había un círculo amarillo en lugar de un rombo blanco. Pasé a la siguiente y en lugar de un cuadrado amarillo, me encontré un triángulo marrón. Al completar el recorrido, constaté que todos los símbolos habían cambiado.
«¡Conserva la calma, Harold!». Volví a inspeccionar todas las puertas y seguí sin encontrar lo que necesitaba. Todas las formas y colores imaginables, como en el Gran Mercado de Ranneng, pero ningún triangulillo rojo por ninguna parte.
Di una tercera vuelta. La primera puerta. Un cuadrado verde. ¿Cuánto tiempo podía prolongarse aquello?
Toqué una de las frías superficies de bronce por accidente y me encogí al instante. La puerta se había tornado transparente un momento. ¡Y había visto lo que había al otro lado! Mi curiosidad era demasiado fuerte y, sin poder resistirme, tuve que volver a poner la palma de la mano sobre la fría superficie. Durante un par de segundos no sucedió nada, pero entonces unas finas ondas comenzaron a recorrer la superficie, la puerta se tornó transparente y vi frente a mis ojos las Puertas del tercer piso.
Me acerqué a la siguiente puerta y apoyé la mano sobre ella.
Una sala enorme y muy bien iluminada, llena de diamantes amontonados. No sabía en qué parte de los Palacios del Hueso estaba aquella maravilla, pero quien la encontrase sería un hombre increíblemente afortunado. Sería rico hasta el fin de los tiempos.
Seguí mirando en todas las puertas sin olvidarme de buscar el triángulo rojo. Docenas de salas anónimas en todos los pisos. Pero después de las Puertas, no volví a ver sitio alguno que me resultara ni remotamente familiar. En el tiempo que pasé caminando entre aquellas puertas, aparecieron tantas imágenes de Hrad Spein que todo lo que veía se embarulló en mi cabeza. Lo único que recuerdo bien es un esqueleto que caminaba de esquina a esquina en un vestíbulo y unas chispas de color carmesí en una sala de gran tamaño. Imaginaos el suave y negro terciopelo de una cortina de noche, interrumpido sólo por el brillo de dispersas chispas carmesíes en la distancia, una imagen muy similar a la de los ardientes copos de nieve del mundo del Caos. Estaba seguro de que aquella puerta conducía a uno de los niveles más profundos de los Palacios del Hueso.
Otra puerta. Apoyé la mano en ella y exhalé un jadeo de sorpresa. Era una escena nocturna. La luz de una pequeña luna bastaba a duras penas para iluminar un claro rodeado de majestuosos hojas doradas. Una pequeña fogata ardía junto a la entrada de Hrad Spein. Su tímido parpadeo despertó un extraño anhelo en mi corazón. Unos soldados dormían junto al fuego. La figura inmóvil de un centinela montaba guardia en la frontera entre la luz de la fogata y la noche. El centinela se movió y reconocí a Anguila.
¡Era mi oportunidad! ¡Podía escapar de Hrad Spein en aquel mismo instante! Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta y cruzarla, y sería libre. Adiós a las paredes de piedra, los ataúdes, las catacumbas, el miedo, el agotamiento, las interminables pesadillas, la falta de sueño, el hambre y la huida constante.
Podía mandar a los demonios de la oscuridad la búsqueda del Cuerno del Arco iris, enviar el Encargo aún más lejos y olvidarme de los últimos días, como si no hubieran sido más que un terrible sueño. Mi mano se movió hacia el picaporte en contra de mi voluntad y la puerta se abrió sin ofrecer la menor resistencia.
Una bocanada del aire fresco del otoño y humo de fogata sopló sobre mi cara. Inhalé el aroma como si fuese un regalo de los dioses. Un paso más y la pesadilla habría terminado. Un solo paso, eso era todo. Abrí la puerta un poco más y los goznes chirriaron ligeramente. El sonido alertó a Anguila, que comenzó a acercárseme. No sé si había visto algo o simplemente se guiaba por el ruido, pero sentí el deseo casi irresistible de gritar para llamar su atención.
«Mira a la derecha, Harold», susurró Valder.
Su voz rompió el hechizo e hice lo que me decía. En la esquina inferior de la puerta de mi derecha había un triángulo. Un triángulo rojo.
Maldije a todos los dioses, al Amo y, ya que me ponía, a la caprichosa fortuna. Cerré de un portazo mi vía de escape a la libertad, aparté la mano del picaporte y retrocedí un paso.
¡Temblaba de manera casi convulsa y no era de extrañar! Había estado a punto de arruinarlo todo. De quemar mis naves. ¡Maldita sea! ¿Qué me había dominado?
—Gracias, Valder.
«Pensé que tal vez no quisieras volver a recorrer los ocho pisos», dijo el archimago con una risilla siniestra.
—Pensaste bien —respondí, aún aturdido por lo sucedido—. Gracias de nuevo.
«No me lo agradezcas demasiado. Tenía mis propias razones para hacerlo».
—¿Y cuáles son?
«Mi no-muerte comenzó con el Cuerno del Arco iris, cuando… En fin, ya sabes de qué hablo».
Lo sabía, desde luego. Era la primera visión que había tenido en sueños.
«Quiero creer que… —hizo una pausa, como si temiera apagar la llama de aquella tímida esperanza—, que cuando vuelva a estar cerca del Cuerno, podré abandonar este mundo y encontrar la paz».
—Espero que tengas razón, Valder, y que la reliquia te ayude.
«Y yo», suspiró.
—¿Oíste mi conversación con el Mensajero?
«Sí».
—¿Dice la verdad?
Una larga pausa y luego…
«Sí, el Cuerno del Arco iris es la fuerza que puede trastocar el equilibrio».
—¿Y el Amo? ¿Es cierto lo que dice el Mensajero sobre él, sobre esos otros seres y sobre mí?
«No lo sé».
—Pero si el Cuerno puede trastocar el equilibrio, quizá no deberíamos…
«El equilibrio puede trastocarse tanto si te llevas el Cuerno como si no. Ya no depende de él».
—¿Y qué debería hacer?
«Cumplir el Encargo y rezar a Sagot», dijo Valder, y luego quedó en silencio.
Cumplir el Encargo y no pensar en nada… ¡Ja! Me acerqué a la puerta del triángulo rojo, aspiré hondo, la abrí de par en par y salí al octavo piso de los Palacios del Hueso.