1: El bosque dorado

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El bosque dorado

El pequeño y verde trasgo reaccionó con bastante susceptibilidad al oír que criticaba los bosques de Zagraba.

—¿Qué esperabas, Harold? ¿Fanfarrias? —preguntó Kli-Kli, completamente indignado. Cada vez que expresaba mi insatisfacción ante cualquier cosa, aunque fuese una florecilla marchita, el bufón real se embarcaba en una apasionada diatriba en defensa de su tierra natal.

—No, pero pensaba que Zagraba era distinta —respondí en un intento por calmar las cosas, arrepentido ya por haber iniciado aquella conversación.

—¿Y cómo crees que debería ser? —preguntó Kli-Kli.

—Bueno, no lo sé… —dije arrastrando pensativamente las palabras, tratando de quitarme de encima al fastidioso trasgo.

—Si no lo sabes, ¿por qué dices tonterías? —El bufón de ojos azulados propinó un puntapié a un montecillo de hierba que había tenido la desgracia de encontrarse en mitad de su camino—. ¡No le gusta esto! ¡No le gusta aquello! ¿Qué esperabas que viese tu ingenua e inocente mirada? ¿Árboles majestuosos de treinta metros de altura? ¿Riachuelos de sangre y un obur debajo de cada matorral? Lo siento, pero aquí no tenemos nada de eso. ¡Zagraba es un bosque de verdad, no el escenario de un cuento de niños!

—Ya me he dado cuenta —dije con un plácido asentimiento de cabeza.

—¡Se ha dado cuenta, ja!

—Kli-Kli, no hagas tanto ruido —dijo Anguila sin volverse. Caminaba por delante de nosotros.

El malhumorado canijo dirigió al alto y moreno garrakano una mirada resentida, puso mala cara y dejó de hablar. Durante las dos horas siguientes fue imposible sacarle una sola palabra.

Era nuestro quinto día en Zagraba. Sí, sí, no parecía tener mucho sentido. Nueve locos personajes, entre ellos dos elfos oscuros, un trasgo, un fornido enano, un quisquilloso y barbudo gnomo, un sombrío caballero, dos guerreros y un sujeto bastante joven y de aspecto sospechoso, que caminaban entre los pinos parloteando con toda la fuerza de sus pulmones.

¿Por qué parloteaban? Porque estaban chiflados.

¿Por qué estaban chiflados? Porque ninguna persona en su sano juicio metería la nariz en las Tierras Boscosas ni por todo el dinero del mundo, y menos en el territorio de los orcos, que son famosos en toda Siala por las cálidas bienvenidas que deparan a los desconocidos.

Aunque en realidad no estaban tan locos (o al menos yo no lo estaba). Simplemente, nos veíamos obligados a meter las narices en Zagraba por cierta circunstancia que respondía al nombre de Cuerno del Arco iris.

¿Y para qué, en el nombre de la oscuridad, queríamos aquel condenado silbato de latón? Bueno, de haber sido por mí, no habría ido a Hrad Spein en busca del Cuerno por amor ni por dinero. Pero no era un hombre libre, había aceptado un Encargo y para mediados del invierno, si no devolvíamos el Cuerno a la Orden de los Hechiceros en la gloriosa ciudad de Avendoom, podíamos despedirnos del reino.

El Cuerno del Arco iris, estúpidamente escondido por hechiceros de tiempos pasados en las mismas entrañas de los Palacios del Hueso, era lo único que impedía regresar al Sin Nombre, quien se la tenía jurada a nuestro reino desde hacía unos quinientos años. Y como el poder del Cuerno estaba debilitándose, para mayo podíamos contar con que el hechicero viniera a hacernos una visita, junto con todas las fuerzas de las Tierras Desiertas. Como es natural, nadie se estaba preparando para recibir al Sin Nombre con los brazos abiertos, y la Orden de los Hechiceros estaba desesperada por apoderarse del Cuerno con el saludable fin de empujar a nuestro enemigo de regreso a los helados páramos.

Eso era lo que estábamos haciendo en Zagraba. Buscar el Cuerno, salvar el mundo y soportar contratiempos inútiles y absurdos de todas clases.

¿Una estupidez? Bueno, puede ser. Todas las mañanas despertaba con esa idea en la cabeza, pero por alguna razón nadie quería escucharme. Miralissa no lo hacía y, desde luego, Alistan Markauz tampoco.

Pero era culpa mía. Había aceptado un Encargo imposible de cumplir. Así que no podía hacer otra cosa que jadear, resoplar, correr y gritar mientras trataba de salir de un buen montón de… líos.

Aunque, claro, el Encargo también tenía sus cosas buenas. Cuando el trabajo estuviera terminado, obtendría cincuenta mil monedas de oro y el perdón real… El problema era que nunca había oído hablar de un muerto al que le sirviese de nada el dinero o el perdón. Lo único que suelen necesitar los cadáveres es una tumba bien cavada y una lápida.

¿Que por qué digo todo esto? Porque todo lo que le había sucedido a nuestro grupo en el camino de Avendoom a Zagraba no era más que un paseíllo vespertino por el parque. Pero en Zagraba, y especialmente en Hrad Spein, las cosas iban a ponerse realmente feas. Y no me hacía ilusiones (bueno, puede que sí, pero casi ninguna) con respecto al éxito de nuestra misión.

—Harold, ¿ya estás haciendo el tonto otra vez? —La voz de Kli-Kli me sacó de mis sombríos pensamientos.

—Hacer el tonto es tu trabajo. Yo soy ladrón, no bufón de la corte —le dije a la pequeña rata con tono malhumorado.

—Por desgracia para ti. Si fueras bufón, no te verías atrapado en este Encargo para el rey. Estarías en casa, saboreando una cerveza…

De repente sentí el irresistible impulso de propinarle un buen puntapié al pequeño y verdoso dolor de cabeza, quien, evidentemente me leyó el pensamiento y salió corriendo detrás de Anguila, así que tuve que postergar su castigo para mejor momento.

Desde el mismo instante en que pusimos el pie en Zagraba, Miralissa le impuso al grupo un ritmo de viaje frenético y todos los días yo llegaba agonizante al final de la jornada. Aquella vez, cuando paramos a pernoctar en un claro del bosque, tenía la sensación de que no podría despertar a la mañana siguiente. Si a alguien le gustaba pasarse el día caminando por el bosque, estaba en su derecho, pero yo prefería tenderme sobre la hierba a descansar. Y si tanto les gustaba, podían turnarse para llevarme a caballito, porque estaba dispuesto a jurar por Sagot que no me quedaban fuerzas para seguir caminando.

La mañana siguiente fue muy dura. Tuve que hacer un gran esfuerzo para levantarme, apretar los dientes y caminar, caminar y caminar sin parar. Pero al llegar la hora del almuerzo, había conseguido coger un buen ritmo y al día siguiente casi dejé de sentirme cansado. De hecho, comenzaba a sospechar que la elfa estaba aderezando nuestras comidas con algo sacado de sus reservas mágicas, para conseguir que nuestras marchas fueran más fáciles de soportar.

Desde nuestra llegada a Zagraba, Egrassa se había encargado de encender el fuego. Y por asombroso que pueda parecer, las fogatas del primo de Miralissa casi no echaban humo. La primera noche me daba un poco de miedo que las llamas pudieran atraer la atención de ojos poco amistosos, pero el cauteloso elfo no parecía demasiado preocupado, lo que significaba que mi agitación no tenía mucho sentido.

A pesar de mi actitud escéptica con respecto a Zagraba, durante los cinco días que llevábamos caminando por el bosque habíamos visto muchas cosas maravillosas. Seguíamos rastros de animales que aparecían y volvían a desaparecer entre la maraña de helechos y espinosas zarzas. Caminábamos por densas arboledas de negros robles de Zagraba, pinares, claros y pequeños prados bañados por el sol y rebosantes de flores del bosque. Saltábamos por burbujeantes arroyos de agua cristalina. El bosque seguía y seguía: leguas y más leguas de árboles, tramos impenetrables de troncos caídos que teníamos que rodear (perdiendo un tiempo precioso), docenas de prados y hondonadas cenagosas en lugares donde se habían desbordado arroyos represados por criaturas desconocidas.

Y ni rastro de los orcos.

Sólo las ardillas nos saludaban con sus furiosos chillidos, mientras seguían al grupo saltando de rama en rama y de árbol en árbol. Dos días antes, tras atravesar una serie de árboles derribados por una tormenta primaveral, llegamos a un precioso prado tapizado por unas flores de colores tan brillantes que parecían rielar ante mis mismos ojos. Pero en el mismo instante en que Egrassa dio un paso dentro del claro, las flores estallaron en un radiante arco iris y remontaron el vuelo, transformadas en miles de mariposas de todos los tamaños y colores imaginables. Movido por su innata curiosidad, Kli-Kli trató de coger una de ellas, pero terminó enterrado hasta las orejas en un túmulo funerario. Perdimos mucho tiempo sacando de allí al trasgo, que se llevó un severo rapapolvo por parte de Miralissa y el conde Markauz. A partir de entonces, Kli-Kli se esforzó por mantenerse lejos de su vista y continuó el viaje en compañía de vuestro humilde servidor.

Detrás de un pequeño robledal, donde un arroyo de alegre murmullo transportaba las hojas dejadas caer por los árboles como pequeñas embarcaciones, nos encontramos con un jabalí. Era una criatura entrada ya en años, de grandes colmillos, que podría haber transportado fácilmente sobre el lomo a dos hombres al mismo tiempo. Si una bestia como aquélla hubiera aparecido en la mesa de un comedor, dos compañías de soldados famélicos habrían tenido auténticas dificultades para dar buena cuenta de ella.

Deler, que era el más listo y ágil del grupo, se encaramó a un árbol en un abrir y cerrar de ojos. Y eso a pesar de que el haya en cuestión no tenía ramas cerca del suelo, que cualquier enano que se preciase habría necesitado para trepar. El jabalí nos observó con ojillos negros y maliciosos, emitió un gruñido furioso y echó a correr hacia nosotros.

Pero Miralissa no tuvo más que mirarlo con un destello de sus ojos amarillos y alargar el brazo para que la criatura parara en seco y luego se alejase con un gruñido de disculpa.

Deler observó a la elfa con sincera admiración desde las alturas de su refugio y luego descendió. Continuamos nuestra marcha por el bosque en fila india, siguiendo a Egrassa, y con Alistan Markauz a la retaguardia de la pequeña columna. La mano del conde nunca se alejaba de la empuñadura de su amada espada, pero el escudo triangular de madera de roble seguía colgado detrás de sus hombros.

El elfo decía que al viajar de aquel modo ya habíamos salvado la vida tres veces. Con auténtica tenacidad de gnomo y tono de rebeldía, Hallas aseguró que aquello era un verdadero disparate y que no le gustaba lo más mínimo tener que caminar con las posaderas de un enano delante de las narices. Egrassa respondió a esto con una simple carcajada.

—En cuanto tenga la ocasión, será un placer mostrarle todas las sorpresas de Zagraba al señor gnomo —dijo.

La ocasión no tardó en presentarse. Egrassa tanteó el suelo que tenía delante con un palito que había recogido y éste se desplomó delante de él. Ante nuestros ojos atónitos apareció una profunda lobera con el fondo más repleto de puntiagudas estacas que el lomo de un erizo.

—Piensa, gnomo, lo que habría pasado si no estuvieras caminando detrás de mí —dijo el elfo con tono alegre y enseñando los colmillos para subrayar su argumento.

Hallas emitió un gruñido de perplejidad, se quitó el casco y se rascó la nuca, pero sólo retiró sus palabras después de que el elfo hubiera desarmado otras dos trampas delante de sus mismas narices: un arco unido a un cordel escondido entre los arbustos y un tronco de tamaño y peso considerables que colgaba entre las hojas de un roble, justo encima de la vereda, y que si hubiera caído sobre nosotros, habría aplastado a alguien.

—Pero ¿quién ha puesto todas esas trampas? —preguntó Ciendelámparas mientras se pasaba su formidable espada de dos manos del hombro izquierdo al derecho.

—¿Quién sabe? —dijo el elfo con una sonrisa astuta, mirando al menudo humano—. Hay demasiados rastros como para seguirlos todos.

—¡Pero sabías que había trampas ahí! —dijo Mumr, decidido a obtener una respuesta a su pregunta.

—Sólo es un poco de magia, nada más —respondió el atezado elfo al tiempo que se ajustaba el s’kash detrás del hombro.

Estaba claro que Egrassa no estaba dispuesto a compartir los secretos de su pueblo con desconocidos.

En una ocasión, después de que Kli-Kli se hundiera hasta el pecho en un cenagal (gracias a la brillante idea de alejarse del sendero), apareció un alce delante de nosotros. Era un verdadero rey de los alces, con una cornamenta de más de dos metros de envergadura. La bestia husmeó el aire, nos dirigió una mirada indiferente con sus enormes y sedosos ojos y se alejó con un vivo trote entre los jóvenes abetos. Hallas refunfuñó con fastidio y se lamentó por no haber pensado en abatir a la enorme criatura.

—Menudo festín habría sido.

Deler se echó a reír con ganas y respondió que al gnomo se le tenía que haber podrido el cerebro si no se daba cuenta de lo pésima idea que era atacar a una criatura como aquélla.

Los pájaros cantaban, piaban y trinaban todo el día desde las ramas de los árboles. Cuando parábamos para pernoctar, los robles nos susurraban una nana del bosque y las lechuzas ululaban discretamente en el silencio de la noche. El cuarto día del viaje, Miralissa dijo que teníamos que apretar el paso y que a partir de entonces el grupo viajaría también de noche. Alguien rezongó por lo bajo (puede que fuese yo), pero como es natural, nadie le hizo el menor caso.

La luna llena apareció en el firmamento, así que había luz de sobra en el bosque y, en cualquier caso, parecía que los elfos veían tan bien como gatos en la oscuridad. A partir de entonces pasamos a viajar la mayor parte de la noche y nos echábamos a dormir durante las horas previas del alba, para continuar nuestro viaje hacia Hrad Spein después del mediodía.

De noche fue cuando comencé a conocer la magia de Zagraba. En las horas de oscuridad, el bosque se transformaba en un mundo salvaje, extraño y misterioso, pero también muy hermoso, a su manera.

Las ramas oscuras de los robles y los arces eran como brazos y un misterioso murmullo flotaba entre las copas de los árboles, fruto del movimiento de las hojas o de las conversaciones de unas criaturas desconocidas. Podíamos oír cómo brotaban susurros, graznidos y tenues risas de los árboles, la maleza y la crecida hierba. Y a veces nos seguían los pequeños destellos de unos ojos luminosos. Verdes, amarillos y rojos. Los moradores nocturnos del bosque nos observaban e intercambiaban opiniones, pero no tenían prisa por salir a nuestro encuentro desde sus pequeños escondrijos.

—¿Quiénes son? —pregunté a Kli-Kli en un susurro.

—¿Te refieres a nuestros parlanchines amiguitos? Mi pueblo los llama espíritus del bosque. Cada árbol, cada matorral, cada claro y cada arroyo tiene su propio espíritu. No les prestes atención, son totalmente inofensivos.

—Menudos renacuajos —dijo Deler mientras pasaba el pulgar por una de las hojas de su hacha doble—. ¡Tendrías que ver qué clase de espíritus tenemos en el Bosque del Ensueño! Nunca sabes qué esperar de ellos, mientras que éstos se limitan a estar ahí sentados sin molestar a nadie y sin hacer otra cosa que…

—Sin hacer otra cosa que mirar —concluyó Hallas por él.

—Exacto —dijo el enano, de acuerdo con el gnomo por una vez.

Pero los espíritus no eran los únicos moradores de las noches de Zagraba. Había miles de luciérnagas volando entre los árboles y lanzando destellos de fuego esmeralda, turquesa y escarlata. Kli-Kli atrapó más o menos una docena de las inofensivas criaturas y se las puso sobre los hombros, y durante unos pocos minutos, el trasgo resplandeció como un santo sacado de las historias de los sacerdotes, antes de que las brillantes criaturas se hartaran del bufón real y se alejaran revoloteando para unirse a sus hermanas en aquel caleidoscopio viviente.

La noche era el momento de los búhos, que planeaban en silencio sobre los prados a la luz de la luna. Buscaban comida y prestaban atención a todos los sonidos procedentes de la hierba.

Era el momento de los lobos. Oíamos sus aullidos en la distancia con frecuencia. Era el momento de criaturas cuyos nombres yo no conocía siquiera. Los graznidos de las aves nocturnas sonaban como las risotadas de un loco y había también rugidos, aullidos, chasquidos y gruñidos. Criaturas de todas clases vivían en la noche y no siempre recibían con los brazos abiertos a los visitantes inesperados.

En cuatro ocasiones, Egrassa y Miralissa nos sacaron de la vereda y nos hicieron esperar escondidos a que pasara algún peligro. Los elfos no se molestaron en explicarnos por qué nos ocultábamos en la maleza. Pero en momentos como aquéllos, hasta el inquieto trasgo y el arisco gnomo guardaban silencio y obedecían todas sus instrucciones.

De noche, Zagraba se volvía multicolor. Sus colores eran brillantes y nítidos: un esmeralda fresco y puro, un turquesa delicado, un azul gélido, un rojo dulce y ardiente y un verde ponzoñoso. Unas flamígeras auroras de fuego frío infundían al bosque una vida mágica y encantada. Los gusanos refulgentes rielaban con todos los colores del arco iris, una gigantesca telaraña despedía brillantes resplandores azules y el cuerpo de su propietaria (grande como una calabaza), trémulos destellos de color púrpura; los tocones descompuestos estaban cubiertos de verde brillante, y las venas de los sombreros de color esmeralda de los enormes hongos —tan grandes como para ofrecer refugio a un hombre adulto en medio de una tormenta— palpitaban con tonalidades azules y anaranjadas. El fuego rosado que vagaba entre las ramas de los sauces se reflejaba en el agua.

El fuego frío de las luces vagabundas, los chispazos azulados en las copas de los árboles, el fulgor de los ojos de los espíritus del bosque, la fragancia de la floresta, la hierba, la tierra húmeda, la hojarasca medio descompuesta, las agujas de abeto, la resina de los pinos, las hojas de los robles y la fresca agua de un arroyo… Le dijera lo que le dijera a Kli-Kli durante el día, la incomparable y salvaje belleza de la noche de Zagraba me dejaba sin aliento. Aunque la mayoría de las veces, el bosque era casi negro de noche y entonces teníamos que caminar utilizando la luz plateada de la luna para orientarnos.

Al atardecer del quinto día, la angosta vereda que serpenteaba entre alerces tapizados de musgo desembocó al fin en el Bosque Dorado.

—¡Alabados sean los dioses! —exclamó Ciendelámparas mientras dejaba caer la mochila al suelo—. ¡Parece que hemos llegado!

—Así es —confirmó Miralissa—. Desde aquí sólo hay día y medio de marcha hasta Hrad Spein.

Por alguna extraña razón, al oír esto noté una desagradable y penetrante sensación en la boca del estómago. Conque allí era. ¡Casi habíamos llegado! Lo que sólo dos horas antes parecía tan lejano que era casi inalcanzable, se encontraba ahora a menos de dos días de distancia.

—Un bosque corriente y moliente, y nada más —dijo Hallas mientras observaba con mirada desdeñosa los árboles de doradas hojas—. ¡Los Primogénitos, siempre presumiendo de que son algo así como el pueblo elegido! ¡Cualquiera diría que su mierda está hecha de oro macizo!

—Espero que no tengas la ocasión de preguntárselo, Hallas —dijo Anguila con una carcajada inquietante—. Los orcos no tienen la costumbre de responder a preguntas como ésa.

—Vamos, hay que seguir. —El señor Alistan se quitó la bota, sacó una china que se le había metido y volvió a ponérsela.

El Bosque Dorado se llamaba así porque en él, además de todos los árboles corrientes, crecían también los hojas doradas. Eran gigantes majestuosos, de tronco anaranjado y anchas hojas que parecían hechas de oro puro. Sólo crecían allí, en el Bosque Dorado, y su madera era muy codiciada en todas las Tierras Septentrionales, por no hablar de los dos imperios y el Sultanato. Cuando los orcos sorprendían a un leñador talando un hoja dorada, primero le cercenaban los brazos con su propia hacha y luego le hacían cosas demasiado espantosas como para relatarlas.

—¡Harold, tendrías que ver lo hermosos que se ponen los hojas doradas en otoño! —exclamó Kli-Kli.

—¿Es que has estado aquí antes? —preguntó Deler al bufón.

Kli-Kli miró al enano con teatral desdén.

—Para aquellos que no lo sepan, el Bosque Dorado es mi hogar. Se extiende hasta las montañas de los Enanos… y eso es toda Zagraba oriental, así que no es muy extraño que sepa el aspecto que tiene en otoño.

—Pues de hecho, ya estamos en otoño —dije con el único propósito de provocar al trasgo.

—Principios de septiembre —exclamó el bufón con un mohín despectivo—. Espera a que llegue octubre…

—Querría estar lejos de Zagraba mucho antes de que llegue octubre…

—¿Está tu casa muy lejos de aquí? —preguntó Ciendelámparas mientras, sin darse cuenta, se pasaba un dedo por la cicatriz reciente que tenía en la frente (recuerdo de un yataghan orco).

—¿Quieres hacernos una visita? —Kli-Kli rio con alegría—. Pues tendrás que caminar otras tres semanas hasta llegar al corazón del territorio de los orcos. Y luego dos más a partir de allí, hasta la espesura más densa del bosque. Y luego encomendarte a la suerte. Tal vez consigas encontrar a algunos trasgos si ellos desean que los encuentres. Los orcos nos han enseñado a ser cautos y, en tiempos pasados, los humanos nos cazaban con esos simpáticos perros que tanto os gustan.

En eso, Kli-Kli tenía razón: los humanos habíamos tratado muy mal a los trasgos en el pasado, tras decidir que las pequeñas criaturas verdes eran terribles monstruos. Y antes de que comprendiéramos la realidad, no quedaban más que unas pocas tribus de lo que en su día había sido una población muy numerosa.

—Pero la historia del bosque es realmente interesante. ¿Es verdad que fue aquí donde elfos y orcos aparecieron por primera vez?

—Sí —dijo Kli-Kli con una risilla—. Y lo primero que hicieron fue abalanzarse los unos sobre los otros. Incluso creo que los elfos tienen una canción al respecto. «El cuento del oro», la llaman.

—«La leyenda del oro blando», Kli-Kli. Está todo confundido en tu cabeza —dijo Egrassa, que había estado escuchando nuestra conversación.

—¡Bah, qué más da! —respondió Kli-Kli con un ademán despreocupado—. Cuento, leyenda… El caso es que no habrá paz en Zagraba mientras quede un solo orco con vida.

—Egrassa —dijo Mumr al elfo—. ¿Podrías contarnos la leyenda?

—No basta con contarla, hay que recitarla con música, como una canción. Lo haré para vosotros. En la próxima parada que hagamos.

—Conque has decidido cantar canciones prohibidas, primo —dijo Miralissa con una risita, mientras arrancaba una hoja entre rojiza y dorada del árbol más cercano y la estrujaba entre los dedos.

—Pero ¿por qué está prohibida? —preguntó Kli-Kli instantáneamente a la elfa.

—No es exactamente que esté prohibida, sino que cantarla en compañía de otros elfos decentes se considera el súmmum de la descortesía. Pero se canta. Sobre todo lo hacen los jóvenes rebeldes, normalmente en secreto y en rincones oscuros, para no mancillar el honor de sus antepasados.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Anguila alzando una ceja.

—No retrata a los elfos bajo la más favorable de las luces, Anguila —le explicó Alistan Markauz, que había guardado silencio hasta entonces—, mientras que los orcos aparecen como puros e inmaculados corderitos. Apostaría la mitad de mis tierras a que fueron ellos los que la compusieron.

—Mi señor se equivoca, la canción la compuso un elfo. Hace mucho tiempo. ¿La habéis oído? —preguntó Egrassa, sorprendido.

—Sí, en mis años mozos. Uno de vuestros hermanos de la luz me la cantó.

—Ya, muy propio de ellos —dijo el elfo oscuro, mientras se ajustaba la diadema de plata en la cabeza—. Nuestros parientes rechazan la magia de nuestros antepasados, así que no me sorprende que sean capaces de cantar cosas como ésa delante de desconocidos.

—¡Pero tú has prometido cantárnosla! —dijo Kli-Kli con tono burlón.

—¡Eso es distinto! —repuso el elfo con altanería.

Al margen de lo que les contaran los elfos oscuros a los demás, sus relaciones con sus primos de la luz no estaban exentas de problemas.

Marchamos durante tres horas más antes de que la elfa ordenara un alto. El grupo se detuvo en un prado tapizado de pequeñas margaritas silvestres, tan blancas que parecía que hubiera nevado sobre él. El otoño no tenía poder sobre las Tierras Boscosas. Al menos aún no. Seguíamos encontrándonos con mariposas y flores estivales.

Un pequeño arroyo discurría con un sonido burbujeante entre las raíces de un carpe de ancho tronco al borde del claro, así que disponíamos de agua en abundancia.

—Nos quedaremos aquí esta noche —dijo Miralissa con decisión.

Alistan asintió. Desde el mismo instante en que pusimos el pie en el bosque había entregado completamente el mando a Miralissa y Egrassa, cuyas instrucciones obedecía sin rechistar. Una cosa de la que no se podía acusar a mi señor Rata era de falta de cerebro. El conde era perfectamente consciente de que los elfos sabían mucho más que él sobre el bosque y convenía tomarse muy en serio todo lo que dijeran. Es decir, que poner en sus manos las riendas del grupo era una necesidad.

—Egrassa, nos habías prometido una canción —recordó Kli-Kli al elfo después de cenar.

—Mejor echemos un sueñecito —dijo Hallas con un bostezo—. Es noche cerrada.

Al gnomo sólo le gustaban las canciones de su propio pueblo. Como El martillo en el hacha o La canción de los mineros locos. No tenía el menor interés en ninguna otra cosa.

—¡Que te lo has creído! —protestó el trasgo con desesperación.

—Hallas, esta noche te toca guardia —recordó Anguila al gnomo—. Así que no te pongas demasiado cómodo, de todos modos tampoco vas a poder dormir toda la noche…

—¡Ah, no! El primer turno os toca a Ciendelámparas y a ti. Deler y yo os revelaremos en la segunda mitad de la noche, así que tengo tiempo de sobra.

Se volvió hacia un lado ignorando a todos los demás y comenzó a roncar casi al instante.

—Bueno, ¿vamos a oír esa canción? —preguntó Mumr, a quien Miralissa acababa de quitar los puntos de la herida.

Gracias a las habilidades chamánicas de la elfa, en lugar de una fea cicatriz, lo único que la terrible herida le había dejado a Ciendelámparas era una fina línea rosa que cruzaba su frente de un lado a otro.

—Sí, os lo prometí —respondió Egrassa—. Pero necesito música.

—¿Y cuál es el problema? Llevo mi caramillo conmigo —dijo Ciendelámparas echando una mano al bolsillo.

—Me temo que necesitaremos una música algo más delicada —dijo el elfo para rechazar la oferta de Mumr—. Tu caramillo hace demasiado ruido. Dadme un momento.

Se levantó de la hierba con agilidad, se acercó a su mochila y sacó un pequeño tablero del tamaño de una mano abierta. El instrumento tenía unas cuerdas finas y plateadas, apenas visibles a la luz de la luna.

—¿Qué es eso? —preguntó Deler con curiosidad.

—Un g’dal —respondió Miralissa—. A Egrassa le gusta tocar cuando tiene tiempo.

¿A Egrassa le gustaba la música? Pues jamás lo habría sospechado. Al menos, nunca lo había visto haciendo nada relacionado con la música en el tiempo que habíamos viajado juntos.

Los callosos dedos del elfo oscuro volaron sobre las finas cuerdas con sorprendente agilidad y el extraño instrumento comenzó a cantar con voz queda. Egrassa siguió tañendo las cuerdas y la melodía inundó el melancólico prado.

—No olvidéis que tendría que cantarse en órcico. No es tan hermosa en la lengua de los humanos —nos advirtió Egrassa, antes de comenzar a cantar.

Los orcos usan flechas de bronce,

los elfos hacen las suyas de oro.

En el Bosque Dorado y el Negro…

el canto de las ramas es frío.

Conducidos por su Rey, los elfos llegaron,

a los orcos los dirigía su Mano.

Mirándose cara a cara, a los ojos,

Argad y el Rey se plantaron allí.

«Este bosque es nuestro —dijo el Rey—,

dad la vuelta, amigos míos, y marchaos.

¿De qué le sirve a un orco una piel

ensangrentada, perforada por flechas de oro?»

«Tus palabras no le servirán como

soldados —fue la respuesta de la Mano—,

Tengo dos mil indómitos guerreros

y tú sólo una pequeña banda de soldados».

«Recobraremos nuestro bosque como botín,

la fortuna sonríe a la hoja más dura,

el oro es el más blando de los metales

y nuestro bronce se llevará la victoria».

Durante largos minutos, el rey Eldoniessa

no respondió una palabra. Pero

entonces sacó una aljaba vacía

y sonrió al señor de sus enemigos.

«¿No tienes flechas? —preguntó Argad con

sorpresa—. Entonces es una rendición».

El Rey se rio: «Mano, estás soñando,

ay de ti y de tus sueños».

«Argad, ya llega tu hora.

¿Oyes el sonido de los cuernos?

Son hombres de armadura que vienen,

pisoteando la tierra con sus botas».

«Sí, el bronce es fuerte, lo sé.

Tenías razón al decirlo, Mano…

Pero he cambiado mis flechas de oro

por un ejército de hombres».

Los orcos cerraron las filas

y aguardaron con los escudos en alto.

La Mano frunció el ceño, furioso.

Mientras al Rey le brillaban los ojos.

«¡Estúpido elfo!». Sus duras palabras

resonaron como el impacto de una espada.

«¿Crees que cuando acaben con nosotros,

los hombres darán media vuelta y se irán?».

Entonces sonó el repique de los metales

al entrechocar con fuerza las espadas…

Argad cayó, doce veces herido,

y no pudo volver a levantarse.

«Mano, ¿por qué estás tan silencioso?»,

preguntó el elfo inclinándose sobre él.

«El oro es el más blando de los metales.

Tumbarse aquí es bueno, oh rey».

«La muerte dará más sentido

a estas pocas palabras que pronuncio.

Lucha por tu hogar con tus propias

fuerzas, que puede que sean débiles».

Tras decir esto abrió los ojos

y la muerte robó el aliento a la Mano.

«¿Qué es lo que has dicho —preguntó el Rey—.

¿Cómo pretendes que lo entienda?».

«Una dura batalla —dijo el hombre agotado—.

Que nos ha costado muy cara.

Los orcos son tenaces y su bronce duro.

Muchos buenos soldados he perdido».

Dijo el Rey: «Os estamos agradecidos.

No olvidaremos este servicio».

Y preguntó el hombre: «¿Es que somos

meros criados? ¡No lo creo así!».

«El mercenario es hombre apreciado

cuando lucha en tierras lejanas,

pero en casa se le rinden mayores

honores a los perros de la perrera».

«¿Qué queréis? ¡Se os ha pagado!

¡Y también nosotros hemos luchado!

¡Sabéis que no somos ladrones!

¿Queréis más oro? ¿Bastará con esto?».

«No más oro —proclamó el soldado

mirando al elfo con una sonrisa—.

«El oro es el más blando de los metales,

así que tomaremos todo lo demás».

Egrassa tenía buena voz y la canción fluía con suavidad y belleza. Las conmovedoras palabras resonaban como una reñida batalla en la distancia y las cuerdas cantaron cuando la Mano de los orcos murió tras ofrecer sus últimas palabras de consejo a su pariente y amargo enemigo.

El g’dal élfico emitió su último y quejumbroso acorde y un silencio opresivo se extendió sobre el prado.

—Una hermosa leyenda —dijo Deler al cabo de un momento, con un suspiro.

—No me sorprende que a los elfos no les guste demasiado. Mi señor Alistan tiene razón: no retrata a vuestra raza bajo la mejor de las luces —murmuró Mumr.

—Y cuánta nobleza la de los orcos —respondió Miralissa con expresión desdeñosa.

—La mejor de las luces… Cuánta nobleza… —repitió Kli-Kli arrastrando las palabras—. ¡No es más que una canción estúpida y nada de eso sucedió en realidad!

—¿Cómo sabes que no fue así? —preguntó Deler mientras se estiraba bajo la manta de caballo que usaba para cubrirse y bostezaba violentamente.

—Porque no es más que una leyenda. Sin una sola palabra de verdad. Cuando los elfos aparecieron en el Bosque Dorado, no hubo negociaciones. Los orcos entablaron batalla directamente.

Y desde luego no se llamaban «amigos» entre sí.

—Pero Eldoniessa sí existió. Fue el primer y último rey que gobernó a todo nuestro pueblo —dijo Miralissa, echando un jarro de agua fría sobre la beligerante pasión de Kli-Kli—. Sus hijos fundaron las casas de los elfos.

—Y Argad vivió ochocientos años después y estuvo a punto de llegar a Hojas Verdes y sólo a duras penas pudisteis detener sus ejércitos en el linde del Bosque Negro —dijo el trasgo con desdén—. Y los hombres aparecieron en Siala mil setecientos años después de los sucesos narrados, así que es imposible que Eldoniessa, Argad y el hombre se conocieran. Y los elfos no son tan idiotas como para hacer de oro las puntas de sus flechas. Ni los orcos como para hacer de bronce sus yataghans. No es más que una leyenda, tresh Miralissa.

—Pero debes admitir que es hermosa, Kli-Kli —dije.

—Lo es —reconoció el pequeño bufón con un cabeceo de asentimiento—. Y también muy instructiva.

—¿Instructiva? ¿Y qué lección es la que enseña, trasgo? —preguntó Alistan Markauz mientras removía el fuego con un palo.

—Que no debes depender de los humanos ni fiarte de ellos, si no quieres perder tu hogar para siempre —respondió el trasgo.

Nadie trató de discutir ni poner objeción alguna. Esta vez, el bufón real estaba absolutamente en lo cierto: si se nos daba la ocasión, acabaríamos con nuestros enemigos antes de matarnos entre nosotros.

Aquella noche regresaron mis pesadillas y en un momento determinado, cuando tenía la cabeza llena de un batiburrillo incomprensible, abrí los ojos.

La mañana había llegado ya, pero todo el mundo seguía dormido, salvo Ciendelámparas. Hallas y Deler dormitaban, tras haber dejado sus responsabilidades sobre los hombros del fiable Mumr. El soldado asintió sin decir nada al ver que yo estaba despierto. Me quedé tumbado un rato, extrañado de que Miralissa no tuviera prisa por levantarse y despertar a los demás. ¿Sería que la elfa había decidido dejar que el grupo descansara una última vez antes de lanzarse hacia Hrad Spein?

Probablemente fuese eso.

Oí cantar suavemente a Kli-Kli al borde del prado. El trasgo estaba paseando entre los árboles que marcaban la linde del prado, cantando una sencilla tonada. Conque no era yo el único que no podía conciliar el sueño.

—¿Qué cantas? —pregunté mientras me acercaba a él—. Vas a despertar a todo el mundo.

—Canto en voz baja. ¿Quieres unas frambuesas? —Levantó un sombrero, lleno a rebosar de pequeñas frutas rojas.

Los frutos despedían un olorcillo extraordinario y fui incapaz de resistirme.

—Has estado refunfuñando en sueños otra vez, Bailarín. ¿Una pesadilla?

—Lo más probable —dije quitándole importancia con un encogimiento de hombros—. Por suerte, no recuerdo casi nada.

—No me gusta cómo suena eso —dijo el trasgo frunciendo el ceño—. Alguien no quiere que veas tus sueños.

—¿Y quién es ese alguien?

—El Amo, por ejemplo. O su servidora… Lafresa.

—Tú sí que sabes animar a tus amigos —le dije a Kli-Kli—. Vamos a encender un fuego mientras todos duermen.

—Ve tú. Yo me terminaré las frambuesas y luego le devolveré a Deler su sombrero.

—Mmmm… Kli-Kli, imagino que te habrás dado cuenta de que está todo manchado de zumo por dentro, ¿no? ¡Has aplastado la mitad de las frambuesas!

—¿De verdad? No se me había ocurrido —dijo el trasgo mientras contemplaba con aire pensativo lo que había hecho—. Es que siempre he sido de la opinión de que las frambuesas aplastadas saben un poco mejor que las normales. Quizá debería lavar el sombrero en el arroyo…

—No lo hagas, si no quieres dejarlo aún peor —le dije mientras me alejaba.

Kli-Kli era como un niño pequeño y no parecía ser consciente de que Deler se pasaría el día entero quejándose de que le habían estropeado el sombrero. Y además, el bufón había hecho aquel comentario inoportuno sobre el Amo y Lafresa.

El Amo era el canalla que había convertido nuestras vidas en un infierno desde el comienzo del viaje, pero aún no habíamos averiguado quién era. Sabíamos que el muy bastardo era un ser casi omnipotente y vengativo y que sus poderes rivalizaban con los de los dioses. Pero estaba claro que no quería aplastarnos como a unos moscones, de modo que se limitaba a jugar con nosotros y, cuando arruinábamos uno de sus planes malvados, lo reemplazaba por otro más elegante y peligroso en un abrir y cerrar de ojos. Al Amo, al igual que al Sin Nombre, no le hacía demasiada gracia la idea de que sacáramos el Cuerno del Arco iris de las cámaras funerarias. Pero, mientras que para el Sin Nombre era una cuestión de vida o muerte, para el Amo parecía ser uno más de tantos caprichos.

Lafresa era una de sus servidoras. Aunque aparentaba apenas veinte años, tenía varios centenares… al menos según uno de mis sueños (sí, ya, imaginaos: ¡resulta que había adquirido el nada desdeñable don de los sueños proféticos!). Y además era la más poderosa chamán (¿o sería chamana?) que hubiera visto en toda mi vida. La servidora del Amo controlaba la prohibida magia de la Kronk-a-Mor, con la que había matado a dos de los nuestros después de que le robáramos la Llave y la dejáramos con dos palmos de narices. Y, para ser del todo sincero…

—¡Mira dónde pisas, larguirucho! —exclamó alguien con voz profunda bajo mis pies.

Me llevé tal susto que a punto estuve de sacar unas alas y echar a volar. Pero lo que hice fue alejarme una distancia respetable de un buen salto.

—¡He visto de todo en mi vida, pero nunca un larguirucho que saltara tanto! ¡Oye! ¿Qué estás mirando, idiota? ¡Aquí abajo! ¡Abajo!

Allí, sentada en el suelo, se encontraba una criatura que parecía un extraño híbrido de saltamontes, libélula y cabra. Así es. La criaturilla tenía las patas de un saltamontes y la cabeza y el cuerpo de una cabra, mientras que las alas transparentes y segmentadas las había heredado de una libélula de grandes dimensiones. Tenía todo el cuerpo cubierto de rayas amarillas y negras. En otras palabras, allí a mis pies, en carne y hueso, se encontraba una de las legendarias cabrílulas. La bestiecilla no era mayor que la palma de la mano de un hombre.

—Bueno, ¿cuánto tiempo más piensas pasar ahí, mirándome como un pasmarote? —preguntó la misma voz.

Sólo entonces me di cuenta de que había un hombrecillo del tamaño de mi dedo pulgar montado sobre el cuello de la cabrílula. Pelo dorado y rizado, un rostro de aspecto afligido, un trajecillo de aterciopeladas lilas y un pequeño arco con su carcaj. Esta criatura me miraba con expresión de enorme cólera.

—Un flinillo —dije con voz entrecortada.

—¡Cuán perceptivo, que los espíritus del bosque se beban mi sangre! ¿Siempre eres tan listo o sólo por las mañanas? ¡Llévame con la elfa, deprisa!

—¿Qué elfa? —pregunté, pasmado por el desparpajo de la diminuta criaturilla.

La cabrílula se elevó de un salto y se detuvo delante de mi nariz batiendo las alas. El flinillo que la montaba me miró con hostilidad.

—¿Todos los larguiruchos sois tan estúpidos o te han elegido especialmente para mí? La tresh Miralissa de la casa de la Luna Negra. ¿Has oído hablar de ella?

—Sí.

—¡Pues entonces despierta y llévame a su lado! —gritó el hombrecillo.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Kli-Kli, que había llegado junto a nosotros sin que nos diéramos cuenta—. ¡Ah, un flinillo ha asomado la naricilla!

—Ya te daré yo «naricilla», moco verde —repuso el pequeñín, echando chispas.

—¿«Moco verde»? —preguntó Kli-Kli con tono amenazante—. ¡Será mejor que cierres el pico, tapón de pelo amarillo, si sabes lo que te conviene!

—Vale, vale, tampoco hay que ponerse así —se enmendó el flinillo al instante—. Sólo me estaba presentando.

—Pues ya lo has hecho. ¿Y para qué has asomado la nariz por aquí? —preguntó Kli-Kli, con un intencionado énfasis en las palabras «asomado la nariz». Pero el flinillo ignoró el mordaz comentario y respondió con su vocecilla:

—Traigo un mensaje. Información. Noticias.

—Bueno, pues ve y transmítelo. Los elfos ya se han despertado. ¡Mira!

—Alguien tiene que presentarme, lo sabes perfectamente. Es la costumbre —dijo el flinillo, arrugando el gesto como si alguien acabara de meterle a la fuerza una grosella agria en la boca.

—Lo sé —suspiró Kli-Kli—. La tuya es una raza de gente muy quisquillosa. Ven, pues.

Con un zumbido de las alas, la cabrílula se colocó junto al hombro del trasgo. Yo los seguí como una especie de guardia de honor.

—Dama Miralissa, permitid que os presente al flinillo… ¿Cómo te llamas, pulga?

—Aarroo g’naa Shpok, de la rama del Rocío Cristalino, botarate —siseó el flinillo, mientras sus labios se abrían en una gran sonrisa.

—Aarroo g’naa Shpok, de la rama del Rocío Cristalino.

—Me honra poder recibir a un hermano del pueblo menudo en mi campamento. ¿Qué te trae por aquí, Aarroo g’naa Shpok, de la rama del Rocío Cristalino? —preguntó Miralissa con un cabeceo de bienvenida.

—Traigo un mensaje. Información. Noticias —respondió Aarroo con su frase ceremonial, mientras la cabrílula se posaba en el suelo.

—¿Venías buscándome a mí en concreto o la información que traes es para cualquier elfo oscuro?

—Vengo a buscaros a vos. El jefe de la casa de la Luna Negra ha enviado a varios de mis hermanos en vuestra busca, tresh Eldoniessa, pero sólo yo he tenido la buena fortuna de encontraros. Y eso es porque uso la cabeza.

—La fortuna sirve a quienes la cortejan —respondió la elfa con toda seriedad al pequeño fanfarrón—. ¿Quieres compartir nuestra comida y probar nuestro vino?

—Con mucho gusto —gritó Aarroo mientras se frotaba las manitas pensando en el prometido banquete.

Egrassa ya había llevado la comida y al encantado flinillo se le ofreció un minúsculo plato de oro con las gachas de Hallas y una diminuta copa de vino fragante. Evidentemente, la elfa llevaba consigo esta vajilla en miniatura por si se encontraba con algún canijo bocazas montado a lomos de una cabrílula.

Toqué a Kli-Kli en el codo y me lo llevé a un lado para asegurarme de que —no lo quisiera Sagot— el flinillo no podía oír nuestra conversación.

—¿A qué vienen tantas ceremonias con ese pequeño mosquito? ¿No sería mejor averiguar primero a qué ha venido y luego darle de comer?

—Oh, Harold —dijo el trasgo con un chasquido desaprobatorio de la lengua—. Pues claro que sería más fácil. Es un flinillo. No debes perdonar sus impertinencias si no quieres que esos pequeños entrometidos anden metiendo las narices en todas tus cosas, pero tampoco se pueden olvidar las antiguas tradiciones. Si se tratase de algo urgente o peligroso, ya nos lo habría dicho, pero como parece que puede esperar un rato, es mejor ceñirse a sus absurdas normas. Cuando se haya comido las gachas nos lo contará todo. Deberías dar gracias porque haya venido siguiendo las órdenes de otros. De no ser así, no se habría contentado con la comida. Los flinillos que trabajan por su cuenta no suelen vender la información que traen por un simple plato de gachas. Vamos a volver, quiero oír lo que tiene que decir ese pequeño fanfarrón.

El flinillo ya casi había terminado de comer. Nuestro amiguito engullía con la velocidad de un gigante famélico, mientras la cabrílula, asomada por encima del hombro de su dueño, emitía suaves maullidos que parecían los chillidos de un ratón a punto de ahogarse. Aarroo como-se-llamase apartó la cara de la cabra-libélula.

—¿Queda algo en ese gran caldero? Flolidal no nos dejará en paz hasta que le demos algo de comer —dijo con displicencia mientras tomaba un trago de su copa.

Egrassa cogió una cuchara de madera, rebañó el interior de la cazuela y la cabrílula batió las alas y cayó sobre ella como un buitre hambriento sobre una gallina.

Entretanto, Hallas había despertado. El gnomo bostezó y en ese momento vio al flinillo desayunando. Cerró la boca con tanta fuerza que le castañetearon los dientes, y luego se frotó los ojos furiosamente. Tras este apresurado preámbulo, Hallas volvió a mirar a Aarroo, pero como cabía esperar, el flinillo seguía allí, masticando, y lanzó al estupefacto Hallas una mirada severa.

—Qué extraño —declaró el gnomo con tono pensativo, mientras daba un codazo en la espalda al dormido Deler—. ¡Eh, cabeza de cazuela! No recuerdo que nos emborracháramos ayer. Así que, ¿por qué demonios estamos viendo hombrecillos?

Deler despertó, echó una mirada a Aarroo y dijo:

—¡Eso es un flinillo, pájaro carpintero con barbas!

—En el nombre del Sin Nombre, ¿cómo que un flinillo? Deler, los flinillos sólo existen en los cuentos para niños ¡y no se comen mis gachas!

—Los gnomos son aún peores que los hombres —declaró Aarroo con fastidio, dirigiéndose al parecer a todos los presentes en el prado—. Y en cuanto a las gachas, señor mío, sólo el respeto por la tresh Miralissa me impide arrojaros esta bazofia a las barbas. ¡No había probado un engrudo tan repulsivo en toda mi vida!

El gnomo estuvo a punto de ahogarse al oír esta insolencia y fue incapaz de hilvanar una respuesta coherente.

—Muy bien —dijo el flinillo con un suspiro mientras apartaba el plato—. Se han observado todas las normas.

De un silbido llamó a su cabrílula, montó sobre su cuello, dio una vuelta a nuestro alrededor y luego se detuvo en el aire y anunció con un trino de voz:

—Un mensaje. El tresh Eddanrassa, jefe de la casa de la Luna Negra, envía saludos y un mensaje luctuoso a su hija Miralissa. El tresh Elontassa ha caído en una escaramuza con el clan de las Hachas Ensangrentadas. El tresh Epevlassa también murió allí. La tresh Miralissa es ahora la tercera en la línea de sucesión por la corona de hojas, tras la tresh Melenassa y el tresh Epilorssa. El tresh Eddanrassa pide a su hija que abandone sus otros quehaceres y regrese a su hogar lo antes posible. Este era el mensaje. ¿Queréis enviar una respuesta?

—¿Cómo sucedió? —respondió Miralissa al momento.

—Este era el mensaje. ¿Queréis enviar una respuesta? —repitió el flinillo con tozudez.

—La respuesta es: hasta que no concluya la misión que me confió el año pasado el consejo unificado de las casas, no volveré.

—Dadlo por oído —dijo el flinillo con un cabeceo solemne y luego la cabrílula dio otra vuelta a nuestro alrededor.

—Igual que una libélula —dijo Mumr con un silbido de envidia, mientras seguía con la mirada el vuelo de la mágica criatura.

—Información. Gratuita —cantó el flinillo con el gesto arrugado. Estaba claro que no le gustaba hacer nada de forma gratuita—. En el Soto Rojo, que se encuentra más allá de la ciudad de Chu, han desaparecido todas las aves. Y también los jabalíes, los alces, los osos, los lobos y casi todos los espíritus del bosque.

—¿Por qué? —preguntó lacónicamente Egrassa.

—Si lo supiera, la información no sería gratuita —respondió Aarroo con irritación—. Me lo contó el espíritu de un gran tocón, que vive a tres leguas de aquí. Él mismo no sabe nada, pero en los últimos tiempos, los habitantes más menudos del bosque han tratado de mantenerse lo más alejados posible de ese lugar.

Y además guardan silencio al respecto.

—¡Qué información más estúpida! —dijo Hallas mientras se tiraba de las barbas con fastidio.

—La información es tan buena como lo eran las gachas —replicó el flinillo con furia, acompañado por un zumbido rabioso de su cabrílula—. ¡Si el gnomo va a seguir con sus injurias, buscad la información en otra parte! ¡Por ejemplo, en vuestro barbudo amigo!

—Cierra el pico, Hallas —dijo Anguila al instante.

—Te ruego disculpes a mi servidor, honorable Aarroo g’naa Shpok, de la rama del Rocío Cristalino —dijo Miralissa con tono conciliatorio.

—¿Servidor? —preguntó el gnomo con un movimiento casi imperceptible de los labios.

Deler agitó el puño en su dirección. El gnomo se puso más rojo que una plancha de metal en la forja de un herrero, pero no dijo una sola palabra.

—Eso está mejor —dijo el flinillo con una sonrisa de satisfacción, seguida por un nuevo giro de la cabrílula por encima de nuestras cabezas.

—¿Pasaremos por ese Soto, dama Miralissa? —preguntó Alistan Markauz mientras sucedía aquello.

—Por desgracia sí. Es la ruta más directa.

—Pero ¿hay otras? —inquirió el conde subrayando cada palabra.

—Sí, pero si pasamos por el Soto Rojo, estaremos en los Palacios del Hueso mañana al caer la noche. Cualquier desvío nos hará perder cinco o seis días. Y el camino pasa junto a las tierras de los orcos. Es demasiado peligroso.

—No más que un lugar en el que han desaparecido todos los espíritus del bosque —contradijo Egrassa a su prima.

—Correremos el riesgo —dijo la elfa con un centelleo de los ojos.

—Eres la mayor, a ti te corresponde decidir —respondió el elfo mientras levantaba los brazos para indicar que no tenía la menor intención de discutir con ella.

—Noticias —dijo el flinillo tras esperar a que concluyera la conversación. Y prosiguió con voz aguda—: Tres noticias, en realidad. El precio de la primera es un baile del obstinado gnomo.

—¿Cómo? —tronó Hallas—. ¡Los gnomos nunca bailan, por nada del mundo!

—¡Pues entonces soy doblemente afortunado! —rio el flinillo con malicia—. Si deseáis conocer la primera de mis noticias, el gnomo debe bailar. Si no deseáis conocerla, me iré volando. Ya he cumplido con la misión que se me encomendó y sólo sigo hablando con vosotros por educación.

—Ah, pequeño… —dijo el gnomo mientras se incorporaba de un salto con los puños apretados.

—Bailará —intervino Alistan Markauz con firmeza.

—¿Cómo? Pero que me as…

—¡Es una orden, soldado! ¡Baila! —dijo con voz acerada el capitán de la guardia.

—Baila, amigo mío —dijo Deler poniéndole al gnomo una tranquilizadora mano sobre el hombro—. A fin de cuentas, sólo es un bailecillo para el flinillo. Imagina que lo estás haciendo para mí.

Esto zanjó el asunto. El gnomo respondió con un resoplido desdeñoso:

—¿Un gnomo bailando para un enano? Antes lo haría para un flinillo.

Y lo hizo. Fue algo así como una especie de baile militar gnomo. O al menos, Hallas lo realizó con el azadón de guerra en las manos y de un modo que lo hizo parecer, más que una danza de celebración, un combate. Dudo mucho que el Bosque Dorado hubiera visto algo semejante alguna vez. Ciendelámparas decidió acompañar al gnomo con su caramillo. Kli-Kli daba palmadas alegremente. Y Deler casi revienta de la risa.

—¡Ya está! —declaró el gnomo, sin aliento.

—Los gnomos bailáis aún peor de lo que cocináis —declaró el flinillo.

Deler logró agarrar a Hallas del brazo justo a tiempo para impedir una tragedia.

—Bueno, ¿y qué hay de esas noticias? —dijo Miralissa, tratando de mostrarse cortés a pesar de todo.

—Noticias. Han visto gente en el Bosque Dorado. Marchan dos días por delante de vosotros. Más de veinte hombres. Todos armados. Una mujer. No vi blasón alguno en sus ropajes.

—¿En qué dirección avanzaban?

—Hacia el Soto Rojo. Hace dos días, todo estaba aún en calma por allí.

—Apostaría el alma a que son Balistan Pargaid y sus hombres —dijo el señor Alistan con el ceño fruncido.

—Y Lafresa. Llegarán a las puertas mucho antes que nosotros —añadió Kli-Kli con un resoplido.

—Después de su traspié con la Llave, ¿creéis que han decidido tendernos una emboscada en las puertas?

—Puede, Harold, o puede que no. —Había un brillo de ansiedad en los ojos de la elfa—. También podrían estar dispuestos a correr el riesgo de ir por el bocado más sabroso de todos.

—¿El Cuerno?

—Sí, y si le cuentas a alguien esta conversación, te encontraré —dijo la elfa volviéndose hacia el flinillo.

—Ya sé que no es buena idea interferir con los secretos de los elfos. Seré una tumba —respondió el flinillo con tono huraño.

—¿Algunos de los hombres estaba herido? —le pregunté.

—A uno de ellos le faltaba la mano izquierda.

—Son ellos.

En efecto, si le faltaba la mano, no cabía duda, era Cara Pálida. Esa rata llevaba siglos siguiéndome la pista y durante su último intento de mandarme a mejor vida, Hallas le había cercenado la mano izquierda. Cara Pálida trabajaba para un personaje muy influyente (el Jugador, lo llamaban los servidores del Amo). Era un pez gordo de Avendoom, gracias a cuyos amorosos cuidados y atenciones yo había estado a punto de perder la vida. Y, al menos de momento, Cara Pálida se había incorporado al séquito de Balistan Pargaid.

El conde Balistan Pargaid, para aquellos que no lo conozcan, era un servidor del Amo, en cuya mansión de Ranneng robé la Llave que confiábamos usar para llegar al corazón mismo de Hrad Spein. En teoría, Lafresa tendría que haber entregado la Llave al Amo en persona, pero yo se la robé, lo que provocó que tanto Balistan Pargaid como ella salieran en nuestra búsqueda como sabuesos hambrientos.

De momento, y no sé cómo, habíamos logrado frustrar sus planes, y ni siquiera una ordalía de combate les había servido para nada. Mumr había abierto en canal al mejor guerrero de su excelencia y luego las cosas se habían calmado. Balistan Pargaid y su séquito habían desaparecido. Desde entonces nos preguntábamos dónde podrían estar. Lafresa se había esfumado en algún momento del combate y ahora nos dábamos cuenta de que, probablemente, hubiera partido en dirección a Hrad Spein, seguida al poco tiempo por el conde. Era evidente por qué no tenía miedo de entrar en Zagraba: confiaba en que sus poderes chamánicos la mantuvieran a salvo. Y, en cualquier caso, tampoco tenía otra alternativa. La reliquia se había perdido y el Mensajero, quien le había ordenado que entregara la Llave, estaría muy enfadado (por no hablar del propio Amo).

—¿Cuál es la segunda información? —preguntó Egrassa mirando al flinillo.

—El precio de la segunda información es una pizca de azúcar.

—No tenemos azúcar —dijo Hallas con tono rencoroso—. No somos pasteleros, ¿sabes? ¿Debería quizá bailar de nuevo para ti?

Las palabras del gnomo sonaban a desafío.

—¡Oh, no! ¡Mi corazón no podría resistir la repetición de semejante espectáculo! ¿Qué podéis ofrecerme en su lugar?

Nos miramos. Sólo la oscuridad sabía lo que podía interesarle a aquel mercader de información.

—¡Yo tengo un dulce! —anunció Kli-Kli de repente.

—A verlo —dijo Aarroo inclinándose hacia delante.

Kli-Kli revolvió apresuradamente los numerosos bolsillos de su atuendo y sacó un caramelo de aspecto maltrecho, envuelto aún en brillante papel dorado. Debía de haber estado reservándolo desde Avendoom.

El flinillo lo estudió detenidamente y entonces, con expresión de hastío, como si estuviera haciéndonos un gran favor, declaró:

—Es basura, por supuesto, pero servirá. Tíralo al suelo.

Daba la impresión de que su actitud era fingida y lo cierto es que al flinillo le gustó el dulce. Hizo que la cabrílula se posara a la derecha del caramelo y comenzó a atarlo al vientre de su montura.

—Noticias. Han visto a un hombre en el Bosque Dorado. Embozado en una capa gris que le ocultaba el rostro. Armado con una lanza. Caminaba rápidamente, casi sin descanso. A cuatro horas a vuelo de pájaro. Viene hacia aquí. Se diría que el Bosque Dorado está embadurnado de miel. Llevaba mucho tiempo sin ver tantos forasteros. ¡Ah, sí! Os aconsejo que no os interpongáis en su camino, los espíritus del bosque dicen que es un guerrero.

—Nosotros tampoco somos zapateros —protestó Deler.

—Cuando los espíritus del bosque dicen que alguien es un guerrero, normalmente les hacemos caso, pero allá vosotros. El precio de la tercera noticia es el anillo de ese larguirucho de ahí, el del bigote largo —dijo el flinillo, con un gesto de la cabeza dirigido a Alistan Markauz.

—¿Cuál? —preguntó el conde.

—No el de plata con tu blasón, desde luego —respondió con sarcasmo el pequeño chantajista—. Los humanos sois demasiado sensibles con esas bagatelas familiares. Pedirlas es siempre perder el tiempo. No hay manera de que os desprendáis de ellas. Prefiero ése, el del rubí rojo.

Alistan se quitó el anillo del dedo sin la menor objeción y lo dejó en el suelo. El flinillo sonrió satisfecho y el anillo fue a reunirse con el caramelo bajo el vientre de la cabrílula.

—¿Tanto vale la noticia? —pregunté.

—Eso debéis decidirlo vosotros, no yo. Noticia. Hay orcos cerca.

—¿Dónde? —preguntó Egrassa mientras alargaba los brazos hacia el arco.

—En las ruinas de la ciudad de Chu. Seis en total. Simples exploradores. No os esperan. Piensan quedarse allí cinco días.

—¿Cómo lo sabes?

—Les he oído —respondió el flinillo con una sonrisa—. Uno de ellos cayó en una trampa y se rompió la pierna, y ahora delira, así que sólo cinco de ellos están en condiciones de luchar. Podéis matarlos o esquivarlos.

—Tomamos nota de la información. ¿Eso es todo?

—Sí. No hay más noticias. Adiós.

Con un zumbido, la cabrílula echó a volar y se alejó en dirección al bosque rozando los pétalos de las margaritas. La bestiecilla iba muy cargada y me sorprendió que pudiera despegar con tanto peso.

—A los flinillos les encantan los anillos de todas clases —me informó Kli-Kli.

—No lo olvidaré.

—¡Mofeta infecta! —exclamó Hallas mientras dirigía una mirada cargada de odio a la cada vez más lejana criaturilla.

—¿Qué se puede esperar de un flinillo? —preguntó Kli-Kli con fingida sorpresa—. Se ganan la vida trapicheando con información.

—¿Y no nos venderá a ese grupo de orcos? Seguro que los Primogénitos podrían encontrar algo con lo que pagar por información sobre nuestro paradero. No confío en esos canijos.

—Lo haría si los Primogénitos se molestaran en hablar con él. Pero no sienten el menor respeto por los flinillos y éstos son demasiado orgullosos como para tolerar ese comportamiento.

—¡Recoged vuestras cosas! —dijo Egrassa mientras se levantaba del suelo—. Nos espera un día entero de caminata, con su noche. Debemos cubrir toda la distancia posible hoy.

—¿Qué vamos a hacer con los orcos?

La pregunta de Mumr no era ociosa: había Primogénitos delante de nosotros, aunque no nos estuvieran esperando.

—Matarlos —dijo Egrassa con una mirada de reojo a Miralissa, que asintió—. Podríamos esquivarlos, claro, pero nunca es buena idea dejar enemigos detrás.

—¿Y qué hacemos con el caballero que viene detrás de nosotros? ¿Por qué no nos quedamos Deler y yo para esperarlo y le hacemos algunas preguntas?

—¡Hallas, careces de cerebro y de imaginación! —dijo Deler. El enano nunca empleaba la sutileza en las pullas que dirigía a su camarada—. Lo único en lo que piensas es en sacar el azadón. El flinillo nos ha dicho que ese hombre es peligroso y que lo mejor es no interponerse en su camino. Y aunque pudiéramos con él, ¿cómo íbamos luego a encontrar al grupo? ¿Te has parado a pensarlo? ¿O es que desde esta mañana resulta que los gnomos saben moverse por los bosques sin perderse?

—No es más complicado que caminar por las galerías de las minas —murmuró Hallas.

—Pero no quiero perderme en el bosque y luego, un buen día, descubrir que me he metido en un nido de orcos —repuso Deler.

—Nadie se va a quedar aquí —dijo el señor Alistan para poner fin a la discusión entre el enano y el gnomo—. Si ese hombre quiere seguirnos, que nos siga. Si nos alcanza y nos ataca, lucharemos con él. Ahora mismo me preocupan más Pargaid y sus perros, que nos esperan por delante, y ese Soto Rojo.

—Nos encargaremos de Pargaid cuando lo alcancemos, mi señor —dijo Anguila, que ya había hecho el equipaje.

—Tampoco hay razones para preocuparse en exceso por el Soto —dijo Miralissa mientras se colgaba el s’kash al hombro—. Los espíritus del bosque podrían haberse marchado por cien razones diferentes. Seamos optimistas.

—Y también prudentes —murmuré en voz baja, pero creo que la elfa me oyó de todos modos.

—Kli-Kli. —La voz del enano no era muy alta, pero anunciaba cosas ominosas para el trasgo—. ¿Qué le has hecho a mi sombrero?

El interpelado decidió que lo mejor que podía hacer era ocultarse detrás de mí. Siempre igual: él hacía sus bromas y luego dejaba que Harold cargara con las consecuencias.