14: En la frontera

14

En la frontera

El destacamento se movía lo más deprisa posible. La elfa cabalgaba junto a uno de los carromatos, revisando constantemente el estado de los heridos.

—Espero que Panal se ponga bien —murmuró Hallas.

—Lo mismo que todos, barbudo —respondió Deler mientras tomaba otro sorbo de su petaca—. ¿Quieres un poco?

—Bueno —respondió el gnomo tras pensarlo un momento—. Como no hay nada más, tendré que conformarme con pis de enano.

Fer envió dos jinetes por delante a Cuco para avisar al Hechicero, a los curanderos y a la guarnición. Todos llevábamos las armas listas, por si los orcos a los que no habíamos matado intentaban tendernos una emboscada en el bosque por donde pasaba nuestra ruta.

—¡Antorcha! —gritó a su sargento un soldado que tenía el brazo izquierdo vendado—. ¡Servin ha muerto!

—Que descanse en la luz —susurró uno de los soldados.

—¡Harold! —dijo Anguila mientras me entregaba a Invencible—. Guárdalo, la bestezuela está acostumbrada a ti.

Miré a la peluda ratilla que acababa de perder a su amo y me la guardé en la casaca. El lingo arrugó la naricilla mientras se ponía cómodo y luego se quedó quieto. Ya decidiríamos luego lo que hacíamos con él.

Sonó un cuerno. Eran los mensajeros enviados por Fer, que regresaban. Un destacamento de ochenta jinetes los acompañaba.

Su comandante, un veterano guerrero de barba fina, preguntó:

—¿No queda nadie con vida en el pueblo?

—Que yo sepa no. Pero hay que enterrar a los aldeanos asesinados.

—Ya nos encargaremos luego de eso. Dejaré veinte jinetes con vosotros. No quedan más de cuatro leguas hasta el castillo y os están esperando.

—Gracias —dijo Fer con un lacónico asentimiento de cabeza.

En Cuco —una mole entre rojiza y grisácea, con tres torres, murallas dobles y seis terraplenes— reinaba una actividad digna de un hormiguero perturbado. Costaba creer que a sólo una hora de marcha de allí los orcos hubieran arrasado un pueblo y que los soldados no se hubieran enterado de nada hasta oírlo de nuestra boca.

—¡Curanderos! —gritó Fer en cuanto entramos en el patio del castillo.

Varios hombres corrieron hacia el carromato. Algunos de ellos traían camillas y se encargaron de los heridos, dejando al cuidado de Miralissa a los que habían sido víctimas de la magia de los orcos.

Un hombre alto de cabeza afeitada se acercó a la elfa, que aún estaba susurrando sus hechizos. Llevaba la cota de malla negra de un sencillo soldado. De su cinto pendía una espada y en su mano había un bastón de Hechicero de la Orden.

En el Reino Fronterizo, los Hechiceros no eran realmente muy distintos a vulgares soldados. Eran tan diestros con una espada en la mano como con la magia. Todo lo contrario que sus indolentes equivalentes en Valiostr.

—¿Una pompa de jabón, mi señora? —preguntó mientras posaba una mano sobre la frente de Panal, que estaba cubierta de sudor.

—Sí, es el Khra-z ten’r —respondió ella con un gesto de asentimiento—. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

—Wolner el Gris, Hechicero de la Orden del Reino Fronterizo, a vuestro servicio… eh…

—Miralissa, de la casa de la Rosa Negra. ¿Podéis ayudarme?

—Sí, tresh Miralissa. ¡A ver, muchachos! —llamó el Hechicero a los soldados—. Coged unas camillas y llevad a los heridos al hospital.

El Hechicero y la elfa se alejaron. Los soldados cogieron a los heridos y fueron tras ellos.

—¡Jovencito! —dijo Deler mientras agarraba de la manga a un mozo de cuadra—. ¿Tenéis una capilla de Sagra por aquí?

—Sí, maese enano, por allí.

—¿Qué sucede, Deler? ¿Te has vuelto devoto de repente?

—No seas bobo, barbudo. Sólo voy a rezar por la salud de Panal.

Hallas se rascó la cabeza y gritó:

—Espera un momento, sombrero hongo, voy contigo para que no te pierdas.

—Pues yo no voy a ninguna parte —dijo Ciendelámparas, que tenía un poco de fiebre por culpa de la herida—. Anguila, ayúdame a llegar hasta los curanderos. Me tiemblan un poco las piernas.

Mumr se apoyó en su espadón y se puso en pie. Sin decir una sola palabra, el garrakano le ofreció el hombro y lo llevó en dirección a los curanderos que caminaban entre los carromatos. Kli-Kli y yo nos quedamos solos.

—Ven, Bailarín, voy a enseñarte algo —me dijo el bufón.

—¿Adónde vamos? —pregunté con suspicacia.

—Vamos, no lo lamentarás.

Tampoco había mucho más que hacer. Ya estaba cayendo la tarde y no creía que fuésemos a adentrarnos en Zagraba aquel mismo día, así que seguí al trasgo. Kli-Kli se acercó a una grúa que había junto a la muralla.

—¿Adónde vas, canijo verde? —preguntó el hombre que estaba cargando piedras para una catapulta en la grúa.

—¿Tendrías la amabilidad, mi buen humano, de dejarnos subir a la muralla junto con estas eminentes piedras que tan bien combinan con el color de tu cara? —parloteó Kli-Kli.

—¿Cómo? —preguntó el peón, con los ojos abiertos como platos.

—Que si nos puedes subir, alcornoque —dijo el trasgo utilizando un lenguaje más sencillo y directo.

—¡La escalera está por allí! —dijo el hombre señalando la muralla con el dedo—. Usad las piernas. Yo aquí tengo mucho trabajo que hacer y no me queda tiempo para subiros.

Kli-Kli le sacó la lengua y se alejó furioso en dirección a los escalones que ascendían a lo alto de la muralla.

—Kli-Kli, ¿quieres decirme por qué razón debería subirme a una muralla de veinte metros de altura? —pregunté al trasgo.

—No lo creo conveniente, Haroldcito. Eso arruinaría la sorpresa. ¿Alguna vez has lamentado escuchar lo que tenía que decirte? —El trasgo ya había empezado a subir velozmente la escalera.

—Sí —respondí con toda sinceridad.

—¡Oo-ooh! —exclamó el bufón, pero no desistió de la idea de trepar a lo alto de la muralla.

Lo seguí. Era una escalada sencilla, porque los escalones discurrían paralelos al perímetro de la muralla. El patio del castillo fue quedando cada vez más abajo mientras los hombres, los caballos y los carromatos iban menguando.

—Dime una cosa —pregunté a Kli-Kli, que caminaba delante de mí—. ¿Dónde aprendiste a lanzar cuchillos tan bien?

—¿Por qué, te ha gustado? —preguntó el trasgo, radiante por aquella inesperada alabanza—. ¡Tengo tantos talentos ocultos como tú, Bailarín!

—No me digas…

—Soy un bufón —dijo encogiéndose de hombros—. Lanzar cuchillos no es más difícil que hacer malabares con antorchas o completar un triple salto mortal hacia atrás.

—Tienes un trabajo muy duro, amigo mío —reí.

Se detuvo, me miró, y dijo con toda seriedad:

—Ni te imaginas cuánto, Harold. ¡Sobre todo cuando tengo que cuidar de afeminados como tú!

—Conque ahora eres tú el que cuida de mí, ¿no?

—Ahí lo tienes, esa es la gratitud de los humanos —dijo el trasgo mientras alzaba las manos hacia el cielo en un gesto implorante—. ¿Acaso no fui yo el que te salvó de las fauces de aquel perro?

—Bueno, sí —tuve que reconocer.

—¿Y hoy? Hoy, ¿de quién eran los cuchillos que detuvieron el hacha de aquel orco? —continuó el trasgo al completar otro trecho de la escalera.

—Tuyos —suspiré.

—¡Ah! —dijo el trasgo, mientras levantaba un dedo en gesto didáctico sin volverse hacia mí—. He ahí la cuestión. ¿Todos los ladrones sois así?

—¿Así cómo?

—¡Tan cortos de memoria para las cosas buenas que se hacen por vosotros!

—De acuerdo, cálmate, Kli-Kli. Recuerdo que aún te debo una.

—¿Cómo que una?

—Tú me salvaste del perro y yo a ti en el río, así que aún te debo un rescate —reí.

—¿Y si sabía nadar, sólo que en aquel momento estaba fingiendo? —sugirió Kli-Kli entornando los ojos con astucia.

—Pues entonces es que realmente eres idiota.

—Muy bien, admito que no sé nadar. Y, por cierto, ya hemos llegado.

No me había dado cuenta de que ya estábamos en la muralla. Era ancha, con inmensas almenas, troneras, cielo azul y viento. Los muros no ofrecían protección allí arriba y el viento me soplaba directamente sobre la espalda. Podía imaginarme lo que sería estar en aquel lugar en invierno o durante una tormenta. Invencible salió arrastrándose de debajo de mi casaca y se me subió al hombro.

—Bueno, ¿qué querías mostrarme? —No podía ver nada interesante desde allí, sólo una catapulta, unos arqueros que montaban guardia y un artesano dedicado a reforzar la muralla.

—¡Mira en esa dirección! —dijo Kli-Kli mientras me arrastraba hasta una tronera y estaba a punto de tirarme de la muralla en su entusiasmo—. ¡Por allí!

El castillo se levantaba sobre una colina baja y la vista desde allí era soberbia. En el exterior, más allá de los terraplenes y los tres fosos del castillo, un río de perezosa corriente y un campo de unos trescientos metros de longitud cubierto de matorrales frondosos, comenzaba el bosque.

Zagraba.

El colosal muro de árboles que me devolvía la mirada desde la otra orilla del río era magnífico y hermoso. Un bosque que rivalizaba en dimensiones con todo Valiostr. Se extendía durante miles de leguas.

Allí, ante mis ojos, se encontraba la tierra que habían hollado los dioses en los albores del tiempo, el reino que había existido en Siala antes de la Edad Oscura, cuando ni siquiera se había oído hablar de los orcos y los elfos. El misterioso, fabuloso, mágico, encantado y también sanguinario, terrible y siniestro bosque de Zagraba.

¿Cuántas leyendas, cuántos mitos, cuántas historias interminables, acertijos y misterios se ocultaban bajo el verde follaje del país boscoso? ¿Cuántas criaturas hermosas, extrañas y peligrosas merodeaban por sus angostas veredas?

Las majestuosas ciudades de los elfos y los orcos, las famosas Follaje y Laberinto, los ídolos abandonados y los templos de razas extintas, los vestigios de las ciudades de los ogros, casi tan viejos como el mismo tiempo, y, por supuesto, la maravilla y el espanto de todas las tierras septentrionales: Hrad Spein.

—Mi hogar —declaró Kli-Kli con voz tintineante—. ¿Percibes el olor?

Husmeé el aire. Había una suave y fresca fragancia a bosque, miel y hojas de roble.

—Sí.

—Es maravilloso, ¿verdad?

—Sí, lo es —respondí con sinceridad.

La inmensa alfombra verde se extendía delante de nosotros hasta el horizonte y más allá, donde desaparecía entre la niebla vespertina.

Zagraba no parecía tener fin. Abrí los ojos de par en par y, por un momento, me pareció ver las majestuosas cimas de las montañas de los Enanos, envueltas en una neblina violeta, erguidas orgullosas hacia los cielos. Claro que sólo fue mi imaginación, pues la gran cordillera se encontraba a centenares de leguas y era imposible verla desde allí.

—¿Por qué lo llaman el Bosque Dorado? —pregunté a Kli-Kli, que estaba totalmente pegado a la tronera.

—Porque allí crecen árboles de hojas doradas —dijo el bufón con un gesto de indiferencia.

—Está oscureciendo, vamos a bajar —dije lanzando una última mirada a Zagraba—. No quiero partirme las piernas al descender.

El crepúsculo reptaba por los muros del castillo y las antorchas del patio empezaban a encenderse. No había demasiados hombres allí. Habían descargado los cadáveres de los carromatos y se los habían llevado. No pude ver a Anguila, a Alistan ni a Miralissa.

—¿Y ahora cómo encuentro a nuestro grupo? No tengo la menor intención de recorrerme la ciudadela entera como un idiota.

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Kli-Kli con alegría.

Un anciano con una túnica suelta e informe se nos acercó.

—Maese Harold, maese… —una breve pausa— ¿Kli-Kli?

—Eso es.

El viejo exhaló un suspiro de alivio y sacudió la cabeza.

—Seguidme, os están esperando.

Entró en una de las torres, nos llevó por un largo pasillo cuyas paredes estaban decoradas con armas colgadas y subió por una angosta escalera en espiral, desde la que salimos a un salón en el que ya estaban comiendo los Corazones Salvajes, el señor Alistan y Egrassa.

—¿Dónde está Mumr? —preguntó Kli-Kli mientras se sentaba en un banco y se acercaba un plato.

—Durmiendo, no se encuentra muy bien —dijo Hallas, al mismo tiempo que se metía un trozo de salchicha en la boca y la masticaba.

—¿Le pasa algo?

—Un poco de fiebre —dijo Anguila tomando un sorbo de cerveza—. Estará perfectamente dentro de un par de días. Panal me preocupa más.

—Miralissa hará todo lo posible para salvarlo —dijo Egrassa sin separar los ojos de su plato.

El resto de la comida transcurrió en silencio.

Cuando la elfa se reunió con nosotros, Egrassa se puso en pie de un salto y le acercó una silla. La dama Miralissa hizo un cabeceo de agradecimiento que evidenciaba su estado de absoluto agotamiento. Tenía sombras oscuras debajo de los ojos, la frente cubierta de profundas arrugas y el cabello suelto y enredado.

El señor Alistan le sirvió algo de vino tinto sin decir nada, pero ella se limitó a sacudir la cabeza y sonreír con tristeza.

—El vino y la comida pueden esperar. Tengo otro trabajo que hacer. ¿Egrassa?

—Sí, los hombres lo han preparado todo. Fuera ya ha oscurecido. Podemos empezar.

—¿Habéis comido? —preguntó volviéndose hacia nosotros.

—Estamos listos, mi señora —respondió el señor Alistan en nombre de todos.

Kli-Kli se apresuró a asentir con la boca llena.

—Vamos —dijo ella simplemente, mientras se ponía en pie. Egrassa corrió a su lado y la sujetó por el codo.

—Dama Miralissa —dijo Hallas con tono de pesadumbre—. No habéis dicho una palabra sobre Panal. ¿Se encuentra bien?

—Sí, el peligro ya ha pasado. El guerrero vivirá. Ahora está durmiendo, pero me temo que no podrá continuar el viaje. No podrá levantarse de la cama hasta dentro de dos semanas y no podemos permitirnos el lujo de esperar tanto. Habrá que dejarlo en el castillo.

—¿Adónde vamos, Kli-Kli? —pregunté al trasgo una vez que Miralissa abandonó el salón.

—Van a celebrar el funeral de Ell ahora, así que apresúrate, Bailan. Y no te olvides de recoger al lingo de la mesa, si no quieres que alguien lo tome por una rata y lo mate.

Cogí a Invencible y me lo subí al hombro. ¡No tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer con él!

En el exterior ya había oscurecido del todo, pero las puertas del castillo no estaban cerradas. El destacamento de soldados con el que nos habíamos encontrado en el camino acababa de regresar. Traían consigo a cuatro habitantes de Encrucijada, los únicos que habían conseguido refugiarse en el bosque cuando atacaron los orcos.

Miralissa atravesó las puertas y bajó hacia el río por delante de los demás. En la otra orilla, Zagraba se elevaba negro como una mancha de tinta contra el cielo estrellado. Habían levantado una pira funeraria al borde del agua. No habían escatimado la madera y la pila tenía dos metros de alto. El cuerpo de Ell yacía en lo alto, revestido de seda negra. Su s’kash y su arco descansaban a su lado.

Nos detuvimos a cierta distancia y observamos mientras Miralissa y Egrassa se aproximaban a su camarada muerto.

—Uno más que nos abandona —dijo Alistan Markauz.

—Dos, mi señor —corrigió Anguila al conde—. Mañana habrá que enterrar a Marmota.

—Me temo que no tendremos tiempo ni para eso. Partimos al alba —dijo el capitán de la guardia sacudiendo la cabeza con gesto de culpabilidad.

—Pero hay que celebrar el… —comenzó a decir el enano. Alistan Markauz lo interrumpió:

—Ellos se encargarán del cuerpo de Marmota, Deler.

Miralissa y Egrassa volvieron con nosotros.

—Que duermas bien, k’lissang. Egrassa y yo nos encargaremos de tu familia —dijo Miralissa, y chasqueó los dedos.

La hoguera se encendió al instante. Las llamas ascendieron hacia el cielo como un caballo rojo que pronto se convirtió en un dragón rojo y éste, con un rugido, consumió la madera y el cuerpo del elfo muerto. Reflejado en el agua, el fuego mágico alzó los brazos hacia las estrellas y, entre aullidos y sollozos, se llevó el alma del elfo a la luz. La pira se encontraba a más de veinte metros de distancia, pero aun así retrocedimos unos pasos, porque el calor era insoportable.

Las llamas exhalaron un sollozo súbito, la plataforma carbonizada sobre la que estaba tendido Ell se desmoronó sobre las ígneas fauces y la pira arrojó una lluvia de chispas en dirección a las frías estrellas.

Miralissa comenzó a cantar con voz ronca y baja la endecha que reservan los elfos a sus parientes caídos.

Nadie dijo una sola palabra hasta que la pira quedó reducida a un montón de carbones encendidos que irradiaban calor.

—Eso es todo —dijo la elfa. Hizo varios pases con la mano y una repentina bocanada de aire recogió las brasas y las cenizas de Ell y las elevó arremolinadas, llenando la noche de candentes libélulas antes de arrojar al río los restos de la pira.

El río siseó y resopló de alarma, las aguas tranquilas se estremecieron y escupieron vapor antes de tragarse los restos de nuestro compañero.

—Mmm… —dijo Deler después de un breve silencio—. Ojalá mi entierro fuera tan…

—Hermoso —concluyó Hallas la frase por él.

—Nosotros creemos que cuando un elfo muere en batalla, una nueva estrella se enciende en el cielo —dijo Egrassa—. Es una idea estúpida, pero también hermosa. Ell supo ganarse su estrella.

—Como todos los que ya no están entre nosotros —respondió Alistan—. Volvamos al castillo, se hace tarde.

El río siguió fluyendo tan silenciosa y lánguidamente como siempre, sin que nada mostrara que apenas unos minutos antes había engullido los restos de una pira funeraria.

* * *

—Harold, eso es tuyo —dijo Kli-Kli señalando con un dedo un saco con dos cinchas de cuero para los hombros, que había junto a mi cama.

En el exterior apenas había amanecido, pero el grupo ya estaba en pie. Zagraba nos esperaba y yo tenía una gélida sensación de expectación en las tripas. Si agradable o no, no habría sido capaz de decirlo.

—¿Qué contiene? —pregunté mientras me colgaba la ballesta.

—Tus cosas. Manta, raciones y algunas tonterías más. Me he tomado la libertad de traspasar todas tus porquerías de tus alforjas, además de algunas cosas generales…

—¿Y quién te ha pedido que hicieras tal cosa? —pregunté con voz amenazante.

—Oh, Harold —dijo Kli-Kli como si no tuviese importancia—. No hace falta que me lo agradezcas. Me he levantado mucho antes que tú, así que no me costaba nada.

—Kli-Kli, no finjas ser aún más estúpido de lo que eres en realidad. ¿Por qué me has vaciado las alforjas?

—Porque no puedes llevarlas a la espalda. No eres un caballo, ¿verdad? En Zagraba es más fácil caminar con mochila. Los tramperos y los pocos cazadores que se atreven a adentrarse en el bosque usan exactamente este tipo de mochilas.

—Mmm… —dije sin tenerlas todas conmigo—. Kli-Kli, creo haberte oído usar la palabra «caminar». ¿Me he confundido?

—En absoluto. He dicho «caminar», sí. Los caballos se quedan en el castillo.

—¿Cómo?

—Harold, ya veo que nunca has entrado en un bosque —dijo Kli-Kli con una risilla mientras ajustaba con fuerza el nudo de su saco—. Prueba a galopar entre árboles caídos, cenagales y sólo la oscuridad sabe qué más. No es nada divertido. Vamos a ir a pie. La elfa dice que desde aquí hasta Hrad Spein sólo hay siete días de marcha. Es decir, una semana. La entrada a las cámaras funerarias se encuentra en el Bosque Dorado. Si los dioses nos sonríen, pronto estaremos allí.

Aunque parezca sorprendente, no quería abandonar a Abejita. Tras un mes y medio de viaje, ya no era capaz de imaginarme cómo iba a pasar sin mi caballo. Y encima tendría que arrastrar una enorme carga a la espalda sin más ayuda que mis propias piernas.

No creía que Kli-Kli hubiera guardado mis cosas como es debido, así que vacié el contenido de la mochila sobre la cama. Habría sido muy propio del trasgo meter cinco adoquines pesados entre mis cosas por pura bondad. Sagot mediante, no había ningún adoquín, pero sí un buen montón de cosas pesadas e inútiles.

—¿Qué haces? —preguntó Kli-Kli mientras observaba con escepticismo cómo apartaba todo lo superfluo.

—Ahorrarle a mi espalda sufrimientos innecesarios —murmuré al tiempo que arrojaba a un lado una marmita de hierro colado.

A la marmita la siguieron una cubertería completa, un candelabro con sus velas, un ovillo de cuerda, un martillo, dos pares de botas, una cota de malla de repuesto y toda clase de variados disparates. Al terminar, el saco era mucho más liviano. Ya podía afrontar el viaje con la mente más tranquila, sin temor a desmoronarme en el momento más inoportuno.

—Tanto trabajo para nada —suspiró Kli-Kli con pesar.

—No eres tú el que tiene que cargarlo, así que no te quejes —dije mientras guardaba la manta.

—Nos vamos —dijo Hallas, que acababa de asomar la cabeza en el cuarto—. Ya es hora.

—Vamos a despedirnos de Panal —dijo Kli-Kli y salió por la puerta.

De camino nos tropezamos con Ciendelámparas. El Corazón Salvaje estaba pálido y la herida de su cabeza tenía un aspecto horroroso, pero él se mantenía perfectamente erguido.

—¿Sigues vivo, entonces? —preguntó Kli-Kli al guerrero con tono de simpatía.

—No me entierres, aún, bufón —dijo Ciendelámparas con una sonrisa ladeada, pero al instante frunció el ceño de dolor—. Tengo la intención de volver al Gigante Solitario. ¿Vais a ver a Panal?

—Ajá. ¿Sabes dónde está?

—Sí, vengo de allí. Salís de la torre, cruzáis el patio, entráis por la puerta de la izquierda, subís la escalera hasta el segundo piso y luego es la tercera puerta de la derecha.

—Gracias. Si viene Alistan preguntando por nosotros, dile que no nos has visto. ¡Vamos, no te quedes ahí, Harold, el tiempo vuela!

Mumr me miró con misericordia: cuando Kli-Kli le echa el anzuelo a alguien, no hay poder en Siala capaz de arrebatárselo.

Encontramos la habitación de Panal sin dificultades. En una sola noche, el guerrero había perdido tanto peso como si no hubiera comido en un mes y había pasado de ser el fornido gigantón que todos recordábamos a un esqueleto. Un montón de huesos envueltos en una piel apergaminada que parecía lista para romperse en cualquier momento, un fulgor febril en los ojos y un cabello amarillento que parecía blanqueado por el sol. De no haber sabido que era Panal el que estaba en la cama, habría creído que estaba mirando a un hombre muy viejo. El chamán de los orcos había hecho un gran trabajo y si no hubiera sido por Miralissa y el Hechicero del Reino Fronterizo, nuestro compañero habría hecho compañía a Marmota en la tumba.

Al vernos esbozó una débil sonrisa.

—¿Cómo te encuentras? —dijo Kli-Kli con voz aguda.

—Muy mal —respondió Panal con una risilla—. Conseguí meterme en medio del regalito de aquel chamán.

—No te preocupes por eso. Lo esencial es que sigues vivo.

—Gracias, Harold, es un gran consuelo oír eso —resopló a modo de respuesta—. A Deler se le ha escapado que Marmota y Ell… ¿Es cierto?

—Sí —respondí.

—Bueno, en ese caso se puede decir que no me ha ido tan mal. Por lo que veo, es cierto que os marcháis.

—Ajá —dijo Kli-Kli con un cabeceo rápido.

—Es una lástima que no pueda acompañaros —suspiró Panal—. ¡Tenía que pasar esto precisamente ahora!

—No te preocupes por eso, concéntrate en recuperarte —dijo Kli-Kli efusivamente—. Mira, te he traído esto, así que ya sabes, tú recupérate.

Sacó una manzana grande y madura de debajo de su capa y la dejó en la mesa que había junto a la cama de Panal. Entonces, tras pensarlo un momento, le añadió una zanahoria.

—De corazón.

—Lo sé, Kli-Kli —dijo Panal con un asentimiento—. Eres un buen camarada.

—Pues claro —respondió el trasgo con una sonrisilla. Acto seguido me dirigió una mirada traviesa, se inclinó sobre la oreja del guerrero y le susurró algo.

Panal abrió los ojos de par en par y miró al trasgo con asombro.

—No miento —le aseguró Kli-Kli con perfecta seriedad. Traviesos demonios bailaban en los ojos del bufón.

Y no sé de dónde sacó Panal las fuerzas, pero de improviso rompió a reír con atronadoras carcajadas.

—¡Qué bueno! Oye… ¿y nadie lo sabe?

—No —dijo el trasgo con una sonrisa.

—¿De qué estáis hablando? —pregunte divertido.

—Oh, de nada. Sólo estamos… Ya sabes… —dijo el trasgo mostrando los dientes en una sonrisa estúpida.

Panal comenzó a reírse con más ganas aún. «Mmm, el trasgo está realmente en forma hoy».

—¿Puedes cuidar de él? —pregunté mientras bajaba a Invencible de mi hombro y lo dejaba junto a la zanahoria, que al instante atrajo el interés del lingo—. Aquí estará mucho mejor que en el bosque, con nosotros.

—Pues claro, puede quedarse conmigo.

—Bueno, es hora de que nos marchemos. Nos veremos.

—Que os vaya bien.

—¡Eh! —exclamó mientras salíamos—. Volved con las banderas en alto.

—Sin duda. ¡Volveremos, no te quepa duda!

No sé por qué, pero estaba extrañamente convencido de que, a pesar de todos nuestros enemigos, lograría desafiar al destino y apoderarme del condenado Cuerno para la Orden.

* * *

Fer y diez de los soldados que habían viajado con nosotros desde el Alcázar del Topo nos escoltaron hasta la frontera. Zagraba nos recibió con el silencio de un adormilado bosque al que varias horas separan aún del amanecer.

—A partir de aquí tendréis que seguir solos —dijo Fer—. No sé lo que venís a buscar a este bosque, pero, sea lo que sea, os deseo suerte.

—Aseguraos de que Marmota recibe un funeral digno —dijo Ciendelámparas mientras se ceñía el espadón al hombro.

—Me encargaré de ello personalmente —respondió el soldado con un gesto solemne de cabeza.

—Esperadnos hacia finales de septiembre —dijo Miralissa.

—Muy bien, tresh Miralissa —respondió el hijo ilegítimo de Algert Daily y, con estas palabras, dio media vuelta a su caballo y partió de regreso al castillo.

Me sentía como si hubiera dejado atrás una familia a la que amase apasionadamente. Y por delante sólo me esperaba Zagraba. Siniestro, hostil, extraño.

Cuando aparté la mirada de los hombres que se alejaban a galope, casi todo nuestro grupo había desaparecido en el bosque.

—Harold, ¿es que has decidido quedarte atrás? —preguntó Kli-Kli mientras brincaba con impaciencia de un pie a otro. El trasgo llevaba un pequeño saco colgado del hombro.

—Muy bien, Kli-Kli, muéstrame el camino. Te sigo.

El trasgo sonrió y desapareció entre los árboles. Inspiré hondo y di un paso hacia un lugar que jamás habría creído que pisaría por amor ni por dinero. Entré en Zagraba.