13: Encrucijada

13

Encrucijada

Aquél día, Ciendelámparas fue el héroe del castillo. No es ningún secreto que lo que más valoran en un hombre los habitantes del Reino Fronterizo es su maestría con las armas y Mumr había demostrado que, desde luego, sabía manejar una espada. Durante todo el día, los soldados de la guarnición trataron a nuestro héroe con respetuosa deferencia, como si estuviera hecho de la mejor porcelana de Nizin.

Por la tarde, el señor Algert Daily celebró un banquete al que se invitó a todos los guerreros del castillo. Mumr estaba sentado en el lugar de honor, rodeado de comida suficiente para un regimiento entero.

Parte de la gloria de Ciendelámparas se reflejaba también en mí y en los demás Corazones Salvajes. Nos habían sentado a su lado, en la misma mesa que la gente de sangre azul. Para mí, lo ideal suele ser ocultarme en el rincón más oscuro de una sala, en la mesa más alejada. De lo contrario me siento demasiado a la vista. Pero creo que el par de glotones de Hallas y Deler se lo tomaron de manera mucho más simple que todos los demás: se dedicaron a engullir toda la comida y bebida que cayó en sus manos sin el menor sonrojo, entre eructos ensordecedores y constantes discusiones y peleas.

La interminable sucesión de brindis a la salud del señor Algert Daily, de su preciosa hija, del señor Alistan Markauz, de los gloriosos elfos, de maese Ciendelámparas, de la muerte de los orcos, del Reino Fronterizo, etcétera, etcétera, logró que comenzara a darme vueltas la cabeza.

Deler estaba colorado de tanto beber, Hallas se había quedado adormilado y Marmota parecía tener un nudo en la lengua mientras, para inmenso deleite de Kli-Kli, provocaba los chillidos de las hermosas damas presentes al tratar de meter a Invencible en una jarra de vino. El trasgo estaba disfrutando de lo lindo y compartía su dicha con todo el que lo rodeaba. Los únicos que no parecían muy contentos con su actitud eran los propios bufones de Algert Daily, que miraban al pequeño trasgo con envidia y odio mal disimulados. Todo apuntaba a que podían terminar dando un buen escarmiento a Kli-Kli al finalizar las celebraciones del día.

Los platos y las canciones se sucedían sin descanso y cuando ya empezaba a pensar que era totalmente imposible seguir sentado en la mesa, Panal me dio un pequeño codazo y dijo:

—¿Te has enterado? Mañana salimos temprano. Si los dioses nos sonríen, estaremos en Zagraba dentro de dos días.

—No puedo decir que la idea me complazca demasiado. Me siento mucho más seguro sentado tras una muralla de piedra que merodeando por un viejo y lóbrego bosque.

—No hay ningún sitio seguro, Harold —dijo Panal con una risilla—. La muerte puede alcanzarte incluso detrás de una muralla de piedra. Todo depende de lo que escribiera el destino en el momento de tu nacimiento. Recuerdo que una bruja predijo que Arnkh se ahogaría. Arnkh se rio de ella y mira cómo ha terminado… Si te dan miedo los lobos, no vayas a Zagraba.

—Si sólo fueran los lobos…

—Muy cierto —asintió el gigante mientras daba un gran trago a su jarra de cerveza—. Como ya he dicho, es el destino…

—Voy a ir a dormir un poco —dije levantándome de la mesa—. No puedo seguir aquí sentado.

—Quieto ahí, Haroldcito, y dale al vino —dijo Kli-Kli mientras se ponía en pie de un salto—. ¡Es absurdo tentar al destino!

—¿Y eso qué quiere decir? —pregunté intrigado.

—Entre los centinelas corre el rumor de que Balistan Pargaid se ha marchado.

—¿Y?

—Cuando llegó aquí con sus hombres, eran veinte, pero al marcharse, eran sólo dieciocho. Mumr ensartó a uno de ellos, así que nos quedan diecinueve. ¿Adónde ha ido el otro?

—¡Cara Pálida! —Sentí que la boca se me secaba al instante—. Sí, puede que me siente y siga bebiendo un rato.

—Eso es —dijo el trasgo con un gesto de aprobación—, vagar a solas por el castillo podría ser malo para tu salud.

—¿Han tratado de localizarlo?

—¿Estás de broma? Han registrado hasta el último rincón y la última grieta de la fortaleza… Pero en un sitio tan inmenso como éste podrías esconder un mamut y nadie lo encontraría hasta que se muriera y empezara a apestar. Así que imagínate lo fácil que puede ser encontrar a un hombre.

—¿Y no podías habérmelo dicho antes?

—No quería preocuparte y arruinarte el apetito —dijo Kli-Kli con expresión de total inocencia.

—Quita de mi vista, gusano. Eres peor que una epidemia.

—No te lo tomes así, Bailarín. A fin de cuentas, estamos contigo. Yo también tomaré un trago, para hacerte compañía. ¿Crees que me traerán un poco de leche si se la pido?

—Puede… —En aquel momento, sólo había sitio en mi cabeza para Cara Pálida.

Por alguna razón, no había dudado ni un solo instante que se quedaría en el castillo tras la marcha del destacamento, con la intención de enviar a vuestro humilde servidor a la luz. Éste tipo de pensamientos no contribuían demasiado a mejorar mi estado de ánimo y a duras penas podía esperar a que acabara aquella pavorosa sucesión de pomposos discursos y canciones a la salud de todos los guerreros. Cuando finalmente pude volver a mis aposentos, revisé las ventanas, las puertas y la chimenea para aplacar mis nervios. La chimenea era demasiado angosta, así que era muy poco probable que Cara Pálida intentara entrar por allí. La tranca de la puerta era una viga de roble macizo y las ventanas estaban a cincuenta metros sobre el suelo. Era imposible que Cara Pálida pudiera trepar hasta allí… salvo que pudiese volar, claro.

Kli-Kli, Hallas y Deler se habían quedado dormidos hacía ya rato, pero yo aún no podía conciliar el sueño. Permanecí tumbado en la cama, mirando el techo, hasta que por fin, el cansancio hizo también presa de mí.

* * *

Me despertó un diabólico aullido de dolor que me hizo salir dando tumbos de la cama, agarrar la ballesta y agazaparme. Todavía adormilado, volví la cabeza en todas direcciones mientras trataba de ofrecer un blanco lo menos claro posible y me preguntaba qué estaría sucediendo exactamente.

—¿Qué pasa? —gritó Deler, que aún estaba medio dormido y tampoco entendía nada.

—¡Eh! ¿Va todo bien por ahí? —gritó alguien desde el otro lado de la puerta.

—¿Quién ha gritado así? —volvió a preguntar Deler.

—¡Un poco de luz!

—¡Abrid la puerta! —gritó Panal mientras la aporreaba con los puños.

Hubo un chasquido y unas chispas, y una vela se encendió en la mano de Hallas.

—¿Por qué estáis gritando como pescaderas en el mercado? Ya ha pasado todo —rezongó el gnomo mientras usaba la vela para encender una antorcha.

—¡Eh, vosotros! ¿Me oís? ¡Abrid la puerta! —gritó Panal con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Dejad de gritar! ¡Un momento! —dijo Hallas, al tiempo que abría el cerrojo de la puerta y dejaba entrar a Panal y a Anguila. Algunos de los soldados de Algert Daily asomaron la cabeza desde el pasillo y nos miraron.

—¿Qué ha pasado?

—Un escalador ha decidido entrar por la ventana y he usado el hacha de Deler para enseñarle que no se debe molestar a la gente decente por las noches colándose en sus habitaciones —musitó Hallas señalando la ventana con un gesto de la cabeza.

La ventana estaba abierta y el hacha de Deler, ensangrentada, descansaba junto a la pared. Había una mano segada en el suelo. Alguien acababa de perder una parte del brazo izquierdo.

Resultó que Hallas se había despertado de noche y había salido a dar un paseo para responder a una llamada de la naturaleza. Al volver al cuarto había decidido encenderse una pipa, pero antes había abierto la ventana para no llenar el cuarto de humo. Exactamente un minuto después, apareció una mano desde el exterior, seguida por otra. Hallas había concluido atinadamente que la gente normal está dormida a esas horas de la noche, en lugar de dedicarse a trepar por las paredes como si fueran arañas, así que había cogido el hacha del enano, que estaba a su alcance, y la había descargado sobre la mano que tenía más próxima.

—Y entonces empezasteis a gritar —concluyó el gnomo.

—Panal, vamos a comprobarlo —dijo Anguila mientras se encaminaba a la puerta.

—¿Para qué? —preguntó Hallas con asombro—. Después de una caída desde aquí, no creo que vaya a levantarse e irse de paseo.

—Habrá que ver quién era.

Anguila, Panal y los centinelas se marcharon. Yo asomé cautelosamente la cabeza por la ventana y miré hacia abajo. Tal como pensaba, no había ningún cuerpo en el suelo. Los soldados corrían por el patio del castillo con antorchas, pero era evidente que no habían visto a nadie, sólo habían oído los gritos.

—Harold, ¿esto es de Cara Pálida? —preguntó Kli-Kli mientras, asqueado, sujetaba la mano cortada por un dedo.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Parece suya, tiene dedos finos, como los de Rolio, pero sólo podría decirlo con toda certeza si viera al asesino.

—Ya veo —dijo Kli-Kli, y arrojó la mano por la ventana.

—Y, por la oscuridad, ¿qué haces con mi hacha? ¿No podías haber utilizado el azadón? —gruñó Deler, mientras limpiaba esmeradamente la temible arma con un trapo.

—Qué posesivo eres, Deler —dijo Hallas con resentimiento—. Un enano de verdad. Todos los barbilampiños sois iguales.

—Mira quién habla —replicó Deler—. ¡Cuando se trata de coger lo que no os pertenece, sois los mejores!

—¿Que cogemos lo que no nos pertenece? ¿Nosotros? —dijo el gnomo, que estaba empezando a calentarse—. ¿Quién robó los libros? ¿Quién robó los libros de magia, si puede saberse?

—¿Y qué te hace pensar que eran vuestros? ¡Eran nuestros, sólo os los prestamos algún tiempo!

Hallas estuvo a punto de ahogarse de indignación. El gnomo aún estaba buscando una respuesta apropiada cuando volvieron Anguila y Panal. Alistan entró tras ellos.

—Nada de nada —dijo Panal con una mueca—. Ni cuerpo, ni sangre, como si no hubiera habido nadie allí. Los guardias han peinado el patio entero. No hay ni rastro.

—¿Tienes la Llave, ladrón? —preguntó Alistan Markauz.

—Sí, mi señor.

—Bien —dijo el conde asintiendo con la cabeza, y se marchó.

—Vamos a dormir un poco —suspiró Hallas. Empezaba a tener frío y cerró la ventana—. Mañana nos espera otro día duro en la silla y sigo queriendo disfrutar de una buena noche de descanso. Deler, echa el cerrojo y apaga la antorcha.

—Conque ahora soy tu criado, ¿no? —rezongó el enano, pero cerró la puerta, no sin antes decir a Anguila—: Despiértanos por la mañana.

Bajó la tranca de roble y apagó la antorcha en el cajón de arena.

Al cabo de pocos minutos de tranquilidad y silencio, oí la voz de Kli-Kli en medio de la oscuridad.

—Harold, ¿estás dormido?

—¿Qué quieres?

—Sólo estaba pensando que el tal Cara Pálida dejará ahora de molestarte, ¿no?

—Puede. Si es que era él, claro.

—Bueno, ¿quién iba a ser si no?

—A ver, chicos —siseó Hallas—. Dormid un poco, seguid el buen ejemplo de Deler.

Pude oír el sonido de unos suaves ronquidos procedente de la cama del pelirrojo enano.

—Vale, vale —susurró Kli-Kli y dejó de hablar.

Cerré los ojos, pero el sueño se negó a acudir. ¡Por Sagot! ¡Cara Pálida casi me había alcanzado aquella noche!

—Harold, ¿estás dormido?

—¿Qué pasa ahora? —suspiré.

—Dime una cosa, a ver qué piensas. ¿Adónde habrá ido Balistan Pargaid?

—Tendrás que preguntárselo a él.

—Cerrad el pico, ¿queréis? —aulló Hallas.

—¿Por qué gritas, barbudo? Déjame dormir —murmuró Deler sin despertar del todo y se dio la vuelta hacia el otro lado.

—No estoy gritando, son ellos los que no me dejan dormir —musitó el gnomo—. ¡Kli-Kli, cierra el pico!

—De acuerdo, no diré una sola palabra —susurró el trasgo apresuradamente.

Bostecé y cerré los ojos.

—Harold, ¿estás dormido? —preguntó de nuevo la voz susurrante.

«¿Es que no piensa callarse nunca? Pues ahora no voy a decir nada, sólo para fastidiarlo».

—¿Harold? ¡Harold!

—¡Ee-ee-ee! —gimió Hallas, antes de proferir una retahíla de escogidos improperios en una mezcla de lengua humana y gnómica—. Kli-Kli, una palabra más y no respondo.

—Pero es que no puedo dormir.

—¡Pues cuenta algo!

—¿El qué?

—¡Mamuts! —exclamó el gnomo con furia.

—De acuerdo —suspiró el bufón—. El primer mamut salta el muro… El segundo mamut salta el muro… El tercer mamut salta el muro… El cuarto mamut salta el muro…

Hallas reanudó sus gemidos.

—El vigésimo quinto mamut salta el muro… —continuó Kli-Kli—. El vigésimo séptimo mamut… salta… ahh… salta el muro…

Saltaba a la vista que el trasgo estaba exhausto de tanto contar elefantes lanudos.

—El trigésimo mamut salta el muro. ¡Ay! —La habitación quedó en silencio un instante y entonces el trasgo dijo con voz triste—: Eso es todo.

—¿Eso es todo? ¿Te has quedado sin mamuts? —rezongó Hallas entre dientes.

—No —dijo Kli-Kli con un suspiro—. Se ha roto la pata.

—¿Quién?

—Pues quién va a ser, el mamut.

—¿Cómo?

—Pues cómo va a ser. Ha saltado sobre el muro y ha caído mal. Así que se la ha roto —respondió el trasgo con calma.

—¡A-a-agh!

Algo pasó silbando sobre mí y Kli-Kli resopló de terror.

—¿Por qué nos tiras las botas, Hallas? —preguntó el bufón con indignación.

—¡Ya lo sabes! ¡Como no cierres el pico, te vas a pasar la noche en el pasillo!

Kli-Kli suspiró, se dio la vuelta en el suelo y guardó silencio. Yo estaba totalmente convencido de que el trasgo había preparado alguna jugarreta. Pero pasaron los minutos y no dijo una sola palabra.

Al final logré conciliar el sueño. Puede que estuviera agotado tras un día tan largo, o puede que los ronquidos del trasgo sonaran como una nana…

Dejamos el castillo de Algert Daily al despuntar el alba, cuando el sol del amanecer teñía el borde del horizonte de un rosa pálido. Kli-Kli bostezaba con ganas y murmuraba adormilado, y daba la impresión de que, si alguien no lo sujetaba, podía caerse de su caballo en cualquier momento.

A pesar de lo temprano de la hora, el señor Algert Daily, su esposa y su hija acudieron en persona para vernos y desearnos suerte. Oro Gabsbarg también se encontraba allí. No sé lo que le habrían contado Miralissa y Alistan Markauz al conde, pero el caso el que nos ofrecieron una escolta de cuarenta hombres armados al mando de un tal señor Fer, hijo ilegítimo suyo, según descubrimos más adelante. Kli-Kli me explicó que, en el Reino Fronterizo, la actitud hacia los bastardos era completamente distinta que en Valiostr. Mientras un hombre fuera un buen guerrero, no importaba la sangre que corriera por sus ventas. Fer tenía unos tres años más que la dama Alia y era menudo y recio, como su padre.

El señor Algert nos había franqueado generosamente las puertas de su armería y los tres herreros del castillo, sin perder un instante, habían elegido guarniciones para Hallas, Deler, Alistan Markauz, Ciendelámparas y Marmota. Así, el grupo volvía a estar más o menos bien protegido, aunque los reemplazos distaban bastante de poder compararse con las armaduras que se habían perdido en el fondo del Río Negro junto con el pontón. Ciendelámparas recibió un regalo personal del conde: la daga de preciosa empuñadura.

Se suponía que los hombres de Fer nos acompañarían hasta un castillo en el que había una poderosa guarnición acuartelada, lista para repeler cualquier ataque sorpresa procedente de Zagraba. Dicho castillo era el último reducto humano en la región. Más allá se extendían los densos bosques en los que ningún guerrero del Reino Fronterizo en sus cabales se adentraría sin una buena razón.

El camino discurría entre bosques de coníferas con murmurantes ríos y aldeas fortificadas. Nuestro destacamento fue avistado tres veces desde otras tantas torres de vigilancia y tuvo que identificarse. También nos cruzamos con cinco patrullas armadas.

La frontera bullía de expectación y los soldados nos explicaron que los orcos estaban preparando algo en el Bosque Dorado.

—Han asaltado dos pueblos en el último mes, maese Ciendelámparas —dijo respetuosamente uno de los hombres a Mumr—. Y atacaron a un destacamento de las colinas Boscosas. Éstas cosas no pasaban antes. Sólo veíamos a los orcos una vez cada seis meses y siempre desde lejos, pero ahora están tanteando nuestras fuerzas por toda la frontera, buscando puntos débiles. Dicen que la Mano está reclutando un ejército y sueña con completar lo que no terminó de hacer en la Guerra de la Primavera.

—¿Realmente creéis que lograrán pasar? —preguntó Mumr con el ceño fruncido y encogido sobre la silla. Había bebido demasiado la noche anterior y tenía un terrible dolor de cabeza.

—¿Si pasarán? —El soldado lo pensó un momento—. No lo sé, maese Ciendelámparas. Si lo intentan en serio, desde luego que lo harán, sólo que no aquí, en nuestra tierra. Se desplazarán hacia el oeste, donde el bosque no se interrumpe, apenas hay guarniciones y, si me disculpáis que lo diga, los soldados de Valiostr llevan algún tiempo sin hacer su trabajo. Allí cualquiera podría pasar, hasta un orco, hasta una multitud de los Flautas Terribles… si es que existen, claro.

—Si, Sagra no lo quiera, hay algún problema serio, seremos los únicos que intentarán combatir —dijo otro soldado—. Antes de que llegue el grueso de nuestras fuerzas y los regulares se reúnan en Valiostr… ¿Cuánto tiempo tardará todo eso? Ya he trasladado a mi familia más cerca de Shamar. Aquello es más seguro. A fin de cuentas es la capital.

—¿Y los elfos? Imagino que os apoyarán, ¿no? —preguntó Anguila.

—¿Los elfos? —El soldado dirigió una mirada hastiada a los elfos oscuros que cabalgaban a la cabeza de la columna—. ¿Sabéis lo que dice el señor Algert sobre los elfos? Dice que ya está harto de ellos y de sus promesas.

—Contén tu lengua, Servin —dijo uno de los sargentos con tono huraño—. A Fer no le gustan los charlatanes.

—Pues tengo razón, Khruch. Tengo razón y lo sabes.

—Puede que sí, pero sigue sin gustarme la idea de acabar con un s’kash en la cabeza.

—Los elfos oscuros hacen muchas promesas, pero ¿quién los entiende? No son como nosotros.

—La casa de la Llama Negra prometió que mandaría seiscientos guerreros a la frontera, pero aún no hemos visto uno solo de ellos —dijo el soldado mientras escupía al suelo entre las patas de los caballos.

El destacamento se detuvo para almorzar en una aldea sin nombre. Dejamos descansar a los caballos y los lugareños nos recibieron amistosamente. Nos dieron de comer sin quejarse, a pesar de nuestro número. La breve parada fue muy buena para todos y al reanudar la marcha el destacamento estaba más fresco y descansado.

—Abetos, abetos por todas partes —suspiró Kli-Kli mientras miraba en derredor con aire sombrío.

—¿Qué problema hay? ¿Acaso Zagraba es una especie de jardín botánico?

Kli-Kli resopló desdeñosamente.

—Harold, ni siquiera sabes de qué estás hablando. Sí, hay abetos en Zagraba, pero también hay otros tipos de árboles. Pinos, robles, alerces, arces, hayas, abedules, perales… Demasiados para contarlos.

—¿Y qué daño te han hecho los abetos?

—No me gustan. Son árboles malos. Oscuros.

—Y aaaalguien se ocultaaaa en eeeeellos —dijo Panal con los ojos abiertos en fingido terror.

—Ajá, por ejemplo Balistan Pargaid y esa bruja suya. Saldrá en cualquier momento y nos hará ¡buuuu! —añadió Deler.

—Qué difícil es hablar con necios como vosotros —murmuró el bufón con un mohín y no volvió a dirigirnos la palabra hasta la noche.

Aunque ya estábamos en la segunda mitad de agosto y según las leyes de la naturaleza la mañana tendría que haber sido tan calurosa como el día anterior, el tiempo volvió a empeorar, y de no haber sabido en qué fecha estábamos, habría jurado que era octubre.

Brumoso y frío: probablemente sean las dos palabras que mejor describan aquel día. El cielo estaba totalmente cubierto por unas nubes algodonosas, de un color entre morado y gris, y al verlas empecé a temer que tendría que viajar de nuevo bajo la lluvia, como durante el trayecto hasta la frontera. El viento frío tampoco contribuía en demasía a mejorar mi estado de ánimo. Deler se quejaba de dolores en los huesos, Hallas de Deler y Kli-Kli de ambos. Estoy seguro de que no hace falta que explique el escándalo que organizaba todo esto.

—Mirad, estamos entrando en lo que llamamos la Tierra de los Arroyos —dijo Dervin, el mismo muchacho que había comenzado la conversación sobre los orcos el día antes—. Estamos justo al borde de la zona habitada. Dentro de unas cuatro horas estaremos en Cuco.

—¿Cuco? —preguntó Marmota—. ¿Qué es Cuco?

—Es el castillo en el que está la guarnición.

—Ajá. ¿Y de cuántos hombres disponéis allí?

—Cuatrocientos, sin contar a los sirvientes ni a los Hechiceros.

—¿Hechiceros? —preguntó Hallas con tono de enorme suspicacia. Por alguna razón, el gnomo no soportaba a los Hechiceros de la Orden.

—Sí, maese gnomo, Hechiceros. Hay un Hechicero en cada fortaleza. Por si aparecen los chamanes de los orcos.

—Si aparecen los chamanes de los orcos, es más sencillo meterse directamente en el ataúd, antes que esperar ayuda de los conjuradores de tres al cuarto de la Orden —dijo Hallas con un resoplido desdeñoso.

—Vamos, vamos, maese gnomo, los Hechiceros nos ayudan mucho. Yo estaba en el destacamento del señor Fer cuando defendimos Arroyos Borrachos y allí había un chamán que estuvo a punto de enviarnos a los cien a la luz. De no haber tenido un Hechicero con nosotros, juro por Sagra que ahora mismo no estaríamos hablando.

Hallas se limitó a murmurar algo entre dientes y luego cambió de tema.

Ell acudió al galope y dijo que Miralissa quería verme, así que tuve que seguirlo hasta la vanguardia de la columna. La elfa estaba charlando educadamente con Fer. Al verme, tiró de las riendas y preguntó:

—Harold, ¿percibes algo?

—N-no —respondí tras pensarlo un momento—. ¿Qué debería percibir, dama Miralissa?

—No lo sé —respondió ella con un suspiro—. ¿La Llave está en silencio?

—Sí. —La obra de los enanos no había dado señales de vida desde la noche en la casa de Balistan Pargaid.

—Me preocupa la repentina desaparición de Lafresa. No estaba en el Alcázar del Topo con Balistan Pargaid, pero en alguna parte debía de estar y el conde no pareció demasiado contrariado cuando el juicio se volvió en su contra.

—A mí también me pareció que tenía un as escondido en la manga.

—¿Un as? —Pensó un momento—. ¡Ah, ya! Cartas. Sí, tienes razón, debe de tener algún plan alternativo. De lo contrario no se habría rendido tan fácilmente. Sospecho que la mano de esa criada del Amo está en esto y he pensado que tal vez podrías sentirla, ya que estás vinculado a la Llave.

—Pues no, no siento nada, dama Miralissa.

—Lástima —dijo con sinceridad—. Aunque, por otro lado, si no la percibes es que debe de estar en algún otro lugar, lejos de aquí.

—O cerca, sólo que la reliquia no es capaz de captar su poder —dijo Egrassa.

Yo prefería la explicación de Miralissa. Me hacía sentir mucho más seguro.

—Dama Miralissa, ¿podría haceros una pregunta?

—Por favor, hazla.

—Balistan Pargaid es nuestro enemigo, sirve al Amo, y aun así habéis dejado que se marchara del castillo de Algert Daily sin hacer nada. ¿Por qué?

—¿No te has dado cuenta de que las leyes del Reino Fronterizo son distintas a las de Valiostr? Balistan Pargaid se había sentado a la mesa del señor Algert y para arrestarlo… habrían hecho falta pruebas mucho más contundentes que nuestra palabra. Además, tras el Juicio de Sagra, el conde recibió permiso para irse y nadie tenía derecho a detenerlo.

Asentí, mientras en el fondo de mi corazón maldecía a los malditos guerreros del Reino Fronterizo y sus estúpidas leyes.

—¿De qué estabais hablando? —preguntó Kli-Kli con curiosidad.

—Nada importante.

El bufón hizo una mueca, elevó una mirada recelosa al cielo sombrío y preguntó:

—¿Sabías que hoy mismo entraremos en Zagraba?

—¿Hoy? Pero yo pensaba…

—Intenta usar la cabeza cuando pienses, Harold. Es mucho mejor así, créeme —comentó el bufón—. El tiempo pasa, así que vamos a ir directamente desde el castillo a Zagraba y es mucho más seguro entrar allí de noche.

El bosque fue raleando poco a poco, los siniestros abetos se retiraron a los costados, el camino describió un giro hacia la izquierda y un pueblo de gran tamaño apareció delante de nosotros.

—Nobles guerreros, ¿cómo se llama este pueblo? —preguntó Kli-Kli a los soldados con una expresión pomposa en el rostro.

—Encrucijada —respondió de nuevo Servin—. A partir de aquí sólo hay una hora de marcha hasta el castillo.

—A-a-ah —dijo el bufón arrastrando las sílabas mientras miraba fijamente las casas en la distancia.

Fer levantó el puño y la columna se detuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó Marmota mientras dejaba de jugar con Invencible un momento.

—Un pueblo de lo más curioso —siseó Anguila entre dientes mientras se colocaba los «hermanos» más cerca.

—En efecto —asintió Ciendelámparas anudándose apresuradamente la cinta alrededor de la frente—. Muy extraño, diría yo.

—¿Qué tiene de extraño? —pregunté, desconcertado.

—¿Ves a alguien?

—Aún está un poco lejos —respondí sin demasiada seguridad, entornando la mirada para tratar de alcanzar las lejanas casitas.

—No tanto como para no ver a la gente —respondió Marmota—. Mira: no hay nadie junto a las casas, ni en las calles, y las torres de vigilancia también están vacías. No conozco ninguna ciudad en esta región que no tenga arqueros en las torres.

El Corazón Salvaje tenía razón. No había nadie en las torres.

—Harold, ¿llevas puesta la cota de malla? —preguntó el trasgo con preocupación.

—Bajo la casaca.

Tras hablar con los sargentos y con el señor Alistan, Fer hizo un gesto con la mano y la columna comenzó a avanzar lentamente en dirección al pueblo.

—Ten la ballesta a mano —me aconsejó Deler mientras se ponía el casco.

La sensación de alarma de los soldados se transmitió también a mí, así que saqué mi pequeña arma, preparé la cuerda y cargué los virotes. Uno normal y corriente y otro con un espíritu de hielo. Deler sujetó con el pie su hacha contra el flanco del caballo y armó otra ballesta, sólo que tres veces más grande que la mía. Varios soldados del destacamento hicieron lo mismo.

—Daos prisa, muchachos, Fer dice que tengáis los ojos bien abiertos —dijo el sargento Gruñón cuando la columna entró en el pueblo.

La calle principal estaba tan vacía y silenciosa como si todos hubieran muerto.

—¿Por qué no hay una empalizada? —pregunté.

—No tiene sentido, el pueblo es demasiado grande —respondió Servin sin apartar la mano de la empuñadura de la espada—. Sería demasiado trabajo amurallarlo entero y Cuco está a poca distancia…

—¡Servin, Kassani, Urch, Tuerto! —llamó Fer interrumpiendo la respuesta del soldado—. Comprobad todas las casas. Por parejas.

Los guerreros descabalgaron de un salto: dos de ellos corrieron a las casas del lado izquierdo de la calle y otros dos a las de la derecha. El primero de cada pareja llevaba una ballesta y el segundo una espada. El espadachín corría hasta la puerta de la casa más cercana, la abría de una patada y se apartaba de un salto para que entrara el otro. Los guerreros de la frontera trabajaban con la precisión de un reloj mecánico de los enanos.

Los segundos se arrastraron con excesiva lentitud y los muchachos llevaban tanto tiempo allí dentro que empecé a pensar que debían de haberse caído en el sótano. Lo mismo sucedía al otro lado de la calle. Pero finalmente salieron de las casas y regresaron caminando.

—¡Nadie! —dijo uno de los soldados de la primera pareja.

—Tampoco en nuestro lado, comandante, las casas están vacías. No hay daños, ni nada roto, hay comida en la mesa, pero la sopa lleva siglos fría.

—Estoy seguro de que será igual en las demás casas, mi señor Alistan —gritó Panal al conde.

—¿Podría tratarse de alguna festividad o de una boda?

—No es día de fiesta —dijo un guerrero armado con una lanza—. Y las bodas no se celebran tan temprano.

—¿Orcos? —preguntó Ciendelámparas casi sin despegar los labios.

—No puede ser, Cuco está al final del camino. Los Primogénitos nunca se atreverían a atacar un pueblo tan cercano a una guarnición.

—¡Urch, Kassani, registrad la torre! —ordenó Fer.

La torre estaba a poca distancia, apenas diez metros desde el camino, al final de un campo. Mientras los muchachos revisaban las casas, tres de los soldados a caballo las vigilaban, con las ballestas preparadas. Un arquero podía ocultarse fácilmente allí.

Uno de los soldados comenzó a subir por la inestable escalera con un cuchillo entre los dientes, mientras el otro apuntaba con su ballesta hacia arriba por si aparecía de repente una cabeza enemiga en la trampilla del suelo. El soldado del cuchillo llegó a la entrada y se perdió de vista un segundo. Entonces reapareció y gritó:

—¡Nadie!

—¿Hay algo allí arriba, Urch? —preguntó Fer levantándose la celada.

—¡Un arco, un carcaj lleno de flechas y una jarra de leche, comandante! —respondió Urch tras una breve pausa—. ¡Y sangre! ¡Hay sangre en los tablones!

—¿Fresca? —gritó uno de los sargentos mientras desenvainaba la espada.

—¡No, ya está seca! ¡Y sólo hay un poco, junto al arco!

—Kassani, ¿qué hay en el primer piso?

—No veo nada —dijo el soldado que estaba debajo—. ¡Tierra vulgar y corriente, que hemos pisoteado!

Ell cabalgó hasta la torre, descabalgó de un salto, le entregó las riendas al soldado, se acuclilló y comenzó a estudiar el suelo.

—Harold —dijo el bufón con nerviosismo—, ¿no hueles nada?

—No.

—Yo creo que huele a quemado.

—Pues yo no lo noto —dije después de husmear el aire—. Te lo habrás imaginado.

—Lo juro por el gran chamán Tre-Tre, huele como si algo estuviera quemándose.

—¡Sangre! —gritó Ell—. ¡Hay sangre en el suelo!

El elfo volvió a montar de un salto y galopó hasta donde estaban Fer, Alistan y Miralissa.

—Lo mataron en la torre, posiblemente de un flechazo, y cayó.

—Ya veo —dijo el señor Alistan tensando los músculos de la mandíbula. Se echó sobre la cabeza la capucha de la cota de malla y se puso una cimera cerrada con sendas ranuras para los ojos. Y, como si hubieran recibido una orden, Ell y Egrassa lo imitaron con unos yelmos abiertos que les cubrían la parte superior de la cara.

—¡Hay algo malo aquí, muy malo! —dijo Ciendelámparas mientras miraba nerviosamente por doquier, en busca de cualquier posible enemigo.

Pero la calle estaba tan vacía como las casas que nos rodeaban. No sólo vacía, sino muerta. No cantaban los pájaros, no mugían las vacas en los cobertizos y no ladraban los perros.

—¡Los perros! —balbuceé.

—¿Qué quieres decir, Harold? —preguntó Egrassa volviéndose hacia mí.

—¡Los perros, Egrassa! ¿Has visto alguno? ¿Los has oído ladrar?

—Orcos —dijo uno de los soldados, y escupió al suelo—. Ésas bestias odian a los perros y los matan antes que a nadie.

—Entonces, ¿dónde están los cuerpos? ¿Se los han llevado consigo? —preguntó Marmota.

—Algunos clanes lo hacen —dijo Kassani mientras subía a su silla—. Hacen ornamentos con las pieles de los perros.

—¡Urch, baja! —gritó uno de los sargentos.

—¡Esperad, comandante, humo! —exclamó Urch mientras señalaba hacia el centro del pueblo.

—¿Denso?

—No, apenas puedo verlo.

—¿Algo se está quemando?

—No veo los tejados de las casas.

—¡Bajad!

Urch bajó por la escalera y se subió a su caballo.

—Avancemos. Manteneos alerta. Os cubriremos las espaldas —dijo Fer y se bajó la celada con un movimiento suave.

—Ya lo sabes, Harold —dijo el trasgo en un susurro—. Comienzo a tener miedo de que nos encontremos con los orcos.

—Yo también, Kli-Kli. Yo también.

—¿No es posible que se hayan ido todos a alguna celebración y que ese soldado se haya equivocado? —Pero saltaba a la vista que el bufón no creía lo que estaba diciendo.

* * *

No se habían ido a ninguna celebración…

Captamos el olor a quemado a veinte casas de distancia del lugar del fuego. Un enorme cobertizo perteneciente a un campesino acomodado estaba ardiendo. O más bien, ya había ardido. Lo que encontramos fue un montón de ceniza que aún humeaba ligeramente.

El olor a humo y hollín estaba mezclado con el de la carne quemada.

—Comprobadlo —bramó Fer desde detrás del yelmo.

Uno de los soldados se tapó la cara con las manos y se acercó a la extinta fogata. Tras pasar sobre los rescoldos fríos y los maderos quemados, revolvió la ceniza con la punta de la bota y luego regresó corriendo. Estaba pálido.

—Los han quemado a todos, comandante. No quedan más que huesos carbonizados. Los metieron a todos en el granero y le prendieron fuego. Eran más de cien.

Alguien suspiró con fuerza tras de mí y otro más soltó una blasfemia.

—¿Cómo ha podido suceder?

—¡Alguien pagará por esto!

—¡Dejad de cuchichear! Adelante, al paso —ordenó Fer con severidad—. Ballesteros, a primera línea.

—¿Y los muertos, comandante?

—Luego —respondió Fer.

Encontramos a los demás habitantes del pueblo en la pequeña plaza, donde había una posada y un templo de madera. Más de veinticinco cadáveres. Los habían destripado a todos como si fueran peces y habían dejado las cabezas rebanadas en un gran montón. La peste a sangre y a muerte nos martilleó las fosas nasales, mientras el ruido de miles de moscas repicaba en nuestros oídos. Era como si una muchedumbre de bufones dementes hubiera pasado por allí esparciendo cubos de sangre a diestra y siniestra.

Uno de los soldados desmontó y vomitó con violencia. Y, para ser sincero, estuve a punto de seguir su ejemplo. Me hizo falta un enorme esfuerzo para mantener el desayuno en el estómago.

«Éste tipo de cosas no deberían ocurrir. ¡Éste tipo de cosas no tienen derecho a existir en nuestro mundo!».

Hombres. Mujeres, ancianos, niños… Todo el que no había ardido en el granero estaba tirado en la plaza, cubierta de sangre.

—Allí —dijo Marmota con un gesto de la cabeza.

Había varios cuerpos colgados de la pared de la posada. Los habían clavado a los tablones por las manos y los pies, les habían abierto las tripas y sus cabezas habían desaparecido. Los cuerpos de dos mujeres, colgados de una cuerda suspendida sobre el cartel de la posada, se columpiaban delicadamente en la suave brisa.

Oí un ruido similar a un trino y volví mi cabeza hacia allí. Una pequeña criatura de piel gris, no mayor que un bebé, dejó de comer, levantó su ensangrentado rostro hacia nosotros y parpadeó con unos ojos que eran como sendos platos sanguinolentos. Una segunda reparó en que la estábamos observando y siseó con malicia.

Un arco cantó y la primera de las criaturas, con un chillido, se desplomó ensartada en una flecha élfica. El segundo carroñero huyó a la carrera y Ell no lo alcanzó con sus flechas. Se perdió de vista detrás de las casas, gorjeando cruelmente.

—¡Gkhols, malditos sean! —gruñó Deler.

—Los devoradores de carroña ya están comiendo…

—Bajad los cuerpos —ordenó Fer a sus soldados.

Éstos comenzaron a cortar las cuerdas de las que colgaban las dos mujeres y a descolgar los siete cuerpos clavados a la pared.

—No me gusta cómo huele este lugar —protestó Kli-Kli.

—Ni a mí, Kli-Kli.

—Les han cortado las orejas —dijo Anguila mientras examinaba los cadáveres con toda frialdad.

—Los Cortaorejas de Grun —nos dijo uno de los soldados—. Esto es obra suya.

—¿Cortaorejas? —repitió Hallas enarcando una ceja.

—Escuadrones de castigo. Les gusta merodear por nuestras tierras y coleccionar orejas.

—Ya veo.

—Fer, decidme, ¿es posible que quede alguien con vida? —preguntó Alistan Markauz al comandante de la columna.

—¿Alguien del pueblo? Lo dudo —dijo torvamente el guerrero del Reino Fronterizo mientras observaba cómo sus hombres depositaban con todo cuidado en el suelo los cuerpos descolgados de la pared—. Hasal, ¿cuánto hace que ha sucedido esto?

—Ayer por la noche, comandante. La ceniza del fuego apenas humea ya y la sangre se ha coagulado totalmente.

—Tenemos que llegar a Cuco cuanto antes. Aún es posible que alcancemos a los Primogénitos y nos cobremos venganza.

—Tenemos que registrar el resto del pueblo, los orcos podrían seguir aquí —dijo Miralissa sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué, tresh Miralissa? ¿Qué iban a hacer aquí?

—¿Quién puede entender a los Primogénitos, Fer? Más adelante la calle se bifurca, ¿por dónde queréis llevar el destacamento?

—Tuerto, tú eres de aquí, ¿no? —preguntó Fer a un soldado que llevaba una venda negra sobre el ojo izquierdo.

—Sí. —La cara del muchacho estaba más verde que una hoja en primavera—. Mi tía, mis hermanas… Todos.

—¡Componte, soldado! No es momento de venirse abajo. ¿Adónde llevan esas dos calles?

—Al final del pueblo por dos caminos separados, comandante. Los ricos viven más adelante y los frutales comienzan allí…

—Creo que voy a dividir el destacamento en dos mitades iguales, mi señor Alistan. Tenemos que explorar las dos calles. ¿Y si resulta que queda alguien con vida en el pueblo?

—Dividir nuestras fuerzas no me parece muy sensato.

—Pues aun así, pienso que es nuestra mejor opción.

—Actuad como mejor os parezca. Aquí el comandante sois vos.

—Gruñón, Boca, coged vuestros pelotones y explorad la calle de la izquierda. Águila, Antorcha, venid conmigo.

—Sí, comandante.

—Ell, Panal, Hallas, Anguila, Harold, Kli-Kli, id con Gruñón —ordenó Alistan Markauz—. La dama Miralissa, Egrassa, Marmota, Ciendelámparas y yo acompañaremos al destacamento de Fer.

—¿Es buena idea dividirse, señor? —preguntó Deler malhumoradamente, mientras probaba el filo de su hacha de guerra con el pulgar.

—No podemos debilitar uno de los destacamentos. Podrían verse en apuros.

—En marcha —ordenó Fer—. Boca, nos veremos al final del pueblo.

—Sí, comandante.

—Si sucede algo, haced soplar vuestros cuernos —dijo el caballero, y se puso en marcha.

—¡Cuídate la barba, barbudo! —tronó Deler dirigiéndose a Hallas.

—Preocúpate de ti mismo —respondió afablemente el gnomo, mientras cambiaba la posición de las manos en la empuñadura del azadón.

Salimos a la calle siguiendo los dos pelotones de los sombríos y cautelosos soldados de Fer.

—Mugre, Bruto —dijo el sargento a dos hermanos gemelos—, adelantaos treinta pasos, donde pueda veros la espalda. Mantened los ojos bien abiertos. Si veis algo, volvéis de inmediato.

Los dos soldados se adelantaron con sus caballos en busca de enemigos.

Ell también picó espuelas hasta situarse junto al sargento, con una flecha preparada en la cuerda del arco.

—Creo que esto es una estupidez —rezongó Hallas—. ¿Por qué iban a esperar los orcos a que vayamos a hacerles cosquillas en la barriga?

—Los Primogénitos son capaces de cualquier argucia, maese gnomo —dijo uno de los soldados—. Y los Cortaorejas de Grun son los peores de todos.

—Harold, Kli-Kli, quedaos detrás de mí. Si sucede algo, yo me encargo —dijo Hallas.

—Eres nuestro pequeño defensor —dijo Kli-Kli con una risilla, pero siguió el consejo del gnomo y se retrasó un poco con Pluma Ligera.

Los dos exploradores se movían con lentitud por delante de nosotros, pero la calle seguía silenciosa y en calma.

Las cuidadas casitas, con sus batientes y sus puertas pintadas de azul y amarillo, parecían ominosas, como si algo acechara en su interior. La calle se fue haciendo más ancha y los edificios y cercas pintadas de azul y amarillo se hicieron más grandes. Habían derribado las puertas de una mansión en cuyo jardín crecían girasoles y ahora estaban allí tiradas, en el suelo. Alguien había usado un hacha para hacerlo. En el porche había un cuerpo humano, cosido a flechazos. Como todos los cadáveres del pueblo, no tenía cabeza. Aparté la mirada. Ya había visto suficientes muertos por un día.

Las casas situadas a la izquierda del camino llegaron a su fin y comenzaron las huertas de frutales. Los tupidos matorrales que crecían a la vera del camino irradiaban amenaza. Un ejército entero de orcos podía estar allí escondido y las copas de los manzanos, con su denso follaje, podían esconder fácilmente arqueros apostados. Los soldados observaban los cadáveres con ojos cautelosos, pero el único movimiento fue el de un aguzanieves que levantó el vuelo desde una rama y se perdió de vista detrás de los árboles.

Casi habíamos llegado al final de Encrucijada: tres casas a la derecha, un pequeño campo y después un bosque de abetos. A la izquierda había un campo de coles y Kli-Kli señaló que sería buena idea recoger un par de ellas para el almuerzo, dado que a los campesinos ya no les iban a servir de nada. El trasgo insinuó torpemente que podía encargarme yo de robarlas, pero después de lo que había visto en la plaza, yo había perdido totalmente el apetito y así se lo hice saber al trasgo sin andarme por las ramas.

El desastre se abatió sobre nosotros cuando menos lo esperábamos. De repente, las enormes puertas de las dos últimas casas se desplomaron y varias flechas volaron entre el polvo levantado por los batientes al tocar el suelo.

Gritos de dolor, chirrido de espadas desenvainadas, relinchar de caballos.

—¡Orcos!

—¡Primogénitos!

—¡A las armas!

—¡Haced sonar los cuernos!

Un cuerno de guerra sonó y enmudeció al instante, cuando una flecha alcanzó en la garganta al soldado que lo había tocado. Soltó el cuerno y cayó bajo los cascos de los caballos. Sonó un segundo y, desde algún lugar situado detrás de las casas, nos llegó el ruido de una batalla. No podíamos esperar ayuda. El otro destacamento también había caído en una emboscada.

—¡Menudos ladrones estamos hechos! —gritó el bufón mientras me miraba con los ojos muy abiertos a causa del terror.

Mi recuerdo de lo que sucedió después no está muy claro, pero al mismo tiempo lo está demasiado. No es que no fuera yo, pero me veía desde fuera, como si estuviera observando lo que sucedía a mi alrededor. La batalla entera está grabada en mi memoria para siempre, como algo sucedido en una pesadilla, en un sueño congelado en la escarcha, tallado a hachazos sobre bloques de hielo.

Los arcos cantaron de nuevo y los orcos, desenvainando sus yataghans, se abalanzaron sobre nosotros. Atacaban en silencio y probablemente eso fuera lo más aterrador de la jornada para mí. Dicen que el miedo tiene ojos grandes: en aquellos primeros segundos me pareció que había innumerables enemigos, muchos más que nosotros.

Estábamos al final del destacamento, así que la fuerza de la primera y más terrible embestida cayó sobre los soldados del Reino Fronterizo… y sobre Ell. Vi que una flecha se hundía en el orificio para los ojos de su yelmo y el elfo se tambaleaba hacia atrás y caía…

Los pocos soldados que llevaban ballestas dispararon y algunos orcos cayeron, pero los demás continuaron avanzando hacia nosotros en silencio.

Los hombres de la frontera recibieron a los orcos con acero y repelieron su ataque con espadas y lanzas. El fragor que llenó el aire resulta indescriptible: juramentos y gritos, tintineos metálicos, gemidos… A los orcos no les infundía ningún temor que sus adversarios estuvieran montados. Uno de ellos se me echó encima. Disparé y fallé, pero volví a disparar y esta vez el virote de hielo alcanzó el escudo del Primogénito y liberó su magia con un tintineo que transformó a mi enemigo en una estatua helada.

—¡Panal, cúbreme! —rugí tratando de hacerme oír por encima del fragor de la batalla. Tenía que recargar la ballesta lo antes posible.

Los orcos, que seguían ocupados con los hombres de la vanguardia, no se esperaban un ataque, lo que nos dio a los que estábamos en la retaguardia de la columna veinte preciosos segundos para descargar sobre los Primogénitos una lluvia letal.

No creo que haya cargado una ballesta tan deprisa en toda mi vida. Poner los vitrotes en las ranuras, tirar de la palanca hacia mí, apuntar, contener la respiración, apretar un gatillo y luego el otro…

La batalla se trasladó de la calle al campo de coles y antes de que los orcos tuvieran tiempo de alcanzarme, había acabado con cuatro de ellos, perdido otros tres virotes y desperdiciado dos más, que habían rebotado en las armaduras de nuestros enemigos como si estuvieran encantadas. Uno de los orcos trató de llegar hasta mí, pero el martillo de ogro de Panal se lo impidió. La pesada arma lo alcanzó en el costado y lo hizo volar por los aires.

¡BUM!

Un ruido nuevo y extraño me golpeó en los oídos.

Abejita se encabritó de terror y yo aterricé en el suelo con muy poca elegancia. Tuve que rodar por tierra para esquivar los cascos de mi propia montura.

Al incorporarme me encontré cara a cara con un orco colosal. En la caída había perdido la ballesta y no tenía tiempo de sacar el cuchillo. En cuanto al Primogénito, evidentemente estaba decidido a cortarme la cabeza para quedarse con mis orejas. Su yataghan cortó el aire con un silbido repulsivo, pero eché la cabeza hacia atrás. La hoja de mi enemigo pasó sobre ella y sólo alcanzó a revolverme el cabello.

La batalla continuaba con encarnizada violencia por doquier y la presión del enemigo no remitía, mientras que nosotros hacíamos lo que podíamos por sobrevivir, así que no podía contar con recibir ayuda de ninguna parte. El orco volvió a atacar y, en respuesta, me dejé caer al suelo, rodé sobre la tierra, agarré el repollo más cercano y se lo lancé a la cabeza. El Primogénito lo desvió desdeñosamente con un golpe del yataghan que lo dividió con limpieza en dos mitades. Tuve que retroceder de un salto otra vez, porque el maldito era increíblemente ágil y…

¡BUM!, sonó de nuevo aquel estruendo.

Algo pasó silbando a mi lado y la cabeza del orco estalló como un melón maduro del sultanato y me roció de sangre.

Me volví hacia el sonido. Hallas estaba de pie, con su preciado saco colgado del estómago. Lo rodeaba una nubecilla de humo azulado y apestoso que se diluía por momentos y apenas dejaba ver que llevaba su sempiterna pipa aún en la boca. En cada mano empuñaba un objeto corto y grueso que se podría haber descrito como una especie de cañón en miniatura.

Nunca había visto una maravilla parecida.

En ese momento, tres Primogénitos, al darse cuenta de que Hallas representaba el mayor peligro para ellos, se lanzaron sobre él. El gnomo arrojó a un lado sus pequeños y terribles cañones sin ningún miramiento, sacó otros dos idénticos, levantó uno de ellos hasta la humeante pipa de su boca, encendió la mecha y apuntó a los orcos que corrían hacia él.

¡BUM!

Uno de los enemigos realizó una pirueta aérea francamente graciosa y cayó al suelo.

¡BUM!

Un agujero del tamaño de un puño apareció en la cota de malla del segundo de ellos, que se balanceó y cayó de bruces sobre la tierra.

El tercer orco se detuvo como si de pronto hubiera echado raíces y al instante lo ensartó la lanza de uno de los soldados de Fer.

Tuerto estaba teniendo dificultades para permanecer en pie ante uno de los orcos, que le asestaba un hachazo tras otro sobre el escudo. Saqué mi cuchillo y cometí la mayor locura de toda mi vida. Eché a correr, di un salto y golpeé a la criatura en la espalda con los dos pies, lo que me hizo terminar de nuevo en el suelo. En cuanto al orco, que no se esperaba un ataque similar, cayó de rodillas y un instante después tuvo que despedirse de su cabeza.

Tuerto hizo un gesto de agradecimiento y saltó sobre el enemigo más cercano.

«Por la oscuridad, tengo que volver atrás y recuperar la ballesta».

—¡Muere, monito! —Dos orcos con yelmo habían reparado en un solitario e inocuo hombrecillo armado con un cuchillo. En mi desesperación, le arrojé el cuchillo a uno de ellos, pero él lo desvió con el escudo como si tal cosa.

—¡Harold, detrás de ti! —exclamó Panal mientras se me acercaba de un salto—. ¡Recoge el hacha!

Salté hacia atrás para dejar sitio a su martillo de ogro. El mayal de batalla cortó el aire a baja altura. Panal apuntaba a las piernas. Hábilmente, los Primogénitos saltaron para esquivar el pesado garrote con pinchos. Pero el Corazón Salvaje cambió entonces el ángulo de su golpe y el mayal ascendió como una flecha y puso fin al menos ágil de los orcos. Su compañero trató de atacar, pero yo ya estaba allí con el hacha del muerto. Golpeé con torpeza, pero con todas mis fuerzas.

El hacha se clavó en el escudo y allí se quedó.

—¡Sal de aquí!

El orco retrocedió un paso llevándose mi arma consigo. Seguí el consejo del Corazón Salvaje justo a tiempo y me aparté de un salto. Desesperado, el Primogénito levantó el yataghan en un intento por desviar el golpe de Panal. La cabeza del martillo de ogro voló más alto esta vez, rodeó el yataghan del orco con su cadena y, al detenerse, dejó las dos armas trabadas.

Panal tiró con fuerza, pero el orco, que había conservado la sangre fría, hizo lo propio también. Entonces Panal soltó la empuñadura de su arma, se adelantó un paso y apuñaló a su boquiabierto adversario con su cuchillo justo debajo del casco, en la barbilla.

—¡Harold, qué te he dicho! ¡Atrás, vuelve al caballo! —Panal ya había recogido una espada y estaba luchando con el siguiente Primogénito. El campo de coles era un caos de armas en liza, gritos, chillidos y sangre. La batalla sólo llevaba un minuto, o puede que dos, pero a mí se me antojaba que había transcurrido una eternidad desde el inicio del ataque.

Recogí mi cuchillo del suelo, miré en derredor y, al ver a Abejita, corrí hacia ella. Uno de los orcos arrojó una lanza que atravesó los eslabones de la cota de malla del sargento Boca y se le clavó en la espalda. Otros dos orcos acabaron con Servin, que estaba haciendo esfuerzos desesperados por contenerlos. Uno de ellos distrajo su atención mientras el otro le cercenaba un brazo con el hacha.

La furia me dominó.

¡Que la oscuridad se me lleve, juro por Sagot que soy un hombre tranquilo, en absoluto propenso a actos suicidas, pero aquello me sacó de mis casillas! Estaban masacrando a nuestros hombres y yo no hacía más que correr por el campo de batalla, esquivando los yataghans de los Primogénitos.

Me abalancé sobre la espalda del que llevaba el hacha y, literalmente, le hundí el cuchillo en la nuca. Se estremeció, su cuerpo quedó laxo y se desplomó.

Su camarada se arrojó sobre mí aullando de furia. Me salvó el escudo que había caído de las manos del orco al que acababa de matar. Con las dos manos lo sujeté delante de mí. El Primogénito golpeó una, dos, tres veces. Sus ojos amarillos relampagueaban de furia.

En algún rincón apartado de mi mente me di cuenta de que un canto plañidero en una lengua que yo desconocía se entrelazaba con los ruidos de la batalla. Con cada golpe que caía sobre el escudo yo retrocedía varios pasos. El orco estaba empezando a disfrutar y yo apenas lograba levantar el escudo lo suficientemente deprisa para parar sus golpes. Las astillas de madera volaban por doquier. El orco tendría que haber sido leñador, en lugar de soldado. Pisé una col, trastabillé y estuve a punto de caer.

¡Clang-clang! ¡Clang-clang!

Tras el décimo ¡Clang-clang!, cuando el maldito escudo comenzaba a sacarme el brazo de la articulación y el orco se preparaba para asestar otro golpe, decidí recurrir a la astucia. En lugar de seguir parando golpes, me hice a un lado antes de que llegara el siguiente ataque.

El orco empeñó todas sus fuerzas en el hachazo, pero al no encontrarse con la resistencia esperada, cayó hacia delante con un gruñido salvaje. Para no acabar en el suelo, el Primogénito dio algunos pasos más y yo aproveché para golpearlo en la espalda con el escudo. El golpe lo distrajo y en ese momento Hallas acudió en mi ayuda.

La sección trasera de su azadón de guerra, la que parecía un martillo de herrero, perforó la armadura del Primogénito con un resonante clang y acabó con él allí mismo.

—¡Harold, qué haría yo sin tu ayuda! —rio Hallas, con toda la barba manchada de sangre.

—¡Detrás de ti! —grité para advertirle del peligro que se acercaba.

El menudo gnomo saltó hábilmente a un lado, se revolvió y atacó a un nuevo enemigo.

Abejita seguía aún donde yo la había dejado. No me había dado cuenta de que el fervor de la batalla se me hubiera llevado tan lejos de mi caballo. La ballesta estaba sobre la tierra, cerca de sus cascos.

Kli-Kli apareció delante de mí.

El trasgo se llevó las manos al cinto en un movimiento fluido, sacó dos pesados cuchillos arrojadizos, a los que dio la vuelta con un movimiento fulgurante de los dedos y, una vez sujetos por la punta, me los arrojó.

No me agaché, no me moví y, básicamente, no tuve ni siquiera tiempo de asustarme, tan rápido sucedió todo.

Uno de los cuchillos pasó silbando junto a mi oreja derecha y el otro junto a la izquierda, que estuvo a punto de cercenar.

Aunque parezca increíble, yo seguía con vida.

Tuve la inteligencia suficiente para darme la vuelta. El enemigo que tenía detrás ya había levantado su hacha. Los cuchillos arrojadizos del trasgo sobresalían de sus cuencas oculares. El orco se quedó allí un instante, balanceándose sobre los talones, y luego cayó de bruces y estuvo a punto de aplastarme.

—Nunca podrás pagarme que te haya salvado la vida. —El bufón ya tenía un segundo par de cuchillos en las manos.

No se me ocurrió nada que decir. Me sentía demasiado avergonzado al recordar cómo nos habíamos burlado todos de la destreza del trasgo con sus cuchillos.

Recogí la ballesta y la recargué precipitadamente.

—¡Estamos perdiendo, sólo somos ocho contra veinte! —declaró el trasgo.

«¿De dónde saca el tiempo para contar?».

—¡Lo sé!

—Pues entonces presta mucha atención. ¡Oigo cómo canta un chamán! ¡Cuando termine, las cosas se pondrán realmente feas!

¡Un chamán! Sentí un escalofrío al pensar en el desastre que podía provocar aquella canción.

—¿Qué quieres que haga?

—¡Encuéntralo y mátalo! ¡Está escondido en alguna parte!

Qué fácil de decir. ¡Matar a un chamán!

De repente, Abejita coceó a un orco al que estaba empujando un soldado del Reino Fronterizo. Sus cascos lo alcanzaron en la desprotegida espalda y el soldado terminó el trabajo.

—¡Te dije que era un caballo de guerra! —Incluso en aquella situación, el bufón podía encontrar las fuerzas para sonreír—. ¡Yo sí que sé cómo hacerles regalos a mis amigos!

En ese momento sonó un cuerno y el segundo destacamento, encabezado por Fer, cayó como un puño de hierro sobre la retaguardia del enemigo. Alistan pasó a galope a mi lado y decapitó a uno de los cuatro orcos que estaban arrinconando a Anguila.

No me atrevería a decir que el garrakano estuviera pasándolo mal contra cuatro adversarios, pero la inesperada ayuda tampoco le hizo ningún daño. En sus manos, los «hermanos» revoloteaban como mariposas, fundiendo sus movimientos en un solo borrón resplandeciente. Uno de ellos apuñalaba y el otro cortaba. El primero golpeó desde arriba, en dirección a la cabeza y cuando el orco se cubrió con el escudo, el otro le rebanó al instante el desprotegido vientre.

Con toda tranquilidad, disparé mi ballesta contra el tercer orco y lo alcancé justo debajo del omóplato derecho. Kli-Kli se agachó y le cortó al cuarto los tendones, y Anguila terminó el trabajo con el orco caído.

—¡Miralissa! —grité al ver a la elfa armada con un s’kash. Su cabello ceniciento estaba cubierto por una capucha de malla—. ¡Hay un chamán por aquí!

Ella le gritó algo en su lengua a Egrassa y pronunció un hechizo mientras abría las manos. Una capa de hielo se materializó bajo los pies de un orco que corría hacia ella, que cayó al suelo y resbaló en la misma dirección agitando los brazos con sorpresa. Fer le dio una cálida bienvenida descargando su maza sobre el yelmo del Primogénito. La sangre voló en todas direcciones.

De repente, unas burbujas verdes, venenosas y translúcidas aparecieron en el aire.

—¡Alejaos de ellas! —gritó Miralissa mientras obligaba a su caballo doralissio a volverse bruscamente—. Egrassa, sh’tan nyrg sh’aman dulleh.

Sin prestarle atención, el elfo disparaba flecha tras flecha, utilizando el sonido de la voz para apuntar. Era como si Egrassa hubiera enloquecido. ¿Por qué si no estaría disparando a un punto totalmente desierto del campo de batalla? Las flechas zumbaban en el aire y se clavaban en el suelo, mientras el canto continuaba y cada vez aparecían más y más pompas. Uno de los soldados gritó de dolor.

Un golpe violento me hizo caer al suelo y me castañetearon los dientes.

—¿Te has cansado de vivir? —rugió Anguila.

El garrakano estaba alerta: me había quitado del camino de la maldición aérea justo a tiempo.

La siguiente flecha del elfo se clavó en el aire y, con un chillido, el canto cesó. Un orco que llevaba un extraño tocado en la cabeza apareció de la nada y cayó al suelo.

—¡Una ilusión de invisibilidad! —gritó Kli-Kli.

Con la muerte del chamán, las pompas de jabón reventaron al instante y desaparecieron.

En el campo de coles ya no resonaba el ruido de las armas. Todo había terminado tan repentinamente como comenzara. Me di cuenta de que habíamos ganado y, por voluntad de Sagot, yo seguía con vida.

* * *

—Calma, amigo mío, dos puntos más y estará hecho —dijo Anguila mientras terminaba de coser la frente de Ciendelámparas con una aguja curva.

Mumr siseó y frunció el ceño, pero lo soportó. Un yataghan orco lo había alcanzado en la frente y le había arrancado un pliegue de piel. Al terminar la batalla, el guerrero tenía la cara y la ropa totalmente cubiertas de sangre, y en aquel momento el garrakano estaba volviendo a coser la piel que colgaba sobre los ojos de Ciendelámparas con un hilo de lana.

—¡Deja de torturarme, Anguila, ya he perdido bastante sangre! ¿Por qué no llamas a Miralissa?

—Está ocupada tratando de salvar a los hombres afectados por el hechizo del chamán —dijo Anguila, mientras le cosía otro punto—. Y no te preocupes por la sangre. Las heridas en la cara siempre son así. Sería mucho peor que te hubieran apuñalado en el estómago y no estuvieras sangrando.

—Listillo… —murmuró Mumr con el ceño fruncido mientras Anguila terminaba de coser—. Ahora me dejará cicatriz.

—Dicen que a los hombres nos sienta bien —rio Anguila—. Deler, dame tu «Furia de las profundidades».

El enano dejó de limpiar la hoja de su hacha de guerra y le pasó al garrakano un frasco de agua de fuego de los enanos. Anguila humedeció un paño y lo apretó sin ningún miramiento contra la frente de Mumr. Ciendelámparas aulló como si se hubiera sentado sobre un asiento de carbones candentes.

—Mejor que te aguantes, si no quieres que la herida se te infecte.

El Corazón Salvaje asintió con el rostro contraído de dolor y cogió el trapo de manos del garrakano.

—¿Estás herido, ladrón?

El señor Rata se había quitado el yelmo y lo tenía en las manos. Como es lógico, al capitán de la guardia le preocupaba mi salud. A fin de cuentas, Stalkon le había ordenado que me protegiera y aquel día habían estado a punto de enviarme a la luz. ¡Habría tenido su gracia que mi señor Alistan Markauz no lograra cumplir su cometido!

—Creo que no —dije con apatía.

La batalla había terminado, pero seguía sin poder sacudirme de encima la delirante fiebre nacida del entrechocar de las armas. Kli-Kli y yo estábamos sentados en el suelo junto a Abejita, mirando el pisoteado campo de coles, cubierto de cadáveres de orcos, hombres y caballos.

—Tienes sangre en la cara.

¿Sangre? ¡Ah, sí! Cuando Hallas le voló la cabeza al orco con su insólita arma, unas gotas me cayeron encima.

—No es mía, mi señor.

—Ten, límpiate. —Y me entregó amablemente un trapo limpio—. Te felicito por haber sobrevivido, ladrón.

Sonreí con tristeza. Había sobrevivido, sí, pero otros no habían sido tan afortunados. Una flecha orca había matado a Ell. Me temía que Marmota no volvería a alimentar a Invencible: él y Panal habían sido alcanzados por una de las burbujas del chamán y ahora estaban inconscientes, a las puertas de la muerte. Miralissa estaba tratando de ayudarlos a ellos y a otros tres guerreros, pero yo no estaba muy seguro de que pudiera hacer nada.

El otro destacamento también se había encontrado con un grupo de orcos, pero eran muchos menos que los Primogénitos que nos habían atacado a nosotros, de modo que Fer y sus hombres habían podido despacharlos y acudir a nuestro rescate.

—Ha sido un duro golpe —dijo Fer a Alistan.

—¿Cuántos?

—Dieciocho muertos, sin contar vuestros dos hombres, mi señor. Hasal, ¿cuántos heridos?

El curandero dejó un momento de vendar a uno de los hombres.

—Heridos leves… casi todos. Graves, cuatro. Servin ha perdido un brazo y le han atravesado las tripas. No creo que pase de esta noche, comandante.

—¿Y cuántos orcos?

—Nadie los ha contado —dijo Fer con una mueca—. No más de treinta.

—Treinta orcos de más de cincuenta. Tampoco hemos salido tan mal parados.

—Comandante, ¿qué hacemos con los dos prisioneros? —gritó Tuerto.

—Nos ocuparemos de ellos dentro de un momento —dijo Fer, sombrío.

—Ven, Harold, vamos a echar un vistazo —dijo Kli-Kli mientras se ponía en pie de un salto.

Yo no tenía demasiado interés en ir a mirar a los orcos. Habría preferido enviarlos directamente a la oscuridad. Siempre es más seguro así.

—¡Oh, vamos! —dijo tirándome del brazo—. ¿Qué vamos a hacer ahí sentados?

Maldije amargamente la inquietud del trasgo, pero me levanté del suelo y lo seguí con pesadas zancadas.

Los dos Primogénitos estaban maniatados con tanta cuerda que era como si hubiesen caído en la tela de una araña gigante. Uno de ellos tenía una herida en la pierna de la que aún manaba sangre, pero nadie se había molestado en vendársela. Cuatro soldados los vigilaban de cerca. Uno tenía la punta de su lanza apoyada en el cuello de uno de ellos. Egrassa estaba de pie entre ellos, jugueteando con una daga curva.

Orcos y elfos. Elfos y orcos. Se parecen tanto que, a primera vista, es difícil para un lego distinguirlos. Los dos tienen la piel morena, los ojos amarillos, el pelo gris ceniciento, labios negros y colmillos, y hablan la misma lengua. Las diferencias son demasiado pequeñas como para advertirlas a primera vista.

Los Primogénitos y los elfos son parientes consanguíneos. Los orcos son un poco más bajos que los elfos, un poco más fornidos, sus labios son un poco más gruesos y sus colmillos un poco más largos. Y a veces, ese simple «un poco» puede costarle la vida a un hombre descuidado. La única diferencia palpable es que los orcos nunca se cortan el pelo, sino que se lo recogen en largas trenzas.

—Si quieres una muerte rápida, responde a mis preguntas. Comenzaremos por ti —dijo Fer al orco herido.

El orco apretó las mandíbulas, se agitó y emitió un gorgoteo. Le salió sangre de la boca.

—¡Por Sagra! —exclamó uno de los soldados, horrorizado—. ¡Se ha mordido su propia lengua!

De improviso, el orco se movió hacia un lado y la punta de la lanza que estaba sólo rozando su piel le atravesó el cuello. El soldado del Reino Fronterizo maldijo y retrocedió tratando de retirar el arma, pero la fuente de sangre que salió despedida hacia el cielo dejó claro que el Primogénito estaba muerto.

—¡Kassani, la oscuridad se te lleve! ¡Deja de actuar como un niño pequeño! —le gritó Fer al soldado.

—¡Se han vuelto locos, señor! Se ha suicidado —dijo el soldado.

—Bueno, muy bien, tu amigo ha partido a la oscuridad, pero no te voy a dar la oportunidad de hacer lo mismo —dijo Egrassa al orco restante—. Vas a responder las preguntas de este hombre si no quieres que nuestra conversación dure mucho tiempo.

El orco miró al elfo con desprecio y le escupió a la cara.

—No hablo con razas inferiores.

Egrassa se limpió tranquilamente el escupitajo de la cara y le rompió un dedo al orco. El Primogénitos aulló.

—Si no respondes, te romperé el resto de los dedos de las manos y de los pies. —La voz del elfo era tan fría como las heladas Agujas de Hielo.

Di media vuelta y me alejé. No me gusta ver cómo le rompen los dedos a la gente. Kli-Kli vino conmigo.

—Harold, aún no puedo creer que hayamos sobrevivido.

—Pues en ese caso pellízcate en la oreja —le aconsejé.

Los soldados que aún seguían en pie ya habían dejado los cuerpos de los caídos en un carromato que habían encontrado en un patio. A los heridos los subieron a otro.

Panal seguía tan pálido como antes y una cariacontecida Miralissa susurraba sus hechizos junto a él y los demás guerreros afectados por el hechizo del chamán.

—¿Cómo está? —preguntó Kli-Kli ansiosamente.

—Muy mal. La vida lo está abandonando. Lo veo, pero no soy capaz de detenerlo. Necesitamos la ayuda de un Hechicero. Y cuanto antes.

—Hay un Hechicero experimentado en Cuco, mi señora —dijo uno de los heridos del carromato.

—¡Mugre, coge a algunos hombres y enganchad unos caballos a los carromatos! —gritó Fer.

Los soldados se pusieron manos a la obra y cogieron algunos caballos que se habían quedado sin dueño en la pelea. Yo volví con los Corazones Salvajes.

Hallas estaba sentado en el suelo, echando pólvora cuidadosamente en sus pequeños cañones con un cuerno de plata de gran tamaño.

—Conque eso era lo que escondías en el saco todo este tiempo. —Deler sorbió desdeñosamente por la nariz—. ¿Qué otros disparates fantásticos no habréis inventado?

—Inventamos lo que queremos —murmuró el gnomo mientras se apresuraba a guardar de nuevo sus misteriosas armas en el saco.

—Hallas, ¿te importa? —preguntó Alistan Markauz mientras estiraba una mano.

El gnomo dirigió a la Rata una mirada resentida, pero no había forma de negarse a la petición del conde, así que, a regañadientes, le entregó uno de sus juguetes. El señor Alistan dio unas vueltas al pequeño cañón entre sus manos y preguntó:

—¿Cómo funciona?

—Eso es un secreto de los gnomos, mi señor —dijo Hallas con el ceño fruncido—. Lo siento, pero no puedo decíroslo.

—No digas más disparates, hasta un idiota podría deducirlo —lo interrumpió Deler—. Aquí está la mecha y aquí el gatillo. Al apretar el gatillo baja la mecha, que inflama la pólvora y ésta dispara la bala. ¡Increíble astucia la de los gnomos! ¡Y un cuerno! ¡No es más que un cañón en miniatura!

Hallas hizo chirriar los dientes de frustración.

—¡Tú sí que eres una miniatura, cabeza de chorlito! Es una pistola, nuestro nuevo invento. ¡Espera a que invadamos las montañas con armas como ésta para recuperar nuestras tierras!

—¡Será un placer recibiros, pasaos cuando gustéis! ¡Si lo del Campo de Sorna no fue suficiente para vosotros, barbudos, podemos daros mucho más, no somos avaros! —La voz de Deler tenía un timbre jactancioso, pero sus ojos estaban clavados en la pistola que tenía Alistan Markauz en las manos.

—Con unos centenares de pistolas como ésta, combatir a los ejércitos del Sin Nombre sería mucho más sencillo —afirmó el capitán con tono pensativo mientras le devolvía el arma al gnomo—. ¿Qué me dices, Hallas? ¿Qué pedirían tus hermanos por algo así?

—Disculpad si os hablo con toda franqueza, mi señor Alistan —dijo Hallas con voz monocorde mientras volvía a guardar el arma en el saco—, pero los gnomos nunca hemos sido idiotas. Si os dejáramos tener armas como éstas, primero mataríais a todos vuestros enemigos y luego vendríais a por nosotros por puro aburrimiento. Los humanos no sois gente muy brillante, lo único que queréis es librar guerras y desangrar a vuestros enemigos. Un arma como ésta en vuestras manos… Nuestros gobernantes nunca aceptarían el trato.

—Es una pena. Tendremos que conseguirlas por la fuerza.

Egrassa volvió en aquel momento, sacudiendo la cabeza.

—No ha dicho nada.

—¡Que se pudra en la oscuridad! Vámonos. —Miralissa tenía prisa por llegar al castillo lo antes posible—. ¿Estáis listo, Fer?

—Sí, mi señora.

El destacamento se puso en marcha con un chirrido de las ruedas y partimos de Encrucijada, el lugar que había enviado a la luz a otros dos de los nuestros.