12: El Juicio de Sagra

12

El Juicio de Sagra

Después de Alto Nutrias, el tiempo comenzó a mejorar. Los dioses de los cielos chasquearon los dedos y, en una sola noche, un fuerte viento se llevó las nubes. El sol asomó por la mañana y comenzó a secar la tierra con una cálida caricia que la liberó de tanta humedad superflua. Al fin podía quitarme la capa y disfrutar del tiempo.

Según Alistan Markauz, nuestro destacamento llegaría al Reino Fronterizo antes de la noche. Con un poco de suerte y algo de ayuda por parte de los dioses, nos encontraríamos con una de las guarniciones. En la frontera, nadie nos negaría un refugio para pasar la noche.

Tras el incidente con Mero, Miralissa pasó mucho tiempo haciéndome preguntas sobre lo sucedido. La elfa asintió como si todo lo que le contaba tuviera sentido e intercambió miradas con Kli-Kli, que se había acercado en su montura, pero no hizo ningún comentario, y sólo al final de mi relato dijo:

—Como decís los humanos, has nacido con estrella.

Y ése fue el fin de la conversación. Ni ella ni el trasgo se dignaron a explicarme nada.

Esperé el momento propicio para acercarme a Ell. El elfo me dirigió una mirada de sorpresa, pero aguardó a que comenzara la conversación.

—Ell… Quería…

—No te molestes, Harold, tu gratitud carece de importancia para mí.

—En realidad no es de eso de lo que quería hablarte —dije, un poco avergonzado.

—¿No? —Una mirada rápida—. Vaya, has conseguido intrigarme. Continúa.

—Perteneces a la casa de la Rosa Negra… Supongo que la pregunta te sorprenderá, pero ¿sabes algo sobre Jock Trae Inviernos?

—¿El asesino del príncipe? En nuestra casa hasta los niños lo conocen. Una historia ideal para alimentar la aversión a la raza humana. —Sonrió y fui incapaz de decidir si bromeaba o hablaba en serio.

—¿Qué le pasó?

—Fue ejecutado.

—Eso es lo que contáis a los extraños. Pero ¿qué le pasó en realidad?

—Tú mismo eres un extraño —respondió Ell con acritud, pero entonces hizo una pausa y preguntó—: ¿Por qué te interesa eso?

—He tenido un sueño en el que no lo ejecutaban. Al menos no como estaba planeado.

—Si has tenido ese sueño, ¿por qué me preguntas a mí? —preguntó el elfo de ojos amarillos—. El muchacho tuvo suerte; alguien demasiado clemente le cortó el cuello de un lado a otro.

Se pasó un dedo por delante de la garganta para mostrar cómo se hacía.

—Es una historia que no nos gusta demasiado. Jock logró escabullirse de sus verdugos justo antes de su verdadera ejecución. Ése bastardo tuvo suerte. Nunca descubrimos quién lo había enviado a la oscuridad. Se rumoreó que los orcos se habían colado en nuestro campamento para gastarnos una pequeña broma. Pero yo no lo creo.

—Y…

—Harold, sucedió hace más de seiscientos años. Han pasado muchas generaciones desde entonces ¿y tú quieres que recuerde las historias de los ancianos? No sé más que eso.

—Lo entiendo… pero no podía decirte que no era culpable de sopetón.

—Ya conoces el dicho: la furia nubla el juicio. Los humanos buscabais… eh, ¿cómo lo llamáis? Un cabeza de turco. ¿Por qué molestarse en buscar al culpable si el elfo cayó muerto por una flecha de Jock? O muy parecida a la suya. Teníais una alternativa. O tratar de encontrar al auténtico asesino y entrar en guerra o sacrificar una vida humana y olvidar el asunto. Vuestro rey actuó sabiamente. El cabeza de turco fue encontrado, la flecha se mostró en el juicio, hubo una confesión, aunque se consiguiese a golpes, hubo testigos…

Esbozó una expresión de sarcasmo.

—Mis antepasados no se portaron mejor. La rabia y la pena les ofuscaron la razón y querían venganza por lo sucedido en Ranneng, aunque el acusado no fuera culpable. Lo interrogamos también, pero entre vuestras palizas y nuestras torturas… no hacía más que suplicar que no le pegáramos más… En aquel momento lo habían declarado culpable. Sólo tres meses después comenzaron a profundizar más y descubrieron que había sido otro arquero y que Jock estaba en otro sitio en el momento del crimen.

—¿Otro arquero?

—A tu raza no le gusta hablar de sus errores más que a los elfos. Confesó. Voluntariamente. Vino y nos contó todo lo que había sucedido, dónde se había escondido y cómo había disparado. Lo único que no contó fue por qué lo hizo.

—¿Quién?

—El auténtico asesino.

—¿Nadie pensó que fuese un loco sin nada mejor que hacer?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa, Harold? Puede que fuese así.

—Pero era demasiado tarde. Jock ya estaba muerto.

Ell se encogió de hombros.

—Una vida humana no representa gran cosa.

—Te equivocas —dije en voz baja—. No sabes lo que acarreó aquel terrible error.

—¿Sí? —Me miró fijamente—. Pues dímelo tú, ya que soy tan estúpido.

—Olvídalo, sólo hablaba por hablar.

El elfo asintió y al instante olvidó nuestra conversación.

Pero yo no. Ahora sabía quién, qué y por qué.

* * *

Mi señor Alistan decidió enviar exploradores, así que Anguila y Marmota se adelantaron a derecha e izquierda del grupo en busca de posibles peligros. Hasta el momento estaba todo despejado y yo habría firmado para que las cosas continuaran en calma durante mucho, mucho tiempo, al menos hasta Hrad Spein, pero todas las cosas buenas terminan. Marmota regresó por la tarde y nos informo de que un destacamento armado avanzaba en nuestra dirección.

—Jinetes —informó al señor Rata—. Unos cien o ciento veinte. Todos con armadura. A media legua de aquí, más o menos.

—¡Los hombres de Balistan Pargaid!

—No lo parecían, pero podría estar equivocado. Estaban demasiado lejos como para asegurarse.

—¿Te han visto?

—Me ofendéis, mi señor —dijo Marmota con una risilla—. Si nos apresuramos, aún podemos desviarnos para no encontrarnos con ellos.

—No creo que sea posible —dijo Ell mientras señalaba a un jinete que había aparecido en la lejanía. El hombre nos vio, dio media vuelta a su caballo y galopó en dirección contraria. Ellos también tenían exploradores.

—Pues habrá que ver a quién sonríe la suerte —dijo Deler levantando el hacha.

—Ya habrá tiempo de sobra para pelear —reprendió Panal al irascible enano—. Mantened la calma. Y, Hallas, lo digo especialmente por ti.

—Ajá —dijo el gnomo, mientras daba unos golpecitos a su pipa y la guardaba en las alforjas—. Estoy tan tranquilo como una tumba.

Entonces Anguila se reunió con el grupo. Había visto algo más que Marmota.

—Definitivamente no son hombres de Pargaid, a menos que esté intentando engañarnos. Llevan dos estandartes: una nube negra y un relámpago sobre un campo verde y un puño acorazado en una llama sobre un campo amarillo.

—No puedo decir nada sobre el primero, será de algún noble menor de la región, pero el segundo sí que lo conozco. Pertenece al conde Algert Daily, Guardián de la Frontera Occidental —respondió Alistan Markauz.

—¿Y qué estará haciendo en las tierras de otro, mi señor? —preguntó el bufón.

—No tiene por qué ser él. Puede que sólo sea un destacamento de hombres a su servicio.

—Yo puedo deciros a quién pertenece el primer estandarte, mi señor —lo interrumpí—. O mucho me equivoco, o se trata del escudo de armas del barón Oro Gabsbarg. Lo vimos en la recepción de Balistan Pargaid, Kli-Kli.

—¡Ah, sí, el grandote y barbudo! Claro, claro, ahora me acuerdo.

La atmósfera se relajó un poco. No creía que los guerreros de la frontera y los hombres del barón tuvieran la intención de hacernos picadillo allí mismo. No eran como el sanguinario conde Pargaid, cuyos soldados nos estaban esperando en Alto Nutrias: Ell había vislumbrado unos ruiseñores bordados en su ropa. Los sicarios del conde habían puesto a los aldeanos en nuestra contra después de que llegara alguien con un mensaje. No sé cómo se nos había adelantado el mensaje. Puede que por medio de una paloma, un cuervo o algún subterfugio mágico, pero lo cierto era que nos habían preparado una cálida bienvenida.

La columna de jinetes apareció más delante. Galopaban en línea recta hacia nosotros, circunstancia que, debo confesar, no me hacía especialmente feliz. Cuando una fuerza como ésa se mueve hacia ti, no puedes evitar que te invada el deseo de estar lo más lejos posible. Los estandartes ondeaban al viento, las armaduras y las puntas de las lanzas refulgían bajo el sol y los cascos de los caballos martilleaban el suelo. La columna se acercaba poco a poco.

—Calma, muchachos —dijo Panal entre dientes y, sin darse cuenta de ello, alargó la mano hacia su martillo de ogro.

Dos caballeros con armadura pesada cabalgaban al frente. Uno de ellos lucía un yelmo cerrado con forma de cabeza de gallo y coronado por plumas verdes. El otro, que no llevaba casco, tenía una tupida barba negra que permitía reconocerle fácilmente como mi conocido, el barón Oro Gabsbarg. A cada uno de ellos lo seguía su escudero y luego venían los portaestandartes, seguidos a su vez por los guerreros con cota de malla y yelmos abiertos, con anchas bandas de metal para protegerse la nariz. Muchos de ellos estaban armados con lanzas y escudos.

Al llegar a sólo veinte metros de nuestro grupo, el hombre del yelmo levantó la mano derecha con la palma hacia arriba y la columna se detuvo. El barón, el caballero, los escuderos y los portaestandartes cabalgaron hacia nosotros.

—¿Quiénes sois? —preguntó el «gallo» al acercarse. El yelmo provocaba que su voz sonara hueca y carente de vida.

—¡Vaya! —exclamó el barón al verme. Su expresión era de completo asombro—. ¡Que me aspen si no es el dralan Par en persona!

Oro entornó los ojos, miró a Anguila de hito en hito y preguntó con tono inseguro:

—¿Mi señor duque?

La apariencia de Anguila en aquel momento no era muy ducal que digamos y la máscara que Miralissa le había aplicado en la cara se había borrado hacía tiempo, de modo que el duque Ganet Shagor era ahora un hombre moreno y de pelo negro, cuya auténtica apariencia ya no estaba oculta a la mirada del barón.

—No del todo —dijo Alistan Markauz, adelantándose en su montura—. Caballeros…

—¡No doy crédito a mis ojos! ¡El conde Alistan Markauz en persona, que el relámpago me fulmine! ¡Estáis aquí! ¡Es un auténtico honor tener a gente tan principal en mis tierras! ¿Habéis decidido aceptar mi invitación y visitar Farahall, después de todo? Teniente, permitid que os presente a mis nobles invitados. Éste es el conde Alistan Markauz, mano derecha de nuestro glorioso rey Stalkon y capitán de la guardia real; éste…

—Permitidme que presente a los demás a vuestro noble acompañante, barón —dijo Alistan, interrumpiendo educadamente a Gabsbarg.

—Será un honor —tronó el «gallo» y se quitó el casco.

Marmota se quedó boquiabierto, porque el caballero era una mujer, una joven con la cabeza totalmente afeitada, a la manera de los guerreros del Reino Fronterizo.

—Os presento a la marquesa Alia Daily, lugarteniente de la guardia e hija del conde Algert Daily —exclamó el barón.

—Caballeros —dijo la chica mientras inclinaba la cabeza en un gesto de diplomático saludo.

—Señora, permitid que os presente a mis compañeros, la tresh Miralissa y el tresh Egrassa proceden de la casa de la Luna Negra. Ell pertenece la casa de la Rosa Negra.

—Ah… —respondió el barón con asombro, mientras nos miraba a Anguila y a mí y se preguntaba, supongo, por qué Alistan no había dado nuestros nombres.

—Anguila es un soldado, Harold un ladrón —le explicó mi señor Rata con adusta simplicidad.

—¿Un ladrón? —La expresión de Oro mudó como si alguien le hubiera golpeado la cabeza con un tronco—. ¿Un ladrón?

—Una agradable sorpresa, ¿no? —intervino Kli-Kli—. Por cierto, como de costumbre, todo el mundo se ha olvidado de mí. Permitid que me presente yo mismo: soy Kli-Kli, bufón de la corte. En el momento presente, de vacaciones.

—¡Un ladrón! —repitió Oro con voz de mayor sorpresa y entonces de repente salió de su asombro y se echó a reír con atronadoras carcajadas—. ¿Y el buen conde Balistan Pargaid lo sabe? Me pregunto qué dirían esas sanguijuelas de la alta sociedad si se enteraran de que pasaron la velada en compañía de un vulgar soldado y de un criminal.

—Cosa que no es más que el principio de la historia —declaró Kli-Kli con modestia.

El barón Oro Gabsbarg no parecía molesto por la verdad. Ésos nobles de las tierras fronterizas son gente realmente peculiar.

—Caballeros —dijo Alia Daily—, ¿me permitís preguntaros qué os ha traído a la frontera?

—Os lo diré con mucho gusto. Vamos de camino a Zagraba.

—¿Zagraba? Pero el territorio de los elfos está al oeste, muy lejos. Por aquí sólo podréis llegar a tierras de los orcos.

—Es allí adonde nos dirigimos —respondió Miralissa a la chica.

—Pero, en el nombre de los dioses, ¿qué buscáis allí? —exclamó el barón—. Hay formas mucho más sencillas de suicidarse.

—Sí, desde luego Zagraba es un lugar poco recomendable —convino Alia Daily.

—Disculpadme, mi señora, pero estamos en una misión de enorme importancia para el reino. La suerte de todas las tierras septentrionales depende de ella. Esto es todo lo que puedo deciros. El resto es sólo para los oídos de vuestro noble padre. ¡Espero que nos llevéis hasta él!

—¡Claro! —dijo Alia con un gesto de asentimiento—. Las puertas de nuestro castillo están siempre abiertas para vos y vuestros compañeros, mi señor Alistan. En este momento nos dirigimos hacia allí y será un placer escoltaros hasta el Alcázar del Topo.

—Pues en tal caso no nos demoremos, mi señora. Tenemos un largo camino por delante.

—En cuestión de pocas horas estaremos en el Reino Fronterizo y mañana por la tarde llegaremos al castillo —dijo la dama Alia y volvió a transformarse en un caballero anónimo colocándose el casco en la cabeza—. Seguidnos, caballeros.

El grupo reanudó la marcha, esta vez acompañado por la columna de soldados. Alistan y Miralissa se situaron junto a Alia Daily, mientras los demás tratábamos de permanecer juntos. Pero Kli-Kli decidió aprovechar la presencia de tantos desconocidos para tratar de divertirse un poco. En menos de una hora, las filas de la soldadesca se estremecían con atronadoras carcajadas. El bufón había encontrado al fin un lugar donde dar rienda suelta a su talento.

El barón Oro Gabsbarg cabalgaba al frente, justo detrás de Alistan Markauz, quien estaba hablando con la dama Alia, pero a veces lanzaba miradas de curiosidad en mi dirección. Para ser sincero, debo decir que estaba empezando a crisparme un poco los nervios. Sólo Sagot sabía qué clase de hombre era en realidad. Parecía cálido y afectuoso, pero también era posible que en cualquier momento diera media vuelta y me decapitara sin razón aparente.

Llegado el momento, fue incapaz de seguir resistiéndose y esperó a que llegara a su altura para preguntarme:

—Conque un ladrón, ¿eh?

—Sí, mi señor.

—Mmm, a mí, desde luego, me engañaste… Y esta misión del señor Rata… eh, es decir… del señor Alistan Markauz…

—Es un proyecto del rey —mentí por prudencia.

—Oh —dijo, y se mordisqueó el bigote con aire pensativo—. Nunca había tenido a un ladrón como amigo.

Me apuntó con un dedo. Era tan grueso como una salchicha.

—Os ruego me perdonéis si ha supuesto un menoscabo de vuestro honor, mi señor —respondí escogiendo las palabras con todo cuidado.

Sus ojillos negros me miraron un momento, pero de repente esbozó una sonrisa y me dio una sentida palmada en la espalda. Por poco no salgo despedido de Abejita y acabo con la cabeza enterrada en la tierra.

—¡No pasa nada! —tronó el barón con tono amigable—. Lo más importante es que eres un buen amigo. Y así tendré otra cosa de la que presumir ante mi señora esposa cuando vuelva a Farahall.

¿He mencionado ya que los barones de la frontera son gente peculiar?

—Pero lo siento mucho por ti… eh… ¿Cómo decías que te llamabas?

—Harold, mi señor.

—Pues lo siento por ti, Harold… Zagraba no es un sitio muy acogedor para merodear.

—Eso tengo entendido.

—Pues no lo parece. Si fuese así, estarías viajando en sentido contrario. Quizá Algert Daily consiga persuadir al señor Alistan de que renuncie a su estúpido plan.

—¿Qué clase de hombre es?

—¿Mmmm? —dijo el barón mirándome de reojo. Pero me lo dijo, de todos modos. No le molestaba hablar con las clases bajas y le encantaba charlar. Lo único que necesitaba era un interlocutor bien dispuesto a escuchar—. Está hecho de piedra, no es un hombre. Algert Daily es un bastión del trono, el Guardián de la Frontera Occidental del reino. Los soldados lo han bautizado como Buen Corazón a modo de broma. En batalla sucumbe a una furia tan intensa que ataca a todo el mundo, a izquierda y derecha, y en la bondad de su corazón no se fija en que no está dejando un solo enemigo para sus soldados. Él acaba con todos. Es un guerrero nato. Pero tiene una extraña peculiaridad… Le vuelven loco los puñales…

Miré al barón con sorpresa.

—Bueno, dicen que siempre lleva consigo algún trozo de metal afilado. Que siempre tiene un cuchillo en la mano, vamos. Come con él, duerme con él, lo lleva consigo al campo de batalla y también cuando está con una mujer. Pero no es más que una excentricidad, ¿eh, ladrón? Todos tenemos nuestras peculiaridades.

—Desde luego, mi señor. ¿Y qué me decís de su hija?

—¿La dama Alia? Es la comandante de la guarnición del Alcázar del Topo. La mano derecha de su papaíto. Una chica estupenda y llena de vida, pero mira que afeitarse la cabeza… Para mí es un sacrilegio… El señor Algert la envía a Farahall con algunos soldados. ¿Recuerdas que estuvimos hablando sobre ello en la recepción del conde? El señor Algert me ha prometido lo que Balistan no me concedía y por eso cabalgo ahora con ellos, llevando veinte de mis hombres al Alcázar del Topo. No está lejos de aquí… Bueno, ya está bien de parlotear. Iré a cabalgar un poco. ¡Volveremos a vernos, ladrón!

—Estoy seguro de ello, excelencia, estoy seguro de ello.

Aquélla tarde entramos en el Reino Fronterizo. Lo supimos al ver otro pilar de basalto negro junto al camino.

La llanura ondulada quedó atrás y comenzó un bosque de coníferas, alternado con amplias extensiones abiertas. El camino serpenteaba entre los abetos y el destacamento avanzaba por él en una larga columna. De camino pasamos por dos fortalezas de madera con altas empalizadas y torres de vigilancia. Hicimos noche al raso, cuando la oscuridad era ya completa.

Levantamos el campamento en una hora. Un gran número de fogatas cobraron vida y la comida comenzó a hervir en las marmitas. Una docena de soldados realizó con éxito una incursión al bosque y regresaron con leña y largos retoños de árbol, con los que prepararon un cercado para los caballos.

Un riachuelo discurría cerca de allí, así que teníamos agua de sobra. Los hombres de Alia levantaron una gran tienda, a la que fueron invitados los elfos, el barón y Alistan. La condición social elevada tiene sus ventajas, a fin de cuentas. Puedes pasar la noche con todas las comodidades. Cansado después del largo día que había tenido, Kli-Kli se dejó caer sobre mi manta y se quedó dormido allí mismo. Yo tuve que pasar la noche sólo con la capa, pero la verdad es que eso tampoco me causó demasiada incomodidad.

La temperatura era muy agradable y, de no haber sido por los ubicuos mosquitos, podría afirmar que era una de las mejores noches que había pasado a cielo abierto desde que saliéramos de Avendoom. Al tiempo que me quedaba dormido, comprendí qué era lo que había echado en falta todo aquel tiempo: una sensación de seguridad. Cuando tienes más de un centenar de soldados a tu alrededor, te sientes tan a salvo como si te rodeara una muralla de piedra.

* * *

A la mañana siguiente la dama Alia Daily impuso un fuerte ritmo de marcha al destacamento, decidida a llegar al castillo de su padre antes del anochecer. Avanzábamos a buen paso y yo marchaba en vanguardia de la columna, justo detrás de los nobles, los escuderos y los guardias personales, así que no recibía demasiado polvo del camino en la nariz, al contrario que los soldados que venían detrás. La densa lluvia que había caído sobre la frontera no parecía haber tocado en absoluto aquella región. El camino por el que marchábamos estaba reseco y polvoriento.

Al cabo de pocas horas de marcha, justo después de la última discusión entre Hallas y Deler (provocada esta vez por una manzana pocha), un sargento acudió al trote hasta la dama Alia desde la retaguardia de la columna. Como estaba a poca distancia, pude oír su conversación.

—¡Mi señora, los exploradores han visto a unos jinetes!

—¿Cuántos?

—Veinte, más o menos. Vienen justo detrás de nosotros. Estarán aquí dentro de unos seis minutos. No llevan estandartes, pero no son de los nuestros.

—Los esperaremos —dijo la chica—. Tenemos que averiguar a quién ha puesto la oscuridad tras nuestro rastro.

—Nos siguen a nosotros, mi señora —dijo Miralissa—. Ésos hombres nos han seguido desde Ranneng.

—¿Enemigos?

—Para nosotros sí.

—Entonces también lo son para mí —dijo la chica con un gesto de asentimiento—. Dron, diles a los hombres que se preparen para luchar.

—No creo que nos ataquen, mi señora. Son muy pocos —dijo Egrassa lentamente.

—Ya lo veremos.

«¿Veinte hombres? Al otro lado del Iselina eran veintiocho… si es que Miralissa tiene razón y realmente son los hombres de Balistan Pargaid. ¿Adónde habrán ido los demás?».

En ese momento aparecieron a galope tras un recodo en el camino y, al encontrarse con una horda de hombres embutidos en metal, se sorprendieron y tiraron de las riendas hasta aminorar al máximo la marcha de sus caballos. El hombre que marchaba a la cabeza del grupo nos vio y continuó hacia nosotros, seguido por los demás.

Era el conde Balistan Pargaid en persona. La cara del señor de los Ruiseñores mostraba una mezcla de agotamiento y furia, sin el menor rastro de la sonrisa socarrona. También reconocí a dos de sus acompañantes.

El primero era el sujeto que nos había recibido en la puerta, Trug, creo que se llamaba. Llevaba una camisa de seda negra, una guerrera de cuero y ninguna armadura visible. Y también un arma, un espadón idéntico al de Mumr, con una hoja de roble dorada en la negra empuñadura. Kli-Kli había dicho que Meilo era un maestro de la espada larga. Ciendelámparas estudió la espada de Meilo con mirada apreciativa, pero no dijo palabra.

El segundo era mi viejo amigo llamado Cara Pálida. No había cambiado nada, pero su rostro no se había recuperado aún de la quemadura mágica. Al verme, Rolio me miró con tanta hostilidad como si le debiera cien monedas de oro. Yo le sonreí amigablemente. No hubo respuesta.

Los demás soldados me resultaban desconocidos. Me sentí encantado e indescriptiblemente aliviado de no ver a Lafresa en el grupo.

—Vaya, por mi espada, esto se está poniendo realmente interesante. Conde, ¿vuestros hombres y vos también habéis salido a dar un paseo a caballo? —preguntó Oro Gabsbarg con asombro.

—Barón, me alegro de veros. ¡Arrestad a esa gente!

—¿Con qué cargos? —preguntó Alistan Markauz.

—Ah, conque también vos estáis en esta banda, señor mío. Me pregunto qué dirá el rey cuando se entere de que uno de sus hombres se dedica al robo.

—Teneos, conde, si no queréis que crucemos nuestros aceros —dijo Alistan con severidad, al tiempo que se llevaba la mano a la empuñadura de la espada—. Espero vuestras disculpas.

—¿Disculpas? ¡He aquí mis disculpas! Acuso a toda esta gente de robar mi propiedad y matar a mis hombres. ¡Arrestadlos, barón! —repicó la voz de Balistan Pargaid con timbre triunfante.

—Ay, mi señor —dijo Oro Gabsbarg con una carcajada—. Me temo que no estoy al mando y no puedo ayudaros.

—¿Y qué importa eso, la oscuridad se me lleve? ¿Sois vos quien dirige esta tropa, teniente? ¡Bien! Prended a estos bribones y entregádmelos ahora mismo. ¡O al menos no interfiráis y mis hombres se encargarán de hacerlo!

—Lo lamento —dijo Alia Daily desde el interior de su yelmo—, pero son mis invitados y están bajo mi protección. No tengo la menor intención de entregárselos a vuestros matones, conde.

—¿Cómo osáis? Soy un conde y no permitiré que me hable de ese modo un mozalbete ignorante.

—¡Y yo soy la marquesa Alia Daily, señor mío! —Se quitó el casco y miró al asombrado Balistan Pargaid con un centelleo de furia en los ojos—. Ahora no estáis en vuestra casa. ¡Estáis en mis tierras! Y acabáis de insultarme. Tened la bondad de disculparos.

La cara de Balistan Pargaid se cubrió de manchas coloradas, pero se disculpó. No creo que estuviera realmente asustado. El señor Alistan había dicho que aquella alimaña manejaba la espada como un verdadero noble, pero no habría sacado nada enredando aún más las cosas.

—Excelente —dijo la chica con un cabeceo—. En tal caso, no os entretengo más. Que paséis un buen día.

—Pero esos hombres me han ofendido mortalmente. Deben pagar por ello.

—No será hoy. Adiós. —Alia hizo volverse a su caballo para indicar que la conversación había terminado.

—Ésa gente ha ofendido a mi señor —siseó de repente Meilo Trug—. ¡En su nombre, exijo el Juicio de Sagra! ¡En el nombre del acero, el fuego y la sangre, y por voluntad de los dioses!

El efecto de estas palabras sobre los guerreros de la frontera fue similar al estallido de un barril de pólvora. Hasta oí rechinar los dientes del señor Alistan. ¿Es que el tal Meilo había dicho algo importante, entonces?

—Te he oído, soldado —dijo la dama Alia con un gesto de asentimiento—. ¿Acusas a alguien en concreto de este crimen o a todos ellos?

La sombra de una sonrisa revoloteó en los labios de Meilo y se disponía a responder cuando intervino Balistan Pargaid:

—¡A todos! ¡Los acusa a todos!

La sonrisa del rostro de Meilo se agrió, como si el conde acabara de cometer una torpeza sin darse cuenta.

—Hemos oído la respuesta —se apresuró a decir la marquesa—. Tendrás la oportunidad de defender la causa de tu señor, soldado.

—¡Lo haremos aquí y ahora! —intervino de nuevo Balistan Pargaid.

—No, según las leyes de Sagra, el propietario de la tierra en la que se ha presentado el desafío debe estar presente en el juicio. Ahora estamos en las tierras de mi señor y padre y para que se celebre la audiencia debemos ir al Alcázar del Topo, donde se anunciarán las reglas de la liza.

¿Combate? ¿Había dicho combate? Definitivamente, no me gustaba cómo sonaba.

—Pero… —comenzó a decir Balistan Pargaid, contrariado.

—Podéis retirar el desafío si así lo deseáis —dijo Alia Daily imperturbable—. Las normas no lo prohíben.

—No, iremos con vos, mi señora.

—Como deseéis, mi señor. Pero quiero recordaros que si vuestros hombres osan atacar a mis invitados antes del duelo, habrá problemas muy serios —respondió la chica.

No extendió su protección al conde y sus hombres.

Seguimos nuestro camino. Los hombres de la marquesa vigilaban con disimulo a los soldados del conde, quienes, a su vez, se dedicaban a observarlos. El conde cabalgaba junto a Oro Gabsbarg sin decir nada. Las miradas de soslayo de Cara Pálida me provocaban una desagradable y fría sensación en la nuca.

—Marmota —pregunté—. ¿Qué es el Juicio de Sagra?

—No lo sé. Si Arnkh estuviera aquí, podría explicarnos las leyes del país.

—¿El Juicio de Sagra? Algo he oído sobre ese asunto, muchachos —dijo Ciendelámparas—. El tribunal de la diosa de la guerra… Antes era muy frecuente entre los guerreros del Reino Fronterizo. Cuando se tomaba alguna decisión cuestionable o el honor de un guerrero era objeto de afrenta, el Juicio de Sagra resolvía el asunto. En otras palabras, un duelo. El tipo de las orejas grandes nos ha desafiado a una pelea y ningún guerrero del Reino Fronterizo le negaría el derecho a hacerlo.

—¿Es un duelo a muerte? —preguntó Marmota mirando a Meilo Trug de hito en hito.

—Eso depende de lo que diga al señor supremo de la región el hombre que nos ha desafiado. Si él dice que a muerte, a muerte debe ser.

—Con qué tranquilidad lo dices, Mumr —dije con una sonrisa ladeada—. Al final, el tal Meilo ha resultado bastante astuto.

—Podría haber sido peor —respondió Ciendelámparas con filosofía mientras sacaba su pipa de juncos.

—¿Y eso?

—Si el conde no hubiera interferido, su hombre podría haber nombrado al adversario de su elección. Pero en ese momento el señor Pargaid dijo que nos acusaba a todos.

—Y ahora ese… ¿cómo se llamaba? —preguntó Marmota.

—Meilo —respondí.

—¿Ahora Meilo tiene que luchar a muerte contra todos nosotros?

—¡Sí, claro! ¡No te emociones tanto! El asunto se decidirá por sorteo. No hace falta que te pongas nervioso, Harold. De todos modos, el asunto no va contigo.

—¿Por qué?

—El Juicio de Sagra es sólo para soldados. Kli-Kli, Miralissa y tú no lo sois.

—¿Que yo no soy soldado? —exclamó Kli-Kli, inflamado de indignación—. ¡Soy mucho mejor soldado que cualquiera de vosotros! ¡Hasta sé cuál es la pensión de un veterano!

—De acuerdo, Kli-Kli, de acuerdo. Cálmate, ¿quieres? —dijo Panal en tono conciliatorio.

—Eh, trasgo —pidió un soldado de bigote gris, que había oído los gritos de Kli-Kli—. Cántanos una canción.

—¿Por qué no? ¡Ahora mismo!

Y lo hizo. De hecho, estuvo diez minutos largos haciéndolo.

—Buena canción —dijo el soldado con tono de aprobación—. Llena de corazón.

—¿Y entonces? ¿Soy un soldado después de eso?

—¡Pues claro que sí! —dijo el soldado con toda seriedad.

Los guerreros del Reino Fronterizo se rieron con ganas. En un solo día de marcha ya le habían cogido cariño a los chistes y las canciones de Kli-Kli.

¡Qué ingenuos! Simplemente, aún no habían sentido en sus carnes la fascinación de un clavo en la bota o un balde de agua fría sobre la cabeza.

El bufón se volvió hacia nosotros y nos sacó la lengua, como si quisiera subrayar lo que pensaba la gente inteligente de él.

Las regiones despobladas habían quedado atrás y pasábamos por alguna pequeña aldea cada hora, como máximo. Pero a diferencia de las aldeas de Valiostr, éstas estaban rodeadas por empalizadas y tenían torres de vigilancia con arqueros. Todos los campesinos del Reino Fronterizo pueden cambiar su arado por un hacha de guerra en un santiamén cuando es necesario repeler un ataque enemigo.

—¿Cómo estás de salud, Harold? —preguntó Cara Pálida al colocarse a la altura de mi caballo.

—Muy bien, gracias. ¿Y tú, Rolio? ¿Te has recuperado ya de aquella escaramuza con los demonios? —respondí.

—Conque fuiste tú… —dijo Cara Pálida con lentitud, antes de esbozar una pequeña sonrisa—. No recuerdo haberte dicho mi nombre.

—La buena educación nunca fue tu fuerte. Tuve que averiguarlo solo.

—Razón de más para preocuparte por tu salud.

—¡Oh, sé cuidarme solo! Muy bien. ¿Qué te trae tan lejos de casa?

—Un problemilla que responde al nombre de Harold. Lo que hiciste al robar la Llave fue muy inteligente. Me resultó realmente impresionante, puedes creerme.

—Me siento halagado, palabra de honor.

—Muy bien. Volveremos a vernos pronto.

—Espero que no.

«Es poco probable que Cara Pálida intente algo aquí mismo. Hay demasiados hombres alrededor. Si intenta liquidarme ahora, nunca logrará escapar. En cuanto me caiga bruscamente del caballo y comience a sangrar, le rebanarán el pescuezo a ese tunante. Y, como es natural, no quiere que eso ocurra. Así que esperará a que esté solo para intentar uno de sus trucos».

Divisamos fácilmente el Alcázar del Topo desde lejos: una enorme mole gris cuyas murallas se elevaban cuarenta metros hacia el cielo y describían un círculo entero jalonado por torres de guardia circulares.

Las almenas estaban erizadas de balistas y catapultas, para desalentar a todo el que intentara tomar la ciudadela por la fuerza. El ancho foso aprovechaba el agua corriente de un río cercano.

Junto al puente levadizo, los muros se alzaban sobre nosotros de manera amenazante. Levanté la mirada: los hombres que había encima parecían abejorros. Las poderosas puertas de roble reforzado con planchas de acero se abrieron rápidamente de par en par y el rastrillo se levantó para invitarnos a pasar, pero en caso de ataque, sólo los arietes más fuertes podrían tener alguna probabilidad contra aquella barrera.

Unos veinte soldados estaban de guardia detrás de las puertas. Su jefe saludó a la dama Alia y entramos en el castillo. Me encontré en un corto túnel con las paredes erizadas de saeteras.

Junto a la muralla, erguido como un depredador listo para saltar, había una enorme ballesta que disparaba cuarenta virotes a la vez. Y bajo el techo, colgados de cadenas, estaban los cuencos que los defensores podían llenar de brea y aceite caliente. Sí, ciertamente la morada de Algert Daily era un hueso duro de roer, que no sería fácil tomar por la fuerza.

Salimos al patio interior de la fortaleza, aunque llamarlo patio era una broma. Era tan grande como la plaza de una ciudad importante.

—Dama Alia —dijo uno de los soldados mientras se inclinaba—, vuestro señor y padre os está esperando.

—Gracias, Chizzet —respondió la marquesa y descabalgó de un salto—. Seguidme, nobles caballeros. Y también quienes han venido a pedir justicia. Chizzet, prepara aposentos para nuestros invitados.

Como es natural, un vulgar ladrón no estaba invitado a una audiencia con el señor Buen Corazón, y, para ser sincero, ni siquiera lo sugerí. El señor Alistan, el barón Oro, los elfos, el conde Pargaid y Meilo acompañaron a Alia, mientras los demás seguíamos a Chizzet, que había prometido obedientemente encontrar aposentos para nosotros.

* * *

Nos dieron habitaciones en la torre de la Sangre, que era como la llamaban los habitantes del castillo. Buenas habitaciones, con camas, alfombras en el suelo y ventanas que daban al patio.

Anguila me dijo que una ciudadela de aquel tamaño podía albergar a casi seiscientas personas a la vez. Un inmenso enjambre humano. Kli-Kli, que nunca dormía en una cama, estiró su manta sobre el suelo y corrió a meter su curiosa nariz en todos los rincones del castillo. Ell vino para decirnos que el duelo tendría lugar a la mañana siguiente.

—A muerte —añadió con voz templada.

Eso me agrió el humor al instante. Pero la cosa no terminaba ahí. Si perdíamos, la Llave que tanto nos había costado recuperar volvería a manos de Balistan Pargaid. Así eran las leyes del Juicio de Sagra.

—¿Y si nos largamos al amparo de la oscuridad?

—¿Que abandonemos el castillo, Harold? El Juicio de Sagra es sagrado para los guerreros de la frontera. O ganamos o perdemos la Llave. No hay alternativa.

—¡Yo mismo le abriré la cabeza a ese petimetre! —aseguró Hallas—. ¿Han decidido ya quién peleará en el duelo?

—Eso se decidirá por sorteo. Venid conmigo, el señor Algert nos está esperando.

—¿Puedo acompañaros?

—Tú no estás incluido en el sorteo, Harold.

—Pero ¿puedo ir?

—Sí —respondió con un cabeceo de indiferencia.

El salón al que nos llevó el elfo rivalizaba en tamaño con el patio del castillo. Había mucha gente en él, toda lana y acero, espadas y cráneos afeitados. Parecía que todos los hombres del reino se hubiesen congregado allí. Kli-Kli correteaba de un lado a otro metiéndose bajo los pies de todos los presentes y entreteniendo a los soldados, pero en cuanto nos vio puso fin a su actuación y se reunió con el resto del grupo.

—¿Dónde te habías metido? —pregunté en voz baja.

—Estaba conociendo el lugar. Por cierto, tienen zanahorias en la cocina.

—Enhorabuena.

Miralissa, Egrassa y Alistan ya se encontraban allí, así como Balistan Pargaid y Meilo Trug. Oro Gabsbarg aferraba una jarra de cerveza en la zarpa que tenía en lugar de mano. Al verme, el barón asintió con solemnidad.

Alia Daily estaba en pie detrás de un hombre de corta talla pero ancho de hombros, cuyas mejillas estaban cubiertas por una barba de dos semanas. Como todos los soldados del castillo, llevaba la cabeza afeitada y vestía una cota de malla y unos ásperos pantalones de soldado. En aquel momento jugueteaba pensativamente con una daga cuya carísima empuñadura estaba hecha de hueso de ogro. El conde Algert Daily del Buen Corazón, salvo que yo estuviera muy equivocado.

Nos acercamos a la mesa a la que estaba sentado su excelencia.

—Entonces, ¿no habéis cambiado de idea? —preguntó el señor Algert a Meilo después de dirigirnos a cada uno de nosotros una larga mirada.

—No, exijo el Juicio de Sagra.

—Muy bien. Pues sólo queda elegir un oponente. ¡Traed las pajitas!

—¡Eh, garrakano! ¡Coge esto! —exclamó Meilo Trug al tiempo que le lanzaba una moneda de cobre a Anguila—. Creo que te lo debo.

Anguila cogió la moneda y, con toda calma, se la guardó bajo el cinturón.

—Gracias. Un poco de dinero extra nunca está de más.

—Dijiste que debían azotarme. Rezo a Sagra para poder enfrentarme a ti en combate.

—Como desees —dijo Anguila mientras se inclinaba imperturbablemente. Hallas murmuró con furia para sus adentros mientras miraba a Trug con expresión torva.

En ese momento llegó un soldado con una serie de pajitas alineadas en el puño.

—Quien saque la más corta se enfrentará mañana por la mañana con este hombre en el Juicio de Sagra —dijo Algert Daily—. Permitid que os recuerde que sois libres de no participar en el sorteo, pero si lo hacéis estaréis reconociendo vuestra culpabilidad… Ya veo que nadie va a hacerlo. ¡Sacad, pues, y que Sagra sea con vosotros!

Ell fue el primero. Alargó la mano sin titubeos y sacó una pajita larga.

Egrassa. Una pajita larga.

El corazón me latía con tanta fuerza como si estuviera participando en el sorteo.

El señor Alistan. Una pajita larga.

Panal. Una pajita larga.

Hallas. Una pajita larga. El gnomo puso cara de decepción. Realmente deseaba luchar en aquel duelo. No le importaba nada que a uno de los dos contendientes lo fueran a sacar del campo con los pies por delante. Como buen gnomo, Afortunado rebosaba confianza en sí mismo.

Anguila. Una pajita larga. Meilo Trug estiró la mandíbula inferior en un gesto de decepción.

Así que sólo quedaban Deler y Ciendelámparas.

Mumr. La pajita corta. «¡Que Sagot nos salve a todos! Ciendelámparas va a luchar». El soldado de Algert Daily abrió el puño y mostró a la sala entera que la última, la que habría sacado Deler, era larga.

El enano escupió al suelo con rabia. También él ardía en deseos de luchar.

Mumr no parecía en absoluto preocupado por la idea de que al día siguiente fuese a librar un duelo a muerte. Se aclaró la garganta, se encogió de hombros con indiferencia y guardó la pajita en su bolsillo.

—Que así sea —dijo el señor Algert—. ¿Y el arma?

—Espada larga —respondió Meilo Trug con la mirada clavada en Mumr.

—Espada larga —dijo Mumr con un asentimiento de cabeza.

—Mañana por la mañana os irán a buscar, pero esta noche os invito a compartir el pan y la miel conmigo.

No sé los demás, pero yo no podía probar bocado, así que al levantarme de la mesa dejé la comida intacta en el plato.

* * *

—Pues qué bien —dijo Kli-Kli con un saltito nervioso. Olisqueó su zanahoria y le dio un buen bocado.

—¿Es que no puedes dejar de comer ni siquiera un momento? —pregunté con un gruñido de irritación.

—No, no puedo —dijo el bufón de la corte sacudiendo la cabeza—. Cuando me pongo nervioso me entran ganas de comer.

—Cálmate, Kli-Kli —le dijo Panal. El comandante de los Corazones Salvajes estaba tan inquieto como yo.

—¿Qué piensas, Panal? —preguntó Kli-Kli mientras volvía a morder su zanahoria—. ¿Qué probabilidades crees que tiene Mumr?

—No lo sé.

—Todo depende de lo bien que maneje la espada —dijo el gnomo Hallas, mientras exhalaba unas bocanadas de humo de su pipa.

—Creedme, Meilo nació con ese pedazo de acero en la mano —suspiró Kli-Kli—. No es fácil ganar un torneo real.

—Ciendelámparas tampoco es ningún inútil —respondió el gnomo—. No se consigue una hoja de roble en la empuñadura así como así.

No les presté atención. En aquel momento no me interesaba ninguna conversación.

La mañana se había vuelto fría y el sol estaba oculto tras las nubes que cubrían el cielo entero. Junto con muchos de los habitantes del castillo, nos encontrábamos de pie alrededor de un área grande y abierta de tierra compactada situada en el centro del patio. No había fanfarrias ni banderolas festivas. Aquello no era un torneo, sino una ordalía. El señor Algert y su hija, los elfos, Balistan Pargaid y Alistan Markauz… Probablemente todos estuvieran tan nerviosos como yo, pero nada se evidenciaba en sus nobles rasgos. Que la oscuridad se me lleve, me sentía como si fuera yo el que iba a luchar. Oro Gabsbarg era el único que parecía aburrido.

Un suspiro corrió entre las filas de los espectadores y, al volver la cabeza, vi a Meilo Trug. Salió a la arena caminando sin precipitarse, se volvió hacia los nobles e hizo una reverencia.

Incluso para esta ocasión, Meilo se había vestido como un dandi: camisa de seda roja de mangas abullonadas, pantalones anchos, botas pulidas hasta sacarles brillo y guantes de cuero. El espadón descansaba sobre su hombro izquierdo. La espada era casi tan larga como él. Si lo clavaba en el suelo, la enorme bola que completaba la empuñadura le llegaría a la altura de la barbilla.

Mumr apareció un minuto después. Entró en el campo del honor desde el otro lado del patio y se detuvo frente a su adversario. Al igual que Meilo, Ciendelámparas llevaba una camisa, pero la suya era de lana negra, no de seda. Unos pantalones ásperos de soldado, un par de botas blandas… Lo único que los dos duelistas tenían en común eran los guantes de cuero de las manos y los pesados espadones.

Ninguno de los guerreros llevaba armadura. No estaba permitida en el tribunal de la diosa. Ciendelámparas era un maestro de la espada larga, lo mismo que Meilo, así que el duelo se prolongaría hasta que uno de ellos cometiera el primer error grave. Basta con un buen golpe de una espada como ésa para enviar a tu rival directamente a la luz.

Ciendelámparas llevaba una cinta negra alrededor de la frente para sujetarse el largo cabello y para impedir que el sudor se le metiera en los ojos. Con un gesto despreocupado, clavó la punta de la espada en el suelo y entrelazó delicadamente los dedos sobre la guarda.

Meilo miró ferozmente a su adversario. Mumr replicó con expresión de indiferencia. Era como si hubiese venido a dar un paseo matutino, en lugar de a librar un duelo a muerte. Al lado de Trug, Ciendelámparas parecía pequeño y débil. En sus manos, el espadón resultaba grande y pesado hasta el límite de lo absurdo.

—¿Estáis listos? —repicó la voz de Algert Daily sobre la arena.

—Sí.

—Sí.

—Retador, ¿aún deseas defender tu derecho de propiedad en nombre de tu señor?

—Sí —respondió Meilo Trug asintiendo con firmeza.

—El juicio será…

—A muerte —continuó Meilo.

—Que así sea —anunció Algert Daily, y asintió mientras hacía girar su amado cuchillo entre los dedos con aire pensativo—. Por el acero, el fuego, la sangre y la voluntad de los dioses, declaro que Sagra os está observando y que ella decidirá a quién asiste la razón.

Ya he dicho en alguna ocasión que la espada no es mi arma. Aparte de la ballesta, la única arma que más o menos he logrado dominar es el cuchillo. For es un gran especialista en todo lo relacionado con las espadas y trató de enseñarme, pero después de unas pocas lecciones simplemente abandonó la idea.

El único beneficio que extraje de aquellos dolorosos ejercicios con un palo de madera fue un conocimiento superficial de las posturas y los nombres de los diferentes golpes. Hasta ahí llegan mi conocimiento y mi habilidad con el arte de la espada. Pero estoy agradecido a mi viejo maestro porque ahora, cuando veo a los guardias practicando en un castillo o a los guerreros en un torneo, al menos puedo entender por qué uno de ellos se cubre con la espada de este modo y el otro acomete de este otro.

Un sacerdote de Sagra, embutido en lana y cota de malla como todos los soldados del Reino Fronterizo, salió a la arena donde iba a celebrarse el juicio. Desenvainó su espada, la arrojó al suelo entre los dos contendientes, que seguían frente a frente, y comenzó a recitar una plegaria en la que pedía a la diosa de la guerra y de la muerte que presenciara el duelo, castigara al culpable y protegiera al inocente. Meilo estaba inmóvil y Ciendelámparas, con la espalda apoyada bajo el codo izquierdo, masticaba lentamente la pajita que lo había llevado hasta allí.

—¡Ay, madre! —chilló Kli-Kli a mi lado, y en ese mismo instante el sacerdote recogió su espada, dio un largo paso atrás y dijo:

—¡Comenzad!

Ninguno de los dos contendientes se movió hasta que hubo abandonado la arena. En todo este tiempo, Meilo mantuvo los ojos ferozmente clavados en Ciendelámparas, quien a su vez miraba con desinterés un punto que sólo él podía ver, situado encima de la cabeza de su enemigo.

Tras seis largos latidos de corazón, Meilo lanzó un gruñido amenazante y atacó primero.

Dio un rápido paso adelante al tiempo que apoyaba la mano izquierda sobre la larga empuñadura de la espada y el espadón salió volando desde su hombro con la ligereza de una pluma. Para añadir mayor velocidad a su vuelo, Meilo retorció el cuerpo y lanzó una estocada terrible dirigida al pecho de Mumr.

En cuanto Meilo comenzó a moverse, el Corazón Salvaje desafió todas mis expectativas dando un paso en dirección a su adversario. Creo que se me escapó un jadeo, convencido de que la espada voladora iba a cortarlo en dos, pero el enorme espadón del Corazón Salvaje, que sólo un segundo antes estaba acunado en sus brazos como un bebé, despertó de repente y bloqueó la acometida de su enemigo.

¡Clang!

El eco del sonido resonó por todo el patio y los servidores del conde retrocedieron un paso.

Ciendelámparas lanzó un gruñido y atacó el flanco desprotegido de su rival. Y esta vez fue Meilo quien me sorprendió. Se adelantó hasta situarse casi a la altura de Mumr y le dio la espalda a la centelleante arma.

La multitud exhaló una exclamación de sorpresa.

Meilo situó su espada tras de sí y detuvo el golpe del arma de Mumr con la parte plana de la hoja.

¡Clang!

Sin detenerse un instante, Meilo completó su giro y su espada salió volando de detrás de su espalda y comenzó a descender en dirección a las manos de su adversario. Ciendelámparas se cubrió hábilmente colocando la punta de su espada en la cara del otro, contrarrestó el golpe y al instante prolongó el movimiento de su espada hacia delante. Mis ojos no eran lo bastante rápidos para seguir lo que estaba sucediendo en la arena. Las enormes espadas revoloteaban de acá para allá como polillas enloquecidas, colisionaban con un fuerte tintineo, se separaban y volvían a encontrarse. En ocasiones, los movimientos de los dos se fundían en un único borrón y sólo podía saber que ambos seguían vivos unos segundos después, cuando el ataque de uno de ellos se encontraba con el bloqueo de su rival.

¡Fiu! ¡Clang! ¡Clang! ¡Fiu!

—¡Aaah! ¡Ooh! ¡Oh! —exclamaba la multitud en respuesta a cada golpe y cada estocada.

Meilo comenzó a girar como una peonza y atacó con fuerza, poniendo toda su alma en el golpe. Mumr retrocedió de un salto y bajó la empuñadura de su espada de modo que la hoja se levantara en vertical y, así, el golpe de Meilo se encontró con una muralla de acero.

¡Clang!

Las espadas tejían telarañas en el aire, giraban en una deslumbrante ventisca de acero, chocaban entre sí, remontaban el vuelo a tal velocidad que parecía que fuesen a herir al mismo cielo y luego volvían a descender como si quisieran perforar la tierra. Los dos guerreros no estaban luchando, estaban bailando, jugando a los dados con la muerte, en una partida en la que sus propias vidas eran la apuesta. La espada de Meilo saltó en el aire como si estuviera viva y Ciendelámparas se abalanzó sobre la grieta abierta en la guardia de su adversario y trató de alcanzarlo.

Pero no pudo…

Desde luego, Balistan Pargaid no estaba tirando el dinero que le pagaba a su servidor. Meilo retrocedió de un paso rápido sin interrumpir el movimiento de su espada y el espadón de Mumr voló hacia lo alto dejando que su adversario golpeara.

Ciendelámparas se agazapó y detuvo el golpe casi con la guarda de la espada. A continuación enderezó bruscamente el cuerpo y empujó con todas sus fuerzas con la empuñadura. El ataque fue tan inesperado que la espada de Meilo estuvo a punto de alcanzar a su señor. Para esquivar el golpe desviado, el villano retrocedió y comenzó a apartarse mientras Mumr avanzaba.

Sólo había transcurrido medio minuto desde el comienzo del duelo, pero los rostros de los dos guerreros ya estaban empapados de sudor.

El inesperado ataque había sobresaltado seriamente al perro de Balistan y ahora que Ciendelámparas había estado a punto de enviarlo a unirse a sus progenitores, lo observaba con más prudencia y respeto, estudiando hasta el más pequeño de sus movimientos.

—Es hora de acabar con él —refunfuñó Hallas—. Ésos ejes de carromato no se pueden blandir mucho tiempo.

El gnomo tenía razón. Puede que, por el momento, las inmensamente pesadas espadas estuvieran volando como plumas, pero la fatiga no tardaría en hacer acto de presencia y entonces el que estuviera más cansado sería vencido.

¡Clang!

Con un gemido lastimero, las espadas se encontraron en un beso fugaz e inmediatamente volvieron a separarse.

Y entonces reapareció el encaje de telarañas en el aire, un patrón hermoso y fulgurante que tenía que terminar en la muerte.

Meilo saltó sobre Mumr, gruñendo, y asestó una sucesión de golpes que obligaron a su enemigo a retroceder.

¡Hacia!

¡Clang!

¡Haaa!

¡Clang!

¡Haaa!

¡Clang!

El último golpe de Meilo fue especialmente potente. La espada de Ciendelámparas voló hacia arriba y se abrió una brecha en su guardia, que su enemigo aprovechó al instante lanzando un golpe hacia su cabeza desprotegida. Haciendo un esfuerzo, Mumr logró bajar la espada y las dos hojas se encontraron en el aire. Ambos guerreros presionaron con todas sus fuerzas, tratando de empujar la espada del rival contra su cara.

Durante unos instantes hubo silencio en la arena.

Pero Meilo se cebó demasiado y el pequeño Ciendelámparas se agachó hábilmente bajo su espada y apartó a su enemigo de un empujón. El otro cayó hacia delante y comenzó a girar más deprisa que un chamán trasgo tras un desayuno de champiñones mágicos hasta convertirse en una sombra borrosa imposible de seguir con la mirada. Un destello relampagueante, un agudo silbido en el aire…

Ciendelámparas adivinó lo que iba a suceder y dio un salto.

—¡Ay, madre! —dijo el bufón mientras se tapaba los ojos con las manos y seguía viendo la pelea por el espacio entre los dedos—. ¡Dime que sigue vivo!

—¡Sigue vivo! —dijo Hallas, que tenía los nudillos blancos de agarrar con tanta fuerza su azadón de guerra.

El gnomo tenía razón. Mumr seguía en pie, aunque había una expresión de furia y frustración en su cara. Habían estado a punto de sorprenderlo.

—La cosa no pinta bien para Mumr —bramó Panal—. Va siendo hora de que deje de jugar con él.

¡Clang! ¡Clang! cantaban las espadas.

Tic tac, tic tac, decía el reloj de los dioses, desgranando los segundos de la vida.

De repente, Meilo enderezó los brazos y lanzó un golpe contra el cuello de Mumr. Y de nuevo mis ojos fueron incapaces de seguir lo que estaba sucediendo en la arena. Un instante después, la mano izquierda de Ciendelámparas sujetaba la hoja por el centro. Como si empuñase un vulgar cayado, apartó de un empujón la espada de su enemigo y trató de alcanzarle la garganta con su espadón. Sorprendido por esta audacia, Meilo retrocedió. Pero esto no detuvo a Mumr. Empleando su espada como si fuese un bastón de guerra, intentó golpear a Meilo en la cara con el pomo de la empuñadura. Los ataques de Mumr eran «incorrectos» y temerarios y Trug, casi incapaz de esquivarlos, retrocedía confuso.

¡Haa! ¡Haa!

Los amplios movimientos del «cayado» del Corazón Salvaje no daban tregua a su enemigo un solo instante. El mismo aire parecía gemir con cada colisión de las espadas. El sudor resbalaba por la cara de Trug.

Mumr recurrió a la astucia. Pasó también la mano derecha a la hoja, a poca distancia de la guardia y, sujetándola como si fuera una cruz, lanzó un fuerte golpe contra la cabeza de Meilo con la pesada empuñadura.

—¡Ah! —Un suspiro colectivo recorrió las filas de los espectadores.

Después de esto, todo sucedió muy deprisa.

Ciendelámparas retrocedió un paso y, al instante, Meilo cayó sobre él, preparado para atacar… No pude seguir el golpe siguiente. Lo único que vi fue que Mumr había sido más rápido y había alcanzando a su rival en el pecho con la pesada empuñadura.

La multitud jadeó y comenzó a cuchichear. ¡Juro por Sagot que hasta oí el crujido del hueso!

—¡Un golpe! —dijo Hallas con voz entrecortada y la mirada pegada a la pelea.

Meilo gritó de dolor, retrocedió tambaleándose y se llevó la mano izquierda al pecho. Ciendelámparas se adelantó un paso, le enganchó un pie detrás del tobillo y lo levantó utilizando un movimiento de lucha libre.

La llave desequilibró a Meilo. Ciendelámparas soltó la espada y lo golpeó fuertemente con la mano que tenía libre, aprovechando además la fuerza de su caída.

Trug cayó con todo su peso sobre la tierra pisoteada y se golpeó la cabeza contra el suelo. El guerrero de Balistan Pargaid pareció perder el sentido un instante, o al menos permaneció allí sin moverse, aunque su mano derecha aún aferraba la espada.

Mumr recogió la suya, pisó el espadón de su rival y, con una rápida mirada a Algert Daily, le hundió la espada en el pecho mientras intentaba levantarse, con tanta fuerza que lo dejó clavado al suelo. Meilo se retorció una vez y luego dejó de moverse. Un charco de sangre comenzó a formarse alrededor de su cuerpo.

Ciendelámparas sacó su espada de un fuerte tirón, se apartó unos pasos del cuerpo del vencido y se tambaleó una vez, pero logró permanecer en pie.

Algert Daily se levantó y dijo, con una voz que resonó por todo el patio:

—¡Por el acero, el fuego, la sangre y la voluntad de los dioses, declaro que se ha emitido un juicio y la parte culpable ha sido castigada! ¡Que así sea!

—¿Qué queréis decir con «castigada»? —aulló Balistan Pargaid, fuera de sí.

—¿Acaso ponéis en duda el veredicto de la diosa, señor? —preguntó Algert Daily mientras enarcaba una ceja con aire de sorpresa.

—No. No lo pongo en duda —dijo el conde obligándose a pronunciar las palabras.

Fueran cuales fuesen sus otros defectos, Balistan Pargaid no era ningún estúpido.

—Muy bien. En tal caso, os invito a un banquete para celebrar el veredicto.

—Gracias —respondió el conde Pargaid con cara de pocos amigos—. Pero tengo muchísimos asuntos entre manos. Mis hombres y yo nos marcharemos de inmediato.

—Como queráis. —Algert Daily no tenía la menor intención de tratar de retenerlo—. Os deseo buen viaje.

El conde Balistan Pargaid respondió a estas palabras con un cabeceo irritado y abandonó el campo sin mirar siquiera el cuerpo de Meilo Trug.

Los Corazones Salvajes se congregaron alrededor de Mumr para felicitarlo. Hallas parecía tan satisfecho como si la victoria sobre el enemigo hubiera sido suya.

—¿Sabes una cosa, Haroldcito? —dijo Kli-Kli mientras masticaba pensativamente un trozo de zanahoria—. Me preocupa un poco que nuestro mutuo amigo, Balistan Pargaid, se haya retirado de este modo tras pasar dos semanas persiguiéndonos. Se ha rendido con demasiada facilidad, ¿no te parece? Y además, Lafresa no está por ninguna parte… ¡Oh, tengo la sensación de que nos están preparando alguna jugarreta!

—Cómete tu zanahoria y cierra el pico, Kli-Kli. Deja que Alistan y Miralissa se preocupen —le dije.

Pero yo también tenía un extraño presentimiento.