11
El sin alma
Durante toda la semana siguiente cabalgamos hasta el límite de las fuerzas de nuestros caballos en dirección sudoeste, hacia la región que separaba el Reino Fronterizo y Zagraba.
Una llanura ondulada y salpicada de lomas, entrecruzada por estrechos ríos, ruidosos arroyos y algún que otro bosquecillo, se extendía decenas de leguas a la redonda. No había muchos pueblos en la región. Durante los dos últimos días sólo habíamos visto uno y dimos un largo rodeo para evitarlo, pues no queríamos alertar a los lugareños de nuestra presencia.
En aquellas regiones la tierra era muy fértil y la hierba que la cubría alzaba los brazos hacia el sol. Pero no había mucha gente dispuesta a cruzar el Iselina y establecerse en esa parte del reino. Delante de nosotros se extendía la frontera y, más allá, las estribaciones orientales de los bosques de Zagraba y el famoso Bosque Dorado, donde vivían los orcos.
Alistan nos llevó cada vez más al sureste, esquivando las rutas comerciales que unían Valiostr y el Reino Fronterizo. Si no interpretaba mal sus decisiones, quería llegar a la frontera entre los dos países en cuestión de una semana y luego dirigirse en línea recta desde allí hasta los bosques de Zagraba.
Los caballos de carga se habían perdido en el pontón y se habían llevado nuestras provisiones y armaduras al fondo del río. Hallas y Deler se lamentaron largo y tendido por ello, pero, como es lógico, no había nada que hacer. Sólo conservábamos las cotas de malla que llevaban los caballos del primer viaje y las armaduras de los elfos, con el emblema de sus casas grabado en el pecho.
Marmota y Ciendelámparas se habían quedado sin armadura de ninguna clase, aparte de los chaquetones de cuero lavado a la piedra con placas de metal cosidas. Las provisiones, las mudas de ropa y casi todo lo demás habían quedado en el fondo del río. Pero no pasamos hambre, pues en aquellos parajes la caza era abundante y siempre había carne asándose en nuestras fogatas.
Al cuarto día tras el desgraciado cruce del Iselina, el tiempo empeoró al fin y comenzó a caer una fuerte lluvia sobre nuestras cabezas. Nos atormentó durante cinco días enteros, que pasé embozado en una capa que Egrassa me prestó amablemente.
La lluvia incesante caía de unas nubes bajas y grisáceas y las condiciones eran permanentemente húmedas, frías y desapacibles. Lo peor era despertar por la mañana y encender el fuego. Teníamos los brazos y las piernas tiesos, como si hubiéramos estado durmiendo sobre nieve y no sobre hierba, con sólo una capa de drokr impermeable para mantener a raya el inagotable aguacero. Kli-Kli, que había contraído un resfriado, no paraba de toser y moquear. Marmota lo trataba con mixturas de hierbas, que el trago escupía con una mueca, diciendo que nunca había probado nada tan amargo en toda su vida.
La lluvia seguía cayendo y cayendo.
El suelo se convirtió en un enorme charco de barro en el que, cada poco tiempo, los caballos resbalaban y estaban a punto de arrojar a sus jinetes al suelo. Las docenas de tintineantes arroyuelos y riachuelos que cruzaban la región crecieron hasta desbordar sus orillas. En las tierras más bajas había verdaderas inundaciones y a veces el agua nos llegaba hasta los estribos, así que teníamos que perder mucho tiempo buscando una elevación sobre la llanura para poder montar el campamento de noche.
Sólo al undécimo día comenzaron a remitir un poco las aguas, pero la lluvia seguía cayendo. Al duodécimo día llegamos a la frontera y Alistan dio orden de que todo el mundo se embutiera en las cotas de malla. Yo no soporto las armaduras de metal; me hacen sentir como si estuviera en un ataúd. Son incómodas y pesadas y resulta difícil moverse con soltura con ellas. Pero en este caso concreto no puse ninguna objeción. No tenía ninguna gana de acabar con una flecha en las tripas, disparada por un orco al que la casualidad hubiera traído desde Zagraba. Al ver que me ponía la cota, Kli-Kli asintió con aprobación.
—Kli-Kli, creí que me habías dicho que no necesitabas cota de malla, porque como eres tan pequeño, no eres fácil de alcanzar —me burlé al recordar que la armadura del trasgo había estado a punto de arrastrarme al fondo del río.
Me miró desde el fondo de su capucha y dijo:
—Puede que sea pequeño, pero eso no quiere decir que no me preocupe mi salud. La encargué especialmente para mí en Ranneng…
¿De dónde sacaba el tiempo la pequeña alimaña para hacerlo todo?
Mero no tenía cota de malla. En los últimos días se había mostrado tan poco amistoso como el cielo sobre nuestras cabezas. La lluvia no contribuía a mejorar el estado mental de Fisgón y no me costaba entender cómo debía de sentirse. Que te arrastren a un lugar que no conoces, con un elfo de expresión huraña siempre a tu lado, no es lo mejor para el ánimo. Ell seguía a mi antiguo amigo casi todo el tiempo y no se vislumbraba ni la menor chispa de simpatía en aquellos ojos amarillos.
«Mi antiguo amigo…».
«Sí, supongo que es así».
Ya no había amistad entre nosotros. Sí, aún nos unían muchas cosas, pero eran recuerdos, nada más. En el tiempo que habíamos pasado sin vernos, Mero y yo habíamos cambiado muchísimo. La vida nos había llevado por caminos diferentes. Y yo aún seguía sin perdonarle la jugada que me hiciera, al abandonarnos a For y a mí llevándose un dinero que era de los tres.
El resfriado Kli-Kli no era el único que lo estaba pasando mal por culpa de la lluvia. La pipa de Hallas se negaba en redondo a dejarse encender, lo que provocaba que el gnomo estuviera siempre de un humor de perros con el mundo entero. Deler marchaba embozado lo mejor posible en su corta capa de color verde, musitando antiguas canciones de enanos para sus adentros, lo que estaba volviendo loco a Hallas, pero el tiempo no invitaba a discutir, así que el gnomo se limitaba a refunfuñar con irritación y seguir con sus infructuosos intentos por encender su pipa.
Panal era el nuevo comandante de los Corazones Salvajes, pero su mente parecía estar divagando por algún lugar muy lejano. Los ojos del rubio gigantón habían adquirido un aire meditabundo y cansado. Tío y él habían sido buenos amigos y, simplemente, no era capaz de aceptar que se hubiera ido. Alistan, sin prestar atención a ninguna de estas cosas, se limitaba a mirar hacia delante y llevar su caballo de guerra en línea recta hacia Zagraba. Egrassa y Marmota abandonaban la formación con frecuencia para ir a comprobar si alguien nos seguía. Pero el horizonte estaba vacío y cuando el elfo y el guerrero regresaban, siempre sacudían la cabeza.
Cuando la lluvia se tomaba un respiro y dejaba de lacerarnos la cabeza durante un rato, todo el mundo se animaba un poco. Hasta los caballos parecían avanzar con más rapidez y facilidad, sin prestar atención a las nubes que aún no se habían dispersado. Pero la luz del sol no era más que un sueño lejano.
El decimotercer día avistamos un pilar en una de las lomas más bajas, tapizada por completo de una hierba áspera y alta. Estaba hecho de basalto negro, pero ni siquiera esto lo había salvado de los estragos del tiempo. Por lo que sabíamos, el pilar podía tener al menos mil años de antigüedad.
—La frontera —anunció el señor Alistan, antes de azuzar de nuevo a su montura.
La frontera es un territorio inmenso, donde toda la tierra pertenece a una serie de barones. Allí era donde vivía mi más reciente amigo, el barón Oro Gabsbarg, el que me había invitado a visitarlo en cualquier momento.
Durante una de las paradas, cuando todo el mundo estaba ocupado en sus propios quehaceres, me acerqué a Miralissa, que estaba sentada sola frente al crepitante fuego y le hice la pregunta que llevaba casi dos semanas rondándome la cabeza:
—¿Cómo lograron encontrarnos, dama Miralissa?
Entendió inmediatamente lo que le preguntaba.
—No lo sé, Harold. Últimamente han pasado muchas cosas que no entiendo… No tendrían que haber dado con nosotros tan deprisa. Había levantado las defensas… —suspiró—. Puede que esa mujer sea capaz de sentir la Llave…
Al instante sentí el deseo de arrancarme la reliquia del cuello.
—O puede que no tenga nada que ver con ello y haya alguna otra señal que estén usando para rastrearnos.
Había otra pregunta que me inspiraba mucha curiosidad.
—¿Lo que destruyó el pontón era la Kronk-a-Mor?
—Sí, la magia más peligrosa de los ogros, que ahora está en manos de una humana. Pero Lafresa no tiene la experiencia del Sin Nombre y lo que creó aquel día debería haberla matado allí mismo…
—Pero no lo hizo.
—No. La Casa del Poder es capaz de defender a sus servidores —dijo Miralissa mirándome fijamente.
—Lo siento, pero no lo entiendo —dije sacudiendo la cabeza—. Oigo su repicar, pero no sé dónde doblan las campanas. Para mí, la Casa del Poder no es más que una frase vacía. ¿No va siendo hora de dejar los acertijos?
—La hora de las respuestas no ha llegado aún, Bailarín de las Sombras —dijo el trasgo, quien se había acercado a hurtadillas.
—Me temo que cuando llegue, sea demasiado tarde, bufón —respondí con rabia—. ¡Estoy harto de misterios! ¡Estoy harto de mi sueños!
—Eres el Bailarín de las Sombras y por eso tienes esos sueños —declaró Kli-Kli con tono triunfante.
—En este momento no pareces un bufón de la corte, sino más bien un orondo sacerdote que prodiga sus disparates para sacarle unas cuantas monedas más a su grey.
—¿Qué quieres saber, Harold? —suspiró Kli-Kli mientras tomaba asiento a mi lado.
—Todo.
—Una aspiración digna de alabanza —rio el trasgo—. Pero lo que no puede ser no puede ser. Es una suerte que ya no seas un niño, porque creo que podrás entenderlo… Voy a hablarte de las cuatro grandes Casas y de la creación. Ésta historia me la contó mi abuelo. Los trasgos recordamos cosas que los orcos y los elfos han olvidado, cosas que los humanos nunca llegasteis a conocer.
—¿Otro cuento de hadas trasgo? —pregunté con rudeza.
—¿Un cuento de hadas? Supongo que sí. Pero no tienes nada en contra de los cuentos de hadas, ¿verdad? Ya me lo imaginaba. ¿Por dónde empiezo? Cuando el mundo era joven… No, así no… Cuando Siala aún no existía, cuando hasta los dioses eran niños despreocupados y nadie había oído hablar de los ogros, sólo existía un mundo en el universo entero. Ahora se lo conoce como el mundo del caos. Era el mundo primario, el mundo primigenio, y en él vivía… —El bufón titubeó un instante— gente, supongo. Un día, uno de ellos descubrió un secreto, que las sombras de su mundo eran criaturas vivientes, aunque de un tipo bastante diferente. Las sombras son las semillas, los prototipos de otros mundos. Y si un hombre averiguaba cómo controlarlas, cómo «bailar» con ellas, podía coger cualquier sombra del caos y construir un nuevo mundo con ella. Un mundo propio. O, al menos, podía intentarlo. Tal vez no todos pudieran conseguirlo. No todo el mundo era capaz de hacer esto, sólo uno de cada cien millones, o puede que doscientos, pero en aquellos tiempos de antaño, eran mucho más numerosos que ahora. A quienes poseían el don de crear mundos a partir de las sombras se los llamaba Bailarines de las Sombras.
Me estremecí.
—¿Pretendes decirme que puedo coger cualquier sombra y crear un mundo como Siala de la nada?
—Niégalo cuanto quieras, Harold, pero eres el Bailarín y no puedes escapar de ello de ningún modo. Y en cuanto a las sombras, la respuesta es no, no puedes. Ya te lo dije. Sólo se pueden crear universos nuevos con las sombras del mundo del caos. Las de nuestro mundo son sólo las sombras de las sombras de las sombras de las sombras del mundo primigenio. Están muertas y ya no saben bailar.
—Pero si estuviera en el mundo del caos, ¿podría hacerlo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? A fin de cuentas no es más que un cuento de hadas y tú no sabes viajar entre los mundos…
—Por lo que doy gracias a Sagot —dije con un suspiro de alivio—. Continúa, oigamos unas cuantas mentiras más…
—¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Los Bailarines cogían las sombras y miles y miles de mundos aparecían gracias a ellos. Pero al crear estos mundos, los Bailarines se llevaban un poco de su propio mundo, hasta que llegó un momento en que el mundo del caos pereció. Ya no quedaban sombras en él. Sólo lo ocupaban la oscuridad y el fuego del Tiempo Elemental. La gente lo abandonó y pobló otros mundos, así que el camino hasta el mundo primario cayó en el olvido. Ninguno de los Bailarines de entonces intentó salvar el mundo del caos, a pesar de que habrían podido. ¿Para qué? Con tantos universos nuevos e insólitos a su disposición, ¿por qué tratar de restaurar un viejo montón de basura?
—¿En qué piensas, Harold? —preguntó Miralissa, que había guardado silencio hasta entonces.
—En el bromista que creó nuestro mundo. Así que, Kli-Kli, ¿dices que el mundo del caos ya no se puede restaurar?
—No. El camino a él se ha olvidado. Y aunque hubiera un modo de llegar hasta allí, haría falta una sombra de aquel mundo para insuflarle vida.
Me acordé de las tres sombras femeninas que bailaban sobre las moradas lenguas de fuego y me pedían que salvara su mundo. Sentí un hormigueo en las tripas. ¿Y si el bufón estaba diciendo la verdad? ¿Podía haber algo de cierto en su cuento de hadas?
—¿Por qué me cuentas todo esto? Ya tengo bastantes problemas para conciliar el sueño por las noches. ¿Y dónde encaja la Casa del Poder en la historia?
—Esto sólo son los prolegómenos… Para serte sincero, Haroldcito, la verdad es que no sé nada sobre las Casas… Según mi abuelo, había cuatro grandes Casas y, teóricamente, fueron creadas por el mismo Bailarín que dio vida a nuestro mundo. Pero nadie sabe por qué las creó. Los libros de los trasgos ni siquiera insinúan la razón.
—Pero se mencionan en los Anales de la Corona —dijo Miralissa, sumándose de nuevo a la conversación—. En las primeras páginas de las crónicas hay un pequeño párrafo referente a las Casas. Eran cuatro en total, totalmente distintas entre sí: la Casa del Amor, la Casa del Dolor, la Casa del Miedo y por último, la más importante de ellas, la Casa del Poder. Se dice que quienes las han visitado se vuelven inmortales. Por muchas veces que los mates, más tarde o más temprano renacen en la Casa del Amor. Quien ha estado en las Casas sólo puede morir para siempre cuando está en una de ellas. Pero no sé en cuál.
—¿Y para qué las crearon?
—Debes entender que nada de esto lo sabemos con certeza y sólo podemos elucubrar. Ése breve párrafo de los Anales, escrito por una mano desconocida, ha provocado controversias entre nuestros historiadores durante miles de años. Se han escrito volúmenes enteros sobre el tema, pero ¿qué fiabilidad pueden tener? Sólo sabemos que el que pasa por las cuatro grandes Casas deja de ser un hombre, un elfo o un enano y se convierte en algo totalmente distinto. No tengo ni la menor idea de lo que ocurre en las Casas del Amor, el Dolor y el Miedo. Lo único que sabemos es que quienes están en la Casa del Poder son extraordinariamente hábiles con la magia… o, más bien, con su manifestación inicial, el chamanismo. Y no sé nada más, Harold.
—¿No sabéis nada más? —repetí como un eco—. ¿Y eso es lo que me ocultabais? ¿Una idea estúpida sobre la supuesta creación de nuestro mundo y una serie de deducciones basadas en un párrafo minúsculo? ¿Ése es el mayor y más terrible secreto de los trasgos y los elfos?
Me hacía gracia. En cualquier taberna podías oír una historia mejor que ésa. E incluso mucho más plausible que la que me habían contado Kli-Kli y Miralissa.
—Ésta información es muy peligrosa —me reprendió la elfa con delicadeza—. Sobre todo en las manos apropiadas. Si se enteraran de que pueden ser más grandes que los dioses y crear sus propios mundos…
—Disculpadme, mi dama, pero eso es una sarta de tonterías.
—Te dije que era demasiado pronto y que no entendería nada —dijo el trasgo lanzando una mirada de reproche a la elfa—. La Orden nos pagaría un carromato lleno de oro por la historia que acabamos de contarte.
—Lo que demuestra que los Hechiceros no son demasiado inteligentes —respondí.
—Bah, serás bobo —dijo el bufón con irritación, y se marchó.
Pensé que estaba reaccionando de manera un poco exagerada a mi escepticismo.
—Puede que lo entiendas en algún momento, más adelante, Harold —suspiró Miralissa mientras se ponía en pie.
—Esperad —le dije—. ¿Por qué creíais que podía saber algo sobre la Casa del Poder?
—Eres el Bailarín de las Sombras… Pero no me hagas caso. Simplemente, he cometido un error.
—¿Y el Amo? ¿Por qué habéis decidido que el Amo está en esa Casa del Poder?
—Su magia es muy característica… Tú no lo entenderías, Harold, no estás instruido en magia chamánica. Las cosas que nos atacaron en los Yermos de Hargan, la magia que destruyó el pontón… Son totalmente diferentes a nuestra magia… Ése tipo de cosas sólo se pueden crear con la ayuda de la legendaria Casa del Poder.
Se alejó caminando delicadamente sobre la hierba húmeda y yo me quedé solo. Para pensar.
Después de lo que me habían dicho la elfa y el trasgo, había más acertijos que antes, no menos.
* * *
Ranneng estaba tapizado de flores. Rosas dulces y fragantes de todos los colores posibles habían invadido la ciudad entera. Las celebraciones estaban en su segundo y ruidoso día y los que aún se tenían en pie habían salido a las calles para cantar a gritos y bailar en círculos, atracarse con la comida gratuita dispuesta sobre las mesas y regarla con el vino o la cerveza que brotaba de los barriles en auténticos torrentes. La ciudad entera estaba disfrutando y cantando. Siempre había sido así y siempre lo sería. Una vez al año, a finales de agosto, toda su población glorificaba a los dioses.
Las voces que cantaban y gritaban, las carcajadas y la música, las fragancias del vino, del pan recién hecho y de la carne asada, todo se entremezclaba formando una atmósfera de festiva y jovial dicha.
Jock Imargo caminaba por la calle con una sonrisa en la cara.
Era un hombre alto y joven de anchos hombros, mandíbula firme, ojos castaños, pelo negro como la noche y una sonrisa traviesa. Irradiaba una sensación de confianza y vitalidad.
La gente lo reconocía y lo saludaba con la mano, le gritaba, lo invitaba a unirse a su grupo, a tomar una jarra de cerveza o a sumarse a alguna danza estrafalaria. Era difícil no fijarse en él: alto y fuerte, con un carcaj de flechas en la cadera y un potente arco de dos metros en las manos. ¿Quién no conocía a Jock Imargo, el favorito de todo el mundo, el arquero vencedor de los cuatro últimos torneos reales?
—¡Eh, Jock, ven aquí!
—¡No, aquí!
—¡Jock, baila un poco conmigo! ¡Oh, Jock!
—¡Mirad qué mozo más guapo, chicas!
—¡Jock, hoy es el torneo real! Buena suerte.
—¡Eh, Jock! ¡Vamos a tomar una cerveza!
—¡Venga esa mano, Jock!
Él sonreía, asentía, movía la mano en respuesta a sus saludos, pero no se detenía. En aquel momento no estaba interesado en jarras de cerveza rebosantes de espuma ni en jóvenes bellezas. A las cinco en punto de aquel día iba a convertirse en campeón del torneo real por quinta vez consecutiva y sólo entonces podría relajarse y celebrar su éxito.
Aún era muy ponto. El comienzo del torneo no estaba previsto hasta después de mediodía y la prueba de tiro con arco comenzaría hacia la mitad, antes de las justas entre los caballeros, y justo después del gran combate y de la competición de los espadachines. Jock aún disponía de algo de tiempo y en aquel momento estaba siguiendo la llamada de su corazón.
Había tanto bullicio en la calle de las Frutas como en cualquier otra parte de la ciudad. La gente seguía llamándolo y le daban palmadas en el hombro, pero él declinaba educadamente sus invitaciones.
Se detuvo junto a una tienda de gran tamaño en la que se vendían frutas y verduras, empujó la puerta y entró. La campanilla tintineó a modo de saludo para avisar al dueño de que había entrado un nuevo cliente. Pero claro, era fiesta y en los días de fiesta no se trabajaba. El centro de la estancia lo ocupaba una mesa rodeada de gente que bebía cerveza.
—¡Ah, Jock, muchacho! —dijo uno de los hombres sentados allí, saludándolo con la mano—. ¡Cuánto me alegro de verte! Ven, pasa, no seas tímido. Eh, que alguien le sirva una cerveza al chico.
—Gracias, maese Lotr, pero es mejor que no. Hoy tengo que mantener la cabeza despejada.
El tendero se dio una palmada en la frente.
—¡Lo había olvidado! ¡Qué memoria la mía! Bueno, dime, muchacho, ¿lo vas a volver a hacer?
—Al menos voy a intentarlo —respondió Jock.
—Dedícame una diana —dijo el rollizo Lotr mientras ofrecía a Jock un melocotón.
—Hoy no te va a ser fácil, chico —graznó el posadero cuyo establecimiento compartía una pared con la tienda de maese Lotr—. ¡Vas a tener competencia de verdad!
—No digas más tonterías, cabeza de pudín. ¿Dónde van a encontrar a alguien capaz de hacer frente a Jock Imargo? —preguntó Lotr mientras levantaba su jarra de cerveza.
—En ninguna parte entre los hombres, pero entre los elfos… Yo no apostaría por Jock, y espero que me disculpes, chico…
—¿De qué diablos hablas, por los dioses? ¿Qué elfos? —preguntó Lotr con una risilla.
—Pues los de toda la vida. Elfos oscuros perfectamente normales, con colmillos y todo. Que son mucho más hábiles que los hombres con el arco.
—¿Pero qué tienen que ver los elfos con el torneo, por la oscuridad? —intervino el dueño de una carnicería.
—¿O sea, que no te has enterado? ¿No sabes que hoy llega una delegación de elfos oscuros para ver al rey, de la casa de la… cómo era… de la casa de la Rosa Negra? ¿Y sabéis quién la dirige? El príncipe heredero de esa casa, cuyo nombre sólo la oscuridad sabe cómo se pronuncia. El mismo príncipe que ha expresado el deseo de participar en el torneo y en la competición de tiro con arco, para ser más exactos. Razón por la que creo que esta vez lo vas a pasar mal, muchacho. Ésos elfos no son fáciles de batir.
—Ya veremos —dijo Jock con un gesto de indiferencia. En realidad no daba mucho crédito a los rumores que corrían por la ciudad—. Maese Lotr, ¿dónde está Lia?
—En el jardín. Sal a verla —respondió amigablemente el padre de la chica.
Una vez que Jock se hubo marchado, el posadero sonrió y preguntó:
—¿Habéis visto cómo se ha puesto cuando le he contado lo del elfo?
—Ah, tonterías. Jock es un buen chico, ni se ha inmutado.
—Tú lo conoces mejor, Lotr. Es tu hija a la que persigue, no la mía —rio el posadero mientras se levantaba de la mesa. El orondo paisano no tenía nada más que hacer allí, ya había dicho lo que le habían ordenado que dijera y el Amo estaría satisfecho.
Maese Lotr tenía reputación de ser un tendero adinerado. Vender fruta de ultramar era un negocio fructífero, pues suministraba las mesas de muchos nobles de la ciudad, así como la del rey. El dinero entraba en su casa a espuertas, así que no había nada de extraño en que el patio interior de la tienda se hubiera transformado en un jardín de flores con tres fuentes de suave murmullo. Una chica estaba sentada a un banco junto a una de ellas.
Estaba atareada bordando un tejido blanco en el que ya habían florecido una amapola roja y una campánula azul celeste. Había un chico de unos siete años sentado a su lado, que jugaba con un barquito en la fuente.
—¿Lia? —llamó Jock.
Ella levantó la mirada de su labor, con esa sonrisa que a él le gustaba tanto.
—¡Jock! ¡Cuánto me alegro de verte!
—No pensarías que me había olvidado de ti, ¿no? —preguntó él.
—No, pero el torneo real es hoy y tienes que estar allí.
—Tus ojos me importan mucho más que cualquier torneo.
Lia bajó la mirada con recato y sonrió. Luego dejó la labor a un lado, se puso en pie con grácil elegancia y cogió una fresa de un gran plato de fruta.
—¿Quieres?
—Gracias, tu padre me ha dado un melocotón. —Le mostró la suculenta pieza de piel sedosa.
—Es una pena, porque está muy buena —dijo la chica mientras mordía la madura fresa.
—Voy a ganar este torneo para ti, Lia —dijo Jock mientras se sentaba con el hermano pequeño de ella, que estaba totalmente absorto jugando con un barquito.
—¡Ah, Jock! ¿Pero no has oído lo que dicen sobre ese elfo?
—Sí. Pero con elfos o sin ellos, voy a ganar el torneo para ti. En esta ciudad todo el mundo sabe que la hija de Lotr, Lia, es la chica más hermosa de Ranneng. ¡Ningún príncipe desviará mis flechas de la diana!
Lia arrancó una flor de uno de los parterres y comenzó a arrancarle los pétalos.
—¿Qué estás haciendo?
—Leer el futuro. Para ver si hoy vas a ganar.
—Pero si eso es sólo una flor…
—Tienes razón —dijo ella con un suspiro—. Estoy muy nerviosa. No tiene sentido confiar en una estúpida florecilla. ¡Lun, Lun, ven!
—¿Qué pasa? —preguntó el hermano de Lia, enfadado, mientras dejaba de jugar un momento.
—Corre, ven, Jock nos va a enseñar cómo dispara el arco.
El niño abandonó inmediatamente sus juegos y corrió hacia ellos.
—Toma esta manzana. ¿Ves la estatua del soldado ahí, al final del jardín? Pincha la manzana en su lanza y vuelve aquí.
—Enseguida —dijo Lun mientras echaba a correr para hacer lo que le decía su hermana.
—¿Qué haces? —preguntó el joven arquero con sorpresa.
—He pedido un deseo. Si le das a esa manzana, es que vas a ganar el torneo real.
—Está más cerca que la diana del torneo —dijo Jock sacudiendo la cabeza.
—¡Oh, vamos, por favor! ¡Hazlo por mí! —suplicó Lia.
Jock sonrió y asintió. Se puso el guante, colocó la cuerda en su poderoso arco y sacó una flecha del carcaj. Una de las suyas. Los penachos eran morados con rayas blancas. Todo el mundo sabía qué aspecto tenían las flechas de Jock Imargo. Lun volvió corriendo, una vez colocada la manzana en posición, un puntito verde en la punta de la lanza de la estatua.
Jock colocó una flecha en la cuerda, tiró de ella con suavidad, contuvo el aliento y soltó con la misma delicadeza. La cuerda golpeó su guante con un fuerte chasquido y la flecha salió disparada con un zumbido furioso. Un segundo después, partió la manzana por la mitad y se perdió de vista en el jardín.
—¡Hurra! —gritó Lun con alegría mientras daba saltos arriba y abajo.
—¡Ah, bien hecho! —exclamó Lia entre aplausos de felicidad—. Vas a ganar el torneo. ¡Es el destino! ¿Adónde vas?
—A recoger la flecha.
—¡Aguarda! —Lo cogió de la mano, se puso se puntillas y le susurró al oído—: Déjala. Te la devolveré esta noche.
Él le dirigió una mirada de dichosa sorpresa. Lia sonrió, le dio un beso en la mejilla y dijo con una voz que era como un arrullo:
—¡Y ahora vete! Ésta noche celebraremos tu triunfo.
Jock se disponía a decir algo, pero la chica le puso un dedo en los labios, esbozó de nuevo su encantadora sonrisa y volvió a la fuente sin mirar atrás. Jock titubeó un instante y finalmente abandonó el jardín. Era hora de preparar el torneo y Lia quería que ganase.
La muchacha esperó unos cinco minutos y luego volvió a dejar el bordado y cruzó el jardín. Recogió la flecha que se había clavado en el suelo y la examinó con detenimiento.
Excelente. Lun estaba ocupado con su barquito y su padre con sus amigos, así que nadie la echaría de menos en un rato.
Tenía que llevar la flecha lo antes posible y luego habría una recompensa del Amo para ella. Esbozó la sonrisa que tanto gustaba a Jock.
* * *
—¿Qué piensas de esta ciudad, Eroch? —preguntó Endargassa.
—Es un lugar bárbaro, tresh Endargassa —respondió con tono deferente el veterano guardia que cabalgaba junto al príncipe.
Eroch era un elfo de la vieja escuela y su actitud hacia los humanos era sumamente desdeñosa. Endargassa no estaba de acuerdo con su viejo amigo y k’lissang. Las casas de los elfos oscuros tenían que mantener relaciones con los humanos. Por muy extraños, incultos, agresivos y traicioneros que fuesen. Tenían poder, y sólo sus guerreros, en combinación con los elfos, serían capaces de acabar con los orcos.
Y por esa razón, los líderes de las nueve casas oscuras, reunidos en cónclave, habían decidido que era el momento de unir las fuerzas de los hombres y los elfos en un solo ejército para hacer frente a quienes tenían la osadía de hacerse llamar los Primogénitos. Por esa razón, el hijo mayor del jefe de la casa de la Rosa Negra había acudido a Valiostr con una misiva formal para el monarca. Por ello mismo, el hermano menor de Endargassa había partido en una misión similar al Reino Fronterizo.
—Te equivocas, Eroch. Los hombres son poderosos y sin ellos nunca lograremos acabar con nuestros parientes. —No era la primera vez que Endargassa iniciaba esta conversación.
—Puede que sean poderosos, tresh Endargassa, pero también son avariciosos, crueles y muy peligrosos. Destruiremos a los orcos sin su ayuda.
—Miles de años de guerra con los Primogénitos demuestran que eso no es cierto, mi querido Eroch. Nuestras fuerzas están igualadas y nadie consigue imponerse al otro. El ejército de los hombres es la fuerza que podría alterar el curso de siglos de guerra a nuestro favor.
—Los hombres luchan en formaciones cerradas, usan caballería y no están acostumbrados a hacer la guerra en los bosques. Al menos, la mayoría de ellos.
—Pues entonces habrá que echar a los orcos de los bosques —dijo Endargassa con un gesto de indiferencia.
—Antes de enviarnos aquí, vuestro padre debería haberse acordado de La leyenda del oro blando —dijo Eroch con un suspiro.
—«Defiende tu casa tú mismo», ¿no? —citó el príncipe—. Claro. Lo recuerdo bien. Pero sólo es una canción. Y los sucesos que narra nunca ocurrieron en realidad.
—Claro, tresh Endargassa, claro. Pero la leyenda expresa la sabia enseñanza de que no se puede confiar en los hombres. Una vez acabasen con los orcos, vendrían a por nosotros.
Endargassa se limitó a sonreír. No se podía decir que Eroch fuera un decidido partidario de la alianza con los humanos.
—Los hombres pueden ser peligrosos. ¡Y ni siquiera os habéis puesto la armadura! —Las últimas palabras del guardaespaldas tenían un evidente tono de reproche.
Endargassa vestía una camisa de liviana seda con una rosa negra bordada en el pecho y, desde luego, parecía vulnerable entre los cuarenta y nueve guerreros de su escolta, con sus relucientes armaduras de metal azulado.
—Si deseas cocerte en un traje de metal con este calor, es cosa tuya —dijo Endargassa—. Además, contigo aquí, ¿qué podría sucederme?
Eroch no dijo nada y se limitó a adoptar una expresión aún más sombría mientras observaba con sus ojos amarillos la multitud de humanos que se había congregado en las calles para observar a sus honorables invitados.
—Y ahí está nuestro comité de recepción —dijo Endargassa al ver un grupo de veinte jinetes embutidos en armadura pesada que galopaba hacia su grupo.
—¡Tresh Endargassa, en nombre del glorioso rey Stalkon del Corazón Roto, es un honor para mí daros la bienvenida a vuestros compañeros y a vos a la capital de Valiostr! —declaró uno de los jinetes de armadura blanca y verde—. Soy el conde Pelan Gelmi, capitán de la guardia real, y tengo instrucciones de escoltaros a palacio.
—Muy bien —dijo el elfo con un cabeceo—. Os seguimos, mi señor Gelmi.
Los caballeros asintieron y emprendieron la marcha. Los jinetes obligaron a abrirse a la festiva multitud para hacer sitio a sus honorables invitados. El señor Gelmi tiró de las riendas de su montura y se situó paralelamente al príncipe.
—Como ya habréis advertido, tresh Endargassa, hoy es un día festivo en nuestra ciudad. Por eso las calles están tan llenas de gente.
—Y yo que pensaba que se habían congregado aquí para darme la bienvenida… —bromeó el elfo.
—Naturalmente, eso también —respondió el señor Gelmi, azorado—. ¿Estáis al corriente de que hoy celebramos nuestro torneo anual? Su majestad os invita a uniros a él en el palco real.
—Desde luego.
—Al final del torneo, nuestros arqueros pondrán a prueba su destreza. Dicen que tenéis una puntería soberbia, tresh Endargassa. ¿No queréis participar en el torneo?
—No, gracias —dijo el príncipe con una pequeña sonrisa en los labios—. Creo que no sería del todo honora…
Hubo un movimiento brusco en el aire y una flecha alcanzó a Endargassa en el cuello. El elfo se balanceó, se llevó las manos a la garganta, soltó un jadeo y cayó a la calle desde su montura.
Los elfos oscuros blandieron sus s’kashes y los hombres sus espadas. La multitud se dispersó en todas direcciones, atropellándose unos a otros, y alguien corrió hasta el cuerpo con la intención de detener la hemorragia, pero ya era demasiado tarde. Endargassa, príncipe heredero de la casa de la Rosa Negra, estaba muerto.
—El tirador está en el tejado —gritó alguien.
—¡Los humanos pagarán la muerte de mi señor! —rugió Eroch mientras abrazaba con fuerza el cadáver del príncipe contra su propio cuerpo.
El conde Pelan Gelmi estaba pálido y aterrorizado. Se encontraba en medio de cincuenta elfos oscuros, torvos y furiosos, que acababan de perder a su noble señor.
«Si no hacemos algo, correrá la sangre», pensó.
—¡Chuch! ¡Corta las calles! ¡Brakès, corre a galope a llevar la noticia al rey! ¡Por la oscuridad, encontrad a ese tirador! ¡Que no escape ni un ratón! ¡Paru, que venga toda la guardia! ¡No os quedéis ahí! ¡Haced algo!
Los hombres corrieron a cumplir las órdenes recibidas, mientras el conde desmontaba y se inclinaba sobre el elfo muerto. Eroch estaba arrodillado en medio de un charco de sangre, con su s’kash tendido a su lado. Había roto y extraído la flecha del cuello de Endargassa y los dos fragmentos, ahora inofensivos, yacían sobre la sangre.
—Si no encontráis al asesino, nosotros mismos nos cobraremos venganza por la muerte del tresh Endargassa —dijo Eroch con amargo odio.
El conde recogió los fragmentos de la flecha. Los vistosos guantes de su uniforme de gala se mancharon de sangre.
—¡Chuch!
—Sí, mi señor. —Uno de los caballeros acudió a galope y tiró de las riendas de su caballo.
—¿Reconoces esto? —preguntó el conde a su lugarteniente mientras le ponía el fragmento delante de las narices.
—S-sí… —Chuch parecía tan sorprendido como el conde—. Ésa flecha…
—Creo que habremos capturado al asesino de vuestro señor en menos de una hora —lo interrumpió Gelmi mientras se volvía hacia Eroch.
—Esperaremos… una hora.
* * *
Aún faltaba al menos una hora para el comienzo del torneo real, pero Jock ya se dirigía a paso vivo hacia el campo de justas, donde se celebraría la competición principal. Por un lado sentía curiosidad por saber quién iba a ganar el combate general y, por otro, tenía que prepararse, comprobar el viento e inspeccionar la zona donde se celebraría la prueba.
Algo raro sucedía al avanzar por la calle que llevaba al campo, pero Jock no pudo averiguar lo que era. Entonces se dio cuenta: ¡era la gente! ¡Había muy poca para el día del torneo! Por alguna razón, los ciudadanos no acudían corriendo para ocupar sus asientos en los bancos y disfrutar de los combates.
Todo el mundo estaba hablando de algo que había sucedido cerca de la puerta Embarrada. Al parecer habían matado a uno de los elfos, pero Jock estaba totalmente concentrado en la victoria que quería obtener y no le preocupaba nada más. Durante la última hora, lo único que había visto el arquero en su mente había sido la diana roja y blanca en cuyo centro tenía que clavar no menos de ocho flechas.
Recorrió los últimos cien pasos que lo separaban del final de la calle y del comienzo del recinto del torneo. Todo el mundo parecía haberse evaporado. No había ni un alma a la vista, aparte de unos soldados de la guardia real situados frente a él. Jock frunció el ceño. Primero, ¿qué estaban haciendo esos soldados allí, donde no solía haber más que la guardia municipal? Y segundo, eran muchos más de los necesarios.
Había al menos veinte a pie, la mitad de ellos con lanzas y la otra mitad con ballestas. Y otros diez a caballo, con armadura completa y aire beligerante. Jock asumió que el caballero de armadura blanca y verde estaba al mando. Al menos, su impedimenta era la más elaborada.
Los hombres aguardaron en silencio mientras se aproximaba. Nadie dijo nada y nadie se movió. Jock frenó el paso y se quedó boquiabierto: las banderolas del torneo y el pendón real, azul y gris, ondeaban a media asta.
—¿Es que ha muerto el rey? —murmuró asombrado.
Eso explicaría por qué nadie se dirigía al torneo y la gente parecía tan preocupada y aterrada.
Las expresiones de los guardias eran secas y tensas. Jock se acercó a los hombres que le bloqueaban el paso y se dirigió a uno de ellos, con el que había bebido cerveza varias veces:
—Tramur, ¿qué pasa aquí?
—¡Mirad, pero si ha venido a nosotros! —dijo el soldado con una sonrisa ladeada, mientras agarraba su lanza aún con más fuerza—. ¡Suelta el arco, alimaña!
—¿Qué pasa? —dijo Jock, sorprendido. Miró al caballero de blanco y verde, pero éste no dijo nada.
Tramur golpeó a Jock en el estómago con el astil de la lanza. El joven se retorció de dolor y soltó el arco. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se quedó sin aliento.
El segundo golpe cayó sobre su cuello y la superficie de la calle se balanceó, se elevó y lo embistió con fuerza en plena cara. La boca se le llenó de sangre, una neblina arremolinada le nubló los pensamientos y, mientras trataba de preguntar por qué estaban golpeándolo, alguien le propinó un puntapié debajo de las costillas que lo hizo caer sobre los adoquines.
Lo apalearon largo rato en silencio. Trató de protegerse la cabeza con las manos y se hizo un ovillo como un feto en el vientre de su madre, pero no pudo escapar a los golpes. No había sitio donde esconderse. Seguían cayendo sobre él como una lluvia. Potente, dolorosa, desesperada.
El arquero ya no podía saborear la sangre de su boca, porque era demasiado abundante. El ruido de sus oídos se fue volviendo espeso y apagado, como una ciénaga embarrada. Hasta que finalmente, alguien gritó:
—¡Ya es suficiente! ¡Que paréis, digo! Los elfos no quieren un cadáver.
Jock no oyó nada más después de esto. Se hundió en el amparo del olvido.
Pasó los siguientes días sumido en una neblina de aturdimiento. Despertaba en una angosta celda, una auténtica caja de piedra, donde tres hombres de rostro aburrido, con el emblema de los Hombres de Arena del rey, le hacían extrañas y aterradoras preguntas.
Al principio, Jock trató de explicarse, de decirles que era inocente, pero entonces las palizas comenzaron de nuevo. Nadie quería escucharlo.
Lo único que querían los Hombres de Arena era una confesión. Sin ella, los elfos oscuros, que estaban locos de furia, provocarían un baño de sangre. Luego comenzaron las torturas. Llegada la tercera sesión se vino abajo y confesó todas las atrocidades que se le atribuían. Ya no le importaba lo que le pasara, mientras lo dejaran en paz al menos un tiempo.
Su rostro se había convertido en una masa sanguinolenta a base de golpes, tenía la nariz rota en varios puntos, los dedos destrozados, varias costillas partidas y el cuerpo entero cubierto de magulladuras y cortes. Apenas podía moverse cuando lo arrojaban sobre el jergón de paja empapado de orines de su celda. Lo único que alcanzaba a hacer era respirar, sollozar y quedarse dormido.
A veces se abría la puerta de la celda y recibía visitas. En tales momentos gemía de manera lastimera y silenciosa, porque comenzaban a golpearlo de nuevo. Finalmente regresó el olvido y durante más de una semana estuvo al borde de la muerte.
Pero no lo dejaron morir. Un Hechicero de la Orden los ayudó a traerlo de vuelta desde las sombras.
Soñaba a menudo. En sus sueños visitaba un lugar lejano, muy lejano a la caja de piedra en la que le había arrojado algún canalla. El arquero no recordaba ninguno de sus sueños, salvo uno…
En este sueño, un guardia venía, abría la puerta de la celda y le decía con una sonrisa de alegría que sabía que Jock era inocente y que el crimen era obra de los senadores del Amo. El Amo estaba esperando… Al despertar, Jock lloraba y se retorcía sobre el jergón. Y luego volvía a quedarse dormido.
Después de eso llegó un juicio muy rápido del que apenas podría recordar nada. Sólo una luz brillante en sus ojos, las pálidas manchas de caras y más caras y numerosas voces que hablaban. Le preguntaban algo y él respondía… Un hombre mostró al juez su carcaj y luego sacó una flecha que estaba rota y cubierta de sangre por alguna razón.
—No soy culpable —susurró Jock. Pero nadie lo escuchaba mientras el escribano de la corte arañaba el papel con su pluma—. Fueron los siervos del Amo…
El conde interrogó a maese Lotr, que estaba colorado, sudoroso y tan aterrorizado que balbuceaba y miraba a su alrededor al hablar… Sí, Jock estuvo en mi casa aquel día… Sí, se molestó al enterarse de que el príncipe de los elfos, que descanse en la luz, iba a participar en el torneo… Sí, había algo extraño en su mirada… ¿Por qué no me di cuenta en el momento, viejo estúpido de mí?
Y había otros… Amigos, conocidos, familiares… Sí, quería ganar… Sí, podría haber perdido ante el elfo… Sí, siempre había sido un hombre vanidoso y malicioso. ¡Sí, una terrible desgracia!
Y luego llegó Lia. Sí, Jock le había dicho que haría lo que fuese para ganar aquel día… Después de eso no quiso oír nada más. Sus labios rotos no hacían más que murmurar una palabra:
—Lia… Lia… Lia.
Todo concluyó muy deprisa. Todo: su confesión firmada, la flecha con la sangre, el testimonio de una docena de testigos… La corte suprema no tardó en llegar a la única conclusión posible.
Cuando descendió el mazo de madera y el viejo y flaco juez de túnica negra y absurda peluca blanca pronunció la solitaria palabra «culpable», Jock vio que el elfo que había pasado todo el juicio sentado como una estatua de piedra lo miraba y sonreía. Al instante se mojó los pantalones. Aquélla sonrisa lo aterraba mucho más que todas las palizas que le habían propinado los humanos.
* * *
No lo ejecutaron. Hicieron algo mucho peor: se lo entregaron a los elfos oscuros. Un elfo viejo, de ojos amarillos y apagados y el cabello tan reseco como la paja, el mismo que lo había aterrado hasta tal punto durante el juicio, se hizo cargo personalmente de él.
Lo arrojaron en un carromato con grilletes en los pies y se lo llevaron de Ranneng.
Para Jock, el viaje hasta Zagraba fue una solitaria e ininterrumpida jornada presidida por el chirrido de las ruedas, la presencia del cielo sobre la cabeza, las voces guturales de los elfos y el dolor. Éste regresaba todos los días para morder su carne como unas pinzas al rojo vivo tan pronto como se hacía la oscuridad y los elfos se detenían para pasar la noche.
Era entonces cuando Eroch acudía al prisionero y sacaba su cajita de agujas de acero. El elfo nunca decía nada, pero siempre, después de la tortura, Jock pensaba que había llegado el momento y era hora de morir. Y esperaba su muerte con dichosa expectación.
Pero los elfos tenían mucho cuidado de no perder a su prisionero como consecuencia de la tortura. Cuando el dolor se hacía absolutamente insoportable, cuando amenazaba con expandirse hasta hacerle reventar la cabeza, aparecía un chamán elfo para aliviarlo de su sufrimiento. Y a la noche siguiente todo se repetía. Día tras día, Jock sufría un tormento insufrible: moría maldiciendo a los dioses, volvía a la vida, sollozaba y volvía a morir. Una pesadilla sin final…
No recordaría mucho sobre Zagraba… Hojas verdes, arroyos tintineantes, frío y dolor… Lo llevaron a alguna parte, se lo mostraron a alguien, centenares de rostros élficos con colmillos, un viejo elfo con una diadema negra en la cabeza, silencio y más dolor…
* * *
Por alguna razón, allí todos los árboles crecían del revés. Lo mismo que la hierba. Y el sol se ponía en el suelo. Los elfos caminaban boca abajo en el suelo, con las cabezas hacia abajo.
Durante mucho tiempo no logró entender lo que estaba sucediendo. Sólo lo comprendió al ver que la sangre que brotaba lentamente de un corte que tenía en la mejilla resbalaba hacia su frente en lugar de hacia su barbilla y luego ascendía en dirección al suelo, que estaba encima de su cabeza.
Era muy sencillo: estaba colgado cabeza abajo de un árbol, con los pies atados a una gruesa rama. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Una hora? ¿Un día?
Se hizo la oscuridad y la noche cayó sobre el bosque, y las estrellas se encendieron entre las copas de los árboles, bajo su cabeza.
Nadie lo custodiaba. No había necesidad. Nunca podría escapar de la cuerda-telaraña élfica y además, ¿cuán lejos podría llegar un hombre torturado casi hasta la muerte en medio de un bosque desconocido?
El arquero volvió a sumergirse en el olvido, tratando de sobreponerse al dolor. Lo despertó un suave susurro en la hierba y, al abrir los ojos, vio una oscura silueta femenina.
«Una elfa», pensó.
La figura no dijo nada y tampoco él. Sólo sentía indiferencia y ya se había acostumbrado al hecho de que muchos elfos acudieran sólo para mirarlo. Que mirara todo lo que quisiera mientras no le pegase. De repente, la elfa se echó a reír.
—¿Quién… sois?
Le costó formar las palabras, porque llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie. La mayoría del tiempo no había hecho más que aullar de dolor.
—Pobre criatura —susurró la mujer.
—¿Lia? ¿De verdad eres tú? —dijo con voz entrecortada, incapaz de dar crédito a sus oídos.
—¿Lia? Bueno, puedes llamarme así si te place —dijo ella al tiempo que salía de las sombras a la luz de la luna.
Estaba tan hermosa como en el jardín, aquel día maldito en el que mataron al príncipe de los elfos. Cabello castaño claro, ojos azules, pómulos altos, labios carnosos…
Lia. Su Lia. La que lo había traicionado.
—Pero… ¿Cómo?
¿Cómo podía estar allí su novia, tan lejos de casa, en el corazón mismo de la comunidad de los elfos?
—Los servidores del Amo pueden hacer cosas mucho más complicadas que ésa.
—¿El Amo? ¡No soy culpable! ¡Nunca podría haberlo hecho!
—Lo sé —dijo ella con una sonrisa.
—Lo sabes… Y entonces, ¿por qué no dijiste nada? Tienes que decírselo a los elfos, tienes que explicárselo…
—Ya es tarde. Los elfos no escucharán a nadie, están demasiado sedientos de venganza. No se preocuparán de averiguar si eres culpable o no hasta dentro de varios meses, por lo menos. Pero, por desgracia, no tienes tanto tiempo. Los elfos han decidido hacer una excepción contigo. La Hoja Verde te espera mañana.
Jock se retorció en la cuerda y comenzó a balancearse como un péndulo. Sollozó de terror. No quería morir así.
—Pero tienes una alternativa, bobo. —Lia se le acercó y él captó el aroma de su perfume de fresas—. O los elfos oscuros dan ejemplo contigo con una forma de ejecución que hasta ahora sólo habían usado con los orcos o…
—¿O? —repitió Jock como un eco.
—… o te conviertes en un fiel servidor del Amo.
Estuvo hablando durante mucho tiempo y al terminar, Jock dijo una sola palabra:
—Sí.
El odio ardía en sus ojos.
La chica sacó un puñal curvo élfico de entre los pliegues de su vestido, se puso de puntillas y le rebanó el cuello con un suave movimiento.
La cálida catarata se derramó sobre su pelo, su cara, su cuello y su vestido. Permaneció inmóvil, aceptando este terrible bautizo de sanguinolento rocío… y sonriendo. Cuando todo hubo terminado, la chica miró el cuerpo que colgaba delante de ella y dijo:
—Volverás a nacer, esta vez en la Casa del Amor, ¡y te convertirás en el primero y el más devoto de sus servidores!
Un momento después, el claro del bosque estaba vacío, aparte del cuerpo muerto de un hombre que se columpiaba lentamente suspendido de una cuerda.
* * *
—Has pasado mala noche. ¿Más pesadillas? —me preguntó Kli-Kli mientras se envolvía en su capa para protegerse del gélido aire matutino.
—Ajá —respondí de mala gana mientras daba una vuelta en la manta.
—¿De qué se trataba esta vez?
—Jock Trae Inviernos.
—¡Vaya! ¡Cuéntamelo! —dijo el trasgo con avidez.
—¡Déjame en paz, Kli-Kli, ahora mismo no tengo tiempo para ti! —Tras la conversación del día anterior alrededor de la fogata y mi último sueño, tenía muchas cosas en que pensar.
Kli-Kli soltó un gruñido de frustración y se marchó para incordiar a Ciendelámparas, que estaba ensillando los caballos.
Aquélla mañana el tiempo volvió a empeorar y comenzó una llovizna. Las gotas eran tan finas que casi no se podían ni ver.
Al menos no era un aguacero como el de días anteriores. Estábamos todos hasta el mismísimo gorro de aquella dichosa lluvia. Es difícil decir que era peor: aquel calor que atontaba o la húmeda miseria de la lluvia.
El fuego se había apagado totalmente durante la noche y la fina llovizna había terminado de extinguir las brasas que habían quedado. No tenía sentido encender una nueva fogata, porque nos llevaría demasiado tiempo. Comimos un poco de carne fría de ave que Ell había cazado el día antes y nos pusimos en camino.
La desapacible y fría llanura, salpicada de lomas, se extendía más y más sin que se alcanzara a divisar su final. Las nubes y la penumbra nos hacían sentir a todos muy deprimidos. Al cabo de una hora y media de galope, Alistan condujo el grupo por un viejo camino, medio borrado y apenas visible entre los charcos.
—Debe de haber una aldea unas tres leguas más allá —dijo Ell.
—Tenemos que conseguir provisiones y comprar caballos —dijo Alistan Markauz con un gesto de asentimiento.
—Si es que los venden —respondió Ell con tono de duda.
—Los campesinos necesitan todos los animales que tienen —señaló Panal.
—Ya veremos cuando lleguemos allí —dijo Alistan y prosiguió la marcha en cabeza del grupo.
Comenzamos a avanzar con mayor lentitud. Los cascos de los caballos chapoteaban en el lodo y en los charcos, donde parecía hervir el agua de lluvia. Una mortaja cubría el mundo y nuestra vista sólo alcanzaba cien o ciento cincuenta metros por delante.
El camino comenzó a bajar por la ladera de otra colina. El agua fluía en grandes regueros que iban a desembocar en una enorme superficie encharcada, que parecía que nos obligaría a nadar de nuevo. Los caballos estaban metidos en el agua hasta las rodillas. Nos perdimos porque no podíamos ver el camino y terminamos en un viejo e inundado cementerio.
La parte superior de las lápidas sobresalía del agua como pequeños islotes. Galopamos entre ellas, tratando de conducir a los caballos en fila india para que, Sagot mediante, no cayeran en un pozo profundo que pudiera estar oculto bajo el agua.
—¿Y ahora dónde estamos? —preguntó Panal con tono desesperanzado, hablando para sí.
—En la tierra de los muertos, ¿es que no te das cuenta? —murmuró Hallas, que no entendía que algunas preguntas son simplemente retóricas.
—¿Qué hará un cementerio en un sitio como éste, que se inunda con tanta facilidad? —preguntó Panal mientras lanzaba una mirada de indiferencia a un ataúd medio sumergido que pasaba flotando a nuestro lado: era evidente que había salido de una tumba reciente.
—La aldea ya está cerca —respondió Marmota mientras movía el borde de su capucha para proteger a Invencible de la lluvia.
—Cuanto antes mejor —dijo Deler, cuyo gorro había quedado reducido a una masa informe y empapada—. Quiero estar a cubierto, en un sitio cálido, con un fuego, vino especiado, una cama mullida y todos los placeres de la vida.
—No creo que puedas encontrar una posada aquí, en estas tierras, ni más allá. Da gracias si nos dejan pasar la noche en el granero —respondió Marmota mientras se limpiaba las gotas de lluvia de la cara.
—La lluvia va a seguir todo el día —dijo Mero con voz ronca, al tiempo que trataba de colocar a su caballo en paralelo a Abejita.
—¿Quieres terminar en una tumba? Retrocede o avanza —le contesté.
Me dirigió una mirada colérica desde debajo de su capucha y tiró de las riendas de su montura.
El cementerio terminó tan bruscamente como había empezado. Algo parecido a un camino apareció bajo el agua y ascendió hasta la cima de la siguiente loma.
Sólo tardé un instante en cogerle ojeriza a la aldea. Unas cincuenta casas chatas de madera, levantadas a lo largo del muro formado por un negro bosque de abetos. Campos empapados y despejados, denso lodo en las calles, humo procedente de las chimeneas sobre los tejados y lluvia para completar el cuadro. Todo aquello alimentaba los negativos sentimientos que me inspiraba el lugar.
Un muchacho que caminaba hacia nosotros con un cubo lo dejó caer sobre el lodo al ver a nuestro grupo y echó a correr gritando. Mero maldijo entre dientes, aparentemente sin darse cuenta de que una comitiva de hombres armados a caballo aparecidos de repente tras una cortina de lluvia bastaría para aterrorizar a cualquier hombre adulto y mucho más a un niño de diez años.
Al llegar al centro de la aldea, todos los lugareños se habían resguardado de la lluvia y las calles estaban desiertas. Las gotas caían desde los tejados, tamborileaban sobre nuestras capuchas y chapoteaban en los charcos. Nos rodeaban sus suaves susurros. Un hombre grande y fornido, armado con un hacha, salió de una de las casas y nos miró alarmado.
—¿Cómo se llama este pueblo? —le preguntó Panal.
—Alto Nutrias —respondió el campesino con tono sombrío mientras jugueteaba nerviosamente con su hacha—. No queremos problemas.
—Y no los vais a tener. ¿Hay alguna posada en la aldea?
—Todo recto, a unos doscientos metros. La casa gris con el cartel. No tiene pérdida.
Panal le ofreció un cabeceo de agradecimiento como respuesta y picó espuelas. Continuamos en la dirección que nos había indicado. Incapaz de resistirme, eché una mirada atrás, pero el campesino del hacha ya había desaparecido.
La posada era tan deprimente y poco impresionante como el resto de las casas de Alto Nutrias. Había un cartel de latón colgado sobre la puerta, pero no pude distinguir lo que decía. Era demasiado viejo, la pintura se había caído hacía siglos y el posadero no se había molestado en volver a pintarlo.
—Esperad aquí —dijo Alistan Markauz mientras desmontaba de un salto y le tendía las riendas a Marmota—. Vamos, Panal.
Entraron en la casa y los demás nos quedamos fuera, empapándonos bajo la lluvia. Deler no dejaba de rezongar sobre fuegos y comida caliente. Hallas le pidió al enano que guardara silencio con un comedimiento impropio de él.
Alistan y Panal regresaron entre cariacontecidos y furiosos.
—La posada no está abierta, no podemos pasar la noche aquí. En la aldea nadie vende nada y menos que nada caballos. Tienen menos de una docena.
—¿Y si insistimos? —inquirió Egrassa.
—Creo, primo mío, que no sería un buen modo de granjearse el cariño de los hombres —respondió Miralissa al elfo.
La expresión de Egrassa dejó bien claro lo que pensaba sobre el cariño de los hombres.
—¿Pero van a dejarnos pasar la noche en alguna parte o no? —los interrumpió Mero—. ¡Estoy más que harto de esta lluvia!
—Todos estamos hartos de la lluvia —dijo Panal con su vozarrón mientras montaba en su caballo—. Mi señor Alistan, ¿y si tratamos de buscar un sitio en una de las casas? Puede que alguien se avenga a alojarnos por… no sé… unas cinco monedas de oro.
—No merece la pena correr el riesgo. El posadero dice que estas tierras pertenecen a Balistan Pargaid.
Marmota maldijo en voz alta.
—Vámonos de aquí.
Pero antes de que hubiéramos recorrido ni cien metros, una multitud bloqueó la calle. Una multitud hostil, furiosa y silenciosa. Casi todos los habitantes de la aldea estaban allí y muchos de ellos enarbolaban horcas, hachas, guadañas, mayales o simples maderos.
—¡Vaya! —trinó el bufón en voz queda.
Volví al instante la mirada: dos carromatos bloqueaban el camino. Muy inteligente.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Alistan Markauz.
El hombre del hacha al que habíamos visto antes salió de la multitud.
—¡No queremos problemas!
—¡Nos vamos del pueblo, dejadnos pasar!
—¡Con gusto, pero antes tendréis que tirar las armas y darnos los caballos!
—¿Cómo? —rugió Hallas y balanceó el azadón en el aire—. Ningún gnomo le entrega su arma a una manada de campesinos rabiosos y apestosos. ¡Nunca!
La multitud comenzó a cuchichear amenazadoramente mientras avanzaba hacia nosotros.
—Nos abriremos paso —dijo Alistan Markauz mientras azuzaba a su caballo en la grupa con la parte plana de la espada.
El enorme caballo de guerra se abalanzó sobre los hombres y atropelló a los que marchaban por delante. La hoja destelló y repelió el golpe de un mayal. Los campesinos aullaron y echaron a correr en todas direcciones.
Azucé a Abejita para no quedarme rezagado. Nuestro grupo atravesó las filas de los campesinos como un cuchillo caliente la mantequilla. Los que eran demasiado lentos para apartarse de un salto fueron pisoteados.
Uno de los mozos estuvo a punto de clavarme una horca en el costado. Pero Hallas le abrió la cabeza en dos con su azadón antes de que yo tuviera tiempo ni de sentir miedo. Un segundo después había dejado atrás la turba y picaba espuelas desesperadamente mientras inclinaba el cuerpo y lo pegaba al cuello de Abejita.
Los gritos amenazantes quedaron detrás y pasamos como una exhalación junto a la hilera de las deprimentes y grises casas, ansiosos por salir de aquella aldea maldita lo antes posible. Me pregunté qué mosca les habría picado. Había una especie de encrucijada delante de nosotros, donde unos quince hombres se interponían en nuestro camino. Sin embargo, al contrario que los campesinos, estos hombres estaban armados con lanzas y arcos. Y mucho mejor vestidos… de lana y acero.
Alistan se desvió con su caballo hacia la izquierda, más allá del alcance de las lanzas levantadas en su dirección. Miralissa logró incinerar a uno de nuestros enemigos con un hechizo. Mientras los demás pestañeaban y gritaban de terror, nuestro grupo pasó como una flecha en pos de Alistan. Yo galopaba el último, inmediatamente detrás de Hallas, y vi pasar las afiladas puntas de las lanzas a escasos diez centímetros de mi cara. Abejita se encabritó sobre las patas traseras y relinchó. De milagro no me arrojó de la silla al lodo.
—¡Oh, maravilloso! —rugió Mero al ver que el camino de la izquierda también estaba bloqueado por lanceros.
Haciendo un esfuerzo, conseguí que Abejita siguiera al caballo de Fisgón. Tendríamos que escapar juntos. En aquel momento cabalgábamos en dirección contraria a nuestros compañeros. Oí el tañido de los arcos tras de mí y una de las flechas pasó silbando junto a mi oreja y fue a clavarse en la grupa de la montura de Mero, que galopaba por delante. El animal se encabritó y lanzó a su jinete al suelo.
—¡Dame la mano! —grité mientras, inclinado sobre la silla, corría hacia él.
Fisgón me agarró la mano y dio un salto. De un tirón, lo ayudé a subirse a Abejita y una vez allí se me agarró como una sanguijuela.
—¡Tenemos que salir de aquí! ¡Vamos!
No tendría que pedírmelo dos veces. Las flechas volvieron a acercarse silbando, pero esta vez fallaron. Cruzamos a galope la aldea entera sin encontrarnos con nadie más a un lado o a otro.
Sólo detuve a Abejita cuando Alto Nutrias quedó muy detrás de nosotros, escondida tras la cortina de lluvia.
—Qué gente tan poco amistosa. ¿Por qué estaban tan furiosos con nosotros?
—Podríamos volver y preguntárselo —dijo Mero mientras desmontaba de Abejita de un salto.
—Tenemos que encontrar a los demás.
—¿Con esta lluvia? No lograrías verlos hasta que no tropezaras con ellos.
—¿Y qué sugieres tú?
—Diría que huyéramos como alma que lleva el Sin Nombre, si no estuviéramos tan cerca de la frontera. Pero aquí no se llega muy lejos sin ayuda.
Desmonté de Abejita y me volví hacia él.
—Te equivocas. Tenemos que encontrar a los demás lo antes posible. La aldea está en esa dirección. Sólo tenemos que rodearla para dar con nuestros compañeros.
—¿Los dos en un solo caballo? —dijo mientras se volvía y lanzaba una mirada pensativa en dirección a Alto Nutrias.
Entonces fue cuando lo vi.
Dos flechas sobresalían de la espalda de Mero. Astiles gruesos como dedos, con penachos blancos. Una de ellas estaba clavada debajo de su omóplato izquierdo y la otra bastante más abajo y a la derecha. El corazón y el hígado. Nadie puede sobrevivir con heridas así. Pero Fisgón no parecía sentir dolor ni notar la presencia de las flechas, aparte de que no había una sola gota de sangre en su ropa.
—Bueno, ¿qué te parece? ¡Harold, que te estoy hablando!
—¿Qué?
Algo debía de verse en mi mirada, porque Mero entornó los ojos, me observó fijamente y preguntó:
—¿Qué sucede, viejo amigo?
—Sabes… —dije con cautela—. Al final resulta que esos perros sí tenían buena puntería.
—¿Por qué dices eso? Seguimos vivos, ¿no?
—Tienes dos flechas clavadas en la espalda. ¿No las sientes?
Sin apartar los ojos de mí, tanteó su espalda hasta encontrar una de las flechas y entonces soltó una risilla siniestra.
—¡Por la oscuridad! Si supieras en qué momento tan inoportuno ha sucedido esto —dijo con una sonrisa tortuosa y entonces, inesperadamente, apareció detrás de mí y me golpeó en el plexo solar.
Mientras Abejita relinchaba de terror y retrocedía, yo me retorcí sobre mí mismo y caí al suelo.
—Lo único que tenía que hacer era vigilaros y decirle a la mujer dónde estabais —dijo Fisgón con tono lastimero—. Ahora el Amo me castigará.
Sentí que el corazón me daba un vuelco.
Mero ya no tenía ojos. Donde tendrían que haber estado las pupilas y los iris, había ahora un mar de oscuridad. Sus ojos eran los mismos que los del hombre de la prisión del Amo.
El puñal saltó a mi mano por propia iniciativa y le hundí la larga hoja en las tripas, pero él no hizo el menor sonido. Ni siquiera vi cómo me golpeó. Simplemente, el dolor estalló en mi pecho, por debajo de la cota de malla, y volví a verme en el suelo.
—Mira —dijo Fisgón con tono de hastío mientras se sacaba el puñal del estómago y lo sopesaba en la mano—. La verdad es que los hombres de Markun sí que me arrojaron al agua bajo el muelle aquel día, cuando os robé el dinero a For y a ti. Tuve mala suerte. Estar muerto no es una buena cosa, Harold. Pero el Amo me devolvió la vida. Me convirtió en un Sin Alma y lo único que tenía que hacer era vigilarte. Bueno, ¿qué vamos a hacer contigo?
¡Zing! Una flecha negra lo alcanzó en el corazón.
¡Zing! Una flecha en la garganta.
¡Zing! Una flecha en el vientre.
Ell, a no menos de diez metros de nosotros, disparaba metódicamente una flecha tras otra.
¡En vano!
—No es tan fácil matarme —gruñó Mero mientras se abalanzaba sobre el elfo—. ¡Llevo mucho tiempo esperando esto!
Ell tiró el arco al suelo y desenvainó el s’kash de su hombro. Mi cuchillo era mucho más corto que la hoja curva élfica, pero eso no pareció preocupar lo más mínimo a Fisgón, que saltó sobre el elfo como un huracán de primavera.
Respiraciones entrecortadas, el destello de las hojas, el tintineo del acero contra el acero. Mero perdió el brazo a partir del codo, pero continuó atacando. Ni una gota de sangre brotó del muñón y sus ojos negros se mantuvieron inmutables.
Lo alcancé en la nuca con un virote de mi ballesta y el proyectil le atravesó la cabeza de un lado a otro. Pero esta pequeña molestia no pareció distraer al Sin Alma.
Entonces recordé lo que el Mensajero le había dicho a Lafresa.
—¡Ell! —grité mientras recargaba la ballesta—. ¡La cabeza! ¡Córtale la cabeza!
Mero rugió, dio la espalda a su adversario y corrió hacia mí con el cuchillo preparado. El elfo se le echó encima desde atrás, la espada curva cortó el aire con un silbido y separó la cabeza del que fuese mi amigo de su cuerpo.
La cabeza cayó sobre el barro y se alejó rodando. El cuerpo, cosido a flechazos, agitaba desesperadamente de un lado a otro el brazo que le quedaba, con el propósito de alcanzarnos con el cuchillo. El infecto monstruo seguía vivo y aún era peligroso.
Ell saltó sobre la cabeza y le asestó sendas puñaladas en los ojos negros con una daga que había sacado de su bota. Sonó como si se hubiera roto una cáscara de huevo y el cuerpo se convulsionó violentamente una vez más antes de desplomarse sobre un charco y quedar inmóvil.
Sin perder un instante, el elfo corrió hasta el cuerpo y, sacando de nuevo el s’kash, comenzó a segar brazos y piernas. Yo seguía en el mismo sitio, con la ballesta bajada, cuando Ell me devolvió mi puñal. Lo cogí exhausto, lo examiné por todos lados y volví a guardarlo en su vaina. No había una sola gota de sangre en la hoja.
—Nunca me gustó. —Los ojos amarillos de Ell centellearon.
—¿Qué era esa cosa? —pregunté estupefacto.
—Una especie de necrófago creado a partir de un cadáver. Un sirviente muy fiel. Piensan, hablan, pueden comer y recuerdan todo lo que les sucedió antes de morir. Es casi imposible distinguirlos de la gente normal. Pregunta a Miralissa si quieres saber más y tanto te interesa. Hemos tenido suerte de que no hiciera nada durante el viaje.
—¿Cómo nos encontraste?
—Ya te lo he dicho, nunca me gustó —respondió Ell—. Coge tu caballo y vámonos. La lluvia está empeorando.
Llamé a Abejita con un silbido. Era un truco que me había enseñado Kli-Kli. El animal seguía aterrado y miró de hito en hito el cadáver tirado sobre el charco, pero acudió a mi llamada.
—Gracias —le dije mientras me subía a la silla—. Hoy me has salvado el pellejo.
Su única respuesta fue un gesto de asentimiento. Yo pasé sobre el cuerpo del Sin Alma y no miré atrás una sola vez en todo el camino de regreso hasta nuestro grupo.