10
El río Negro
Según mis cálculos, eran como mucho las cuatro de la mañana, pero en El Búho Sabio reinaba una actividad frenética con los preparativos de la marcha. Al entrar a galope en el patio de la posada, vimos que Hallas y Deler discutían furiosamente mientras cargaban las monturas para el viaje.
—¡Harold, sabía que lo conseguirías! —dijo Tío mientras me daba una amigable palmada en el hombro.
Gracias a la magia chamánica de la elfa, el ballestazo recibido por el sargento en el hombro se había curado por completo.
—Bueno, en realidad no he sido yo —dije.
—Espera un momento, ladrón, por favor —me llamó Markauz.
—Cógela —dijo Miralissa tendiéndome la Llave—. Es mejor que la tengas tú.
La última vez que me había dado la reliquia para que la guardara me había negado, pero en aquel momento… Puede que lo mejor fuese que la llevara conmigo.
Sin decir palabra, me la colgué del cuello y la oculté debajo de la ropa.
—Lafresa ha tratado de romper los vínculos, pero no lo ha logrado —le conté a la elfa.
—Era de esperar. No sería fácil romper los vínculos con el Bailarín de las Sombras. El Amo aún no sabe que las profecías de los trasgos han empezado a cumplirse.
—¿De modo que das crédito a las paparruchas que va soltando ese bobo? —pregunté con amargura.
—¿Y por qué no? —respondió la elfa mientras se echaba la trenza por encima del hombro—. Hasta el momento no han dejado de cumplirse una sola vez.
Tío se acercó a nosotros.
—Mi señor Alistan, tresh Miralissa… Todo listo, podemos partir.
—Bien. ¡Maese Quild!
—¿Sí, dama Miralissa? —dijo el posadero mientras se acercaba correteando.
—¿Os habéis encargado de todo?
—Sí, tal como me dijisteis. —Quild comenzó a enumerar las tareas con los dedos—. He enviado a los empleados a casa durante dos semanas y he dicho a todos mis parientes que se ausenten de la ciudad. Voy a cerrar la posada y me marcharé yo también. Nunca os he visto o, más bien, sí os he visto, pero no tengo la menor idea de lo que estáis haciendo. No es nada importante…
—Exacto, maese Quild. No os demoréis, marchaos lo antes posible. No quiero que os veáis metido en esto. Y tomad, por las molestias.
El posadero aceptó una bolsa llena de monedas y le dio las gracias con efusividad.
—Permitidme que os dé un consejo, dama Miralissa. Mejor salid por la puerta Embarrada. Nunca las cierran de noche y por una moneda, los guardias olvidarán haberos visto.
—Muy bien, eso es lo que haremos. Y ahora… ¡adiós!
Quild volvió a inclinarse, nos deseó buen viaje y entró de nuevo en la posada para terminar con sus propios preparativos.
—Por una moneda se olvidarán de nosotros, pero por dos se les aclarará la memoria —dije sin hablarle a nadie en concreto.
—Bien pensado, ladrón. Que maese Quild crea que vamos a salir por la puerta Embarrada. No le hará ningún daño, ni tampoco a nosotros. Pero intentaremos hacerlo por la puerta de las Festividades.
Mero, sentado en el porche, observaba nuestros preparativos con curiosidad. Que la oscuridad se me lleve, me había olvidado por completo de él.
—Tu caballo —dijo Ell mientras le ofrecía las riendas a Fisgón.
—Gracias, pero confío mucho más en mis propios pies. Volveré a casa caminando. Harold, ¿tienes un momento? Quisiera decirte algo.
Ell le cortó el paso.
—Tendréis tiempo de sobra para hablar más adelante. Te vienes con nosotros.
—¿Con vosotros?
—¿Con nosotros? —pregunté, boquiabierto—. ¿Y por qué razón, en el nombre de la oscuridad, va a venirse con nosotros? ¡Eso es lo último que necesitamos en este momento!
—En eso estamos totalmente de acuerdo, Harold. Yo también creo que tu amigo debería quedarse aquí. A ser posible enterrado bajo las cochiqueras, pero la tresh Miralissa no es de la misma opinión.
—¡Maldita sea! —exclamé a todo pulmón. La verdad es que no me gustaba en absoluto la idea de viajar en el mismo grupo que Mero. Pero, desde luego, tampoco quería que lo asesinaran.
—Es muy sencillo, maese Mero —dijo la elfa de la casa de la Luna Negra—. No podemos dejaros aquí como si tal cosa.
—Empezarías a parlotear —continuó Ell—. Y no queremos que pase eso.
—Os prometo que seré una tumba.
—Los hombres hacéis muchas promesas, pero mantenéis muy pocas. Aunque en una cosa sí tienes razón. Si decides quedarte, hablarás tan poco como una tumba…
No hacían falta más explicaciones: la alternativa era entre un viaje a caballo en nuestra compañía o un puñal curvo élfico en la garganta.
—¡Harold! ¡Diles algo!
—Lo siento, pero no hay nada que yo pueda hacer —dije sacudiendo la cabeza con pesar—. Creo que lo mejor para todos será que nos acompañes.
«Miralissa tiene razón. Aunque Fisgón no empiece a hablar por ahí, los hombres del conde podrían encontrarlo… Desde el punto de vista de los elfos, lo mejor sería matarlo, pero como yo respondo por él, han decidido hacer una excepción».
—¡Esto es una locura! ¡Debió de ser el Sin Nombre el que me impulsó a cruzarme en vuestro camino! —dijo Mero y escupió furiosamente al darse cuenta de que no había forma de evitarlo y tendría que viajar con nosotros—. ¿Y se puede saber adónde vamos?
—No necesitas saberlo, humano. Súbete a la silla y mantén la boca cerrada. Y si se te pasa por la cabeza la idea de escapar, recuerda: estaré a tu lado en todo momento.
Ell le había cogido muchísimo «aprecio» a mi amigo desde el primer momento.
—¡Eso me pasa por ayudar a la gente! —exclamó el truhán, aún furioso, mientras subía a la silla. Cosa que hizo, debo decir, con bastante torpeza.
—No te lo tomes tan a pecho, podría haber sido mucho peor —lo consolé.
Abejita me acercó el hocico en busca de alguna chuchería sabrosa, pero como no llevaba nada en el bolsillo, me encogí de hombros.
—Ten —dijo Marmota mientras me daba una manzana.
El caballo engulló la fruta y me lanzó una mirada esperanzada de reojo, esperando más.
—¡Harold! —dijo Kli-Kli al tiempo que se me acercaba galopando. Montado sobre su enorme corcel negro parecía un pequeño morón—. ¿Crees que podrías devolverme mi medallón?
—Ah, claro. —Me había olvidado del pequeño amuleto de Kli-Kli—. Ten. Gracias.
—Ni lo menciones. —El trasgo se lo colgó del cuello—. Bueno, entonces, ¿listo para el camino?
—No.
—Te entiendo —dijo el bufón con una carcajada—. Noches al raso y engrudo cocinado por Hallas. No es una perspectiva demasiado halagüeña, ¿verdad?
No tuve ocasión de responder, porque en aquel mismo momento apareció Deler cubriendo al trasgo color esmeralda de improperios.
—¡Kli-Kli! ¿Eres tú el que se ha llevado la última botella de vino?
—Harold, creo que yo me marcho ya —dijo el bufón apresuradamente—. ¡No, yo no he cogido nada! ¿Para qué iba yo a querer tu «Cumbres de Asmina»?
—Y entonces, ¿cómo sabes cómo se llama? —preguntó el enano taladrándolo con la mirada.
—Oh, se me acaba de ocurrir.
—Kli-Kli, detente… ¡Detente, te digo! ¡Ah, maldita alimaña ladrona!
Pasara lo que pasara, Kli-Kli nunca cambiaba y siempre se mantenía fiel a su espíritu.
Cruzamos las puertas de las Festividades sin el menor contratiempo. Los adormilados guardias nos las abrieron con la máxima solicitud de que eran capaces y nos dejaron salir de la ciudad sin hacer una sola pregunta sobre las razones de tan apresurada partida en mitad de la noche.
El oro entregado en las manos del cabo fue mucho más eficaz que cualquier salvoconducto con el sello del consejo municipal.
Cubrimos la distancia entre Ranneng y el Iselina en los dos días siguientes, galopando como posesos con la intención de interponer la máxima distancia posible entre nosotros y cualquier posible perseguidor enviado por el conde Balistan Pargaid.
El camino por el que marchábamos estaba muy concurrido. Había viajeros y artesanos que se dirigían apresuradamente a Ranneng y que volvían desde Ranneng, así como hileras de carromatos que transportaban toda clase de mercancías para su venta. A cada legua del camino encontrábamos un pueblo, así que no tuvimos que pernoctar al raso.
Mero estaba muy taciturno. Siempre tenía a Ell o a Tío detrás. Por suerte, a mi viejo amigo no se le pasó por la cabeza la idea de escapar. Era muy consciente de los riesgos. Cuando pregunté si de verdad iba a acompañarnos Fisgón hasta Hrad Spein, Miralissa respondió que encontraría algún lugar para dejarlo.
—Hay muchos puestos fronterizos y fortalezas en la frontera. Puede esperar allí hasta que regresemos y luego podrá irse donde le plazca.
No le dije a Mero lo que había decidido la elfa. No creo que le hubiesen alegrado demasiado las noticias.
A las cinco de la tarde del segundo día llegamos al Iselina.
Vi por primera vez la resplandeciente serpentina del río cuando estábamos aún en el bosque. El sol se reflejaba sobre el agua y los destellos caían directamente sobre mis ojos entre los árboles. Y la vista cuando salimos a campo abierto me dejó sin aliento, simplemente.
Nuestro grupo estaba sobre una loma baja frente a la amplia banda del río. Durante nuestro viaje había visto arroyos y ríos en abundancia, tanto grandes como pequeños. Pero ninguno de ellos se podía comparar al Iselina.
Lo que había ante mis ojos era la madre de todos los ríos del norte. Ancho, largo y profundo, nacía en algún lugar lejano, donde los arroyos que fluían desde las montañas de los Enanos se congregaban formando un poderoso y siseante torrente que cruzaba el bosque de Zagraba y desembocaba en el mar de las Tormentas, en el lejano sudeste.
Se veía una aldea más adelante, en el camino. No lejos de ella, las almenas de un poderoso castillo se alzaban al sol.
—Marmota —le dije al Corazón Salvaje—. ¿Qué sitio es éste?
El guerrero me dirigió una mirada extraña y respondió:
—Boltnik.
—¿Ése Boltnik?
—Sí.
Todo el mundo recuerda la matanza de Boltnik, que consumió una cuarta parte de nuestro ejército durante la Guerra de la Primavera. Los hombres estaban acantonados frente al Iselina, esperando a que las tropas de asalto de los orcos comenzaran a cruzarlo. En ese momento nadie sabía que cincuenta leguas corriente arriba, los Primogénitos habían atravesado la retaguardia de los humanos y empujado a éstos hacia Ranneng. Entonces atacaron por la retaguardia a los que estaban esperando en Boltnik.
La hueste de Zagraba inmovilizó a los hombres contra el rio, mientras, la otra orilla estaba teñida de negro por las incontables hordas de arqueros orcos. Casi nadie logró escapar de la trampa, sólo unos pocos que consiguieron huir por el agua o romper el cerco. Después de aquello, los hombres comprendieron que los elfos habían elegido muy bien el nombre del río: Iselina significa «Río Negro». Pero en aquellos días funestos, el río no fue de ese color; se tiñó de rojo con la sangre de los hombres y los Primogénitos.
En lugar de llevar el grupo a la aldea, Alistan decidió esquivarla, dejando las casas blancas con tejados de teja roja a la derecha. En realidad nadie quería entrar en un lugar habitado por fantasmas.
Anguila y Arnkh fueron los únicos que entraron en la aldea para preguntar por el pontón de la orilla, mientras los demás esperábamos en un pequeño soto junto al agua, a poca distancia de Boltnik.
El aire junto al río olía a hierba húmeda. La orilla estaba cubierta de juncias y juncos y los sauces llorones tendían sus hojas verde-plateadas sobre la superficie del agua.
Un par de tábanos, de los que Kli-Kli llamada «moscardones», comenzaron a revolotear alrededor de los árboles y el trasgo se puso a cazarlos.
Desde donde estábamos, la otra orilla parecía muy lejana. Habría apostado a que no podíamos ganarla a nado. Los árboles del otro lado parecían minúsculos, del tamaño de la mitad de mi dedo índice.
—¿Qué miras, Harold? ¿Nunca habías visto un río antes? —dijo Hallas mientras se sentaba en cuclillas a mi lado y encendía la pipa.
—Tan grande como éste, no.
—Si quieres saber mi opinión, es mejor no ver ninguno. Ríos significa barcos. ¡Y odio los barcos!
—Por si no te has dado cuenta, a nuestro gnomo, aquí presente, le da muchísimo miedo el agua —me explicó Panal, que estaba de pie a nuestro lado.
—¡Los gnomos no le tenemos miedo a nada! ¡Lo que pasa es que los barcos no son para nosotros!
—Sólo los azadones son para los gnomos —resopló Deler—. ¡No te pongas nervioso, Afortunado! Llegarás al otro lado sin sufrir demasiado. En cualquier caso, no es un barco, es un pontón.
—¡En otras palabras, un barco grande! —dijo Hallas, huraño, mientras exhalaba un anillo de humo.
—Es que se marea —rio Panal.
Hallas comenzó a fumar con más ganas aún, mientras miraba con ojos lúgubres la superficie de agua.
—¡Lo peor no es el mareo! Yo no sé nadar —nos informó Kli-Kli con insufrible orgullo.
—¿Nada de nada? —preguntó Hallas mirando al bufón.
—¡Sé nadar tan bien como un hacha! Pero no tengo miedo.
—¡Pamplinas, ya os he dicho que los gnomos no le tenemos miedo a nada! —dijo Hallas mientras Anguila y Arnkh volvían a nuestro lado.
—No podemos irnos aún, mi señor —dijo Arnkh. Su cabeza pelada estaba cubierta de sudor—. Hoy es una especie de fiesta del pueblo. Nadie trabaja, los dos pontones están parados y todo el mundo está borracho. Tendremos que quedarnos en esta orilla del río hasta mañana por la mañana.
—¡Ah, por la oscuridad! —maldijo nuestro comandante.
Nos trasladamos a un lugar más cercano al pontón para asegurarnos de que seríamos los primeros en cruzar a la otra orilla por la mañana. Las dos estructuras de madera con enormes remos, aseguradas con gruesas cadenas, se encontraban aproximadamente a media legua de Boltnik. Estaban separadas por unos cien metros y pertenecían a dos personas completamente distintas.
Encontramos a uno de los pontoneros. El viejo estaba sentado en su casa, a la orilla del río, y dijo que no nos llevaría al otro lado ni por todo el oro de Siala.
—Los peones están de celebración. ¿Quién va a tirar de las cadenas? Volverán esta noche, dormirán la mona y luego no hay razón para que no lleven a unos elegantes caballeros como vosotros al otro lado del río a primera hora de la mañana —graznó.
—Ten cuidado, abuelo, o nos vamos a la competencia.
—Pues idos, caballeros. No seré yo quien os retenga. Aunque no os servirá de mucho, lo juro por todos los dioses. Allí están igual. Nadie trabaja hasta mañana. Hoy es día de fiesta.
Eso sí, el tozudo anciano estuvo encantado de dejar que Markauz, Miralissa y Egrassa usaran su casa. El pontonero tenía los ojillos entornados de satisfacción al volver al pueblo acompañado por el tintineo de las monedas que llevaba en el bolsillo.
—Esto es una estupidez —dijo Mero—. ¿Cómo alimentan a sus familias? Aparte de lo lejos que está del pueblo, tiene a la competencia al lado.
—No estés tan seguro —dijo Tío con una risilla—. Los pontones transportan constantemente mercancías que se dirigen al Reino Fronterizo, además de soldados que deben cruzar el río. El ejército paga bien…
—El vado más próximo está a cuarenta leguas al norte de aquí. Boltnik es la última población de cierta entidad de la región —dijo Arnkh—. En la otra orilla sólo hay pequeñas aldeas y castillos dispersos.
No teníamos lechos blandos para dormir y debíamos pasar la noche a la orilla del río. Los Corazones Salvajes se lo tomaron con tranquilidad: ellos habían pasado noches enteras en las tundras nevadas de las Tierras Desiertas, donde sólo una fogata y una manta impiden que un hombre muera congelado, de modo que ¿qué problema podían tener en dormir al aire libre a la orilla de un río u otro? Pero Mero protestó con voz de miseria:
—¡No sólo me arrastráis hasta algún lugar misterioso, sino que me convertís en pasto de los mosquitos por el camino! ¡Ah, por la oscuridad! —De una palmada en la frente acabó con varios de los pequeños chupasangres a la vez.
Fisgón tenía razón en eso: simplemente, el aire estaba a rebosar de ellos. Los pequeños monstruos aparecieron justo antes de caer la tarde y organizaron un espectacular festín. Todo el rato se oían maldiciones y palmadas ensordecedoras. Los mosquitos caían por docenas, pero es evidente que aquello no desalentaba en modo alguno a sus hambrientos camaradas. Y como no soplaba ni la menor brisa, nada alejaba a los minúsculos vampiros del río.
Kli-Kli se ofreció a utilizar un útil hechizo chamánico que, según él, borraría de la faz de Siala a todos los mosquitos en diez leguas a la redonda, pero al acordarnos de cómo había destruido la casa de los seguidores del Sin Nombre con su pequeño ovillo, le dijimos al bufón dónde podía meterse su maravillosa idea.
Los chupasangres continuaron con su banquete. Lo que más furioso me ponía era que se empeñaban en metérseme en las orejas y en la boca con sus repulsivos e incesantes zumbidos. Finalmente, hasta la paciencia de Ell se agotó y fue a pedir ayuda a Miralissa. Al volver arrojó un poco de polvo a la fogata que habíamos hecho con maderos del pontonero y un intenso olor a hierbas se propagó a nuestro alrededor. Los mosquitos comenzaron a morir por centenares y, en cuestión de pocos minutos, nuestro sufrimiento había cesado.
Estaba empezando a oscurecer y la superficie del río comenzaba a parecer un espejo negro, sobre el que se reflejaban las nubes que flotaban por el cielo. Pocos momentos después, el sol poniente lanzó sus últimos rayos sobre la suave superficie de agua, que se encendió como bronce fundido. Hubo un chapoteo entre los juncos cercanos.
—Ha sido un pez. Debe de haber un lucio cazando cerca —dijo Tío con un suspiro.
—Pues yo no le haría ascos a una sopa de pescado —respondió Arnkh, mientras fruncía los labios con expresión soñadora—. Estoy harto de la porquería de Hallas.
—¡No te la comas si no te gusta! —replicó el gnomo en respuesta al último comentario del guerrero.
—No te ofendas, Afortunado. Seguro que también a ti te gustaría un poco de pescado —respondió Arnkh de buen humor mientras metía los pies en el agua—. ¡Ooh! ¡Está tan templada como leche recién ordeñada!
—Aquí lo de menos es lo que me apetezca. De dónde iba a sacarlo, ésa es la cuestión.
—¡Pues podemos pescar! —dijo Kli-Kli, invadido de repente por una idea brillante—. ¡No he ido de pesca en toda mi vida!
—¿Y de dónde sacamos la caña?
—Ah, la caña no es problema. Cogemos un poco de cuerda, un par de clavos, algo de cebo y lo lanzamos lo más lejos posible. Puede que pique algún pez atontado —dijo Tío mientras se mesaba la barba.
—¡Probemos! Vamos a probar, ¿eh? —dijo Kli-Kli, y comenzó a bailar.
—¡Tío! —exclamó Deler, que estaba alimentando a los caballos—. Haz lo que dice Kli-Kli.
—De acuerdo. Pero mientras yo preparo la caña, que él busque el cebo.
—¡Inmediatamente! ¡Lo haré ahora mismo! —gritó el encantado trasgo y echó a correr para empezar a buscar.
—Es como que un niño —rio Mero entre dientes mientras se sentaba a mi lado—. No servirá de nada, con una caña como ésa sólo se pueden pescar ranas.
—No estés tan seguro. ¡Cuando yo era pequeño, sacaba besugos de este tamaño con cañas como ésa! —dijo Tío abriendo muchísimo las manos.
—Ya está bien de parloteo, venid a la fogata, la comida está lista —nos llamó Hallas.
Casi habíamos vaciado la cazuela cuando el bufón de su majestad apareció junto al fuego.
—¡Tira eso! —gruñó Marmota mientras se apartaba todo lo posible del trasgo—. ¡Está empezando a apestar!
—Pues claro que apesta —dijo Kli-Kli con deleite sosteniendo el gato muerto delante de sí.
—¿Dónde lo has encontrado?
—En una zanja junto al camino. Parece que un carromato lo atropelló. Hace mucho. En serio. Hasta tiene gusanos en los ojos. ¡Mirad!
—Que nos quitas el hambre —dijo Mumr apartando su plato.
—¿Y queréis que lo tire sin más? Me habéis dicho que necesitábamos un cebo —replicó el pequeño y verde pillastre, parpadeando con aire confuso.
—¡Pero no un gato muerto! ¡Piensa un poco, Kli-Kli!
—Espera, Ciendelámparas —dijo Tío mientras limpiaba la cuchara con la lengua—. Tampoco arriesgamos nada, ¿verdad?
—Sólo nuestras tripas —intervino Hallas haciendo esfuerzos por no mirar el pequeño y maltrecho cadáver de la criatura—. Díselo tú, Deler.
—Hallas lleva razón —confirmó el enano.
—No te desesperes, Kli-Kli, pondremos tu cebo en la caña en un periquete.
—¡Hurra! ¡Excelente! ¡Gracias, Tío! —exclamó Kli-Kli con tal entusiasmo que faltó poco para que soltara el gato dentro de la cazuela de engrudo.
Ése sacrílego trato al guiso de Hallas estuvo a punto de provocarle a éste un ataque, así que el trasgo optó por escapar a la carrera en dirección a la orilla y esperar allí al sargento. Por mi parte, yo decidí presenciar esta extraña variedad de pesca para ver si daba algún fruto, así que me levanté de la «mesa» para reunirme con los pescadores.
Sin el menor remilgo, Tío agarró el gato muerto por la cola, lo ató a su improvisada caña, le dio varias vueltas sobre su cabeza como si fuera una honda y lo lanzó al río. Hubo un fuerte chapoteo y las ondas se propagaron en círculo por el agua.
—¿Y ahora? Picarán, ¿no? —preguntó el trasgo, dando saltos de impaciencia.
—Puede que ahora mismo o puede que dentro de un rato. Ten, coge la cuerda, dale unas vueltas alrededor de tu mano y cuando sientas un tirón, tira a tu vez —dijo Tío con seriedad mientras le tendía la caña a Kli-Kli.
El trasgo se sentó en la orilla y se puso a observar la tranquila y suave superficie de las aguas, sobre la que comenzaban a reflejarse las primeras estrellas.
—Oye, Tío —le susurré al sargento mientras volvíamos a la fogata dejando a Kli-Kli allí—. Puedo entender a Kli-Kli. Pero tú tienes que saber lo difícil que es pescar nada con un gato medio descompuesto.
Tío rio por lo bajo.
—Sí, lo sé.
—Entonces, ¿por qué…?
—Kli-Kli es como un niño. Los trasgos maduran mucho más tarde que los humanos. Deja que se relaje y descanse un poco. Sólo los dioses saben los esfuerzos que le cuesta hacer de bufón constantemente. Al otro lado del río está la frontera y allí ya no habrá tiempo para descansar.
—¿Tan malo es?
—Bueno, la frontera no son las Tierras Desiertas, claro, pero pueden aparecer orcos en el momento más inesperado. Los Primogénitos envían incursiones de castigo con regularidad a nuestras tierras, así que habrá que tener los ojos muy abiertos o no viviremos mucho tiempo. Ya hemos perdido a dos hombres… ¡Maldición! ¿Qué clase de sargento soy si no puedo mantener a mis hombres a salvo?
—Uno bueno, Tío. Las muertes de Gato y Bocazas no fueron culpa tuya. —Era la única respuesta que podía ofrecerle.
—Olvídalo —suspiró—. Soy demasiado viejo para expediciones como ésta. Tendría que haber cogido el dinero que he ganado y montar una taberna donde establecerme hace tiempo. Cuando acabe este trabajo, es precisamente lo que haré.
—Dijiste lo mismo al volver de la última expedición —rio Panal, que al parecer había estado escuchándonos—. ¡Un leopardo no puede cambiar sus manchas!
—¡Calla la boca, mozalbete! Todavía soy el sargento —lo reprendió Tío amistosamente—. No pretenderás que deje solos a unos inútiles como vosotros.
Y eso puso fin a la conversación.
El agua despedía un aroma fragante y las estrellas estaban encendiéndose una a una en el cielo. Los Corazones Salvajes tendían sus mantas de viaje sobre la hierba y se preparaban para dormir.
—¿Y adónde vamos, entonces? —preguntó Mero, mientras colocaba la casaca doblada debajo de su cabeza.
—Limítate a dormir, humano —rio Ell—. Cuando lleguemos allí, serás el primero en enterarte por mí.
—Si es a la frontera, me gustaría poder dejar algo de descendencia antes y cogerme una buena borrachera.
—Tu amigo es muy gracioso, Harold. Quizá deberíamos nombrarlo bufón secundario, ¿eh? —dijo Marmota con una risilla—. Venga, hombre, ya te lo han dicho: duerme y no te preocupes por nada.
—Ya estoy dormido —murmuró Fisgón y cerró los ojos. Ell le lanzó una última y prolongada mirada y desapareció en la oscuridad para hacer la primera guardia.
* * *
—Han pi… ¡Han picado! ¡Han picado! Lo juro por el gran chamán Tre-Tre, algo ha picado —gritó el bufón.
Los agudos chillidos del trasgo me taladraron los oídos y ahuyentaron el sueño. Despegué los párpados y me incorporé violentamente. Las estrellas aún brillaban en el firmamento y el alba aún no estaba encendiéndose al este. La hierba, las mantas y nuestra ropa estaban cubiertas por una capa de rocío fino como el polvo de diamante. Un escalofrío me recorrió al salir del sueño: estaba helado, porque durante la noche la humedad me había empapado la ropa.
Los sauces estaban inmóviles contra el telón de fondo formado por el cielo y de las estrellas de luz mortecina. Junto a uno de los árboles, una figura muy familiar, ataviada con una capa y un gorro puntiagudo, saltaba arriba y abajo.
—¡Han picado! ¡Palabra de honor, han picado! —gritó la sombra—. ¡Ayudadme! ¡Han picado!
—¡Ah, muérete! —dije, y me oculté debajo de la manta.
Los demás a los que había despertado se sentían igual. Hallas, que estaba apoyado en un codo y observaba cómo realizaba el trasgo su ridícula danza, gruñó de rabia.
—¡Cierra el pico, Kli-Kli! —le aconsejó Mumr sin siquiera abrir los ojos—. Aún no ha amanecido.
—¿Por qué no me entiende nadie? ¡Han picado! ¡En serio, no miento! ¡Venid a verlo por vosotros mismos! ¡Deprisa! ¡No consigo sacarlo!
—Tío —dijo Deler sin levantar el gorro con el que se había cubierto la cara—. Tú empezaste toda esta historia, ve a ver qué clase de pez ha cogido nuestro tratante en mierda de caballo. ¡Y hazlo callar!
—¡Deprisa, deprisa! ¡Que se rompe la cuerda!
—¡Maldita la hora en que decidí ayudar a un trasgo a pescar! —suspiró el sargento. Se levantó, cogió su guerrera de cuero y se acercó a Kli-Kli, que amenazaba con volverse loco.
—¡Mira, Tío! ¡He pescado un pez!
«¡No, esto es demasiado! ¡Ahora ya nunca volveré a quedarme dormido!».
—Harold, ¿vas a ver a Kli-Kli? —rezongó Mero.
—¿Por qué lo preguntas?
—Si vas, dale un buen puntapié de mi parte —dijo Fisgón antes de darse la vuelta hacia el otro lado.
Lo miré con envidia. Mi viejo amigo siempre había tenido el sueño muy pesado.
—Vamos a echar un vistazo —refunfuñó Panal mientras se ponía en pie.
Una manta desgarrada de niebla cubría la suave e imperturbable superficie del río. Los gritos y chillidos del trasgo llegaban muy lejos sobre las aguas.
—¡Harold! ¡Harold! ¡Mira! ¡Lo he cogido! ¡Ha picado! ¡Palabra de honor! ¡Ha picado con fuerza! ¡Casi me arrastra al agua! ¡Harold, lo he pescado!
La cuerda, tan tensa como la de un arco, se estremecía violentamente. El astuto trasgo había sido listo y la había atado tras darle varias vueltas alrededor del tronco del sauce más próximo.
—¿Que casi te arrastra, dices? —Tío tiró de la cuerda con el gesto de un pescador experto—. ¡Oh, ha picado bien! ¡Y es muy grande! ¡Panal, ven a echar una mano!
El sargento y el grande y fornido soldado comenzaron a gruñir al tirar de la cuerda. Kli-Kli le dio varias vueltas alrededor de un palo clavado en el suelo.
—¡El muy cerdo se resiste! —gruñó Panal después de que la cuerda, de un fuerte tirón, estuviera a punto de arrojarlo al agua.
La batalla contra la desconocida presa se prolongó casi durante una hora entera. Para entonces, los gritos de nuestro aprendiz de pescador habían despertado incluso a Mero, y todos se habían congregado detrás de Panal, donde especulaban sobre lo que podía haber capturado el bufón con su gato muerto.
—Será un hada del lago —dijo Hallas, mientras trataba de encender la pipa—. O una ninfa del agua.
—¿Y por qué no el rey de los calamares gigantes? —dijo Deler con una carcajada mientras se sumaba a ayudar a Panal—. Tú sí que tienes inventiva, Afortunado.
—¡Ignorante cabeza hueca! —replicó el gnomo—. ¿Qué clase de pez se tarda una hora en sacar del agua? Mira, no se revuelve y no cede un solo momento. ¡Tiene que ser una ninfa del agua!
—Bueno, la idea de la ninfa es absurda, por supuesto, pero podría ser algún tipo de monstruo del río —dijo Marmota con un bostezo.
—¿Y tú qué sabes, erudito? ¿Alguna vez has visto uno? —Hallas parecía realmente interesado en la idea de ver a una doncella desnuda.
—No, pero los viejos me hablaban de ello.
—Los viejos… Apuesto una moneda de oro a que es un pez normal y corriente y no una especie de ninfa del río —dijo Mero y, al tiempo que lo hacía, lanzó una moneda al aire.
—¡Trato hecho! —respondió el gnomo guiñándole un ojo—. Trae aquí esa moneda. Ya has perdido.
—Eso habrá que verlo. Espera a que lo saquen.
—Bah… Arnkh, sustitúyeme —dijo Tío con un suspiro de agotamiento—. Sería más sencillo dejarlo ir que seguir sometidos a esta agonía.
—¡Nunca! —gritaron Kli-Kli y Hallas al unísono.
Así que la batalla con el monstruo fluvial continuó. Cuando, finalmente, algo largo y negro apareció en la superficie del agua, estábamos todos más que hartos de esperar.
—¡Un tronco! —dijo Deler escupiendo con decepción—. ¡Tanto tiempo y esfuerzo desaprovechados!
—¡Ah! —dijo Arnkh—. Y yo que creía…
—¡Eso no es un tronco! ¡No puede ser un tronco! ¡No puedo haber pescado un tronco! —exclamó Kli-Kli con indignación.
—Mejor será que lo aceptes, amigo mío —se rio Mero. Y, en ese momento, el tronco abrió una boca en la que habría cabido un hombre adulto.
—Ay, madre —gritó Kli-Kli mientras caía de espaldas por la sorpresa.
—¡Un barbo! —rugió Tío—. ¡Menuda bestia!
A esas alturas, el barbo se había dado cuenta de que los Corazones Salvajes no se iban a dejar impresionar por un par de grandes fauces —cosas peores habían visto en las Tierras Desiertas— e hizo un intento de escapar. El agua rebulló como si hirviera y Panal cayó de rodillas, pero no soltó la caña. Arnkh apretó los dientes mientras trataba de sujetar al enorme pez. Todos los presentes en la orilla, yo incluido, corrimos a ayudarlo.
Como resultado de nuestros esfuerzos conjuntos, el barbo terminó sobre la orilla del río. El enorme cuerpo negro estaba cubierto de algas y conchas, los largos y negros bigotes se retorcían, los grandes ojos blancos nos observaban muy abiertos y el pez no dejaba de abrir la boca con avidez, amenazando con engullir a cualquiera que cometiese la osadía de acercarse demasiado. Contaba con un arsenal entero de garfios de distintos tamaños en el interior de la boca. Medía casi siete metros de longitud y no quería ni pensar lo que debía pesar.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Miralissa, que acababa de aparecer entre nosotros.
—¡Miralissa, he pescado un pez! ¡Palabra de honor! ¡Mirad lo grande que es, me han ayudado todos, pero lo he cogido yo! ¿No es fantástico? —presumió Kli-Kli.
—¿Y qué vas a hacer con él?
—No lo sé… —Kli-Kli meditó un momento—. ¡Llevémonoslo con nosotros!
—¿Quieres que nos comamos esta basura? —dijo Hallas con una mueca—. ¡Si debe de tener al menos cien años! ¡Es carne vieja y apestará a ciénaga! Que se pudra. ¡Mejor soltarlo!
—¿Soltarlo? —dijo Kli-Kli y, tras reflexionar de nuevo un momento, decidió demostrar la magnanimidad del vencedor ante el vencido y, con un gesto solemne, dijo—: Podemos soltarlo. Vete en paz, y no olvides que los gatos muertos serán tu ruina. Bueno, entonces… Ya sabéis… Habrá que empujarlo al agua, ¿no?
Incapaz de dar crédito a su buena suerte, el barbo levantó una columna de agua mientras se sumergía en las negras profundidades del río.
—Por cierto, me debes dinero —recordó Mero a Hallas.
El gnomo resopló con fastidio, pero metió la mano en la bolsa.
—Harold, ¿has visto qué pez he pescado? Tremendo, ¿no?
—Bien hecho, Kli-Kli, estás hecho todo un pescador —dije para adular la vanidad del trasgo.
—Lo dices en serio, ¿verdad?
—Sí, en serio —suspiré—. Y ahora vete a mordisquear una zanahoria y tranquilízate.
—No me quedan zanahorias —contestó Kli-Kli encogiéndose de hombros en un gesto de decepción—. Se me acabaron antes de ayer.
—Lamento oír eso.
—¡Oye, Kli-Kli! Ayuda a Marmota a traer leña —ordenó Tío al trasgo.
—¡Inmediatamente! ¡En un periquete! —Y el trasgo, alegre como siempre, se olvidó del pez y corrió a encargarse de la nueva tarea.
* * *
Para cuando terminaron de encender el fuego y Tío, que había relevado a Hallas de sus obligaciones como cocinero, hubo acabado de preparar el desayuno y los demás de empacar nuestro equipaje, la mañana tocaba ya a su final. El cielo estaba totalmente iluminado, la luz del Sol había borrado las estrellas y sólo quedaba una fina sombra curvada, el pálido espectro de la luna, suspendida encima del horizonte. El pontonero apareció entonces, acompañado por seis fornidos mozos, y dijo que podíamos ponernos en marcha cuando se nos antojara.
—Sólo que, mis buenos caballeros, no cabréis todos de una vez. Con los caballos sois demasiados. Habrá que cruzar en dos viajes.
—No es necesario —respondió Alistan mientras pagaba, una a una, seis monedas de plata al pontonero—. Veo que vuestro vecino también ha vuelto al trabajo, así que puede llevar a los otros a la otra orilla.
—No es posible, mi señor, y disculpadme por hablar con tanta franqueza. Es una cuestión de honor profesional. Él no transporta a mis clientes y yo no transporto a los suyos. Las cosas son así. Humildemente os pido que me perdonéis, pero tendréis que hacer dos viajes.
El otro pontonero y sus ayudantes lanzaban miradas de hostilidad a su rival.
—Pues dos viajes, entonces, si han de ser dos —convino Alistan—. Tío, divide a los hombres.
—Detesto los barcos —murmuró Hallas mientras miraba el pontón con aprensión.
La cara del gnomo se había teñido del color de los brotes primaverales.
—Ya basta —dijo Arnkh con una carcajada que hizo tintinear su cota de malla—. Mira, no hay olas, las aguas están tranquilas. Cruzarás sin que te pase nada.
—Pero en cuanto el pontón empiece a menearse arriba y abajo, arriba y abajo, ya verás qué tripas más delicadas tiene nuestro amigo el del azadón —rio Deler.
—¡Cierra el pico, cabeza de calabaza! —gruñó Hallas mirando el río con temor—. Ya estoy suficientemente mareado sin tu ayuda.
—Pues métete entre los arbustos para no molestar a nadie y vomita allí —le sugirió el enano, todo corazón como siempre.
Hallas refunfuñó y apretó su azadón de guerra con más fuerza que antes.
—¿Por qué no cantas una cancioncilla? —sugirió Kli-Kli al gnomo—. A mí me ayuda.
—¿En serio? —Una expresión de incredulidad, mezclada con esperanza, se dibujó en el rostro barbudo del gnomo—. Pero ¿cuál puedo cantar?
—Pues canta El martillo sobre el hacha. O La canción de los mineros locos —dijo Deler mientras daba a Hallas una palmada en el hombro—. ¡Bienvenido a bordo!
El gnomo tragó saliva, se tornó de un verde aún más brillante, nos dijo a todos por centésima vez que detestaba los barcos y subió al pontón.
—Kli-Kli, te toca —dijo Tío con un cabeceo.
—¡Oh, no, de ningún modo! ¡Yo voy con Harold!
—Si te empeñas… Pues entonces tú, Ciendelámparas. Muy bien, podéis iros. ¡Enseguida os seguimos!
—¡Manos a la obra, muchachos! —gritó el pontonero a sus hombres.
Sus trabajadores se apoyaron sobre la rueda, la cadena se tensó con un tintineo y el pontón comenzó a moverse. Kli-Kli, Tío, Arnkh, Anguila y yo nos quedamos en la orilla, junto con los caballos de carga.
Cuando el pontón había cubierto ya una cuarta parte de la distancia, la voz de Hallas rompió en mil pedazos el apacible silencio de la mañana con su canto. No envidié a los que lo acompañaban en el pontón en aquel momento. El gnomo sabía cantar tan bien como yo volar.
Hallas rugió con toda la fuerza de sus pulmones y con alaridos tan estentóreos que seguro que alcanzaban a oírlos hasta en Boltnik. Dudo que los habitantes del pueblo estuvieran agradecidos al gnomo por aquel maravilloso despertar.
—Oíd cómo aúlla —rio Arnkh mientras se colgaba la vaina de la espada sobre el hombro. A su eterna cota de malla se había unido un justillo de cuero con placas metálicas cosidas, grebas y brazales y unos guantes de malla. Reparó en mi mirada de asombro.
—Ya no estamos muy lejos del Reino Fronterizo. Tengo que volver a mi patria totalmente armado.
—Pero si todavía nos faltan dos semanas para llegar al Reino Fronterizo…
—¿Y?
Ni un h’san’kor podría entender a estos hombres de la frontera. Con gusto pasarían hambre, sólo para poder cubrirse todo el cuerpo de hierro. Supongo que la proximidad al linde oriental del bosque de Zagraba —el reducto de los Primogénitos— le hace cosas raras a la gente.
Entretanto, Hallas continuaba profiriendo sus cantarines gritos con la fuerza suficiente como para aterrorizar a todo el mundo en varias millas a la redonda.
Seas un anciano o un niño, un joven imberbe o un sabio encapuchado, en otoño y en primavera, en invierno y en verano, podrás oír siempre el martillo, el tintineo en la cabeza del hacha.
Los alegres moradores del verde bosque interrumpirán todos sus alegres cantos. Temblarán en pavor silencioso mientras las tumbas, por todos lados, abren sus puertas de par en par y dejan salir a los muertos.
En medio del fragor de la batalla las legiones de muertos avanzan como una hueste sombría y silenciosa. Héroes barbudos les cortan el paso, soldados que no temen a la muerte, intrépidos, audaces y ajados.
El frenético entrechocar de los escudos obliga al acero templado a ceder y a las poderosas espadas a agrietarse. Y entonces la muerta hueste vacila su línea de batalla tiembla y cede y retroceden aterrorizados.
La sangre no muerta se esparce y empapa las barbas de los gnomos, mientras los héroes prorrumpen en carcajadas. La discusión del hacha y el martillo tintinea en medio del clamor, afianzando la resolución del clan entero.
Y aunque al final la mano de la muerte acalle el aliento entrecortado de los guerreros, sea lo que sea lo que nos traiga el futuro, en invierno o en verano aguardaremos aquí a que el martillo tintinee sobre la cabeza del hacha.
En tres ocasiones, Hallas tuvo que interrumpirse antes de terminar un verso para inclinarse sobre un lado del pontón y vomitar su desayuno en el agua.
—¡Oh, lo está pasando realmente mal la pobre alma! —dijo Tío con un suspiro de simpatía.
Al cabo de un rato, el pontón recaló suavemente en la orilla y unas figuras de pequeño tamaño a las que a duras penas podía reconocer como mis compañeros de viaje comenzaron a bajar los caballos. Una de las figuras cayó al suelo y no se movió de allí. Creo que era Hallas.
El pontón comenzó a volver en nuestra dirección.
—Preparaos. Arnkh, coge los caballos.
—¡Harold, oye, Harold! ¿Me coges la mano?
—Kli-Kli, ¿otra vez haciendo el idiota?
—¡No, lo digo en serio! ¡No sé nadar! ¿Y si me caigo al agua?
—Quédate en el centro del pontón y no sucederá nada malo —lo tranquilicé, sin saber muy bien si no se trataba de otro truco sucio urdido por el trasgo o es que realmente no sabía nadar.
—Tengo miedo —dijo Kli-Kli con aparente sinceridad, y sorbió por la nariz.
El pontón fue ganando velocidad a medida que se nos acercaba y, diez minutos después, estábamos cargando los caballos restantes en él. Los animales parecían bastante tranquilos ante la perspectiva de cruzar el río y no se resistieron. Tomaron su lugar en puestos especiales y Tío informó al pontonero de que estábamos listos para partir.
—¡Con fuerza, muchachos!
Los mozos del pontón tiraron, la rueda crujió y nos pusimos en marcha.
El agua lamía suavemente los costados del pontón, cuyas planchas olían a algas y a pescado. Gradualmente, los sauces de la orilla se fueron alejando.
—Kli-Kli, ¿qué haces? —pregunté al trasgo, que había sacado las piernas por el borde y tenía los pies metidos en el agua.
—¿Que qué hago? Tratar de vencer mi miedo al elemento acuoso.
—¿Y si resulta que te caes?
—Pues me rescatas —dijo con una sonrisa despreocupada.
Me senté a su lado y me puse a observar la orilla contraria, que se aproximaba lenta pero inexorablemente. En mitad del río soplaba la brisa y el pontón comenzó a columpiarse suavemente sobre unas olas que parecían salidas de ninguna parte.
Uno de los caballos resopló, comenzó a relinchar y trató de cocear una de las separaciones de madera.
—¡Sujetadlo! ¡Ya tenemos suficientes problemas! —gritó el pontonero.
Tío cruzó el pontón para tranquilizar al aterrado animal. El caballo, con los ojos en blanco, resoplaba tembloroso, pero los delicados suspiros del sargento lo fueron calmando poco a poco, hasta, que se limitó a observar fatigadamente las aguas.
La cadena tintineó, el agua chapoteó y la orilla del río se fue aproximando con lentitud.
—¿Por qué corren así? —La exclamación de sorpresa de Kli-Kli interrumpió mi contemplación de las negras aguas.
Nuestros camaradas correteaban de un lado a otro de la orilla, agitando los brazos y gritando algo. Algo dirigido a nosotros, sin duda, sólo que a tanta distancia el viento se llevaba sus palabras y no había forma de entender nada.
—No lo sé —dije, preocupado—. ¿Ha sucedido algo?
—No lo parece… —dijo Kli-Kli lentamente.
En ese momento, uno de los elfos tensó su arco y lanzó una flecha en un acusado arco en nuestra dirección.
—¿Se ha vuelto loco? —siseó el bufón mientras observaba el vuelo de la flecha.
—¡No levantes la cabeza! —le espeté, pero en realidad no había necesidad.
La flecha perforó el aire por encima del pontón y cayó al agua detrás de nosotros.
—¿Pero qué están haciendo? ¿Es que se han vuelto locos? —rugió Arnkh.
—¡Mirad! ¡En la otra orilla! —gritó el bufón mientras separaba los ojos del lugar en el que había caído la flecha y la dirigía a la orilla del río que acabábamos de abandonar.
Allí había algo que ver, sin duda, y el elfo había estado muy atinado al escoger un método tan insólito para indicárnoslo. En la orilla, junto al segundo pontón, había casi cuarenta hombres a caballo.
Pero eso no era lo peor. Hacia nosotros se movía, lenta, implacable y absolutamente silenciosa, una esfera traslúcida de fuego de color morado. Flotaba a poca distancia del agua y era tan grande como un granero de buen tamaño. En la orilla desde la que se aproximaba nuestra muerte pude distinguir una figura femenina, inmóvil y con los brazos levantados en el aire.
¡Lafresa!
—¿Qué es esa cosa? —preguntó el pontonero, boquiabierto de asombro.
Yo sabía lo que era. La Kronk-a-Mor. Exactamente la misma esfera, sólo que diez veces más pequeña, había matado a Valder. Ni el medallón de Kli-Kli ni las habilidades de Miralissa nos salvarían de su magia.
—¡Fuera del pontón! ¡Deprisa! —rugí, antes de agarrar al trasgo por el cuello de la camisa y saltar al agua.
Kli-Kli chilló de sorpresa y pateó el aire con las piernas. Yo, sin tiempo para enderezar el cuerpo, caí de cualquier manera. Tenía demasiada prisa por alejarme lo máximo posible del condenado pontón.
El agua estaba caliente y negra. Abrí los ojos, pero en las profundidades no se veía prácticamente nada. El aterrado trasgo y yo estábamos rodeados por sedimentos a la deriva y centenares de burbujitas.
Nadé lo más rápido posible con el brazo que tenía libre y con las piernas, tratando de sumergirme en el agua lo máximo que pudiera. Kli-Kli, dominado por el pánico, se resistía como un conejo en un dogal. Vi sus ojos, abiertos de par en par por el terror, y las burbujas que escapaban de su boca, pero a pesar de ello seguí hundiéndome más y más sin pensar en el estado de salud de mi compañero. Sólo podía esperar que tuviera aire suficiente para resistir hasta que volviéramos a la superficie.
¡Buuuuuuum!
La onda expansiva llegó hasta mis oídos y, por un momento, todo se volvió negro y me quedé totalmente desorientado, sin saber dónde estaba arriba y dónde estaba abajo… Sólo la resplandeciente bóveda de luz que había sobre mi cabeza demostraba que estaba moviéndome en la dirección correcta.
Una brazada con la mano libre, una fuerte patada con las piernas, otra brazada, otra patada. En un momento dado tuve la sensación de que no hacía progreso alguno en dirección al bendito aire. Cuando la superficie del agua se abrió finalmente sobre mi cabeza, Kli-Kli casi había dejado de moverse, pero en cuanto inhaló la primera bocanada de aire, comenzó a toser y a debatirse aún con más violencia que antes.
—¡No sé ahogarme! ¡No sé ahogarme! —chilló el trasgo confundiendo las palabras.
—¡No luches! —grité—. ¡Vas a ahogarnos a los dos! ¡Para! ¿Me oyes?
Mis palabras no tuvieron el menor efecto en el bufón, así que lo sumergí bajo el agua durante unos instantes. Cuando volví a sacar su cabeza a la superficie, Kli-Kli tosió, escupió y vomitó toda clase de viles improperios.
—¡Deja de luchar! ¡Que te suelto! ¿Me oyes, imbécil?
—¡Ghghabool! ¡Bool! ¡Sí! ¡Ghagha! ¡Te oigo!
—¡Relájate! ¡Yo te sujeto, no vas a ahogarte! ¡Sólo relájate, no te muevas y respira!
Con un gorgoteo, me indicó que lo había entendido.
Miré a nuestro alrededor. Lo único que quedaba del pontón era un recuerdo y un montón de pedazos de madera desperdigados por doquier. Algunos trozos especialmente grandes aún estaban ardiendo y en el aire flotaba abundante el olor del humo y el hollín. Pude ver la cabeza de alguien que nadaba a unos cuarenta metros de nosotros, pero no conseguí distinguir de quién se trataba. Al menos uno de nuestros compañeros había sobrevivido… Pero ¿y los demás?
«¡No es momento de lamentarse por las pérdidas, Harold! Tienes que salir del agua. Hay una buena distancia hasta la orilla, pero tengo que conseguirlo si no quiero terminar como pasto de los peces del fondo. Veo gente nadando hacia aquí para ayudarme, pero tardarán mucho rato en cubrir la distancia que nos separa».
Comencé a nadar. Avanzaba suavemente por el agua, contando cada brazada y tratando de mantener la respiración más regular posible.
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
No sé cuántas veces repetí el «¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!». Muchas, desde luego. Lo único que alcanzaba a ver era el chapoteo del agua, el cielo implacable y la fina y lejana línea de la orilla.
«¡Lo conseguiré! ¡No, no lo harás! ¡Sí, sí lo haré!».
«¡Uno, dos, tres!».
«¡Sólo un poco más! ¡Sólo un poco más!».
«¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!».
Kli-Kli era una carga insoportable en mi brazo, y las botas, la ropa, la ballesta, el cuchillo y la mochila también parecían empeñados en arrastrarme al fondo. Tendría que haber soltado las armas, pero antes habría preferido abandonar al bufón.
Por supuesto, lo que acabo de decir no es cierto. No soy la clase de alimaña que dejaría ahogarse a un trasgo indefenso, pero uno tampoco puede abandonar sus únicas armas.
Las botas se me habían llenado de agua y estaban arrastrándome al fondo. No había forma de librarse de ellas: los cordones estaban atados y un servidor no es acróbata ni conjurador. No podía desatármelas con una sola mano y no tenía sentido ni intentarlo. Era una suerte que me hubiera quitado antes la capa. La había perdido para siempre, pero al menos no se me estaba enredando entre las piernas para arrastrarme al fondo.
Al cabo de unas cincuenta brazadas, comprendí que no llegaría muy lejos con tanta carga. Si la ayuda no llegaba pronto, Kli-Kli y yo gorgotearíamos nuestra postrera despedida mientras nos hundíamos en las aguas para siempre.
Me pesaban los brazos y las piernas como si estuvieran hechos de plomo. Mis brazadas eran cada vez más débiles y me costaba respirar. La mayor parte de las veces, lo único que podía ver por delante era agua negra, con apenas algún atisbo ocasional de una franja de cielo azul sobre ella.
Ya sólo me limitaba a mantenerme a flote. Había tragado mucha agua y mi mente estaba nublada.
Pero la orilla del río —aquella línea vaga y borrosa— estaba aún a mucha distancia…
—Kli-Kli —dije con la voz ronca y entrecortada—. ¡Trata de quitarte las botas!
—¡Ya lo he hecho!
«¡Bien hecho, trasgo!».
—Entonces… ¿por qué… pesas… tanto?
—La cota de malla…
«¡Por la oscuridad! ¡Eso es lo que tira de él hacia abajo! ¡El muy asqueroso lleva una cota de malla!».
—Kli… Kli… Voy… a… matarte.
—Sólo… cuando lleguemos… a la orilla. ¡Por favor!
«¡A la orilla! ¡Nunca llegaré a esa maldita orilla!».
«¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Y otra vez! ¡Unas pocas más! ¡Uno!».
La ropa cada vez me pesaba más. Estaba empeñando mis últimas fuerzas en las brazadas, mientras todo se oscurecía en mis ojos, sonaba un pitido en mis oídos y el brazo que sujetaba a Kli-Kli amenazaba con ceder en cualquier momento. Me hundí bajo el agua tres veces y las tres, con ímprobos esfuerzos, conseguí volver a la superficie para inhalar una bocanada de aire más…
Cuando sentí que unas manos me agarraban, estaba al borde del desmayo.
—Harold, suelta a Kli-Kli. ¡Harold! —La voz de Marmota sonaba en algún lugar cercano.
A regañadientes, mis manos dejaron ir las ropas del trasgo.
—¡Se acabó, la orilla está muy cerca, no luches! —Ell respiraba pesadamente, sin duda agotado por haber tenido que nadar tan rápido.
De haber podido, me habría reído. ¡No luches! ¿No era eso mismo lo que yo le había dicho a Kli-Kli?
Cuando mis pies tocaron el fondo y Ell y Panal me arrastraron hasta la orilla, sentí que era un milagro imposible de creer. ¡Lo había conseguido, Sagot mediante!
Caí a cuatro patas, exhausto, y vomité agua del río. Al instante me sentí mejor. Escupí un poco de saliva agria y alguien me dio unas palmadas en la espalda.
—¿Estás vivo, ladrón?
—Eso creo, mi señor Alistan. —Estaba temblando violentamente.
En algún lugar cercano, Kli-Kli tosía con voz ronca.
—Toma un sorbo —dijo Deler mientras me ponía su petaca debajo de la nariz.
Asentí con gratitud y le di un buen trago. Un segundo después, un barril de pólvora gnómica estalló en mi estómago y me abrasó las entrañas con fuego ardiente.
Un pensamiento absurdo recorrió mi mente: «¡Veneno!». Los ojos se me llenaron de lágrimas y traté de tomar aliento, pero no pude y, simplemente, empecé a toser.
—No es cerveza, ¿sabes? ¡Es «Furia de las profundidades»! ¿Te has dado cuenta? Vamos, Harold, arriba, no es momento de descansar —añadió Deler mientras recuperaba su petaca.
Me incorporé con esfuerzo y comencé a quitarme la ropa empapada.
—Ésos idiotas han matado a todos los pontoneros —siseó Hallas con los dientes apretados mientras estudiaba la otra orilla con un pequeño catalejo—. ¡Vienen hacia aquí, por las montañas!
Los jinetes recorrían a galope la orilla, mientras quince o veinte de ellos embarcaban en el pontón con la evidente intención de llegar hasta nosotros. Desde mi posición no se veía a Lafresa.
—¿Quiénes son esos tunantes? ¿Qué quieren? —dijo Hallas con la barba erizada.
—Hombres de Balistan Pargaid, sin duda —respondió Alistan Markauz mientras desenvainaba la espada—. Preparaos para un poco de acción. Dama Miralissa, ¿podéis hacer algo para ayudarnos?
—Sólo con la daga y con el arco. Ésa mujer está bloqueándome.
—¿Ell? ¿Egrassa?
—Están demasiado lejos, las flechas no pueden llegar a la otra orilla. Ni al pontón, al menos aún. Podremos disparar cuando estén a unos cuatrocientos pasos…
—¿Y si esa bruja intenta achicharrarnos con otra de esas cosas? —preguntó Mumr previsoramente, mientras apoyaba las dos manos en la guarnición de su espadón, que estaba clavado en el suelo.
—No, hacen falta cinco o seis horas para preparar un hechizo así —respondió la elfa mientras seguía con la mirada al pontón que se acercaba. Ya había cubierto una cuarta parte de la distancia que nos separaba.
—¡Panal! ¡Panal, despierta! ¡Ya los lloraremos luego! ¡A las armas, guerrero! —ordenó Alistan.
El joven soldado se incorporó y asintió con gesto torvo mientras recogía su martillo de ogro.
«¿Llorarlos? ¿A quiénes?» pensé tontamente. Mi cabeza aún no funcionaba del todo. Todavía tenía el sabor del río y el limo en la boca.
—¡Por la oscuridad! ¿Somos los únicos que han escapado de ese pontón?
Tío, Arnkh, Anguila, los pontoneros… ¿Los habían matado a todos? Era imposible… ¡Simplemente, no podía ser cierto!
Miré a mi alrededor con desesperación, tratando de contar a los hombres con los que todavía contábamos. El primero al que vi fue a Anguila, con la ropa empapada. Debía de venir nadando detrás de mí. El pecho del guerrero garrakano subía y bajaba con rapidez. Saltaba a la vista que el chapuzón también le había pasado factura a él. Pero no había abandonado sus espadas y sólo podía imaginar el esfuerzo que debía de haberle costado ganar la orilla por sí solo.
Los elfos, con los arcos prestos, aguardaban en silencio a que el pontón se pusiera a tiro. Ya estaba en el centro del río.
—Harold, larguémonos —dijo Mero mientras corría hacia mí—. ¡Va a haber un baño de sangre en cualquier momento!
—Tiene sentido lo que dice, Harold —dijo Hallas—. No sois guerreros. Es mejor que nos esperéis en otra parte. Ah, si tuviera un cañón. Daría buena cuenta de ese esquife.
—¡Un cañón! —Kli-Kli se echó a reír como un loco y dejó de estrujar su pobre capa—. ¡Bien pensado, Afortunado! ¡Pues claro, un cañón! ¡Harold, despierta! ¿Dónde está tu bolsa? ¡Saca el cañón!
—¿Es que el miedo te ha secado la sesera? —pregunté, temiendo que el trasgo hubiera perdido del todo la cabeza tras nuestra pequeña zambullida en el río—. ¿Qué cañón?
—Ya sabes cuál. —Y, sin más explicaciones, Kli-Kli brincó hasta donde yo había dejado la bolsa, vació su contenido sobre el suelo y empezó a hurgar entre los frascos mágicos.
—¡Aquí ésta!
El trasgo levantó sobre su cabeza un frasco lleno de un líquido de color cereza, en el que flotaban unas chispas doradas, y lo arrojó contra el suelo. Y casi sin mediar un instante, un cañón gnómico absolutamente genuino apareció en el lugar como salido de la nada.
—¡Que me aspen! —exclamó Deler, con los ojos abiertos de par en par.
Hallas se había quedado sin habla. Estaba paralizado como una estatua, con la boca abierta y los ojos casi fuera de las órbitas. Detrás de mí, alguien exhaló ruidosamente con los dientes apretados. Y he de admitir que yo también estaba estupefacto.
Tras el duro viaje y todas las desgracias que habíamos sufrido, había echado completamente en el olvido el problemilla sucedido en el palacio de Stalkon, cuando Kli-Kli me robó un frasco idéntico a ése y lo hizo trizas contra un cañón perteneciente a unos enanos, que al instante, tal como debía suceder, había desaparecido. Los furiosos gnomos casi hacen papilla al bufón por usar el hechizo de transporte en su amada pieza de artillería. Rompes un frasco como ese sobre cualquier objeto y desaparece; rompes otro y reaparece.
Había planeado reservar el frasco para Hrad Spein, por si descubríamos riquezas incalculables, pero el destino había decretado otra cosa y en lugar de esmeraldas teníamos una pieza de artillería.
—¡Vamos, Hallas! —La voz del trasgo sacó a Afortunado de la ensimismada contemplación de uno de los grandes secretos de los gnomos y echó a correr hacia el cañón.
—¿Está cargado?
—Eso parece.
—Voy a asegurarme… ¡Sí, todo en orden! ¡Deler, Panal! ¡Echadme una mano!
Entre los tres comenzaron a girar el cañón en dirección al pontón que se nos acercaba.
—¿Tienes más trucos parecidos en la manga, viejo amigo? —preguntó Mero con cierto nerviosismo.
No respondí, pues toda mi atención estaba concentrada en Hallas. El gnomo estaba encendiendo apresuradamente la pipa al tiempo que daba instrucciones a Deler y Panal.
—¡Necesitamos una pequeña mira de compensación! ¡Una mira de compensación! ¿Sabes lo que es una mira de compensación, cabeza de chorlito?
—¡Ya te enseñaré yo luego quién es el cabeza de chorlito por aquí! —jadeó el enano, con la cara enrojecida por el esfuerzo de tratar de desplazar el cañón unos centímetros más.
—¡Alto! Todos atrás, dejad trabajar al maestro.
—¿De verdad sabes manejar esa cosa? —preguntó Marmota con nerviosismo.
—¡Soy un gnomo y la pólvora fluye por mis venas! —dijo Hallas, mientras observaba el pontón con un ojo guiñado.
—Recuerda que sólo tienes un disparo.
—¡No me distraigas, Kli-Kli! —refunfuñó el gnomo—. Tapaos todos los oídos.
Seguí su consejo sin perder un instante. Hallas llevó la pipa encendida hasta una abertura del cañón, se alejó corriendo, se tapó los oídos con los dedos índices de las dos manos y miró.
Una neblina entre azulada y gris salió de la boca del cañón.
¡BUM!
El cañón, envuelto en una nube de humo apestoso de color cobalto, salió despedido hacia atrás de una brusca sacudida. Un silbido atravesó el aire y entonces, en el lugar donde se encontraba el pontón, se levantó una columna de fuego y humo con un siseo, mezclada con agua, hombres, caballos planchas de madera…
Y oímos: ¡Cra-a-ash!
—¡Diana! —exclamó el gnomo—. ¡Les di! ¡Les di!
—¡Sí, sí! —gritó Kli-Kli—. ¿Qué os parece eso?
Todo lo que quedaba del pontón y de sus ocupantes era un montón de basura flotante.
En la otra orilla, los hombres del conde también estaban observando el lugar en el que, hasta unos momentos antes, se encontraban sus amigos. A continuación, varios de los jinetes hablaron entre sí y el escuadrón entero se alejó a galope tendido de la orilla del río.
—Ay si tuviera otra bala… —dijo Hallas mientras acariciaba afectuosamente el cañón.
—¿Adónde van? —preguntó Ciendelámparas.
—A buscar un vado, ¿dónde si no? —dijo Panal y escupió al suelo.
—Son veintiocho —dijo Ell mientras desmontaba el arco.
—Bien, eso quiere decir que es hora de marcharse…
—No podrán cruzar por aquí —dijo Miralissa mientras sacudía la cabeza y seguía con la vista a los jinetes—. El Iselina es demasiado ancho y profundo en este punto. Hay más de cuarenta leguas hasta el vado más próximo.
Comencé a quitarme la camisa. La ropa empapada se me pegaba al cuerpo y resultaba húmeda y desagradable.
—Panal —dijo Alistan tras una mirada a la suave y ya calmada superficie del río—. Toma el mando… Ahora eres el sargento.
«¿Cómo puede ser sargento… cuando sólo le quedan seis hombres al pelotón de los Corazones Salvajes?».
—Puede que hayan sobrevivido, ¿no? —preguntó Panal con voz agotada. Como todos los demás, el guerrero estaba mirando el agua—. Puede que hayan seguido río abajo, ¿no?
—Es imposible que hayan salido —dijo Anguila con tono sombrío—. Yo me arrojé al agua justo detrás de Harold. Tío no tuvo tiempo, estaba justo en medio del pontón, con los caballos. Y Arnkh… Llevaba cota de malla y mucho metal… Aunque lograra saltar, se habría hundido como una piedra…
Se hizo un sombrío silencio. ¿Cómo íbamos a arreglárnoslas sin el serio y canoso Tío y el hombre de la frontera, con su cráneo pelado y reluciente? No podíamos creer que hubieran desaparecido.
—Que descansen en la luz —dijo Deler con voz apagada mientras se quitaba el gorro.
Kli-Kli moqueaba y se frotaba los ojos tratando de ocultar las lágrimas…
Partimos una hora más tarde, después de que los Corazones Salvajes hubieran celebrado los ritos por sus camaradas caídos y Hallas hubiese enterrado el cañón. El gnomo había insistido en ello aduciendo que el mayor secreto de su pueblo no debía caer en malas manos.
Todos nos sentíamos tristes y melancólicos, cosa poco sorprendente. Partimos en dirección contraria al Iselina, que desde entonces ya sería siempre el río Negro para nosotros.