9: Y la llave decidirá a quién ayuda

9

Y la llave decidirá a quién ayuda

—No creas ni por un momento que vas a venir conmigo —dije a Kli-Kli con un siseo.

—¡Eso lo dirás tú! ¡Pero pienso ir igualmente! —replicó el bufón.

—¡Ya te he dicho que te quedas aquí!

—¡Harold, puedes dejarme aquí, pero aun así pienso seguirte, hagas lo que hagas! Y, lo que es más, ahora mismo llevas mi medallón predilecto colgado del cuello. Si te pones pesado, me enfadaré y lo recuperaré.

Apreté los dientes y observé el muro que rodeaba la casa de Balistan Pargaid. No por primera vez en los últimos cinco minutos.

Noche. Silencio. La luna y las estrellas estaban ocultas detrás de las nubes. Sólo la luz de las grandes lámparas que había detrás de la puerta permitía ver algo. Condiciones ideales para mi trabajo. Cuanto más oscuro, más fácil es hacer lo que hay que hacer. Aunque con Kli-Kli rondando, es mejor olvidarse de la palabra «fácil».

Había transcurrido casi un día entero desde la recepción del conde y allí estaba yo, tendido de bruces junto al muro de la finca. Era el momento perfecto para colarse a hurtadillas en la casa y recuperar lo que nos pertenecía. Para ser sincero, habría corrido el riesgo de irrumpir en la casa la noche misma de la recepción, pero Miralissa había insistido en que no actuáramos en el calor del momento, no fuéramos a meter la mano en un avispero. Ni siquiera la aparición de Lafresa había logrado persuadirla. Cuando se lo conté, la elfa se limitó a reírse y a decir que romper los vínculos no era una tarea tan sencilla. La enviada del Amo tendría que esperar a que se produjera una conjunción de estrellas favorable.

Mientras yo estaba sentado conversando amablemente con la nobleza, los demás no habían permanecido ociosos. Miralissa registró la casa en busca de trampas mágicas y descubrió que todas las ventanas del segundo piso estaban protegidas con hechizos defensivos. Egrassa se hizo con un plano detallado de la casa (de dónde lo sacó, no puedo ni imaginármelo) y los Corazones Salvajes, que habían birlado un par de botellas de vino de la bodega de maese Quild y se las habían llevado a la casa, entablaron conversación con cinco de los guardias y averiguaron las rutas de las patrullas, así como sus horarios. Así que estaba todo preparado. Lo único que faltaba era que yo entrara, cogiera la Llave y saliera antes de que la echaran en falta.

¿Qué podía ser más simple que eso?

Y entonces, cuando todo estaba preparado y yo estaba listo para salir, Ell, Egrassa, Markauz, Anguila y Arnkh anunciaron que iban a acompañarme. Como es lógico, la idea me escandalizó y me opuse a ella con todo fervor. Lo último que necesitaba era una multitud entera colgada de mis faldones.

—¿Y si te descubren? ¿Quién te cubrirá, Harold?

—No me descubrirán —insistí con tozudez, pero no sirvió de nada. Los cinco vinieron conmigo mientras los demás se entretenían haciendo apresuradamente el equipaje para que, al volver, pudiéramos abandonar la ciudad sin perder un segundo.

Los elfos se pusieron su atuendo de viaje de color verde oscuro, se embadurnaron la cara (que ya era bastante morena) con una pasta oscura, se colgaron los s’kashes del hombro y recogieron sus arcos. Alistan dejó su espada de acero, se armó con el hacha de batalla de Gato, se vistió de negro de la cabeza a los pies, y al fin, junto con Anguila y Arnkh, que se había cubierto su amada cota de malla con una camisa negra, se puso en camino para proteger al pobre y desvalido Harold.

A su excelencia no le preocupaba lo más mínimo que este acto lo convirtiera en cómplice de un robo, un hecho que bastaría para deshonrar al más decente de los linajes nobiliarios durante al menos diez generaciones. (Aunque, si lo piensas bien, el acto en sí no tiene nada de deshonroso. Todo el mundo sabe que la mayoría de los nobles roban a una escala muy superior a la de los vulgares plebeyos).

Los elfos convergieron sobre el alto muro como dos sombras y se detuvieron sobre ella con los arcos prestos para cubrir el avance de Arnkh, Anguila y Markauz. A continuación, los oscuros seres se dejaron caer sobre los jardines del conde y me quedé solo. Egrassa me había pedido que esperara un par de minutos mientras ellos reconocían el terreno (es decir, mientras se libraban de todo el que pudiera haber por allí). Bueno, no había problemas. No pensaba derramar amargas lágrimas si los arqueros de ojos ambarinos acababan con un par de patrullas que pudieran causarme problemas.

Y fue entonces cuando apareció Kli-Kli. No tengo ni la menor idea de cómo logró escapar a la mirada vigilante de Miralissa, pero un hecho es un hecho: el bufón estaba allí tendido a mi lado, entre los matorrales, aferrado tenazmente a la idea de que sin su ayuda no tendría la menor oportunidad. Los dos minutos que me había dado el elfo habían pasado hacía rato y yo seguía allí, discutiendo con aquel pequeño desastre con patas.

—¡De acuerdo! —dije al fin—. Puedes venir conmigo. ¡Pero sólo hasta la casa! Y si haces algún ruido o te me metes en medio, te estrangulo con mis propias manos.

Kli-Kli asintió.

—Y si te retrasas, es problema tuyo —le advertí.

Sin molestarme en esperar una respuesta, salí de los matorrales, salté sobre el muro y me agarré a la parte superior con las yemas de los dedos. Por suerte, los criados del conde no habían esparcido cristales rotos sobre el mortero, lo que, en mi opinión, representaba una seria grieta en sus defensas. De haber sido así, ni mis guantes me habrían salvado. La piel de cerdo fina y bien molturada no ofrece ninguna defensa contra un cristal afilado. Y, además, les había recortado las puntas de los dedos: es mejor para trabajar con las cerraduras.

Tiré de mí mismo hacia arriba, levanté la pierna derecha y me encaramé a lo alto del muro, con cuidado para no ensartarme en las puntiagudas figuras que lo coronaban. Tuve que estirar los brazos y doblar las rodillas para guardar el equilibrio y no hacerme daño.

—Harold —chilló Kli-Kli, mientras saltaba arriba y abajo desesperadamente—. ¡No llego!

El trasgo era demasiado bajo para trepar solo. Sentí intensamente la tentación de dejarlo allí.

Eso, desde luego, me habría facilitado mucho las cosas. Pero apreté los dientes con fastidio y comencé a desenrollar la telaraña. Tenía que ayudar al trasgo, o Kli-Kli nunca me perdonaría por haberlo abandonado, además de que corría el riesgo de sufrir un ataque de histeria allí mismo, bajo el muro.

—Agárrate a la cuerda —siseé mientras bajaba la telaraña.

Una sombra apareció a mi lado. Era Ell.

—¿Por qué tardas tanto?

—¡El maldito trasgo se ha presentado! ¡Kli-Kli, pon un pie delante del otro!

—¡Eso… es… lo… que… hago! —jadeó el bufón. Pero en lugar de avanzar, se limitaba a balancearse de un lado a otro, como si fuera un saco de patatas.

Agarré la cuerda con más fuerza al tiempo que trataba de mantener el equilibrio sobre el muro. La menor desviación a la izquierda o a la derecha y tendría una desagradable encuentro con los pinchos.

—Deja que te ayude —dijo Ell mientras, haciendo caso omiso de las puntiagudas figuras, me echaba una mano.

¡Menuda visión! Dos sombras sobre el muro, tratando de subir hasta allí a una tercera. Por suerte para nosotros, no había luna, estrellas ni espectadores, porque de lo contrario habríamos tenido auténticos problemas.

Finalmente Kli-Kli terminó por aparecer junto a nosotros, con la respiración agitada.

—¿Qué estás haciendo aquí, trasgo? —El tono de Ell no era lo que se dice demasiado amistoso.

—Es evidente, ¿no? Tomar un poco el fresco. ¿Por qué levantan muros tan altos por aquí? De haberlo sabido ni me habría molestado en venir. ¡Malditos villanos! ¡Es increíble! ¡Sólo por esto merecen que les roben!

—Dejemos la charla para cuando hayamos bajado —dije, mientras pasaba sobre los pinchos.

El elfo se dejó caer como una sombra silenciosa e ingrávida y se situó a mi lado.

Yo había tenido que agarrarme con las dos manos al otro lado del muro, abrir los dedos y dejarme caer sobre la hierba. Por supuesto, podría haber saltado, como Ell, pero ¿para qué? ¿Para qué arriesgar las piernas sin necesidad? Si me rompía algo arruinaría las cosas.

Kli-Kli seguía respirando ruidosamente en lo alto del muro.

—¡Kli-Kli!

—¡Voy! —chilló al instante el trasgo, y cayó como un peso muerto sobre mí.

Conseguí estirar los brazos y frenar su caída justo a tiempo.

—Y ahora explícame qué haces aquí —dijo Ell mientras se acercaba.

—Ayudar a Harold. Y no me mires así, que me vas a hacer un agujero.

—Se te va a pegar hagamos lo que hagamos, ¿eh, ladrón? —dijo Ell dirigiendo una mirada pensativa a Kli-Kli.

—Sólo hasta la casa —se apresuró a asegurarle el trasgo—. ¿Qué estabas pensando hacer?

—Atarte.

—Soy el bufón del rey y no pienso permitir que un elfo malhablado me ate con una cuerda. ¡Te lo advierto! ¡Morderé y chillaré!

—Me estáis haciendo perder el tiempo —exclamé enfurecido—. ¡Podéis discutir lo que vais a hacer sin mí!

—Muy bien, deja que vaya contigo. —El elfo sólo tenía dos alternativas en aquella situación. Podía rebanarle el pescuezo al trasgo o dejarlo ir—. Pero recuerda una cosa, Kli-Kli, como suceda algo, te desollaré vivo con mis propias manos.

—Las amenazas sobran… Ya he cogido la idea. ¡Si ocurre algo, estoy acabado!

—Buena suerte, Harold, no estaremos lejos.

—¿Qué ha pasado con las patrullas?

La oscuridad era muy profunda aquella noche bajo las copas de los árboles, pero aun así me pareció ver sonreír a Ell.

—Hemos acabado con tres de ellas, así que el ala oeste está despejada. —El elfo de ojos amarillos recogió su potente arco compuesto de la hierba.

Menos guardias significaba menos problemas. Ahora tenía que avanzar por el perímetro del muro y aproximarme a las ventanas del ala oeste. Tenía que entrar por las ventanas, porque la entrada principal me estaba vedada aquel día… como todas las puertas de la casa, de hecho.

Según Deler, que había estado bebiendo vino con los servidores del conde, había guardias apostados en casi todas las puertas, lo habitual cuando uno esperaba un ataque repentino. Eso dejaba sólo las ventanas, y únicamente las de la parte trasera de la casa, porque sólo había una patrulla allí y las probabilidades de que me vieran eran mucho menores que en cualquier otra parte.

No era posible irrumpir directamente en el ala este: las ventanas del segundo piso tenían barrotes. Sólo había un modo de hacerlo: entrar en la casa por el ala oeste, cruzar el increíblemente largo pasillo que desembocaba en el balcón del salón de recepciones y, desde allí, cruzar la galería con los retratos hasta el dormitorio del conde.

—Hora de irse. ¡Kli-Kli, intenta no quedarte atrás!

Estaba muy oscuro y los enormes troncos que había frente a nosotros eran como siluetas negras. De repente, las luces de la casa aparecieron ante mis ojos. Las únicas antorchas encendidas estaban junto a la entrada central de la mansión, donde cuatro guardias montaban guardia. O, más bien, uno de ellos montaba guardia, de pie, mientras los demás, sentados en la escalera, conversaban. No pude oír de qué hablaban. Estaba demasiado lejos.

—No están durmiendo, los muy cerdos —dijo Kli-Kli con un siseo de decepción.

—Es su trabajo.

—Ah, no, me refiero a los de la casa.

Había luz en las ventanas del segundo piso. En efecto, no estaban durmiendo y eso significaba que podía meterme en líos. ¡Que el Sin Nombre se llevase a esas malditas aves nocturnas! En mi oficio no hay nada peor que la gente que no se va a la cama como los ciudadanos decentes y temerosos de la ley.

—¿Y ahora adónde, Harold?

—¿Ves esos arbolillos de allí?

—Sí, ¿y?

—Corremos hacia ellos, luego cruzamos hasta la pared de la casa y subimos a la ventana.

—¡Nos van a ver!

—No hables tanto, haz lo que yo y no nos verán. También puedes quedarte aquí en los jardines y esperarme, a mí me da igual.

—Creo que puedo conseguir que no se fijen en mí —respondió rápidamente el bufón.

El espacio que separaba el parque de la casa tenía unos cuarenta metros de longitud. Estaba cubierto sobre todo de césped recortado y macizos (o más bien campos enteros) de rosas. Traté de atravesarlos lo más deprisa posible.

Reinaba un silencio total por doquier, interrumpido sólo por el ruido del viento que se había levantado y agitaba las copas de los árboles. No se oía el canto de los pájaros ni el de los grillos. Kli-Kli y yo tuvimos que correr en línea recta entre los macizos de flores, pisoteando cruelmente las rosas blancas y amarillas. Podía imaginarme las imprecaciones que derramaría sobre nuestras cabezas el jardinero al día siguiente. Las rosas se vengaron envolviéndome en un olor a perfume barato de mujer. ¡Qué asco!

El muro de la casa se alzó de repente ante mí y me apoyé en él con alivio y casi sin aliento. Kli-Kli resoplaba y jadeaba a mi lado.

—Corres más que los correos del rey. No sabía que el trabajo de ladrón fuera tan duro.

—Y tan lleno de sobresaltos. ¡Sígueme!

La pared se prolongaba hacia la derecha. Avancé por ella a hurtadillas, seguido tan de cerca por Kli-Kli que casi me pisaba los talones. Por desgracia para nosotros, allí no crecía la hierba. Alguien astuto había cubierto el suelo de pequeños guijarros, de modo que había que moverse con muchísimo cuidado, como si estuviéramos caminando sobre maleza seca.

La oscuridad era total, como si estuviéramos bajo tierra. En aquel momento, no habría sido fácil vernos a ninguno de los dos, pero lo malo del asunto es que tampoco nosotros podíamos ver al enemigo. En el preciso instante en que llegábamos a la esquina del edificio, una patrulla de guardias salió de las sombras. Me quedé helado al instante y Kli-Kli chocó contra mi espalda con un gruñido de sorpresa.

En el transcurso de los tres segundos siguientes logré hacer tres cosas al mismo tiempo: echarme la capucha sobre la cabeza, taparle al trasgo la boca con la otra mano y tratar de fundirme con la pared. Las sombras allí eran lo bastante densas como para ocultar a diez Sin Nombres.

En favor de Kli-Kli, hay que decir que no movió ni un dedo.

Los tres guardias caminaron hacia nosotros charlando entre sí. No habría estado mal de no ser porque uno de ellos llevaba una antorcha. En cuestión de instantes estaríamos a la vista.

—Y le digo «¿Por qué te portas como un idiota? Has perdido, ¿no? ¡Pues paga!».

—¿Y qué te dijo?

—¿Que qué me dijo? Sacó el cuchillo, así que tuve que echarme sobre él…

—Mira, Hart, como el capitán averigüe quién se ha cargado a Radish…

—No lo averiguará si mantenéis la boca cerrada. ¡Y no ha sido culpa mía! ¿Por qué apuestas en una pelea de gallos si no puedes cubrir tus pérdidas?

—Anda que Radish, mira que sacar el cuchillo así… ¡Siempre fue un idiota y ha muerto como un idiota! No se lo contaremos a nadie, no te preocupes.

—Gracias, amigo —dijo el primer guardia con tono sentido.

Comencé a deslizarme lentamente por la pared, tapándonos a los dos con la capa. Tuve que quitarle al trasgo la mano de la boca, porque de otro modo no habría podido cargar la ballesta. Sujeté mi pequeña preciosidad con una mano y traté de cargar el mecanismo con el mínimo ruido posible, tirando de la cuerda hacia mí. Un leve chasquido me indicó que los virotes se habían colocado en posición. Si Sagot se sentía generoso, tendría tiempo suficiente para silenciar a dos de ellos, pero eso dejaría al tercero, que tenía una espada.

Los guardias llegaron a la altura de nuestro mísero camuflaje y mi dedo se tensó involuntariamente sobre el gatillo.

—Hace fresco esta noche —murmuró el que llevaba la antorcha.

—Acabamos esta ronda y volvemos al cuarto de guardia. Tengo una botellita escondida para un momento como éste.

—¿Y si Meilo nos pilla?

—No nos pillará —respondió alegremente el primer guardia.

Los guardias pasaron a nuestro lado y siguieron su camino. Ni uno de ellos miró en nuestra dirección. Después de todo, ¿qué peligro podía haber junto a una pared?

—¿Meilo? Ése pillaría a su propio padre y mucho más a un idiota como tú.

—No se ve por ningún lado a Klos y sus dos chicos.

—Klos y sus amigos han tenido mala suerte hoy. Meilo los ha mandado a los jardines… ¡Para proteger al señor de las ardillas salvajes! —rio el portador de la antorcha.

—Tendrían que haber vuelto hace siglos. ¿Les habrá pasado algo?

—¡Pues claro! ¿Crees que eres el único que tiene un poco de seso? Klos también tiene una botellita enterrada debajo de algún árbol. ¡Más de una, de hecho! Apuesto algo a que esta noche duermen en la hierba.

«Me temo que, después de encontrarse con Ell y Egrassa, Klos y su compañía van a dormir durante mucho tiempo».

—¿Vamos a buscarlos?

—¿Para qué? ¿Es que tienes ganas de andar a tientas por la oscuridad?

Las voces de los guardias se perdieron en la distancia.

—Uf —suspiró Kli-Kli—. ¿Todos los guardias nacen ciegos o sólo éstos?

—Depende. Ya casi estamos.

Lo único que teníamos que hacer era doblar la esquina y correr junto a la pared del edificio hasta llegar a la ventana apropiada. Me dejé caer sobre el suelo y asomé cautelosamente la nariz para asegurarme de que el camino estaba despejado.

Ni un alma.

Y no había una sola luz en aquel lado de la casa.

—Bien.

Saqué la telaraña y lancé el extremo libre hacia arriba, en dirección a un balcón que sobresalía justo encima de nuestras cabezas. La cuerda mágica se agarró con fuerza a la piedra, sin necesidad de rezones ni ganchos de ninguna clase. Para asegurarme, comprobé la fiabilidad de mi escalera hacia el cielo tirando varias veces de ella. No, la verdad es que no había derrochado el dinero en aquella maravilla.

—Quédate aquí. No hagas ruido y ni se te ocurra hacer ninguno de tus truquillos —dije mirando al trasgo de manera amenazadora.

—Sí, Harold.

—Y, pase lo que pase, no intentes venir detrás de mí.

—No, Harold.

—Si no he vuelto dentro de una hora, ve a buscar a Markauz y salid de aquí.

—Sí, Harold. —El pequeño trasgo parecía la criatura más mísera de toda Siala.

—Voy a subir. Si sucede algo, silba. Pero flojo.

—Pero Harold, si yo no…

—Kli-Kli —prorrumpí al instante—. Haz lo que te digo y punto.

—Muy bien, Harold —asintió el trasgo mansamente.

Abrí el broche que me sujetaba la capa a los hombros. Era una buena capa, no cabía duda, tan negra como el resto de mi ropa, pero trepar por una pared con ella, y sobre todo una pared tan alta como aquélla, podía ser sumamente complicado.

—Mantén los ojos bien abiertos —fue mi última instrucción para el trasgo antes de darle un tirón a la telaraña y enviarle una orden mental.

La cuerda se estremeció y comenzó a enrollarse hacia arriba. Lo único que yo tenía que hacer era pegar los pies a la pared y contemplar cómo avanzaba el balcón hacia mí.

Cuando estaba a medio camino entre el cielo y la tierra, oí un fuerte siseo procedente de abajo, una mezcla entre el ruido que haría una sartén al rojo vivo y el de una víbora al expirar. Tuve que detenerme y mirar hacia allí. Kli-Kli se había metido casi todos los dedos en la boca y tenía las mejillas tan hinchadas como si quisiera parecerse a un cornetín.

—¿Pero qué te pasa? —le susurré.

—¡Peligro! —dijo el bufón señalando en la dirección de la que habíamos venido.

Un solitario guardia caminaba por la vereda que rodeaba la casa. No sé qué estaba buscando, pero desde luego no eran aventuras. El centinela estaba mirándose los pies, de modo que no había visto al trasgo, a pesar de que lo tenía justo delante de las narices.

Kli-Kli comenzó a correr de lado a lado, sin saber adónde ir, y yo apreté los dientes con frustración.

—¿Dónde la he dejado? —exclamó el guardia. No pude verle la cara, pero tenía una voz joven.

¿Acaso no había dicho que tendría problemas innecesarios si el trasgo me acompañaba?

—¡Eh! ¡Quieto ahí! ¿Qué haces aquí? —preguntó el guardia mientras se llevaba la mano a la empuñadura de la espada.

—Ven, ven —dijo Kli-Kli mientras le hacía un gesto conspirativo.

«¡Por Sagot! ¿Qué hace ese idiota?».

El hombre echó a andar hacia el trasgo, sin apartar la mano de la espada ni los ojos del intruso. Estaba confundido, porque su enemigo era una criatura menuda y no intentaba huir ni sacar un arma a pesar de que lo habían sorprendido con las manos en la masa.

—Ven, acércate. No muerdo.

—¡Pero si eres el bufón de ese duque! —dijo el guardia, mientras se detenía, justo debajo de mí.

—¡Pues claro que soy un bufón! ¿Qué esperabas encontrarte aquí? ¿Un h’san’kor?

Di un tirón a la cuerda y le envié la orden mental de que empezara a bajarme.

—¿Qué haces aquí, bribonzuelo? ¡Cuando te agarre te voy a dar un buen tirón de orejas!

No había más de un metro entre la cabeza del novato y yo.

El trasgo vigilaba por el rabillo del ojo la milagrosa demostración de equilibrio que yo estaba realizando.

—¿Quieres una moneda de oro? —Un disco de metal amarillo resplandeció entre los dedos del bufón.

Kli-Kli había acertado en sus cálculos. Hay algunos especímenes de seres humanos a los que sólo hay que enseñarles una moneda para que pierdan por completo la cabeza.

—¡Sí! —exclamó el muchacho.

No me sorprendió lo más mínimo comprobar que miraba fijamente la moneda, tratando por todos los medios de seguir sus movimientos.

Lo golpeé en la nuca con los dos pies. Llevaba un yelmo ligero, así que el golpe no fue tan fuerte, pero sí lo suficiente. Cayó de rodillas con las manos en la cabeza. Abrí las manos y caí sobre él con todo el peso de mi cuerpo.

—¡Acaba con él! —chilló Kli-Kli dando saltos arriba y abajo—. ¡Acaba con él!

—Maldito… trasgo… sanguinario —escupí mientras sacudía mi magullado puño.

El chico poseía una resistencia sorprendente. Tuve que golpearlo otras dos veces en la nuca, que era tan dura como un roble, y luego clavarle el codo en la sien antes de que accediera a estarse quieto.

Me revolví hacia Kli-Kli.

—¿Qué ha sido eso?

—Tenía que mantenerlo entretenido mientras tú caías sobre él como un demonio de la venganza.

—Me refiero a que por qué no has silbado.

—Porque no sé silbar. ¡Intenté decírtelo, pero no me escuchaste! —me explicó el trasgo con voz débil.

Hubo un ruido metálico tras de mí. Saqué el puñal y me revolví con rapidez, pero sólo era Ell. Estaba limpiando su cuchillo en la ropa del guardia.

En la ropa del cadáver. Nadie vive mucho tiempo con el corazón ensartado en casi un metro de acero.

—Ahora seguro que no grita. —Los ojos amarillos del elfo brillaron con desaprobación—. Siempre hay que acabar el trabajo, Harold.

—Date prisa, ladrón. Se nos acaba el tiempo —añadió Alistan Markauz desde las sombras—. Kli-Kli, ya hablaremos luego. Ven con nosotros. Ell, coge las armas del cadáver.

—¡Alto! —les dije—. El trasgo os va a meter en líos. No trae más que problemas.

—¡No los meteré en ningún lío! —replicó Kli-Kli, ofendido—. De no haber sido por mí, ese desgraciado te habría visto, seguro.

—Escúchame, idiota, ¿ves esos matorrales de ahí? Están justo enfrente de la ventana del conde. Escóndete en ellos hasta que te llame. Cuando te arroje la Llave, te marchas corriendo lo antes posible. Ell, tú lo ayudarás a saltar el muro.

—De acuerdo.

Di un salto, me agarré al extremo de la cuerda y reanudé el ascenso. Cuando pasé la pierna sobre la barandilla y terminé de encaramarme al balcón, ya no se veía a nadie debajo: ni al elfo, ni al conde, ni a Kli-Kli, ni al cadáver. La telaraña volvió a acomodarse suavemente en el lugar de costumbre, en mi cinturón.

Sólo era un pequeño balcón ornamental, apenas suficiente para albergar a dos personas. La puerta, de paneles de cristal en un elegante armazón de madera, parecía una defensa frágil y francamente inapropiada para gente de mi oficio. Pero las primeras impresiones siempre son engañosas. Cuando te encuentras con tal descuido aparente, puedes contar con que habrá algún truco sucio. Por desgracia no tenía tiempo de pensar ni podía derrochar uno de mis preciados frascos mágicos para desvelar la presencia de la magia. Miralissa había dicho que había hechizos defensivos en todas las ventanas del segundo piso.

No sabía cómo funcionaban, pero a cualquiera que intentara colarse en la casa de noche le esperaba una calurosa recepción. La elfa se había ofrecido a crear un fetiche rúnico que me permitiera atravesar cualquier defensa, pero yo me había negado diplomáticamente. En los últimos tiempos no me sentía demasiado bien dispuesto con respecto a la magia rúnica… al menos desde que leyera en voz alta un pergamino que había encontrado por ahí y enviara a todos los demonios a la oscuridad (o, bueno, a casi todos, con la excepción de Vukhdjaaz).

Aparte de que no quería estar cerca cuando se produjera el choque entre la magia chamánica y la de los humanos. Y tampoco podía contar con el medallón de Kli-Kli. Sólo neutralizaba la magia chamánica, no la hechicería de los hombres y los elfos de la luz. Tendría que recurrir a mis propios recursos para entrar en la casa.

Abrí la bolsita verde que llevaba al cinto y saqué un frasco de un polvo tan negro como la noche que me rodeaba. El tapón salió con un pop y lo sujeté con los dientes.

Espolvoreé una generosa cantidad de su contenido sobre la puerta, volví a tapar el frasco con el corcho y guardé de nuevo el pequeño y preciado objeto. Entretanto no había sucedido nada en la puerta del balcón y comenzaba a pensar que tal vez la elfa se hubiera equivocado en esta ocasión. Pero no, en ese momento aparecieron unas manchas donde había caído el polvo negro. Se propagaron, se unieron unas con otras y finalmente desaparecieron con un destello.

«Ya está. Al menos aquí ya no hay peligro».

Como esperaba, la puerta estaba cerrada. Por alguna razón, a la gente no le gusta que entre en sus casas. ¿Qué les he hecho yo?

Sonreí por aquel chiste privado. Yo lo contaba y yo me reía. ¡Ja, ja, respetables caballeros!

Abrí la cerradura en cuestión de pocos segundos. De hecho, el mecanismo de la puerta no tenía ningún derecho a ostentar el digno nombre de «cerradura». Entreabrí la puerta, aparté las suaves y etéreas cortinas con la mano y me deslicé al interior de la casa del conde Balistan Pargaid.

«La oscuridad aquí dentro es absoluta. ¿Dónde estoy? Espero que no en el dormitorio de una anciana, porque se pondría a chillar.

»Mmm… Ya empezamos… Es la clase de frase que siempre se me ocurre cuando empiezo a estar nervioso…».

El suelo de la habitación estaba cubierto por una alfombra, así que apenas hice ruido. Había una estrecha franja de luz bajo la puerta que daba al pasillo. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, así que veía bastante bien.

Estaba en una habitación de gran tamaño, con las paredes cubiertas de estanterías.

Una biblioteca.

De haber estado allí en un momento diferente y por un asunto distinto, habría revisado un par de las estanterías sin dudarlo. El conde era aficionado a las antigüedades, así que no me sorprendería encontrar allí algunos libros de la Edad de Ensueño, o incluso de la Edad de los Logros. Al atravesar la oscura habitación tuve que rodear un escritorio que resaltaba como un retazo de negrura contra el gris oscuro del fondo.

Las gruesas puertas dobles de la biblioteca se abrieron con facilidad y salí al pasillo.

Estaba desierto.

«Eso es, a estas horas de la noche lo que hay que hacer es dormir».

Por desgracia para mí, algún cerdo diligente había encendido las lámparas de aceite y las pequeñas lenguas de fuego bailaban tras sus tapas de cristal.

Aquélla era la parte más difícil, recorrer toda el ala y atravesar una o dos habitaciones hasta llegar al pasillo contiguo al balcón del segundo piso de la sala de recepciones y luego cruzarlo bajo la atenta mirada de los retratos para llegar al dormitorio de Balistan Pargaid. Luego sólo tendría que coger lo que había venido a buscar y volver por el mismo camino.

Traté de atravesar la zona peligrosa lo más deprisa posible. La gruesa alfombra amortiguaba mis pasos, así que no tenía que preocuparme porque pudieran oírme. Las puertas a mi izquierda y a mi derecha estaban cerradas y no se oía nada al otro lado. Pasé por una intersección en la que se cruzaban dos pasillos. Por lo que podía recordar, uno de ellos llevaba a la zona de la servidumbre y al sótano, y por un momento estuve tentado de continuar por allí. Pero aquella ruta era bastante más larga y lo cierto es que no debía prolongar mi estancia allí más allá de lo estrictamente necesario.

Ajá, allí estaba la puerta que buscaba.

Apreté la aldaba de bronce, pero no cedió. Tuve que sacar las ganzúas y tantear la cerradura en busca del mecanismo de apertura. Decir que me sentía incómodo sería quedarse muy corto. Juguetear con una cerradura mientras estás rodeado de lámparas encendidas por todas partes y en cualquier momento te puede sorprender un lunático al otro lado del pasillo es algo que pone a prueba los nervios de cualquiera.

—¡Ah! ¡No digas t-tonterías, estú-túpido i-idiota! C-creo que lo q-que dije fue… ¡hic! Sí… —oí decir a alguien tras la puerta que tenía detrás.

—Estás borracho, O’Lack. ¿Adónde vas?

—¡A va-vaciar la vejiga, estú-túpido i-idiota! ¿O prefieres…? ¡Hic! P-prefie… ¡Bah! ¿Q-quieres que me lo ha-haga aquí mi-mismo? ¿Eh?

Con un chasquido, la cerradura cedió y pude entrar en el cuarto y cerrar la puerta tras de mí antes de que el borracho abriera la suya. Pegué la oreja a la puerta para oír lo que pasaba en el pasillo. Un hombre salió del otro cuarto y se alejó con paso inseguro. Dejé de oír sus pisadas casi al instante: la alfombra se tragaba todos los sonidos.

Estaba en uno de los numerosos cuartos de invitados que había en aquella ala. Y, para deleite de este bribonzuelo y ladrón que os habla, estaba vacía. Lo único que tenía que hacer era acercarme a la otra puerta y abrirla para salir al balcón, así que eso fue lo que hice.

Me bastó con una mirada para evaluar la situación y de un rápido salto volví a buscar refugio en las sombras. Tal como indicaba el plano, el balcón circunvalaba el patio interior de la mansión del conde.

Para aquéllos que no se hayan dado cuenta aún, la mansión del conde tenía forma cuadrada, con un pequeño patio interior al que se accedía a través de una puerta situada en el primer piso. Una fuente murmuraba delicadamente en este patio, entre varios manzanos cuyo ramaje casi alcanzaba a rozar el segundo piso. Había un hombre sentado bajo uno de ellos, fumando en pipa. El parpadeo de la pequeña luz era la única razón por la que lo había visto.

Hasta aquel momento mi plan había sido muy sencillo: entrar en los jardines con la telaraña, correr hasta la pared del ala opuesta y trepar a un balcón. Y ya estaba muy cerca de la Llave.

Pero gracias a aquel maldito guardia, todos mis esfuerzos habían sido una completa pérdida de tiempo. Estaba mirando en mi dirección y, si intentaba bajar por una cuerda, con toda certeza me vería, incluso en una noche tan oscura como aquélla.

Por otro lado, volver corriendo por los pasillos era absurdo y peligroso, pues podían verme en cualquier momento.

Sólo había una cosa que pudiera hacer: esperar. De todos modos, la telaraña no era lo bastante larga como para llegar al otro lado.

¿Debía tratar de liquidar al centinela con la ballesta? En principio era posible, pero en aquella oscuridad no podía tener la seguridad de alcanzarlo en el cuello. Si fallaba, lo más probable fuera que gritase como un buey bajo el cuchillo del carnicero y despertara a la casa entera.

Me senté en el suelo y miré a través de las finas y suaves cortinas. La lucecilla ganaba intensidad cuando inhalaba. Siguió envenenando el aire durante lo que se me antojó una eternidad.

Finalmente, el guardia se levantó, descargó los restos de su pipa sobre el suelo, se cargó al hombro la gruesa ballesta que llevaba y se encaminó hacia una puerta. Exhalé un suspiro de alivio, pero precipitado. El guardia dio media vuelta bruscamente, regresó caminando junto a la pared y volvió a dar la vuelta…

«¡Está patrullando, el muy cerdo!». La verdad es que no me gustan los guardias con exceso de celo… Siempre son un incordio. Y desde luego aquél lo era.

No tenía sentido apretar los dientes. A fin de cuentas sólo tenemos una dentadura. Volví a sentarme en el suelo y empecé a contar los pasos del guardia. Seis… Diez… Quince… Cinco… Once… Veintidós…

No tenía demasiado tiempo. De hecho tenía muy poco. No quedaba más alternativa que arriesgarse. Esperé a que me diera la espalda y salí como una flecha al balcón.

Dos…

La telaraña se agarró con fuerza y yo salté la barandilla y la así con las dos manos.

Ocho…

Debió ser el descenso más rápido de mi vida. De no haber llevado guantes, me habría desollado las manos enteras, además de arrancarme parte de la carne. Pero ni siquiera los guantes pudieron protegerme del fuego que me abrasaba las palmas.

Diez…

Di un tirón a la cuerda, que se soltó del balcón, cayó al suelo y rodó hasta hacerse un ovillo.

Trece…

Salté hacia las sombras más densas, bajo un manzano canijo.

Quince…

El guardia dio la vuelta y comenzó a andar hacia mí. «Vamos, bonito, ni siquiera sabrás que estoy aquí hasta que no me tengas encima». Cuando se volvió de nuevo, comencé a acercarme a él con pequeñas carreras de sombra en sombra.

Finalmente me encontré tras él. Seguía patrullando como un juguete mecánico. Saqué los nudillos de bronce del bolsillo y le propiné un buen golpe en la nuca.

El centinela soltó un gruñido de sorpresa y cayó de espaldas. Lo agarré antes de que tocara el suelo y lo llevé a la hierba, donde lo dejé recostado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Para mayor seguridad, descargué su ballesta y arrojé el virote a la fuente y luego, tras pensarlo un momento, tiré también la bolsa con los nueve restantes.

Hecho esto, dejé el arma inútil sobre las rodillas del sujeto y retrocedí un paso para evaluar el resultado de mis esfuerzos.

Podía valer. Desde lejos parecería que se había quedado dormido. Sólo esperaba que siguiera haciéndolo hasta la mañana siguiente.

Con la ayuda de la telaraña, sólo tardé un minuto en trepar de nuevo hasta el balcón a la altura que necesitaba. La puerta estaba entreabierta y una leve brisa jugueteaba con las blancas cortinas. Me adentré un paso en la oscuridad y esperé a que mis ojos se acostumbraran a ella.

Había alguien en la estancia, de eso no cabía duda. Oía el suave sonido de su respiración. Poco a poco, la cama que había junto a la pared opuesta fue cobrando forma y definición en la oscuridad. Tenía que pasar a su lado para salir. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, un tablón del suelo crujió bajo mis pies.

Me detuve, encogido como si acabara de recibir un puñetazo. El ocupante de la cama se revolvió y siguió durmiendo. Otro paso y otro crujido del suelo.

Estuve a punto de dar un respingo al oír un pequeño e inseguro ladrido procedente de la cama.

¡Un chucho!

—¿Qué pasa, Tobiander? —preguntó una voz soñolienta.

¡La condesa Ranter! ¡Había tenido que acabar precisamente en su dormitorio!

—¿Rr-rrr? ¡Guau!

—¿Qué es? ¿Ratas?

La anciana se incorporó como si escudriñara las sombras, pero no se levantó de la cama. Por suerte para mí, el pequeño animalucho tampoco era un prodigio de valentía, y no ardía en deseos de clavarme los dientecillos.

—Es todo culpa de ese detestable conde, precioso mío. Le digo que me dan miedo las ratas y sus criados nos ponen en una habitación como ésta. ¡Aquí chirría hasta el suelo y encima están esos horribles monstruitos de color gris! Están esperando para hincarle el diente a mi pobrecito.

—¡Guau! —convino Tobiander.

—Vamos a dormir, pequeñín mío. ¡Ésas asquerosas ratas no podrán alcanzarnos!

Tobiander ladró una vez más para calmarse los nervios y luego se calló. Las piernas se me quedaron entumecidas de tanto permanecer inmóvil, pero finalmente volví a oír los ronquidos de la condesa.

Con el máximo cuidado posible, salí al pasillo, que era absolutamente idéntico al que había atravesado antes. La misma alfombra, las mismas lámparas y tan desierto como aquél.

Seguí caminando, deteniéndome cada dos pasos para escuchar en el silencio. Una de las puertas de la derecha estaba ligeramente abierta.

—Pero ¿quién es?

—Cierra el pico. Algunas preguntas pueden llevarte a la tumba.

¡Cara Pálida!

—Lo único que he hecho es preguntar…

—Y lo único que he hecho yo es darte un pequeño consejo. Menos parloteo. Ya sabes que al conde le encanta cortar las lenguas cuando se vuelven demasiado largas. Y además, tampoco sé quién es esa mujer. Me ordenaron que fuera a recogerla, así que fui a recogerla. El resto no es asunto mío.

—Vale, vale, Rolio. Olvidémoslo. ¿Te apetece un poco de vino?

—No. Y deja de fumar esa basura. Tengo un dolor de cabeza atroz.

—¿Por qué estás tan quisquilloso? —preguntó el hombre con una voz que parecía ofendida.

—Ésa mujer me pone nervioso…

Eché un cauteloso vistazo por la ranura de la puerta y al instante me asaltó un leve olor a hierba de los sueños. Cara Pálida y el otro, el hombre que estaba fumando, estaban sentados a una mesa, jugando a los dados. Cada uno de ellos tenía un buen montón de monedas delante de sí. Rolio estaba de espaldas a mí y sentí la tentación de meterle un virote entre los omóplatos y librarme de él de una vez para siempre.

—Lo siento, Rolio, pero a mí me parece que te preocupas por cosas que no debes. Tienes un Encargo que completar. Ése tipo sigue aún vivito y coleando y ya ha pasado más de un mes.

—Métete en tus propios asuntos y yo me meteré en los míos.

Oí unos pasos. Quienquiera que fuese, hacía más ruido que un pelotón en marcha por la plaza de los Desfiles, así que lo oí mucho antes de que llegara al pasillo. Me alejé de la puerta de un salto y miré desesperadamente en derredor en busca de algún lugar donde ocultarme.

—¿Qué sucede? —oí que preguntaba el fumador con voz sorprendida.

—Hay alguien ahí.

—¿Dónde?

—Al otro lado de la puerta.

Oí que una silla se retiraba. Siete metros más allá, en el pasillo, había unos nichos con jarrones de flores tan altos como hombres. Los nichos estaban cubiertos de sombras, así que corrí hacia ellos con la esperanza de ocultarme detrás de uno de los jarrones.

A duras penas conseguí meterme por el angosto espacio que separaba un jarrón de la pared. No me atrevía ni a tocar el jarrón, por si se caía.

Un hombre pasó por delante de mí en el pasillo, bamboleándose con tanta violencia como si se encontrara en la cubierta de un barco en medio de un tormenta y no en tierra firme. En otras palabras, estaba borracho, borracho como una cuba. Estuvo a punto de chocar con Cara Pálida cuando éste salió al pasillo con una estrella arrojadiza en la mano.

—¡Idiota! —rugió Cara Pálida con una mueca desdeñosa mientras lo apartaba de un empujón.

El hombre cayó al suelo.

—¡G-gracias!

—¿Lo ves, Rolio? Nadie te estaba espiando —le dijo a Cara Pálida su compañero de dados.

—E-exacto, n-no estaba e-escuchando. ¡De v-verdad! ¡Me he p-perdido!

—Cierra el pico.

Cara Pálida recorrió el pasillo con expresión de furia mientras daba vueltas a su estrella arrojadiza en la mano y al final, de mala gana, volvió a guardarse el arma en el cinturón.

—Vamos, Bedbug. ¡Y tú, O’Lack, vete a la cama!

—G-gracias.

Cara Pálida cerró de un portazo, dejando al borracho sobre la alfombra. Los nervios de Rolio estaban empezando a jugarle una mala pasada. ¡Es lo que pasa cuando no se completan los Encargos!

Salí de mi escondite y seguí mi camino. El borracho estaba tratando de levantarse y no me prestó la menor atención. Si hubiera empezado a bailar una danza chamánica a su alrededor, cantando y aporreando un tamborcillo, creo que no se habría dado cuenta de lo que sucedía.

El pasillo llegó a su final y pude salir de una vez a la galería que rodeaba la sala de recepciones. En aquel momento, sin la música, los criados atareados y los nobles vestidos de seda, parecía vacía y fría. Ni siquiera había guardias en la puerta. Ni velas, ni antorchas ni lámparas. Oscuridad y paz y sólo unos recuadros de luz en el suelo, proyectados desde las ventanas. La luna había salido de detrás de las nubes y estaba asomando por entre los altos arcos de las ventanas.

La alfombra terminaba: el suelo de la galería y del pasillo siguiente eran de mármol. Por suerte, era de la variedad más común, roja oscura con vetas claras, en lugar de la patada-ya-sabéis-dónde de Isilia, sobre la que cada pisada era como un centenar de campanas de alarma.

Volvía a sentir aquel hormigueo en las tripas y la llamada de la Llave.

En el pasillo de los retratos había lámparas encendidas a intervalos regulares y las sombras bailaban sobre la pared jugando al escondite unas con otras. Los antepasados de Balistan Pargaid me miraban desde el interior de los marcos y, por alguna razón, no terminaba de ver alegría en sus ojos. Por extraño que pueda parecer, los hombres de los cuadros me observaban con expresiones claramente amenazantes.

Por un momento me sentí abrumado por un temor supersticioso. Recordé una historia que me había contado For en mi ya lejana infancia, sobre unos hombres que cobraban vida en un retrato y mataban a un ladrón.

¡Menudo disparate! ¡Una tontería supersticiosa y nada más! Miré de reojo a Suovik Pargaid y di media vuelta. ¡Por Sagot! Quienquiera que fuese el artista que había pintado aquel retrato, el muy hijo de perra tenía talento. No me habría sorprendido ver que Suovik salía trastabillando del cuadro y caía al suelo.

«¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡Los vínculos te llaman!» cantaba la Llave.

No había centinelas en la puerta del cuarto del conde. Otra cosa extraña. Normalmente, la gente de alta cuna coloca un par de guardias junto a su puerta para que los defiendan durante su sueño atormentado. ¿Para quién me había traído entonces mi hechizo de sueño?

Saqué las ganzúas, introduje una de ellas en la cerradura y la giré… No estaba cerrada. ¡La puerta no estaba cerrada con llave!

La abrí, esperando encontrarme cualquier cosa en el dormitorio, incluido el cadáver de Balistan Pargaid con la garganta rebanada (tuve una visión fugaz del cuerpo del archiduque Patín y el Mensajero cuando acababan de enviar a la oscuridad al primo del rey). Pero no, no había nadie en el dormitorio. Una enorme cama pegada a la pared ocupaba casi todo el espacio. Junto a la ventana había una pequeña mesa, con una vela encendida y un cofrecillo de buen tamaño.

El conde sentía predilección por la artesanía de los ogros y aquel objeto no era una excepción. Estaba hecho del mismo metal oscuro que el brazalete que le habíamos regalado a Balistan Pargaid. Unas runas medio borradas lo cubrían, representaciones de fieras salvajes, animales o algo peor. Pero en aquel momento lo importante no era el cofre, sino aquello que contenía. La Llave estaba llamándome y di un paso hacia ella, como si estuviera hipnotizado.

«¡Estoy aquí! ¡Deprisa! ¡Tómame! ¡Los vínculos llaman! ¡Vámonos!».

El ruido de unos pasos en el pasillo arruinó el hechizo. ¡Alguien se acercaba hacia allí y yo ni siquiera había cerrado la puerta al entrar!

No había sitio donde esconderse en la habitación y las ventanas tenían barrotes… ¡La cama! Me descolgué la ballesta de la espalda y me oculté bajo el lecho, con la esperanza de que la persona que se aproximaba por el corredor pasara de largo sin reparar en la puerta.

Mi escondite era un poco estrecho, pero desde allí podía ver la habitación entera (o, más bien, el suelo entero). No había polvo, así que no corría el riesgo de estornudar en el peor momento. Una mujer con zapatos rojos entró en el cuarto. Al detenerse junto a la mesita del cofrecillo, una fragancia de fresas maduras se arrastró hasta mí. ¡Lafresa!

Hubo más pisadas en el pasillo y, momentos después, un par de botas altas y suaves entraron en la habitación. Sí, sí, eso es lo que sucedió, al menos para mí. Zapatos rojos y botas altas y suaves: eso era lo único que podía ver desde mi escondrijo.

—¿Ya es hora?

Reconocí la voz del conde.

—Sí, las estrellas están en conjunción favorable. ¿Cómo se abre? —El conde se acercó a la mesa y hubo un repique musical, seguido por varios chasquidos rápidos.

—Aquí tenéis, dama Iena.

—No me llaméis dama.

—Como prefiráis, La…

—Señora. O Lafresa. Así es como me llama el Amo.

—¡Oh! —respondió el conde con una exhalación comprensiva.

«¡Sálvame! ¡Deprisa! ¡Que se me llevan! ¡Sálvame!». El aullido de la llave estalló dentro de mi cabeza y, por un momento, todo se volvió completamente negro.

«¡No podría hacer nada ni aunque tuviera cien ballestas! No creo que un vulgar virote de ballesta haga el menor daño a Lafresa. Lo único que puedo hacer es esperar y rezar a los dioses».

—Atrás. Tengo que concentrarme.

Lafresa comenzó a cantar en una lengua que yo no conocía y, una vez más, la voz de la Llave comenzó a resonar en mis oídos. Los pies de los zapatos rojos se movían siguiendo un ritmo extraño y fascinante que se entrelazó con la suave canción de Lafresa y envolvió la sala, paralizada por la expectación, en un hechizo pesado como el plomo.

«¡Sálvame! ¡No quiero irme! ¡Nuestros lazos son fuertes!».

El dolor en mis oídos era insoportable. Me cubrí las sienes con las manos, pero no sirvió de nada.

La canción de Lafresa se fue haciendo más y más fuerte y sus palabras hilvanaron una música mágica que repicó y tronó por encima de mi cabeza. Podía sentir cómo se rompían los lazos con los que Miralissa me había vinculado a la Llave, lo percibía con el cuerpo entero. Era como si alguien estuviera aplastándome un dedo con un martillo.

—¡Nuestros lazos son fuertes! —susurré para tranquilizarme, como alguien en trance.

«¡Fuertes!» oí decir a una voz con un suspiro de alivio. El dolor remitió ligeramente, pero Lafresa sólo tuvo que alzar la voz para que los dedos volvieran a dolerme y me sintiera como si me hubieran vertido plomo líquido en los oídos.

—Nuestros lazos son fuertes —susurré de nuevo.

—¡Conde! ¡Necesito sangre, no consigo nada! —ordenó Lafresa entre sus alaridos.

Un fuego abrasador me quemaba los dedos, pero sabía lo que tenía que hacer. No podían romper los vínculos mientras yo estuviera allí. La Llave no estaba viva, pero aun así era un ser racional… y estaba de mi lado:

Se verá con LaFresa en la oscuridad. Y la llave decidirá a quién ayuda…

¿No formaba parte de la profecía de mi queridísimo amigo Kli-Kli? Pero, para ser sincero, me alegraba mucho de que la reliquia estuviera de mi lado.

—Nuestros lazos son fuertes, nuestros lazos son fuertes, nuestros lazos son fuertes, fuertes, fuertes, fuertes, fuertes, fuertes…

«¿Qué te parece esta magia, Lafresa? ¿Te gusta?». La canción se interrumpió tan repentinamente como había empezado. No quedó otro sonido que la ronca y pesada respiración de la mujer.

—¿Qué sucede, señora? —La voz del conde era como el graznido de un cuervo: áspera y repulsiva.

—No lo sé —dijo ella con voz rendida—. Ésa aficionada ha creado unos vínculos tan fuertes que no soy capaz de romperlos. Conde, ¿el hombre al que me presentasteis sigue aquí?

—¿Os referís a Rolio? Sí, sigue en la casa.

—Recordaréis que el Jugador le encomendó la misión de librarse de cierta persona, ¿no?

—Sin duda.

—Pues debe hacerlo de inmediato. Usando los medios que sean precisos. Si es necesario, con la ayuda de vuestro ejército. La Llave se me resiste, pues percibe a la persona a la que está vinculada. Que vuestro sicario elimine este escollo y podré volver a intentarlo.

—Daré la orden ahora mismo…

—¡Esperad! Ayudadme a llegar a mi habitación… La reliquia me ha dejado sin fuerzas.

—Dadme la mano, mi dama.

—¡Os he pedido que no me llamarais eso! —siseó Lafresa, glacial—. Disculpadme. Estoy demasiado cansada para ser educada, nada más.

Presté atención mientras sus pisadas se alejaban y luego aguardé unos minutos más para asegurarme de que no había moros en la costa.

Todo estaba tan silencioso como una tumba.

Salí arrastrándome de debajo de la cama, destensé la ballesta y volví a colgármela del hombro. Hasta entonces la suerte me había sido propicia, pero tenía que darme prisa, pues Lafresa podía volver en cualquier momento. Y le habían quitado el bozal a Cara Pálida, así que a partir de entonces tendría que andarme con mil ojos y dormir con un cuchillo bajo la almohada.

La vela de la mesa se había consumido hasta la mitad y el cofrecillo estaba cerrado. Puede que la magia de Lafresa la hubiese dejado agotada, pero la sirviente del Amo había permanecido lo bastante alerta como para acordarse de cerrar la tapa y posiblemente también de añadirle un poco más de magia.

Las probabilidades de que el cofrecillo estuviera sellado con la hechicería de los humanos y los elfos de la luz eran despreciables, pero aun así no quería correr ningún riesgo, así que decidí comprobarlo todo primero.

Abrí la ventana del dormitorio y me asomé. No había ningún movimiento en los arbustos que había debajo, así que sólo cabía esperar que Kli-Kli estuviera escondido en alguna parte.

La brisa apagó la vela al instante. «¡Bah, a la oscuridad con ella!». La luna brillaba tanto que aun así había luz suficiente en la habitación. Saqué el frasco que necesitaba de la bolsa y vertí una gota de líquido en el cofrecillo. La gota se propagó y luego dejó de moverse. No había ninguna magia humana allí, o de lo contrario la gota habría desaparecido. O había magia chamánica o nada… Tendría que depositar toda mi fe en el medallón de Kli-Kli.

Me pasé la lengua por los labios resecos y alargué la mano hacia el cofrecillo. Era algo aterrador, como disponerse a coger unos carbones candentes o una serpiente venenosa. ¿Y si el medallón del trasgo no me protegía contra los hechizos que pudiera contener?

Nada. Ningún efecto. Ni rayos, ni truenos, ni voces divinas. El cofrecillo parecía totalmente normal, sin ninguna magia. ¿Podía haberme equivocado con Lafresa?

No veía ninguna cerradura, pero la tapa se resistía tenazmente a ceder. El pequeño objeto tenía un secreto y podía seguir entreteniéndome con él hasta el fin de los tiempos. Lo mejor sería que me lo llevara entero. Al tratar de levantarlo me quedé boquiabierto.

¡Pesaba mucho!

Tanto que apenas podía levantarlo de la mesa.

Si trataba de arrastrar un peso así por toda la casa podía pagarlo con la vida. Palpé todas las superficies y protuberancias por si encontraba un resorte oculto, pero la tapa permaneció inamovible.

Entonces recordé que cuando el conde lo abrió, se habían oído varios chasquidos. ¿Significaba eso que el mecanismo se activaba con dos o tres resortes simultáneos?

Muy probablemente.

Decidí cambiar de estrategia y probé a presionar con un dedo la figura híbrida de pájaro y oso y el cráneo que la criatura tenía a los pies con otro, al tiempo que trataba de abrir la tapa con una uña. En vano…

Mmm… ¿Y de dónde había salido la música que había oído antes de que Balistan Pargaid abriera la cerradura, si se me permitía preguntar?

Tenía que examinar de nuevo el cofrecillo con mucho cuidado. Allí estaba: había un arpa estampada en la tapa y la criatura medio pájaro medio oso tenía un caramillo en la boca. «Muy bien, vamos a intentarlo… ¡Eso es!». El caramillo y el arpa giraron hacia dentro al mismo tiempo y el cofrecillo, tras soltar una suave tonadilla, se abrió y me invitó a regalarme los ojos con su contenido.

La Llave descansaba sobre terciopelo negro. Fina, hecha de una gasa de telaraña cristalina y sueños gélidos, parecía que bastara con una sola exhalación para destruirla. Pero no era así, la lágrima de dragón de la que estaba hecha sólo se podía tallar con magia y herramientas de diamante, que habían de emplearse a la vez y bajo una dirección muy cuidadosa.

Alargué la mano hacia la reliquia y, al instante, el medallón de Kli-Kli me quemó la piel con un fuego frío. Una neblina amarillenta envolvió la Llave e inmediatamente volvió a desaparecer, dejando unos círculos de colores en mis ojos por culpa del repentino destello. ¡Gracias a la baratija del trasgo! Si Kli-Kli no la hubiera encontrado, no quiero ni pensar lo que me habría ocurrido.

Cogí la Llave y cerré el puño con fuerza a su alrededor.

«Nuestros lazos son fuertes», me susurró dichosa una última vez, antes de quedar en silencio. Ya estaba. ¡Al fin había llegado el momento de abandonar la hospitalaria casa del conde!

Oí un gruñido amenazante tras de mí. Sin hacer movimientos bruscos, me volví hacia la puerta para ver quién era el recién llegado.

Un perro.

Un perro grande.

Muy grande.

Un enorme sabueso imperial. Más grande que ningún otro que hubiera visto en mi vida: unas patas enormes, un cabezón gigantesco, una cola recortada del grosor de una rama de árbol, unas orejas prominentes, un pelaje corto y suave y… dientes.

El sabueso era de color amarillento, pero tenía la cara y las patas negras. Estaba tan tieso como una ballesta cargada. El vello de su cabeza parecía erizado de principio a fin y un gorgoteo amenazante escapaba del fondo de su garganta. El tipo de perro que no ladra para avisar a su amo, sino que prefiere acabar el trabajo por sí mismo.

Lo miré y él me miró. De nuevo con el máximo cuidado, comencé a retroceder hacia la ventana, pero ese camino estaba bloqueado: había barrotes en las ventanas. El único modo de salir era por la puerta. Tenía que matar al perro o no podría escapar de allí.

Alargué la mano hacia la ballesta. El perro se transformó al instante en un huracán de colmillos y ojos de furiosa hostilidad, y en una fracción de segundo había salvado los metros que nos separaban y se había detenido a dos centímetros de la más preciada de las posesiones de Harold.

El animal levantó el labio superior y mostró una impresionante colección de colmillos.

«No seas tan presumida, estúpida bestia».

—¡Vale, vale! —gimoteé mientras le mostraba al sabueso las manos vacías—. ¡No estoy armado! ¡Es que me pica la espalda!

«¡Oh, claro! ¡Te creo, por supuesto!» dijeron los penetrantes ojos del perro.

Lanzó otro gruñido amenazante, dio una dentellada en el aire y retrocedió un metro.

—¿Y ahora qué?

«Dímelo tú». ¡Juro por Sagot que esto fue lo que pensó la fiera!

—Escucha, estoy aquí por accidente. Ya me marcho, ¿de acuerdo? —Me sentía como un completo idiota hablándole a un perro.

La bestia ladeó la cabeza y me dirigió una mirada inquisitiva. Una lengua rosada asomó de su boca.

«No soy tan idiota».

Decidí abordar la cuestión desde una perspectiva totalmente distinta.

—¡Bueeeen chico! ¡Qué pequeñín más bueno y guapo!

La enorme fiera escondió la lengua, entornó los ojos y me dirigió una mirada suspicaz, como si percibiera algún truco en mis palabras. Entonces se sentó en el suelo y bajó la cabeza hasta las zarpas delanteras. «A ver qué más tiene que decir este dos patas».

—Ah, qué perro más guapo —seguí adulándolo. El hastío vidrió los ojos del animal—. Deja que me vaya, ¿de acuerdo?

El perro resopló. No iba a hacerme pedazos, a pesar de que no le costaría nada. Había decidido esperar a que volviera su amo al cuarto y me atrapara con las manos en la masa.

«¿Dónde nos deja esto, entonces? En ninguna parte. No puedo tratar de alcanzar la ballesta porque este sabueso, la oscuridad lo maldiga, está entrenado para impedirlo. Y si intento sacar el puñal, lo más seguro es que me arranque alguna parte del cuerpo.

»¿Qué me queda? Algunos hechizos de batalla en la bolsa, para un caso de absoluta emergencia. Merece la pena intentarlo».

La bestia respondió a mi intento de meter la mano en la bolsa con un gruñido amenazante. Retiré la mano con un gesto violento.

—Escucha, ¿para qué me quieres? ¿Por qué no voy a traerte un hueso?

Ante esto, el sabueso se limitó a bostezar. Pegué la espalda al alféizar de la ventana y susurré por ella:

—¡Kli-Kli! ¡Kli-Kli!

—¡Sí! —dijo una vocecilla aguda desde abajo—. ¿Por qué tardas tanto?

—¡Tengo un problema!

—¡Oh! —dijo la voz—. ¿De qué clase?

—Perruno.

—Yo creía que eran los mejores amigos del hombre.

¿Intentaba hacerse el gracioso?

—¡Pues éste no se ha enterado!

—¡En ese caso, líbrate de él!

El perro escuchaba con curiosidad los sonidos agudos que entraban por la ventana, ladeando la cabeza a un lado y después al otro.

—¡No me deja ni levantar las manos! ¡Busca a los elfos, quizá ellos puedan ayudarme!

—¿Y dónde quieres que los encuentre ahora? ¡Vale, no te vayas! Sólo será un momento.

¿De verdad había dicho eso? «¿No te vayas?». «Sí, creo que seguiré su atinadísimo consejo».

El bufón tardó un rato largo en volver. Un rato muy largo. Evidentemente, el perro estaba aburrido y esperaba que alguien viniera a felicitarlo por haber arrinconado a su presa. Por mi parte, yo sudaba a mares en silencio. Y cuando vi que aparecía en la puerta una figura menuda, embozada de la cabeza a los pies en una capa negra, sentí que se me caía el alma a los pies. Creí que habían llegado los guardias.

—Mmm, pues sí que es grande —dijo Kli-Kli con cautela mientras se acercaba al animal sin apresurarse.

La bestia se incorporó de un salto y, con un gruñido amenazante, retrocedió tratando de mantenernos a los dos a la vista.

—¿Dónde están Egrassa y Ell?

—No he podido encontrarlos. ¡Qué perrito tan mono!

El sabueso gruñó aún con más fuerza. Era evidente que nunca lo habían insultado tanto. Por alguna razón, a mí nunca se me habría ocurrido la palabra «perrito» y mucho menos «mono». Sin duda, los trasgos son gente extraña.

—¿Quieres que me mate? ¡No lo hagas enfurecer! ¿Qué has estado haciendo, merodear por ahí?

—Qué merodeo ni qué… He estado tratando de sacarte de este apuro —dijo el bufón con tono ofendido—. Y ahora vamos a hipnotizarlo.

El sabueso levantó las orejas y nos enseñó los dientes. Kli-Kli se limitó a sonreír y a sacar lo que hasta entonces había guardado detrás de la espalda.

¡Un gato! Un gato rollizo y pelirrojo, tan hermoso como un cochinillo. ¿Dónde había conseguido el trasgo hacerse con algo así?

El bufón abrió las manos y el gato cayó al suelo. No creo que se hubiera percatado aún de a qué desagradable encrucijada había llegado su felina existencia. El perro aulló como un espíritu maligno recién exorcizado y se olvidó al instante de nuestra existencia mientras se abalanzaba sobre su presa natural.

Puede que el gato no se hubiera criado en las calles (estaba demasiado bien alimentado y limpio), pero no era ningún idiota, eso está claro. La rojiza bolita de pelo guardó las garras y salió volando como alma que lleva el Sin Nombre, en una demostración asombrosa de agilidad, dada su figura. Y el sabueso fue tras él pisándole los talones.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté con pasmo.

El bufón esbozó una sonrisa astuta.

—¡De la cocina del conde, claro! ¡Ya viste lo bien que come!

—Ajá —respondí tontamente, sin terminar de creer aún que un truco tan tonto como el empleado por el bufón de la corte de Stalkon hubiera sido tan eficaz.

—¿Qué quiere decir ese «ajá»? ¿Tienes la Llave? Entonces, en el nombre de la oscuridad, ¿qué haces ahí papando moscas? ¿Quieres esperar a que ese cocodrilo devore al gato y venga a sacarnos los higadillos? ¡En marcha!

Salimos al pasillo, corrimos frente a los retratos, cruzamos el salón como dos flechas y nos metimos de cabeza en el siguiente corredor.

—Shshsh —dije llevándome un dedo a los labios.

Kli-Kli asintió y continuó moviéndose de puntillas. Nos detuvimos junto a los jarrones en los que me había ocultado antes.

—¿Y ahora por dónde, Harold?

Pensé un instante. La ruta por la que había llegado no era apropiada para dos. Sobre todo porque pasaba por el cuarto de la condesa. Y colarse en cualquier otra de las habitaciones estaba descartado, pues seguramente nos toparíamos con algún noble enfurecido que, enarbolando una espada, se abalanzaría sobre nosotros sin pensárselo dos veces.

—Kli-Kli, ¿cómo has entrado en la casa? —pregunté con un súbito destello de perspicacia.

—Por la ventana del sótano. —El trasgo hizo una mueca—. Eres demasiado grande para salir por ahí. Aunque podría cortarte en pedacitos y sacarte por ella…

—Kli-Kli, no es momento de bromas.

—Es el mejor momento. Pero si no eres capaz de responder ni con un educado «ja, ja», mejor ni te molestes. Probemos por la cocina.

—¿La cocina? —No tenía un plano del primer piso y apenas me hacía una vaga idea de su disposición.

—Donde preparan la comida —me explicó voluntarioso el pequeño moscón.

Tenía la sensación de que aquel día el trasgo había decidido hacerme pagar todas las tropelías que los humanos habíamos cometido con su tribu a lo largo de los siglos.

—Sí, por la cocina, está de camino al sótano.

—Te sigo.

La puerta del cuarto donde habían estado jugando Cara Pálida y el otro estaba abierta de par en par. La habitación estaba totalmente vacía, aparte el olor de la hierba de los sueños. Cara Pálida ya había recibido la orden de encontrar a Harold…

Kli-Kli me llevó hasta una escalera que bajaba al primer piso. Por allí accedimos al ala de los criados. Los muros eran de color gris en aquella zona y no parecían tan cuidados como en el segundo piso. Tampoco había mobiliario elegante. Ni cuadros, ni alfombras, ni estatuas, ni jarrones, ni nichos. Hasta las lámparas de aceite habían cedido su lugar a antorchas humeantes que dejaban rastros negros en las paredes.

—¿Y ahora por dónde?

—A la derecha.

Tras la puerta de la cocina se oían platos y voces.

—Hay alguien ahí dentro —dije, constatando lo absolutamente obvio.

—¿Crees que no lo sé? No pensarás que me fue fácil conseguir el gato de la cocina, ¿verdad?

¿Cómo no me había dado cuenta de que en la cocina estarían trabajando? Normalmente las cocineras de las casas como aquélla nunca se iban a la cama. Una mantenía el fuego encendido en el hogar, otra decidía qué golosinas iban a preparar a la mañana siguiente para Balistan Pargaid y otra cocinaba para los invitados… Con tanto revuelo, lo había olvidado por completo.

—Entonces, en el nombre de la oscuridad, ¿para qué me has traído aquí?

—Me has pedido que lo hiciera, así que lo he hecho. ¡Y no me mires así, Bailarín de las Sombras! ¡Como si no supiera que llevas tres botellitas con un brebaje que hace dormir a la gente en esa bolsa! ¿O es que eres demasiado tacaño para usarlo? ¡Si guardas demasiado tiempo esas pócimas se te pondrán malas!

Uno de los pequeños defectos de Kli-Kli es que le gusta hurgar en las posesiones de los demás cuando éstos no están presentes. Así que no era raro que el trasgo conociera a la perfección el contenido de mi bolsa.

Tuve que rebuscar entre las tintineantes botellas hasta dar con la correcta. Una vez localizada, abrí la puerta y la arrojé dentro, y antes de volver a cerrar de un portazo tuve tiempo de ver por un breve instante los rostros de asombro de las cocineras. Entonces se oyó un ominoso «¡Ufff!».

«Me parece que el conde Balistan Pargaid tendrá que pasarse sin su desayuno mañana».

—¿Y ahora?

—A esperar.

—Acéptalo, Harold, sin mi ayuda, nunca habrías salido de aquí con vida.

—Ajá. ¡Y ahora cierra el pico!

—¡Oh, qué serios nos ponemos! Y qué violentos —murmuró el trasgo para sí—. Escucha, Harold —me espetó tras una breve pausa—, no podemos seguir esperando mucho más. Me temo que no.

—¿Por qué?

—Porque… —Con un gemido, Kli-Kli señaló tras de mí.

Mi viejo amigo el sabueso imperial estaba allí, al final del pasillo. Tenía la cara un poco lastimada y por alguna razón no parecía demasiado satisfecho. Y la expresión con la que nos estaba observando tampoco resplandecía lo que se dice de benevolencia.

—Parece que no ha alcanzado al gato —dedujo Kli-Kli.

El perro se abalanzó sobre nosotros a grandes zancadas. El trasgo chilló como una niña de cinco años que acabara de encontrar un ratón vivo en su plato.

—¡Contén la respiración! —grité.

Entramos en la cocina y le cerramos al sabueso la puerta en las narices. La bestia respondió a este truco sucio con ensordecedores ladridos. Kli-Kli echó el cerrojo y corrió entre las mesas alineadas y los fogones, saltando sobre los cuerpos dormidos de los criados.

Los restos de los vapores narcóticos flotaban aún arremolinados sobre el suelo, así que procuré contener el aliento. Kli-Kli abrió de un empujón la puerta del otro lado de la cocina y salimos al exterior.

—¡Vaya, estaba realmente furioso! —exclamó el trasgo con tono de admiración—. Me pregunto qué será de nosotros si consigue llegar aquí fuera.

Los ladridos se oían incluso desde nuestra posición.

—Alguien irá enseguida a averiguar por qué el perro del conde está organizando semejante escándalo. Tenemos que salir de aquí lo antes posible. ¡Vamos!

Tuvimos que atravesar el jardín en carreras cortas, ocultándonos de los guardias en las sombras y los matorrales. Kli-Kli estuvo a punto de chocar con las piernas de uno de los centinelas, pero logré salvar al trasgo de ese desastre en el último momento.

Los delicados susurros de la noche nos dieron la bienvenida de nuevo al umbrío jardín, con sus soñolientos árboles.

—¿Dónde están los demás? —susurró Kli-Kli mirando a izquierda y derecha.

—Vamos hasta el muro, ya lo averiguaremos allí.

«Cuando el conde se entere de que ha desaparecido la Llave, se pondrá furioso… y me quedo corto. En cuanto a lo que pensará Lafresa, prefiero no tratar ni de expresarlo con palabras. Ha vuelto a fallarle al Amo, así que está metida en un buen apuro».

Egrassa nos salió al paso a mitad de camino.

—¿Está hecho?

—Sí.

El elfo ululó como un ave nocturna. Alguien respondió desde detrás de los árboles.

—Salgamos.

Al llegar al muro, descubrimos que Arnkh y Alistan ya se habían encaramado a él y Ell nos estaba esperando con el arco listo.

—El trasgo primero.

Egrassa se subió al muro de un salto, le arrojé al trasgo, el elfo lo cogió y lo depositó en los brazos de los demás, que esperaban al otro lado. Entonces me tocó el turno. Di un salto y Egrassa y Ell me ayudaron a llegar arriba. Al verme, Abejita relinchó a modo de saludo. Saqué la Llave y se la lancé a Alistan. La cogió y asintió.

—Bien hecho, ladrón.

¡Vaya! Era la primera vez que oía una nota de aprobación en su voz.

—Tenemos que salir de Ranneng esta misma noche —dijo el conde mientras picaba espuelas para ponerse en camino.

Di gracias a Sagot. En los pocos días que habíamos pasado en aquella ciudad, había aprendido a detestarla con todo mi corazón.