8: El dralan del duque Ganet Shagor

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El dralan del duque Ganet Shagor

Ya había oscurecido y el carruaje se deslizaba por las calles y parques cada vez más vacíos de Ranneng como un barco fantasma surgido de las antiguas leyendas del mar. Kli-Kli, los elfos, Anguila y yo estábamos sentados en los suaves bancos del interior. Ciendelámparas y Arnkh se encargaban de conducirlo y Deler, Hallas, Panal y Tío nos acompañaban a caballo.

Miralissa había prohibido terminantemente que los Corazones Salvajes llevaran otras armas que unos puñales. Los Ruiseñores temían demasiado a los espías y asesinos de los Jabalíes Salvajes y los Obures como para permitir que unos desconocidos entraran en su casa con objetos largos y punzantes ceñidos al cinto. Al instante, Deler había preguntado a la elfa con voz irascible y contrariada:

—¿No podríais obligarlos a mirar en otra dirección, tresh Miralissa, como hicisteis con la guardia de Ranneng después de rescatar a maese Harold y a Anguila?

En aquella ocasión la elfa había conseguido, haciendo un gran esfuerzo, que los guardias no se fijaran en las armas que asomaban por debajo de la ropa de nuestro grupo al cruzar la ciudad. El enano recibió una fría y educada negativa como respuesta y tuvo que dejar su querida hacha en la posada. No hace falta decir que este desenlace no hizo demasiado feliz a Deler.

Llegamos a la finca de los Ruiseñores y comencé a sentir que mi agitación nerviosa remitía, como siempre me ocurre al comenzar un nuevo trabajo.

A fin de cuentas, he estado en toda clase de situaciones peligrosas, ¿no? Representar a un dralan por un tiempo es mucho menos peligroso que robar la recompensa por mi cabeza de la Casa del barón Frago Lanten, jefe de la guardia municipal de Avendoom. Y ni se acerca, por lo que al peligro se refiere, a dar un paseo por el Territorio Prohibido o bajar a las cámaras funerarias de Hrad Spein. Meterse en un pozo rebosante de víboras y salir de él es la verdadera piedra de toque para un maestro de ladrones, ¿no es así?

—En cuanto detectes la Llave, avísanos y dirígete a la salida —me advirtió Egrassa mientras comprobaba el filo de su daga curva con el pulgar.

—Entendido.

«Tiene razón, es absurdo tentar a la suerte más de lo necesario. Cuanto más tiempo permanezca en la casa, más probabilidades habrá de que surja algún contratiempo».

Recé con todas mis fuerzas a Sagot para que no hubiera nadie en la casa de Balistan Pargaid que conociera al auténtico Ganet Shagor en persona, o nos veríamos en un apuro del que ni siquiera los poderes chamánicos de Miralissa podrían sacarnos. Y tampoco podíamos olvidarnos de mi viejo amigo Cara Pálida. Puede que se hubiera marchado de la ciudad sin tratar de ajustar las cuentas conmigo, pero… Ése montón de basura podía aparecer en el momento más inoportuno, tan de repente como había desaparecido.

—¿En qué estás pensando? —preguntó el bufón haciendo tintinear sus campanillas.

—En las vicisitudes del destino y las diferentes clases de problemas que se pueden presentar —respondí.

—No te preocupes por nada, Bailarín de las Sombras, estoy aquí contigo.

—Eso es lo que me da miedo.

—Estamos perdiendo mucho tiempo —dijo Miralissa con voz apagada mientras se recogía un mechón de cabello rebelde—. Ya estamos en agosto y aún no hemos cruzado el Iselina. Si las cosas siguen así, no llegaremos a Hrad Spein hasta septiembre.

—Te equivocas —replicó Egrassa—. El río Negro está a dos días a uña de caballo desde Ranneng. Desde allí son dos semanas de viaje hasta el Reino Fronterizo y luego otros tres días hasta Zagraba. Y después otra semana en Zagraba para llegar a Hrad Spein. Así que deberíamos llegar a finales de agosto.

—Éstas no son nuestras tierras, primo —dijo la elfa con un suspiro—. Las puertas orientales de Hrad Spein se encuentran en territorio de los orcos. No sabemos cuánto tiempo tardaremos en cruzar el Bosque Dorado.

«Ni tampoco sabemos con qué podríamos encontrarnos. Ni cuánto tiempo necesitaré una vez en Hrad Spein. Ni si conseguiré abrir las puertas. Ni si lograré encontrar el Cuerno en el laberinto de los Palacios del Hueso. O salir con él».

—El tiempo lo dirá —respondió el elfo a Miralissa mientras volvía a guardar la daga en la vaina.

«¡Tiempo! Maldito tiempo. Perdimos mucho en los Yermos de Hargan y ahora perdemos más aún en Ranneng. Si esto sigue así, el Cuerno no llegará a la capital antes del comienzo del invierno».

Mientras tanto, nuestro carruaje estaba ascendiendo la memorable cuesta que yo había bajado dentro de aquel carromato apenas unos días antes.

—Ya casi estamos —murmuró Kli-Kli con un escalofrío.

¡Vaya! ¡Conque hasta el trasgo estaba nervioso! Y el muy idiota intentaba tranquilizarme.

—Bueno, Harold, ya sabes lo que debes hacer. Poner cara de miseria y rezarle a ese Sagot tuyo para que te ayude a averiguar dónde está la Llave.

¿Poner cara de miseria?

—¿Sirve esto? —pregunté dirigiendo una mirada de soslayo al bufón y él levantó el pulgar.

—¡Soooo! —oímos decir a Arnkh.

El carruaje se detuvo. Un hombre con un ruiseñor dorado en el emblema de su uniforme de gala apareció en la puerta.

—Vuestros nombres, honorables señores.

—¡Su excelencia el duque Ganet Shagor, los honorables Milla y Erala de la casa de la Rosa Negra y el dralan Par! —chilló el bufón con una voz tan fuerte como una docena de heraldos reales—. ¡Y, por supuesto, el bufón preferido de su excelencia! ¡Que soy yo, por si no te has dado cuenta!

Miralissa y Egrassa se habían cambiado los nombres por otros más sencillos, algo realmente insólito entre los elfos. El orgullo de la raza de los Segundos Nacidos no les permite usar otro nombre que el propio bajo ninguna circunstancia. De modo que el acontecimiento de aquel día debía de ser realmente importante, si dos elfos de una de las más importantes familias de la casa de la Rosa Negra estaban dispuestos a hacerlo.

Los miembros de una familia noble podían atraer demasiada atención, razón por la que, temporalmente, los dos elfos habían renunciado al «ssa» del que tanto se enorgullecían. Además, aunque Pargaid no nos hubiera visto nunca, sus espías en Avendoom podían haberle informado de que unos elfos llamados Egrassa y Miralissa habían visitado al rey, así que toda precaución que tomáramos era poca. Los elfos se habían cambiado el nombre, pero no el de la casa. Para los miembros de esta raza, el nombre de la casa es absolutamente sagrado.

—¿Me permitís vuestra invitación, excelencia?

El bufón colocó con insolencia un sobre bajo las mismas narices del guardia. El papel, de color azul claro, lucía un sello estampado con la imagen de un ruiseñor.

—¡Ahí tienes! ¿La has visto ya? ¿Alguna pregunta más? ¿O quieres que su excelencia se enfade?

—Os suplico me perdonéis —respondió el soldado con temor mientras, en su precipitación por retroceder, estaba a punto de tropezar con la vaina de su propia espada—. ¡Seguid!

En el pescante, Arnkh chasqueó la lengua para que los caballos se pusieran en marcha, pero entonces, antes de haber avanzado un solo metro, volvió a tirar de las riendas.

Otro guardia se nos acercaba. A diferencia del primero, éste llevaba un traje de seda, no una cota de malla. Su cráneo pelado habría sido la envidia de los guerreros del Reino Fronterizo. Tenía una nariz similar al pico de un águila, unas cejas pobladas y gruesas, unas orejas prominentes y una barba muy poblada. Sus ojos eran del color del acero azul, con un brillo penetrante que nos recorrió de arriba abajo y se grabó nuestras facciones en la memoria.

—Os ruego me perdonéis, excelencia, pero ¿podría echar un vistazo a vuestra invitación? —preguntó el hombre con voz seca.

—¡La acaban de revisar! ¡Ten cuidado, guardia! ¡Tienes un duque ante ti! —le espetó Anguila en tono frío.

—Os ofrezco de nuevo mis más sentidas disculpas, mi señor, pero la orden procede del propio Balistan Pargaid y es por vuestra propia seguridad.

—¡Dale el documento, bufón! —siseó Anguila—. Te prevengo que informaré al conde sobre tu conducta y yo personalmente me encargaré de flagelarte.

—Como desee su excelencia —dijo el hombre con indiferencia—. Sí, el sello es auténtico —dijo con un cabeceo después de examinar la carta detenidamente—. Mis más sinceras disculpas por el inconveniente.

No había ni el menor rastro de conmiseración en su voz.

—Toma esto por las molestias —dijo Anguila con acidez mientras le arrojaba una moneda de cobre. El hombre la recogió con un gesto rápido y sus ojos refulgieron de furia.

—Muchas gracias, excelencia —dijo con una reverencia—. No olvidaré vuestra generosidad.

El carruaje volvió a ponerse en marcha y las puertas de la finca quedaron atrás. Nos adentramos en un pequeño parque.

—No había necesidad de humillarlo —dijo Miralissa tras una pausa.

—En Garrak, la nobleza no está acostumbrada a tratar a los plebeyos con educación. Me limito a representar mi papel como es debido —dijo Anguila con un gesto de indiferencia.

—Esto no es Garrak y ese hombre es peligroso.

—Lo sé, pero aun así he hecho lo que debía.

—El hombre se llama Meilo Trug —dijo el bufón en voz baja.

—¿Lo conoces?

—Sí, lo vi hace cinco años en el cumpleaños del hijo pequeño de Stalkon. Venció la justa de combate a pie. Es un maestro con la espada larga.

—Podría haberte reconocido —murmuré ansiosamente.

—No lo creo. Yo estaba en el palco real, pero es muy poco probable que me viese.

El carruaje se detuvo frente a la casa, que estaba brillantemente iluminada por todas partes. Se abrió la puerta principal y unos criados con el emblema del ruiseñor en la ropa se inclinaron de manera profunda y respetuosa ante nosotros.

Kli-Kli bajó del carruaje antes que nadie y al instante comenzó a poner cara de pocos amigos.

—¡Mi señor, nobles caballeros! —dijo un hombre que llevaba algo como una especie de enorme y ostentosa maza o bastón, mientras hacía una reverencia—. En nombre del conde Balistan Pargaid, es para mí un placer daros la bienvenida. Seguidme, os esperan.

Anguila asintió, que era exactamente el gesto que el sujeto esperaba. Giró sobre sus talones y nos condujo en dirección al edificio por una larga alfombra. Kli-Kli alcanzó a nuestro guía y lo adelantó, entre un alegre tintineo de sus campanillas. El heraldo trató de no prestar atención al trasgo que brincaba justo delante de sus pies.

La sala de recepción, que comenzaba inmediatamente después de la puerta, estaba a rebosar de invitados. Yo ignoraba que hubiera tanta sangre azul en Ranneng y sus alrededores. ¡Y aquélla era sólo una de las partes contendientes! También estaban los Obures y los Jabalíes Salvajes, que eran casi tan numerosos como los Ruiseñores.

La sala estaba tan repleta que parecía a punto de reventar, además de, a buen seguro, aturdida por los brillantes colores de los ricos trajes de los invitados, alucinada por la vasta diversidad de peinados y al borde de la asfixia por el olor a perfume. Recorrí la sala con mirada de experto, tratando de mantener una expresión de desdeñoso hastío en el rostro. Sí, las joyas de las señoras habrían sido un digno tesoro para un dragón. El botín a la vista era abrumador.

Las miles de velas encendidas iluminaban la escena como el sol del mediodía. Junto a la fuente que habían colocado en el centro mismo del salón obedeciendo el absurdo capricho de a saber quién, tocaban los músicos para solaz de los invitados. Los criados corrían de acá para allá, cargados con copas de burbujeante vino en bandejas. Se oían carcajadas y voces dichosas por todas partes.

El criado que nos había llevado hasta allí golpeó tres veces el suelo con el bastón y gritó, con tanta fuerza que estuve a punto de saltar hasta el techo:

—¡El duque Ganet Shagor de la casa de Shagor! ¡Los honorables Milla y Eralla de la casa de la Rosa Negra! ¡El dralan Par!

—¡Y el bufón Krya-Krya, ignorante! —gritó Kli-Kli mientras obsequiaba con una elegante reverencia a los invitados.

La gente se volvió y se inclinó respetuosamente. El trasgo se me acercó.

—¿Y ahora qué? —le pregunté sin apenas separar los labios.

—Ve a beber algo y pon cara de interesante, no se te pide nada más. Yo iré a conocer a la gente.

Antes de que tuviera tiempo ni de abrir la boca, Kli-Kli había desaparecido entre las damas y los caballeros presentes. Miralissa entabló conversación al instante con un par de damas ligeramente achispadas y comenzó a hablar con sorprendente conocimiento de causa sobre los varones de su raza y ciertas complejidades de la moda élfica. Por ejemplo, sobre cómo mantener la piel joven. Batía las pestañas y parloteaba con el mismo trino despreocupado que si fuera una completa idiota y de no haberla conocido, yo nunca habría pensado que se trataba de una fachada. Las damas la observaban con la boca abierta.

Egrassa caminaba junto a una pared de la que colgaban armas antiguas, observándolas con el aire de un experto en la materia.

—¿Mi señor Shagor?

Un hombre ataviado con un jubón de terciopelo azul y negro se nos acercó a Anguila y a mí. Era alto y tenía una barba negra y lustrosa, una radiante sonrisa y unos ojos castaños e inquisitivos. Sus sienes habían empezado ya a encanecer. Tenía unos rasgos nobles, pero amables a la vez. Hombres como él se suelen utilizar como modelo para los héroes de los frescos de los templos.

Me recordaba muchísimo a alguien. Había algo vagamente familiar en su rostro.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —inquirió Anguila con la más leve de las reverencias. Según Kli-Kli, los duques no tienen ni que molestarse en doblar la espalda. Mi reverencia fue más profunda.

—Con el conde Balistan Pargaid. Estoy encantado de que haya aceptado mi invitación —respondió el hombre con una elegante reverencia.

—Gracias por invitarme a esta maravillosa recepción, conde. Permítame que le presente a mi protegido, el dralan Par.

Un ligero cabeceo. Puede que los dralanes sean una especie de nobles, pero no se los tiene en gran estima.

—¿Siempre acompañáis al duque a todas partes, dralan? —preguntó Balistan Pargaid con un centelleo de su blanca sonrisa.

—Me gusta viajar, mi señor. Y los viajes con su excelencia siempre están repletos de aventuras.

—¿Ah, sí? —Otra sonrisa educada y vacía—. Confío en no haberos apartado de asuntos más importantes con una invitación inoportuna, duque.

—En absoluto. Necesitaba entretenerme un poco.

La suave música flotaba por el salón y por doquier la gente dirigía miradas curiosas en nuestra dirección, pero todos se limitaban a inclinarse respetuosamente, sin tratar de sumarse a la conversación.

—No tuve tiempo de salir a recibiros a la entrada de la casa, pero he oído que habéis venido en compañía de unos elfos. Disculpad la indiscreción de mi pregunta, excelencia, pero ¿qué relación tenéis con esa raza?

Antes de que Anguila tuviera tiempo de responder, el bufón apareció detrás de las anchas faldas de una señora entrada en años, que bebía vino a lánguidos sorbitos. El trasgo llevaba un bollo de crema en cada mano.

—De cama —dijo.

—¿Cómo? —preguntó el conde con un parpadeo.

—Mi señor, cuyas posaderas espero sigan sentadas sobre los acantilados del mar Frío durante otros doscientos años, viaja en compañía de elfos porque son buenos en la cama. No prestéis atención al dralan. Él sólo viaja.

Durante un momento quedé estupefacto por la audacia y la sagacidad de aquella mentira. Creo que si los elfos hubieran oído lo que decía el trasgo, lo habrían destripado como un pez, a pesar del gorro de bufón que llevaba.

Anguila recibió la noticia sobre sus preferencias en el tálamo con la compostura tranquila de un duque de pura cepa. Balistan Pargaid, por su parte, se rio discretamente mientras le lanzaba una mirada de complicidad.

—Hay que tener un poco de variedad en la vida —dijo Anguila encogiéndose de hombros con toda la desenvoltura que pudo reunir—. Si no, sencillamente, se vuelve demasiado aburrida.

—Desde luego. ¿Éste es vuestro bufón, mi señor? —preguntó el conde mientras examinaba a Kli-Kli con interés.

—¿Éste es nuestro anfitrión, mi señor? —preguntó el trasgo a Anguila con el mismo tono de voz y, acto seguido, se metió los dos bollos de crema en la boca, lo que le confirió al instante el aspecto de un hámster. Kli-Kli pensó un momento y luego escupió las dos sabrosas golosinas sobre una alfombra del Sultanato.

—Mi bufón tiene la lengua muy afilada, pero carece de buenos modales. Os ruego que lo disculpéis.

Kli-Kli adoptó una expresión de amargura e hizo una reverencia tan profunda ante Balistan que estuvo a punto de hundir los morros en la alfombra.

—Podría decir que me alegro de estar aquí si no hubiera tanto maniquí engolado por todas partes, mi querido conde —dijo el bufón con voz chirriante.

El conde Balistan Pargaid se echó a reír con ganas.

—¡Pocos hombres se atreverían a llamar a mis invitados maniquíes engolados!

—Por si su excelencia no se ha percatado, lamento mucho tener que informarle de que no soy un hombre, sino un trasgo —dijo Kli-Kli haciendo tintinear sus campanillas.

—¡Duque, vuestro bufón es muy divertido! ¡Dejad que me lo quede!

—¡No me vendáis por menos de mil monedas de oro! —exclamó el aludido—. ¡Y no os olvidéis de darme mi parte una vez concluido el trato!

—Mucho me temo, conde, que si el duque deja que os quedéis con su bufón, os convertiréis en enemigos jurados. ¡Creedme, Krya-Krya es un desastre ambulante! —dije, convencido de que había llegado el momento de participar en la conversación.

El conde volvió a reírse.

En ese momento, el heraldo golpeó el suelo con el bastón y anunció la llegada de más invitados.

—Ah, os ruego que me disculpéis, excelencia, pero tengo que ocuparme de mis obligaciones como anfitrión. Tendremos tiempo luego de volver a hablar, ¿cierto?

—Desde luego, conde. Desde luego.

—Duque. Dralan.

Y repetimos de nuevo las estúpidas reverencias. Como la cosa siguiera igual toda la velada, se me iba a terminar por caer la cabeza.

—Voy a dar un paseo a la fuente. Nos encontraremos junto a la escalera —dijo Anguila antes de alejarse.

—Bueno, ¿qué me dices de él? Me refiero al conde.

—Ahora no —siseó el bufón por las comisuras de los labios, al tiempo que, brincando arriba y abajo desesperadamente, hacía tintinear sus campanillas—. ¿Percibes la Llave?

«¡Dling-dling! ¡Ding-dong!».

—No.

Kli-Kli gruñó, decepcionado.

«¡Ding-dong! ¡Dling-dling!».

—Toma un poco de vino. ¡Date un paseo! —murmuró Kli-Kli mientras desaparecía entre los Ruiseñores.

Miré a mi alrededor, pero no pude ver a los elfos ni a Anguila. Cuanto más avanzaba la velada, más maravillosa se volvía.

Con un gesto desenvuelto, paré a uno de los criados que servían las bebidas y cogí una copa de burbujeante vino rosado de su bandeja. Ojalá hubiera habido otra cosa. No soporto la orina aguada de Filand. Basta con un vaso para inflamarme las entrañas como si me las hubieran regado con veneno.

—¿Deseáis unas frutas escarchadas, caballero? —Me metieron bajo la nariz una bandeja entera de basura extranjera espolvoreada de azúcar glas.

—El caballero quiere que te largues —rezongué.

Comencé a pasear por el salón con una expresión de hastío en la cara. La gente me miraba de reojo, como si hubiera llevado un gato medio descompuesto a la sala y lo hubiera dejado caer sobre el plato principal de la velada.

Una mujer pasó a mi lado con un frufrú de las faldas, tan cerca que a punto estuvo de frotarse conmigo. Su rostro estaba oculto detrás de un velo.

—Os ruego mil perdones, mi señor.

—Sí, claro, apenas hay espacio en la sala. Lo entiendo.

Tras otro par de pasos, la escena se repitió de nuevo, sólo que esta vez la dama dejó caer su abanico a mis pies.

—Os ruego me perdonéis, mi señor, soy una torpe.

Tuve que inclinarme, recoger el abanico del suelo y entregárselo. Ella sonrió con dulzura e hizo una reverencia que obsequió mis ojos con una vista de su generoso escote. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejarla sola. Pero de no haberlo hecho, habría sentido los ataques de la afilada lengua del trasgo.

Pocos pasos más allá, apareció una tercera dama pestañeando en dirección a mí en un más que evidente flirteo.

—¿Cómo os llamáis, mi señor?

—¡Ni caso, mi querido dralan! ¡Yo os rescataré! —Una pesada mano cayó sobre mi hombro—. Disculpad la familiaridad, pero no soy más que un barón y mis tierras se extienden junto al Reino Fronterizo, y allí aprendemos mucho antes a blandir una espada que a comportarnos en ocasiones como ésta. ¡Sí, y me da la impresión de que tampoco sois un devoto de la etiqueta! En cualquier caso, permitir que me presente. ¡Barón Oro Gabsbarg a vuestro servicio!

Hice una reservada reverencia.

Era un hombre enorme, casi tan grande como Panal, de tupida y negra barba, ojillos negros y una voz atronadora. De hecho, casi parecía un oso. Y, como todos los presentes en la fiesta, aparte de su propio escudo de armas (una nube negra que descargaba un relámpago sobre un campo verde), llevaba un broche en forma de ruiseñor enganchado a la ropa.

—¿Qué os parece el vino? —me preguntó inesperadamente mi nuevo amigo.

Le dije la verdad.

—Es una porquería.

El barón soltó una carcajada ensordecedora y me dio unas palmadas en la espalda con tan excesivo entusiasmo que estuvo a punto de fracturarme la espina dorsal.

—¡Ah, me gustáis! Siempre he dicho que si hubiera más dralanes en nuestro reino, pronto no quedaría un solo papagayo entre la nobleza. ¡En cuanto habéis aparecido en la sala, todos han empezado a tacharos de estúpido e ignorante! ¡Pero es evidente que no es cierto!

—¿Quién ha dicho tal cosa? —pregunté, tratando de recobrar el aliento tras el zarpazo de oso del barón.

—Todos esos devoradores de carroña —dijo éste, mientras, sin el menor sonrojo, abarcaba el salón entero con un gesto—. ¿Qué creéis que están haciendo todo el tiempo? —Los ojillos negros de Oro Gabsbarg refulgieron de furia—. ¡Chismorrear! No tienen nada mejor que hacer. ¡Ésos petimetres que tienen la desfachatez de llamarse hombres se perfuman los pañuelos!

Pensé que iba a vomitar sobre mi jubón allí mismo.

—¿Os lo imagináis? —El barón resolló pesadamente por la nariz y me miró como si estuviera tratando de incriminarme en el uso de aguas aromáticas procedentes de las regiones meridionales—. Se ve que estáis hecho de otra pasta que esos cachorrillos —tronó Oro Gabsbarg con voz satisfecha y se mesó las barbas mientras me guiñaba un ojo—. Bueno, acabo de salvaros de esas maliciosas viborillas, ¿eh?

—¿Perdón? —No entendía lo que quería decir.

—¡De esas diablesas con faldas! ¿No os ha gustado cómo las he espantado? Pequeñas arpías… Su principal pasatiempo es arrastrar nuevas víctimas masculinas a la cama. Bueno, no es que la cama no sea un tema esencial, pero si estáis pensando en poneros manos a la obra con esas señoritas, o mejor dicho, esas brujas, yo os recomendaría que os atracarais de veneno hasta los… Lo que quiero decir es que los maridos de todas ellas prefirieron acabar cosidos a puñaladas por Jabalíes Salvajes y Obures. Estaréis de acuerdo en que es un destino mejor que meterse en la cama con una de esas rameras impías.

Asentí. Al barón parecía hacerle falta un interlocutor atento y agradecido, así que decidí proporcionárselo.

—Ésos nobles son unos mezquinos, unos auténticos mezquinos —suspiró lastimeramente el gigantón—. Antes no eran así. Hace siglos que no corre sangre de verdad por sus venas, sino un líquido aguado. Con la excepción de vos y yo, claro —se apresuró a añadir.

—Claro.

A pesar de su vozarrón y de sus modales no del todo elegantes, comenzaba a gustarme aquel hombre.

—¿De cuántas espadas dispone vuestro duque?

La pregunta de Oro Gabsbarg me dejó perplejo. ¿De cuántas espadas disponía en realidad el duque Ganet Shagor? ¿Y de qué clase? ¿De las que se llevan al cinto o de las que se mandan al campo de batalla?

Al ver mi confusión, el barón profirió el ursino rugido que era su risa habitual.

—¡Eso es lo que pasa por estar todo el día sentado en los acantilados del mar Frío! Vuestras tierras son pacíficas, Zagraba está muy lejos y no podéis ni recordar de cuántos guerreros dispone vuestro señor.

—Es inevitable, amigo mío —dije encogiéndome de hombros.

—¿Amigo? —El barón me dirigió una curiosa mirada—. ¡Sí, por qué no! ¡Me gusta!

Me agarró la mano y me la aplastó de un apretón. Gracias a Sagot, mis huesos salieron ilesos del trance.

—¿Y qué pensáis de los Ruiseñores, mi querido dralan?

—Eh… —comencé a decir con cautela.

—No pensáis nada —concluyó impasible Oro Gabsbarg, nuevo amigo de Harold el Sombra. La respuesta se leía en mis ojos—. Os confieso desde el fondo de mi corazón, amigo mío —susurró mientras se inclinaba ante mí—, que yo siento lo mismo. Pero que no se entere nadie, ¿de acuerdo? ¡Chitón!

—Entonces, ¿qué hace un ruiseñor en vuestro jubón?

—Oh, estos norteños —murmuro el barón con tono de hastío—. Son tiempos duros, mi querido dralan. El castillo ancestral de mi familia, Farahall, no está muy lejos de Zagraba. Es cierto que las tierras de mi señor, Algert Dalli, Cimiento del Trono y Guardián de la Frontera Occidental del Reino, están en el camino, pero aun así, los Primogénitos llegan hasta nosotros. Sólo este año hemos aniquilado dos destacamentos de orcos, pero un tercero logró masacrar una de mis aldeas antes de desaparecer en los bosques. Sólo dispongo de ciento cincuenta guerreros, más otro centenar desperdigado entre patrullas. No hay espadas suficientes y los orcos siempre encuentran grietas en nuestras defensas. Corre el rumor de que la Mano de los Orcos está reclutando un ejército. ¡Y por esa razón, amigo mío, de buen grado me convertiría en mariposa, y no digamos en ruiseñor, si Balistan Pargaid me proporciona hombres de armas!

—Lo entiendo.

—¡No entendéis nada, mi querido dralan! —replicó Oro Gabsbarg con inesperada furia—. Disculpad mi tono, pero hablaros de nuestros problemas es como tratar de explicarle a un ciego el aspecto que tiene una catapulta militar. Las tierras de vuestro duque están muy lejos de ese maldito bosque, así que no podéis comprender ni sentir la amenaza constante que flota sobre las cabezas de los que vivimos cerca de la frontera. Desde la Guerra de la Primavera, los orcos se han mantenido en el Bosque Dorado, pero no hay paciencia que dure eternamente y toda lección se olvida más tarde o más temprano.

Frunció el ceño.

—He escrito tres veces a su majestad para pedirle hombres. Poseo recursos suficientes para alimentar trescientas bocas, pero el rey no me ha respondido. No creo que sea culpa suya. Es posible que las cartas no hayan llegado hasta él o se hayan perdido. Ya sabéis con qué facilidad se extravían estas cosas. No dejaron entrar a mis hombres en palacio. ¡No eran lo bastante importantes para pisar esos suelos de mármol! Y no puedo viajar a la capital, pues no puedo ausentarme mucho tiempo de las tierras de mis antepasados. En tiempos como éstos, no… Sólo he venido a esta recepción porque contaba con recabar la ayuda del conde, pero es evidente que me equivocaba. Reina la intranquilidad en la frontera y si al final sucede algo, no podremos resistir… Así que, en lugar de guerreros experimentados, tendré que contentarme con milicias reclutadas en mis aldeas y mercenarios. Ganet Shagor es pariente del rey, ¿no?

—Lejano.

—Hacedme un favor, ¿queréis? Cuando vayáis a la capital, pedidle al duque que mencione a Stalkon nuestra conversación. El rey es un hombre inteligente, tiene que saber que la frontera meridional corre el riesgo de sucumbir.

—Pero están las guarniciones…

—¡Un hatajo de vagos y borrachos! —repuso Oro Gabsbarg con tono de mofa—. ¡Las décadas de paz han minado por completo la disciplina! Una cuarta parte de las fortalezas están vacías. Y en otra cuarta parte, los soldados no saben ni cómo se empuña una espada. Sí, tengo prejuicios, y sí, en algunas de las guarniciones no han olvidado aún lo que son los orcos, pero la situación general es de-plo-ra-ble. Absolutamente deplorable. Si, no lo quiera Sagra, sucediera algo, nos empujarán hasta el Iselina, e incluso más allá. ¿Me entendéis?

Asentí. Estaba convencido de que en Avendoom no sabían nada de aquello. Al menos el rey. Todos creían que, desde la Guerra de la Primavera, la frontera del reino era inexpugnable y estaba perfectamente defendida contra las incursiones procedentes de las Tierras Boscosas. Cuando el rey se enterara de la realidad, rodarían cabezas.

—¿Vais a contarle al duque lo que os he dicho?

—A la primera ocasión —respondí con sinceridad—. Y no sólo al duque, sino al propio rey. Sólo tenéis que darnos tiempo de volver a Avendoom.

Los ojos negros del barón seguían clavados en mí.

—Os lo juro.

—¡Maravilloso! ¡Gracias, amigo mío, nunca lo olvidaré! Eh… Disculpadme, dralan, pero mi esposa me reclama. Observad cómo me mira. Es una mujer hermosa, pero tiene facilidad para levantar la mano. Dejadme que os cuente un secreto: tiene una maza de armas de espléndida factura. ¡Os juro por los dioses que he perdido tres de los cinco duelos que hemos entablado! Así que me entenderéis… Si alguna vez estáis por nuestras tierras, venid a visitarnos. ¡Farahall está a vuestro servicio!

El barón se inclinó torpemente y me dejó a solas.

¡Ay, las cosas que pasan en nuestro reino!

En ese preciso momento, las lascivas aristócratas comenzaron a interesarse por Anguila. Acudí presuroso en su ayuda, pero alguien se me adelantó: una anciana que llevaba un perrillo desgreñado en los brazos apareció junto al Corazón Salvaje y despachó a la última de aquellas desvergonzadas como si, simplemente, no estuviera allí.

La seductora siseó algo venenoso entre sus preciosos dientes para expresar su desagrado y se marchó por donde había venido, profundamente ofendida. La razón por la que se marchaba era más que evidente: mientras que ella sólo era una marquesa, con un pequeño escudo de armas en una cadena, la abuelita tenía una corona de condesa para ella sola. Las fuerzas estaban claramente desequilibradas.

—¡Cómo está la juventud! Antes teníamos tiempo para el romance, para el cortejo, pero ahora… Lo único que quieren es…

Y entonces la agradable ancianita pronunció una frase que habría ruborizado a un estibador. La nueva amiga de Anguila era ciertamente pintoresca, hasta me atrevería a decir que divertida. Su vestido negro colgaba de su figura como lo habría hecho de un perchero y la peluca de color morado que llevaba en la cabeza parecía el producto de algún malentendido. Su rostro arrugado estaba cubierto por una capa de polvo blanco tan gruesa como un dedo y ese encantador atuendo quedaba completado por un perrillo bien alimentado con una cinta de seda alrededor del cuello.

—Condesa Ranter, a vuestro servicio.

Me preguntaba por qué todo el mundo parecía tan dispuesto a ofrecer sus servicios aquel día.

—Yo…

—Oh, no os molestéis, duque. Sé perfectamente quién sois. Como todos los presentes en la sala, claro.

—¿Ésos chismosos? —intervine al llegar, recordando lo que había dicho el barón.

El comentario provocó una mirada de notable desdén por parte de la buena ancianita.

—¿Eso es lo que os ha dicho ese oso de Oro? ¿De qué habéis estado hablando tanto tiempo? No, no os molestéis en responder, dralan, hasta el pequeño y peludo Tobiander sabe eso, ¿no es verdad, pequeñín? —dijo la condesa con tono mimoso, dirigiéndose al perrillo faldero que babeaba en su sueño—. ¿De qué otra cosa iba a hablar ese bárbaro empapado en cerveza? De nada más que de espadas, batallas y estúpidos orcos que, en realidad, ni siquiera existen. ¿No es cierto, precioso mío?

—¿No creéis en la existencia de los orcos, señora?

—Yo sí. Pero Tobiander es muy impresionable. Por cierto, parecéis mucho más joven de lo que esperaba, duque.

—¿De veras? Me aduláis.

—Sí. La última vez que nos vimos, hace unos cuarenta años, caminabais a gatas bajo la mesa con una espada de madera en la mano. Pero ahora no parecéis tener más de treinta años. ¿Será que los norteños poseéis el secreto la eterna juventud?

Solté una carcajada forzada. Anguila se mantuvo glacialmente tranquilo. ¡La condenada vieja había visto al duque de verdad! Aunque en aquel tiempo fuera sólo un bebé.

«¡No te preocupes, Harold! ¡No sucumbas al pánico, Harold! ¡El duque ha vivido como un ermitaño, Harold! ¡Nadie lo reconocerá, Harold! ¡Estoy contigo, Harold!».

¡Que los demonios se traguen a Kli-Kli y a sus brillantes ideas!

—Supongo que debo agradecer mi vigor a mis antepasados, condesa.

—Claro. Hablando de ellos, no os parecéis nada a vuestro padre. ¡Pero nada! ¡Y no veo en vos ni un solo rasgo de mi prima segunda!

¿Su prima segunda? Ah, debía de referirse a la madre del personaje al que suplantaba Anguila. Revisé rápidamente en mi mente el árbol genealógico del duque por la parte de su madre. ¡Sí, en efecto! Había una intersección con una rama de la familia Ranter. Una conexión lejana, pero allí estaba.

—Ésas preguntas deberíais hacérselas a mi madre, mi querida condesa.

—¿Y cómo, si se me permite preguntar? ¡Lleva mucho tiempo muerta!

¡Ay! Hora de poner fin a la conversación.

—Sí, una terrible pérdida —intervine mientras tomaba a Anguila por el codo—. Pero ahora debo rogaros que nos disculpéis, tenemos muchas cosas que hacer.

Y antes de que ella tuviera tiempo de decir una sola palabra, nos alejamos en dirección a la amplia escalera de mármol del otro extremo de la sala. Sentí que la mirada de asombro de la anciana me taladraba la espalda.

Bueno, sobreviviría. Además, ¿que esperaba de un dralan recién separado de su arado? ¿Buenos modales?

Oí una risotada procedente de mi izquierda. Naturalmente, era Kli-Kli, que estaba divirtiendo a los nobles. El bufón estaba tomándose su trabajo muy en serio y aquellos emperifollados petimetres reían a mandíbula batiente como vulgares plebeyos. El trasgo cantaba, hacía malabares con tres copas llenas de vino y contaba acertijos. Sus chistes eran demasiado estúpidos para mi gusto, pero entre los nobles tenían un éxito fulminante.

—Al piso de arriba —le dije a Anguila—. Veremos qué hay allí.

Subimos la escalera hasta el segundo piso y nos encontramos en un balcón que rodeaba completamente la sala y nos brindaba una vista soberbia. Dos pasillos que comenzaban en el mismo punto se adentraban en el edificio. El más próximo a mí contenía un montón de cuadros en enormes marcos dorados, una galería de retratos completa, de hecho.

Por curiosidad me acerqué al primero de los lienzos. Allí, observándome con expresión sardónica, se encontraba el conde Balistan Pargaid en persona. El siguiente cuadro mostraba a un hombre que era su vivo retrato. Su padre, sin duda. Al avanzar un paso para ver al abuelo del conde sentí un extraño aguijonazo en las tripas. Comenzaba a preguntarme a qué podía deberse cuando recordé lo que había dicho Miralissa sobre la Llave y la sensación que percibiría.

¡La Llave! ¡Por Sagot, la Llave estaba cerca de allí!

—He sentido algo. Anguila, cúbreme por si sucede algo.

Me fui alejando por el pasillo, cada vez más lejos de los festivos Ruiseñores, hasta encontrarme sólo con cuadros, desde los cuales los numerosos antepasados de Balistan Pargaid me miraban fijamente.

El hormigueo en mi estómago se hizo más fuerte. La Llave estaba llamándome, atrayéndome. Casi me parecía oír palabras.

«¡Estoy aquí! ¡Aquí estoy! ¡Estoy aquí! ¡Ven aprisa! ¡Los vínculos te llaman!».

No podía alejarme mucho más. La reliquia se encontraba detrás de una de las dos puertas que había al final del pasillo, junto a los dos últimos retratos. Me acerqué a ellas y me detuve un momento para examinar uno de ellos, que me había llamado la atención. Tuve que hacer un esfuerzo para no expresar mi sorpresa en voz alta.

El retrato era viejo. Muy viejo. Se notaba por cómo había envejecido la pintura y por el estilo del artista. Con la mirada estrictamente profesional de un maestro de ladrones que no le había hecho ascos al robo de obras de arte en sus tiempos, y a juzgar por el traje del hombre retratado, pude estimar que el lienzo tendría al menos mil quinientos años de antigüedad y que el protagonista había vivido hacía al menos otros tantos años.

El hombre del retrato contaba más de cincuenta años, era flaco, tenía las sienes plateadas y vetas del mismo color en la barba fina y cuidada. Sus ojos castaños me miraban con afable escarnio. Y yo lo conocía, o, más bien, lo había visto, a pesar de que había vivido en una época en que Ranneng no era más que una pequeña ciudad y Avendoom ni siquiera existía.

«¿Dónde he visto yo a este caballero? ¡Claro, en un sueño! En el sueño en que mató al maestro artesano enano y trató de apoderarse de la Llave, pero acabó encontrando la muerte en el filo de una daga élfica. Recuerdo que tenía un ruiseñor dorado bordado en el jubón». ¡Así que aquel hombre era a quien me recordaba Balistan Pargaid! El parecido entre el servidor del Amo de nuestros días y el hombre cuya vida había terminado en las montañas de los Enanos era asombros. ¿Cómo se llamaba…?

—Suovik Pargaid —dijo una voz suave tras de mí.

Me volví. El dueño de la casa estaba allí. Ni siquiera le había oído acercarse, a pesar de que el suelo era de losas de mármol y no estaba cubierto por una alfombra del Sultanato.

—Os ruego que me disculpéis, mi señor. Vi el retrato y no pude contener mi curiosidad —dije sin demasiada convicción.

—Os habéis alejado bastante del salón, mi buen dralan —dijo Balistan Pargaid con una sonrisa bastante desagradable—. A-ah, aquí está el duque.

Por suerte Anguila se había dado cuenta de que algo había ido mal y había aparecido tras la esquina del pasillo.

—Confío en que el dralan Par no haya ofendido a vuestros antepasados, conde. Le interesan las antigüedades…

—¿Ah, sí? —preguntó.

«¿Y desde cuándo interesan esas cosas a idiotas ignorantes como él?» dijeron sus ojos.

—Decidme, conde, ¿quién es el protagonista del retrato? —se apresuro a preguntar Anguila para cambiar rápidamente a un tema menos espinoso.

—Honráis a mis antepasados, excelencia. Es Suovik Pargaid, como ya he dicho. El tercer miembro del linaje Pargaid. Desgraciadamente, un mal día partió hacia las montañas de los Enanos y nunca regresó.

—Qué lamentable.

—Hizo grandes cosas por nuestra familia. Pero ¿qué hago hablando de mis antepasados sin parar? ¡Venid, dejad que os enseñe mi colección!

El conde sacó una elegante llave y abrió la puerta más cercana a nosotros. Era una buena cerradura, tendría que luchar largo y tendido para poder forzarla.

—Estáis en vuestra casa, duque. Y vos también, dralan, pasad. ¿Y bien? ¿Qué me decís?

—Impresionante.

—Es mi pequeña pasión.

—Su valor no es desdeñable, conde —dije al examinar la colección de Balistan Pargaid.

—¡Oh! ¿Sabéis de tales cosas?

—Algo sé. También me interesan las antigüedades…

—En tal caso, ¿en cuánto valoraríais esta colección de chucherías, dralan?

—Unas diecisiete mil monedas de oro. Pero sólo es una cifra aproximada.

—¡Oh! Pues sí que estáis informado. Diecisiete mil quinientas, para ser más exactos. Excelencia, ¿por un casual no habréis traído el objeto que mencioné en mi carta?

—¿El brazalete? Sí, pero no es mío. Es al dralan Par a quien interesan estas cosas.

—Aquí lo tenéis, conde.

Tendí a Balistan Pargaid la pieza de artesanía ogra.

—Por cierto, ¿cómo habéis sabido que teníamos esta baratija? —preguntó Anguila como de pasada, mientras examinaba una espada corroída por el óxido.

—Rumores —rio el conde sin apartar los ojos de la antigua inscripción, casi borrada, que llevaba el brazalete.

—Uno de mis criados, a buen seguro…

—Sí, el servicio no es de fiar. Escuchad mi consejo, duque: para un criado, no hay lección más duradera que la que se imparte a latigazos. Por cierto, ¿os quedaréis mucho tiempo en Ranneng?

—No, sólo estoy de paso. Quisiera partir mañana.

—¿Un simple viaje?

—Sí —respondió secamente el garrakano mientras el conde estudiaba con detenimiento el fascinante artículo de la Edad de los Logros.

Me acerqué a la ventana y vi que el parque estaba teñido de plata por la luz de la luna.

—Habéis tenido la precaución de instalar barrotes en las ventanas, conde.

—Disculpadme, ¿qué habéis dicho, dralan? —preguntó Balistan Pargaid, interrumpiendo por un instante la contemplación del negro brazalete—. ¡Ah, sí! Para detener a los ladrones. Hay barrotes en toda el ala. Aquí y en mi dormitorio. Aunque después de que mis hombres desollaran vivos a dos ladrones, el gremio de la ciudad decidió que era mejor no seguir arriesgando a sus miembros.

—No creo que eso dure mucho. Aquí tenéis una verdadera fortuna…

—Bueno, el tiempo lo dirá.

Sin duda. Estaba seguro de que los barrotes no eran la única protección. Seguro que las ventanas, y puede que también las puertas, estaban protegidas por un par de sorpresas mágicas, pensadas para ofrecer a los visitantes una cálida, o más bien caliente, bienvenida.

—¿Cuánto queréis por él? —preguntó Balistan Pargaid mientras me devolvía el brazalete de mala gana.

Lo sopesé en mi mano mientras en mis pensamientos me despedía de él para siempre. ¡Ay! Cuánto me habría gustado aceptar su valor en oro de manos del conde, pero Miralissa había dicho…

—Aceptadlo como un regalo. No me costó nada.

Balistan Pargaid no hizo el menor ademán de rechazarlo, lo que indicaba con toda claridad que era un hombre inteligente que aceptaba las cosas con pragmatismo. Pero sí que quedó sorprendido.

—¡Dralan Par! —Era la primera vez que me llamaba por mi nombre completo—. Estoy en deuda con vos.

—De acuerdo —dije con una sonrisa forzada—. Volvamos rápidamente al salón o se beberán todo el vino en nuestra ausencia.

Balistan Pargaid sonrió mientras colocaba cuidadosamente su nueva adquisición junto a un hacha de guerra de la Edad Gris y asintió.

—¿Y qué hay detrás de esta puerta? ¿Otra pequeña colección tasada en diecisiete mil monedas de oro? —pregunté al conde una vez que salimos de la sala.

—¡Oh, no! Ése es mi dormitorio. Me gusta dormir cerca de mis tesoros —respondió él con una carcajada—. Pero vámonos, o mis invitados empezarán a creer de verdad que nos hemos olvidado de ellos.

«Puede que sea realmente su dormitorio. Pero la Llave está ahí dentro. Ahora lo percibo con claridad». Por un momento sentí la tentación de golpear a Balistan Pargaid en la cabeza mientras me daba la espalda y aprovechar la ocasión para colarme en el cuarto y robar la Llave.

Pero no podía hacerlo. Miralissa me había ordenado que averiguara dónde estaba la Llave, pero que no la tocara bajo ninguna circunstancia. Y si la elfa oscura creía que no había que tocar la reliquia por el momento, así es como sería.

En el salón sonaba la música, la gente charlaba despreocupadamente y Kli-Kli, subido a una mesa, hacía malabares con cuatro bollos de crema. Por una absurda coincidencia, un quinto aterrizó sobre su gorro puntiagudo y provocó carcajadas generales y una tormenta de aplausos.

Mi atención se desvió hacia una mujer con un vestido de color rojo sangre, que se encontraba sola junto a una fuente burbujeante.

Era menuda y tenía un cabello castaño claro que le llegaba a los hombros, unos pómulos elevados, una nariz ligeramente aguileña y unos ojos azules y pensativos. Estrictamente hablando, no se podía decir que fuese una belleza, pero me era imposible quitarle los ojos de encima. Había algo en ella… Ni siquiera puedo describirlo con palabras. La mujer irradiaba literalmente ondas de poder y atracción.

«¿Poder? ¿Me pregunto si será lo que estoy sintiendo, o será Valder el que lo hace?».

Balistan Pargaid reparó en mi mirada y esbozó una sonrisa de complicidad.

—Venid, caballeros, permitid que os presente a mi invitada.

La desconocida olía a fresas. No llevaba ninguna joya, aparte de unos pendientes en forma de araña cuyas patas abrazaban con suavidad los lóbulos de sus orejas.

—¡Dama Iena! Permitid que os presente a dos de mis invitados más estimables. Su excelencia Ganet Shagor. Y éste es el dralan Par.

Los labios generosos y sensuales sonrieron y la joven bajó la cabeza mientras se inclinaba en una reverencia cortés.

—Mis respetos, caballeros…

Su voz me provocó un escalofrío que recorrió de arriba abajo mi columna vertebral. Estaba muy oscuro en la prisión del Amo y no había podido ver a la prisionera del Mensajero con claridad. Pero reconocí su voz, a pesar de que no había hablado tanto como la tristemente finada Leta.

La dama Iena y Lafresa eran la misma mujer.

—¿Qué sucede, dralan? —me preguntó con cierta sorpresa al percatarse de mi turbación.

—No os preocupéis, mi señora. No es nada importante. Simplemente, no estoy acostumbrado a asistir a tan impresionantes recepciones, eso es todo —dije con timidez.

En aquel momento no deseaba más que salir de aquella casa lo antes posible. Mientras estaba ocupado tratando de encarnar a un dralan, me había olvidado completamente de que Lafresa también estaba desesperada por hacerse con la Llave. Teníamos problemas. ¡Problemas realmente serios!

—¿Es todo de vuestro agrado, mi señora? —preguntó el conde.

—Sí, gracias. Sólo estoy cansada del viaje, os suplico que me disculpéis. Buenas noches, caballeros.

Se marchó y comenzó a subir la escalera.

Durante todo este tiempo, Kli-Kli, que se encontraba a cierta distancia, se había dedicado a alternar entre hacerme muecas y señalar desesperadamente el mantel blanco que cubría una pequeña mesa llena de copas y su propio rostro.

Asentí de manera casi imperceptible.

«No entiendo».

Otro dedo agitado en dirección al mantel blanco, luego a su cara, luego el gesto sumamente explícito de pasarse el dorso de la mano por delante del cuello. «¿Qué intentas decirme?».

Esbozó una sonrisa de desesperación y vino corriendo.

—Mi señor, veo que la velada ha sido un éxito, e incluso vuestro dralan se ha vuelto de color rosa de tanto catar los caldos, pero, por desgracia, Milla y Eralla lamentan tener que marcharse. Les han entrado picores en ciertas partes, no sé si me explico. Se preguntan si queréis acompañarlos u os reuniréis más adelante con ellos.

Los ojos del bufón aullaban que sería conveniente que nos fuéramos todos juntos. ¿Qué podía haber sucedido?

Anguila bostezó, se llevó un guante a la boca en un gesto despreocupado y asintió.

—Por desgracia, conde, me veo obligado a abandonar vuestra hermosa casa. Es hora de marcharse. Ya sabéis cómo son estos elfos.

—Claro. Si alguna vez volvéis a Ranneng, espero que vengáis a visitarme.

—Desde luego. A la mínima ocasión —dijo Anguila y, acto seguido, se despidió de nuestro anfitrión.

No creo que Balistan Pargaid supiera lo pronto que llegaría nuestra próxima visita a su casa.

Kli-Kli nos adelantó al galope, haciendo tintinear las campanillas y meneando un rollito de canela que había cogido de la mesa.

—¡Abran paso al sin par bufón del duque Ganet Shagor! ¡Abran paso!

Y siguió gritando así hasta que salimos del salón.

—¿Qué sucede, Kli-Kli?

—Cara Pálida ha vuelto.

Me obligué a seguir caminando sin mirar atrás.

—¿Estás seguro?

—¡Oh, sí! Llegó hace media hora, con esa señorita a la que te comías con la mirada.

¡Conque a eso había ido Rolio! A encontrarse con Lafresa.

—Entonces hemos dejado la fiesta justo a tiempo.

—¿Has encontrado la Llave?

—Sí.

—¡Alabados sean los dioses!

Nuestro carruaje esperaba en la entrada. Miralissa y Egrassa ya estaban dentro. Los Corazones Salvajes, montados en sus caballos, conformaban nuestra guardia de honor.

Como de costumbre, esa vieja que es el cansancio apareció inesperadamente. Sólo reparé en que lo había hecho al entrar en el carruaje.

—Harold, ¿has encontrado la Llave? —preguntó Miralissa.

—Sí —respondió Kli-Kli por mí—. ¿No ves que se ha quedado dormido?

Me había hundido en el profundo remolino del sueño antes incluso de que el carruaje hubiera dejado la casa del conde.