7
Las brillantes ideas de un trasgo
Cuando nuestro pelotón entró a galope en la plaza de la posada, con los caballos cubiertos de espuma, Tío nos esperaba, paseando nerviosamente de una esquina a otra. Sus labios se movieron rápidamente mientras hacía un recuento de los jinetes y al ver que todos estábamos sanos y salvos sonrió satisfecho. Panal desmontó de un salto y comenzó a relatar en voz baja a su amigo lo que había sucedido durante nuestro rescate. Tío chasqueó la lengua con decepción. Evidentemente lamentaba que la herida le hubiera impedido participar en la batalla.
Entregué las riendas de Abejita a un criado que había acudido a la carrera y me senté en el suelo allí mismo. Estaba reducido a un estado de agotamiento total y sentía que me habían succionado hasta la última gota de fuerza de los huesos.
—Eh, viejo amigo. ¿Sigues con vida? —oí que preguntaba una voz en tono de simpatía.
Al levantar la mirada vi que Mero estaba en pie a mi lado.
—¿Qué haces aquí?
—Está en libertad provisional —dijo el bufón mientras posaba sus reales en la hierba, a mi lado—. O algo por el estilo.
—¿Algo por el estilo? —pregunté como un eco.
Mero, sin decir palabra, se limitó a mirarme expectante. ¿Qué querría? Mientras tanto, Kli-Kli sacó una de sus amadas zanahorias de debajo de su nueva capa, le dio un mordisco y dijo, con la boca llena:
—Bebebías sabeb be…
—¿Cómo? —pregunté. No había entendido una sola palabra.
—He dicho que deberías saber que, de no ser por tu amigo, aquí presente, Anguila y tú estaríais muertos —me explicó el trasgo antes de seguir comiendo—. Nos indicó dónde estabais escondidos.
Lancé una mirada interrogante a mi viejo camarada. Se sentó a mi lado con aire fatigado y comenzó a contarme lo sucedido. De vez en cuando, Kli-Kli se olvidaba de su zanahoria y añadía algún comentario de su propia cosecha.
Al parecer, Mero estaba en la calle cuando nos estrellamos con el carromato y vio que nos subían a otro al inconsciente Anguila y a mí y luego se nos llevaban de allí. No intentó interferir (decisión muy acertada, porque enfrentarse solo a doce enemigos no es la más ventajosa de las situaciones), pero logró seguir el carro hasta una finca de las afueras de la ciudad donde se ocultaban los sicarios del Sin Nombre. Al acordarme de su mote de juventud, Fisgón, no me sorprendió nada.
Tras descubrir dónde nos tenían cautivos, Mero regresó a Ranneng, pero para entonces las puertas ya estaban cerradas, así que tuvo que pasar la noche extramuros. Al llegar la mañana, corrió sin perder un instante a la posada El Búho Sabio.
—¿Y cómo sabías en qué posada estábamos? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Simplemente, aquel día, cuando nos vimos en el mercado Grande, había seguido a nuestro grupo. Primero hasta El rayo de sol y luego hasta El Búho Sabio. Así es como había sabido dónde tenía que ir a buscar ayuda. Aunque, por supuesto, lo que no sabía es que iba a toparse con un elfo que se había levantado con el pie izquierdo aquella mañana.
El primer impulso de Ell fue acabar con Mero, siguiendo el viejo dicho de que si confías en todo el mundo, más tarde o más temprano acabarás en la tumba. Pero primero Hallas y Deler, y luego Kli-Kli —al volver de su propia e infructuosa búsqueda de mi humilde persona— confirmaron que habían visto a aquel desgraciado hablando con el desaparecido Harold. Así que Ell guardó el cuchillo y Miralissa y Alistan sometieron al recién llegado a un interrogatorio exhaustivo.
Tengo que reconocer el mérito de la elfa: siguió sospechando de Fisgón hasta el último momento, asumiendo, con no poco sentido común, que la persona que tenía delante era un timador de primera, un sicario del Sin Nombre, un servidor del Amo, o sólo la oscuridad sabe qué más. Así que prometió a Mero que, si mentía, le sacarían los ojos y le cortarían todas las partes del cuerpo de la manera más dolorosa posible.
Ell, Egrassa y Panal partieron en misión de reconocimiento al lugar indicado por Mero y descubrieron que la finca era un auténtico hervidero de personajes de apariencia notablemente dudosa. Y luego llegó la caballería, en la forma del resto del grupo (Tío se había quedado atrás para vigilar a Mero y cuidar de sus heridas, que aún no se habían cerrado, a pesar de los esfuerzos de Miralissa). El resto de lo que había sucedido después yo ya lo conocía…
—Gracias. —Me costó cierto esfuerzo decirle esto—. De no ser por tu ayuda… —No había necesidad de decir más.
—¿Hacemos las paces? —dijo mientras me ofrecía su fina mano y sonreía con incertidumbre.
—Ajá. —Le estreché la mano—. Pero tengo que hablar muy en serio contigo.
Seguía muy enfadado con él por todos los años que había dejado pasar sin hacernos saber a For y a mí que estaba sano y salvo.
—Bien, pero habrá que esperar un poco. Parece que necesitas dormir un par de días. Ya nos veremos.
Se alejó hacia las puertas de la posada, pero, de improviso, Ell se interpuso en su camino como una aparición del destino:
—¿Adónde vas, hombre?
—Vas a tener que quedarte, maese Mero —dijo Miralissa, que había aparecido junto a Ell.
—Pero ¿por qué no puedo irme, en el nombre de un millar de trasgos muertos?
Kli-Kli estuvo a punto de atragantarse con su zanahoria por la sorpresa y lanzó una mirada de reproche a mi viejo amigo.
—Nuestros asuntos en Ranneng requieren confidencialidad absoluta y lo siento, pero no podemos confiar en ti, por mucho que nos hayas ayudado.
—¿Vais a mantenerme encerrado? —preguntó Mero enarcando las cejas con sorpresa.
—¡No, no será necesario! —intervino Alistan Markauz—. Te proporcionaremos todas las comodidades posibles hasta que el grupo abandone la ciudad. Aquí hay comida en abundancia y podemos ofrecerte una cama, así que puedes quedarte.
—¿Y si no estoy de acuerdo? —Fisgón siempre había sido un cabezota.
Una sonrisa siniestra afloró al rostro de Ell.
—Te recomiendo que estés de acuerdo —dijo.
—Pero confío en que, cuando resolváis vuestros «asuntos», me dejaréis marchar, ¿no?
—Por supuesto —dijo Ell sin pestañear.
Por alguna razón, yo no estaba totalmente convencido. Los elfos son una raza muy práctica y les sería mucho más cómodo rebanarle el pescuezo a Mero por miedo a que pudiera representar una amenaza para nuestra misión que dejar libre a un testigo para que fuese adonde se le antojara. Tendría que mantener una pequeña charla con Miralissa cuando llegara el momento, si no quería que su k’lissang enviara al ladrón a una tumba prematura. Ell era bastante irascible y en asuntos como éste, la contención no era una de sus virtudes.
—¡Harold, viejo amigo, cuanto me alegro de que estés con vida! —dijo Hallas, mientras me rodeaba el hombro con un brazo (cosa que el pequeño gnomo sólo podía hacer cuando, como ahora, estaba sentado en el suelo)—. Ven, te invito a una cerveza.
—De acuerdo, viejo amigo —dije con una sonrisa mientras me levantaba del suelo.
De camino a la puerta de la posada, pensé con sorpresa que, muy a mi pesar, estaba cambiando. Harold el Sombra, el maestro de ladrones, el más habilidoso azote de los cofres de Avendoom, aquel personaje solitario y taciturno que nunca había tenido amigos de verdad y nunca le había demostrado a nadie sus auténticos sentimientos, estaba cambiando. ¿Para bien o para mal?
¿Habría llamado amigo a alguien dos meses atrás?
No.
Simplemente, no tenía más amigos que mi mentor, maestro y segundo padre, For. Y en cuanto a tomar un trago amigablemente con alguien… Era algo que jamás habría hecho.
Un ladrón, para ser buen ladrón, tiene que estar solo. Sin familia, sin lazos personales, sin nada que pueda afectar a su trabajo o su seguridad. Y así había sido hasta hacía poco.
Me asombraba descubrir de repente que podía llamar amigos a aquellos pendencieros impenitentes, Deler y Hallas, al fastidioso Kli-Kli, a Miralissa, a Ciendelámparas y a todos los demás, y hacerlo sin la menor vacilación.
Mientras Anguila y yo aplacábamos nuestra sed, nos turnamos para contar a todos (con la excepción de Mero, a quien habíamos mandado al piso de arriba) lo que nos había sucedido. Como es natural, sin mencionar a Bocazas.
—Al menos esto tiene una parte buena, Harold —dijo Arnkh con un suspiro—. Los servidores del Sin Nombre nos dejarán en paz a partir de ahora.
—Olvídate de la paz. Aún está ese Amo tuyo —dijo Panal con su profunda voz.
—Pero estarás de acuerdo en que no es lo mismo luchar en un frente que en dos.
—Oh, desde luego.
Mientras seguían hablando, hice acopio de valor y, cuando se produjo una pausa, dije:
—He tenido un sueño…
Alistan soltó un resoplido suspicaz. No se tomaba mis «visiones» demasiado en serio. Kli-Kli gimió con pesar y se agarró la cabeza. Pero Miralissa asintió en un gesto de aprobación.
Les hablé de la prisión del Amo y de la conversación del Mensajero con la misteriosa mujer.
—Interesante —dijo la elfa después de una breve pausa—. Pareces tener algún tipo de afinidad con el Amo. Debo hablar de esto con los cronistas de la casa de la Luna Negra, no cabe duda. Puede que signifique algo para ellos. Pero si tu sueño es realmente profético, esa tal Lafresa representa un peligro para nosotros. Si logra apoderarse de la Llave antes que nosotros, todo está perdido. No sé por qué, estoy segura de que a esa mujer no le costará demasiado romper las ataduras que mantienen vinculada la reliquia.
—Mm-mm —comencé a decir con tono de incertidumbre, escogiendo mis palabras cuidadosamente—. Dama Miralissa, ¿por qué no pueden los hombres del Amo entregar simplemente la reliquia a su señor sin tener que esperar a esa mujer?
—Sí, en efecto —me apoyó Alistan—. ¿No sería más fácil enviar esa baratija de cristal adonde la necesitan sin tener que esperar a esa bruja?
—La Llave está vinculada a Harold y si la envían a donde vive el Amo sin romper primero esos vínculos, sería muy peligroso para nuestro enemigo.
—¡Esperad! —El impasible Anguila levantó los ojos de su comida y se quedó mirando a la elfa con asombro—. ¿Sabéis dónde vive el Amo?
—Puedo imaginármelo —respondió renuente la princesa élfica—. El Amo, si controla a seres como el Mensajero y puede otorgar a sus servidores una magia tan poderosa, debe de estar en un lugar donde exista una altísima concentración de poder. Y en un lugar así, una reliquia vinculada a otro crearía tan poderosas turbulencias en el flujo de la magia que el Amo quedaría despojado de sus poderes y habilidades durante mucho tiempo. Por eso tienen que empezar por destruir los vínculos, cosa que sólo puede hacer un chamán experimentado.
—Un lugar de poder, la Casa del Poder —murmuré para mí al recordar la frase que el Mensajero le había dicho a Lafresa.
—¿Cómo dices? —preguntó Miralissa al instante. Levanté los ojos del plato y miré a la elfa con sorpresa. Sus manos aferraban el borde de la mesa con tanta fuerza que se le habían puesto los nudillos blancos.
—He dicho «la Casa del Poder»… ¿Sabéis algo sobre eso?
Vi la mirada rápida que Miralissa intercambiaba con Kli-Kli.
—La pregunta es: ¿dónde has oído esas palabras? —respondió evasivamente.
—En mi sueño —dije encogiéndome de hombros, y a continuación recité la lista—: «La Casa del Poder, la Casa del Dolor, la Casa del Amor. La Casa del Miedo…».
La morena piel de la elfa había ido empalideciendo con cada nombre. Kli-Kli se atragantó con el pastel de crema que estaba comiendo y comenzó a toser. Deler golpeó al trasgo en la espalda con toda la generosidad de su corazón de enano.
—¡No me gustan tus sueños, Harold! ¿Qué más has descubierto?
—Bueno… Nada, —dije, sorprendido por la ferviente insistencia de una dama que, por regla general, se mostraba siempre tan calmada.
—¿Estás seguro? —Los ojos ambarinos me taladraron, como si quisieran extraer los secretos más ocultos de mi alma.
—Sí —respondí con toda sinceridad, sin apartar la mirada. De repente, fue como si su cuerpo quedara lacio y envejeciera. Unas arrugas de fatiga aparecieron en su frente y en las comisuras de sus labios, mientras sus dedos de uñas negras, casi de mala gana, soltaban al fin la mesa.
—¿Qué he dicho?
—Sería demasiado largo de explicar, Harold. En este momento no tenemos tiempo —dijo Kli-Kli apresuradamente.
¿Era una nota de tensión nerviosa lo que se oía en la voz del pequeño trasgo?
Carraspeé y bajé la mirada hacia el plato de sopa, que seguía removiendo mecánicamente con la cuchara, mientras pensaba que el bufón y Miralissa tenían muchos más secretos en común de los que les habría gustado que se supiera.
Secretos.
Nada más que secretos. Bailaban y brincaban a mi alrededor como las sombras de una antorcha encendida, pero no había forma de agarrarlos. Más y más secretos cada vez, tantos que pronto acabaría por ahogarme en el tenebroso arroyo que formaban. «¿Quién es el Amo? ¿Quién es el Influyente y quién el Jugador? ¿Para qué quiere el Amo el Cuerno? ¿Es el Sin Nombre también su enemigo? ¿Por qué el Amo se divierte tanto jugando al gato y al ratón con nosotros? ¿Quién es el Mensajero? ¿Qué es el mundo del Caos en el que entré en mi sueño? ¿Qué clase de extraños sueños eran ésos? ¿Qué son las casas del Poder, del Dolor, del Amor y del Miedo?». Y otras mil preguntas cuyas respuestas ignoraba.
No pregunté nada a la elfa o al trasgo: Miralissa me hubiera esquivado con bonitas e inteligentes palabras y Kli-Kli se habría hecho el tonto y me habría sacado la lengua.
Había perdido el apetito, pero aun así me acabé estoicamente la sopa, con la mirada inquisitiva de la elfa clavada sobre mí en todo momento.
* * *
—Debemos tener una charla, ladrón —me dijo Alistan Markauz con voz seca cuando me levanté de la mesa.
—Claro, mi señor.
—Sígueme.
Subió al segundo piso de la posada sin siquiera molestarse en mirar atrás para asegurarse de que lo seguía. Egrassa y Miralissa ya nos estaban esperando en la habitación. Ell no, pues se había encargado de la vigilancia de Mero, quien en aquel momento, mientras cenaba en el salón, se dedicaba a enseñar a Ciendelámparas algún juego de naipes.
—Siéntate, Harold —dijo Egrassa señalando una silla—. ¿Un vaso de vino?
—Sí, gracias.
Al instante me puse en guardia. Los elfos oscuros nunca me habían convidado a beber en su compañía. El primo de Miralissa se mostraba extraordinariamente cortés aquel día. Y dicen que los elfos son criaturas rencorosas y retorcidas.
Pero es que lo son.
Los hombres nunca han terminado de estar en paz con los elfos oscuros de Zagraba ni con los elfos de la luz de los bosques de I’alyala. Siempre, en los miles de años que hace que nuestras razas se conocen, ha habido fricciones. Por suerte, las cosas nunca han llegado al punto de desembocar en una guerra abierta, pero las escaramuzas fronterizas han sido abundantes, sobre todo en el período que siguió a la llegada de los hombres a Siala.
Los elfos oscuros concertaron un tratado de paz y amistad con nuestro reino, pero antes de eso, la raza de ojos amarillos no había demostrado demasiado cariño por los habitantes de Valiostr. E incluso ahora, los elfos no nos ayudaban en la lucha contra el Sin Nombre por la bondad de sus corazones. De hecho, albergan tanta bondad en el corazón como sus primos cercanos, los orcos.
Es decir, ninguna.
El silencio de la sala se fue dilatando. Al fin me aclaré la garganta y pregunté:
—¿De qué queríais que habláramos?
Era una pregunta poco diplomática, pero ¿qué se podía esperar de un ladrón? ¿Buenas maneras? No las tengo. O más bien sí (gracias a For), pero no quería usarlas en aquel momento. «¿Van a preguntarme de nuevo qué fue lo que me salvó en los Yermos de Hargan o cómo he averiguado la existencia de las casas?».
—Paciencia, ladrón —dijo Alistan Markauz, que estaba de pie junto a la ventana—. Comenzaremos en cuanto llegue Kli-Kli.
—¡Kli-Kli ya ha llegado! ¡Podéis empezar, excelencia! —El bufón cruzó la puerta, me guiñó un ojo y se sentó en la cama. Ahora estaba relajado y volvía a hacerse el tonto. No se parecía en nada al individuo que había estado sentado en la mesa de abajo y que se había puesto en tensión al oír mi inocente comentario sobre la Casa del Poder.
—Bueno, no quería hablar de esto abajo… Tu amigo estaba allí, Harold…
—Creo que deberíamos encerrarlo por si acaso —dijo Egrassa mostrando por un instante los colmillos—. Es absurdo tener que ocultarnos en nuestra propia casa.
—Todos los demás saben ya la noticia, salvo el garrakano y tú —continuó Alistan Markauz, aunque estaba claro que compartía la opinión del elfo en lo concerniente a Mero—. Ah, aquí está…
Anguila entró en la habitación en silencio, asintió educadamente y se quedó allí parado, con la espalda apoyada contra el marco de la puerta, en una postura que me recordaba a una estatua del comienzo de la Era de los Sueños.
Con esta última incorporación, la pequeña estancia parecía de repente abarrotada. Realmente no estaba hecha para reuniones y consejos de guerra como aquél.
—Hemos descubierto a quién pertenece la finca y dónde está la Llave —dijo Markauz con voz severa mientras apartaba la mirada de la ventana.
—¿Estáis seguros de que sigue allí?
—Está en la ciudad —respondió la elfa por él.
—Os ruego me perdonéis, tresh Miralissa, pero ¿cómo podéis estar tan segura?
—Fui yo quien aplicó los vínculos a la Llave. Puedo sentirla. Si no estuviera en la ciudad… Pero entonces tú también lo sentirías, siendo la persona a la que está vinculada.
—Debéis de estar equivocada, no siento otra cosa que agotamiento y ganas de dormir —murmuré con fastidio.
—¡Eso es porque tienes la cabeza más dura que una manada de mamuts, Harold! —dijo Kli-Kli con una de sus habituales pullas.
—Puede que aún no lo percibas, pero lo harás. Sobre todo cuando estés cerca de la reliquia. Es como una especie de picor. Y la casa en la que se encuentra pertenece al conde Balistan Pargaid.
Al decir esto la elfa, mi señor Markauz me atravesó con la mirada, como si estuviera esperando algún tipo de respuesta inmediata.
—¿Y? —pregunté estúpidamente.
Kli-Kli se agarró la cabeza con desesperación y comenzó a gemir como si le dolieran todos los dientes.
—¡Harold, te has encerrado en tu pequeño mundo y no ves más allá de tus narices! —dijo el trasgo—. El conde Balistan Pargaid es el individuo más influyente del sur de Valiostr. La antigüedad de su familia rivaliza con la de la dinastía Stalkon, por no mencionar que es el líder de todos los Ruiseñores y un sujeto muy, muy peligroso. Y no siente la menor admiración por nuestro rey. Siempre han sido muy discretos, pero si les das la oportunidad, los Pargaid se apoderarán del trono. Y, créeme, tiene derecho a reclamarlo. Ahora que sabemos que Pargaid conspira con el Amo, estoy doblemente preocupado por nuestro rey.
—Pargaid y sus portaestandartes pueden poner en pie de guerra a ocho mil espadachines, además de toda clase de soldadesca irregular. Una fuerza que no se debería tomar a la ligera —tronó Alistan.
Era obvio que nuestro conde no le tenía demasiado aprecio al otro. Pero ¿de qué vale el aprecio de los nobles? Siempre están peleándose por las tierras, dándose puñaladas en la espalda y envenenándose unos otros, para que luego sean los soldados de a pie los que sufren las consecuencias.
—Sus tierras se extienden desde aquí hasta casi los bosques de Zagraba y en cuanto al oro…
—Muy bien. Así que hemos descubierto de quién es la casa. ¿Qué hacemos ahora? —pregunté mirando a Alistan.
Se mesó el bigote y respondió a regañadientes:
—No creo que podamos entrar en su casa como si tal cosa. Sin un mapa de las patrullas y sin saber dónde exactamente está la Llave sería… sería un suicidio. Los guardias de los Ruiseñores estarán alerta. Es una casa demasiado grande como para recorrerla de cabo a rabo. Demasiado arriesgado.
—Tenéis toda la razón, mi señor. No hay ninguna forma sencilla de entrar allí y, aunque lo hiciéramos, tendríamos que saber dónde está la reliquia exactamente.
—Kli-Kli ha sugerido un plan para infiltrarnos en la casa del conde.
¿Kli-Kli? ¿Sugerir? ¿Un plan? Puse la peor cara que pude y miré al trasgo.
—¿Qué sucede? —preguntó a modo de tentativa—. ¿Es que crees que no soy capaz de elaborar un plan brillante?
—Lo eres, no cabe duda —dije sin molestarme en discutir—. Sólo que estoy totalmente convencido de que tu brillante plan nos enviará directamente a la tumba.
—De acuerdo, Harold. No es un plan brillante, sólo una serie de buenas ideas pensadas por un trasgo. ¿Dónde estaba…? Caray, Harold, siempre me distraes cuando estoy inspirado… ¡Ah! ¡Eso es! No es ningún secreto que pasado mañana, el conde Balistan Pargaid celebrará su recepción anual en honor de la gran victoria obtenida por los Ruiseñores sobre los Jabalíes Salvajes hace dos siglos. Y tenemos una oportunidad perfecta para colarnos en las celebraciones…
—Te ruego me disculpes, Kli-Kli —intervino Anguila—. Pero me cuesta creer que a ti te permitan entrar en el santuario de los Ruiseñores con un simple saludo.
—No te preocupes, señor Taciturno. Nos dejarán entrar. ¡No sólo eso, de hecho nos invitarán a hacerlo! Balistan Pargaid es un famoso coleccionista de antigüedades y vamos a aprovecharnos de eso.
—¿Es que tienes algún libro antiguo y valioso de tu abuelo escondido en la mochila, Kli-Kli? —pregunté para provocarlo.
—Eres idiota, Harold. Mostrádselo, dama Miralissa…
Sin decir palabra, la elfa me entregó un brazalete. Le di varias vueltas entre las manos para estudiarlo cuidadosamente. Acero negro, factura tosca, runas, inscripciones en algo que me pareció ogro…
—¿Es lo que creo que es? —pregunté mirando a Miralissa.
—No poseo la facultad de leer la mente, Harold. —Durante un instante fugaz, los negros labios esbozaron una sonrisa—. Sí, es muy valioso. Éste brazalete lo forjaron los ogros mucho antes de retirarse a las Tierras Vacías.
Sí, en efecto. Era un trozo de metal vulgar, sin una sola onza de metales preciosos, pero su antigüedad y el hecho de que las reliquias de los ogros eran muy poco abundantes le otorgaban un valor de doscientas o trescientas monedas de oro. Mucho dinero. Sobre todo para alguien de mi oficio.
—Entonces, ¿vamos a conseguir que nos franqueen la entrada con esto? —pregunté al trasgo.
—¡Ya lo hemos conseguido! Mientras tú descansabas en esa mullida paja, los demás no estábamos sentados de brazos cruzados. El conde Balistan Pargaid ya ha sido informado de que esta rara pieza está en la ciudad, así que ha invitado formalmente al duque Ganet Shagor a acudir a su modesta recepción, acompañado por este valioso tesoro.
—Mmmm… —murmuré—. No termino de entender la conexión entre nosotros y ese duque no-sé-cuántos.
—La conexión es absoluta, Harold —dijo Kli-Kli mirándome con una sonrisa burlona—. ¡Pues el duque Ganet Shagor no eres otro que tú mismo!
Fue entonces cuando supe que iba a estrangular al pequeño traidorzuelo por sus estúpidas ideas…
—Kli-Kli —dije tratando de hablar con voz tranquila y amigable—. Amigo mío, ¿has vuelto a tomar demasiadas setas mágicas para el desayuno? ¿Qué clase de duque voy a ser yo?
—Uno perfecto. ¿Quieres entrar en la casa de Pargaid? Pues entonces serás un duque —replicó el bufón.
—¡No quiero ser un duque! —exploté—. ¡Soy un ladrón! ¡Un ladrón, no un noble ni un atildado petimetre! ¿No podías encontrar a otro para el trabajo?
—¿A quién propondrías tú, Harold? —preguntó Miralissa—. Los Corazones Salvajes no sirven, son guerreros. Cualquiera los reconocería como hombres humildes al primer vistazo. Mi señor Alistan tampoco puede ser, pues lo conocen en la corte. ¿Qué nos deja eso? Sólo a ti.
—¿Y por qué tiene que ser un duque, y no una elfa o un renacuajo miserable?
—Porque la noticia sobre la colección se ha propagado ya por la ciudad y el coleccionista es un humano.
—Pero yo no conozco las estúpidas reglas de la nobleza, ¡la etiqueta, y todas esas tonterías de la alta sociedad! ¡Me descubrirán a los cinco segundos!
—¡Oh, Harold, no me hagas reír! —dijo Kli-Kli, mientras se sentaba en la cama y balanceaba las piernas adelante y atrás alegremente—. ¿Crees que esos perezosos sacacuartos se van a dar cuenta de algo? Vas a ser un duque, no un miserable baroncillo. Sólo tienes que poner tu cara de acelga habitual y nadie se te acercará para hacerte ni una pregunta. ¡Sólo tienes que mostrarte altanero, frío y arrogante, como uno de los pavos reales de maese Quild, eso es todo!
—No tienes ni idea de lo que estás diciendo —dije sacudiendo la cabeza—. Es una idea arriesgadísima…
—Como el viaje a Hrad Spein —respondió el bufón con voz seria—. Disponemos de dos días. Intentaré enseñarte algo en ese tiempo. Y te contaré la historia de tu vida.
—¿Es que en este reino abundan tanto los duques como las moscas en la carne podrida? ¡Kli-Kli, por el temor de los dioses!
¡Todo el mundo sabe quiénes son! ¿De dónde vamos a sacar un duque? ¿De ultramar? ¡Con mi acento, hasta un doralissio se daría cuenta de que he vivido en Valiostr toda la vida!
—Vamos, no te alteres tanto. Hay un duque, primo segundo del rey por parte de una de sus abuelas. Es un excéntrico que vive como un ermitaño y lleva veinte años sin salir de su castillo, así que nadie se dará cuenta de que eres un impostor.
—Pero hay…
—Si digo que nadie, es que nadie. No te preocupes. Estaré allí contigo, por si sucede algo…
—¡No! —repuse.
—¿No qué?
—No. ¡No vas a estar allí conmigo!
—¿Y eso por qué?
—¡Kli-Kli, eres un desastre ambulante sobre dos piernecillas! ¡Si me acompañas, seguro que no salgo con vida de allí!
—Voy contigo, Bailarín de las Sombras, eso ya está decidido. En cualquier caso, necesitarás un séquito y un apuntador. Por si no lo sabes, los duques no van solos a ninguna parte.
—¡Menudo séquito! ¡Un bufoncillo de color verde!
—¡Exactamente, un bufón, so bufón! ¿Quién se fijará en ti cuando aparezca uno en la casa?
«Mmm». Bueno, tenía que admitir para mis adentros que al trasgo no le faltaba parte de razón en eso. Si se sacaba de la manga un par de sus truquillos, todo el mundo estaría pendiente de él.
—¿Y si te reconocen como el bufón del rey?
—¡Imposible! —repuso—. Las probabilidades de encontrar un rostro conocido entre los Ruiseñores son muy escasas. Y además, a los humanos todos los trasgos les parecen iguales. Irá todo como una seda, nadie sospechará nada. Maese Quild ya nos ha conseguido un atuendo apropiado para la ocasión. Te acompañará Egrassa. Y los otros seis muchachos, como guardia de honor.
—Lo siento, pero hasta un niño descubriría vuestro plan. Yo no parezco un noble y, digas lo que digas, con una sola pregunta sobre heráldica bastará para desenmascararme. ¡Por Sagot, será un desastre! ¡Sería mejor arriesgarse a entrar en la casa sin planes ni títulos nobiliarios! Te repito, trasgo, con toda la autoridad de un individuo al que mi señor Alistan se ha acostumbrado a llamar un «cliente escurridizo», que no tenemos la menor probabilidad.
—No sólo no tenemos la menor probabilidad, sino que tampoco tenemos ninguna otra alternativa —suspiró el trasgo—. ¿O tienes algún otro duque en mente?
—A mí —dijo Anguila inesperadamente.
Todos se volvieron hacia él.
—¡Tú no puedes ser duque! —objetó Kli-Kli tras una pausa—. ¡Eres garrakano! ¡Y Ganet Shagor no!
—Yo puedo ayudar con eso —intervino Miralissa—. No es fácil aplicar una apariencia distinta, pero se puede intentar y, a fin de cuentas, Anguila sí tiene porte nobiliario. ¿Qué me dices, Anguila?
—Creo que puedo encarnar con éxito a un noble, mi señora —dijo el garrakano desapasionadamente.
Exhalé un suspiro de alivio y asentí con gratitud.
—No te alegres tan deprisa, Harold —dijo Kli-Kli con un gesto ceñudo—. Aun así tendrás que ir a la recepción.
—Kli-Kli tiene razón —me confirmó Miralissa—. Eres el único capaz de percibir dónde esconden la Llave.
—Pero, dama Miralissa, me dijisteis que sentíais que la Llave estaba en Ranneng.
—Sé que está en Ranneng, pero sólo tú puedes percibir el sitio exacto.
Suspiré.
—En las recepciones, los criados esperan fuera a sus señores.
—Sí, razón por la que no serás un criado. —Los ojos azules del trasgo refulgieron de triunfo. Me daba miedo incluso preguntar qué brillante idea se le había metido esta vez en la cabecita verde al bufón.
Al darse cuenta de que no iba a preguntarle en qué me iba a meter ahora, Kli-Kli dijo:
—Vas a ser un dralan[1]
—Kli-Kli, a esos nobles les saldrá humo por las orejas si el duque lleva a un dralan consigo.
No es ningún secreto que quienes antes vivían en el barro y ahora ostentan un título no son objeto del cariño de aquellos que han heredado el suyo de sus nobles antepasados.
—Así será más divertido. —Nuestro verde amiguito era capaz de hacer cualquier cosa por divertirse.
—¿Qué tendremos que hacer en la recepción? —pregunté, doblegándome al fin a lo inevitable.
—Beber vino joven, comer faisán y realizar ingeniosos comentarios sobre el tiempo.
—¡No me refiero a eso, Kli-Kli! ¿Qué tendremos que hacer en realidad?
—Averiguar dónde esconde Pargaid la Llave. No te preocupes, Miralissa dice que en cuanto estés cerca de ella, sentirás la conexión.
«Bueno, si Miralissa lo dice… Pero me temo que la elfa oscura se equivoca esta vez. ¿Por qué no percibía la Llave cuando estaba en nuestro poder?».
—¿Sólo tengo que averiguar dónde está?
—Sí, no creo que puedas robarla con tanta gente alrededor —dijo la elfa.
Bueno… En mi juventud había realizado trabajos más complicados. Lograría robarla de un modo u otro.
—Sólo hay un problemilla, tresh Miralissa. Cara Pálida podría aparecer en cualquier momento y conoce mi cara. ¿Ciendelámparas ha logrado averiguar dónde ha ido Rolio?
—El asesino abandonó precipitadamente la ciudad por el camino del suroeste. Habrá que confiar en que no regrese a tiempo para la recepción.
—Tendrás que correr el riesgo, ladrón.
«Ojalá pudierais hacerlo vos, mi señor Alistan. ¡Es un disparo a ciegas! Si queréis saber mi opinión, sería mucho más fácil tomar la casa al asalto».
Al día siguiente estuve sencillamente insoportable y conseguí que Kli-Kli lamentara su brillante plan de convertirme en un dralan. Pero Miralissa y el trasgo se negaron a aceptar mi idea de que, como un plebeyo que acababa de ascender a las filas de la alta sociedad, no necesitaba aprender todas aquellas cosas.
Nunca habría creído que fuera tan complicado ser noble. Sólo alguien con sangre aristocrática en las venas podría mantener en la cabeza tantas cosas absolutamente estúpidas e innecesarias.
Aprendí el modo apropiado de coger una copa de vino, de inclinarme, de comportarme en la mesa, de hacer cumplidos, de mantener un silencio significativo, de desafiar a alguien en duelo, de discutir hasta la saciedad sobre temas filosóficos, caballos, cetrería, desfiles militares, justas, heráldica y todas las demás tonterías que no tienen cabida en la vida cotidiana de un ladrón que se precie. Al final de día, la sobrecarga de información superflua me había provocado un terrible dolor de cabeza.
El escudo de armas del duque Shagor era un puercoespín sobre un campo morado y el esfuerzo de tratar de impedir que quedara como un completo imbécil me tiñó del color de un rebaño entero de las bestias heráldicas de mi noble señor Anguila. Para cuando terminamos con ello, me bastaba con ver a Kli-Kli un instante para empezar a sisear y a bufar como un felino furioso, pero aun así, entre él y el implacable Alistan continuaron metiéndome aquella información a martillazos en la cabeza, pues resultaba que un buen dralan tenía que saberse de memoria todos los antepasados del señor que le había concedido el título.
Los árboles genealógicos no son ninguna broma, os lo aseguro. Hay que acordarse de quién se ha casado con quién, cuándo, cómo, por qué y cuántos hijos han sido fruto del matrimonio, y así hasta el infinito…
Al final me hice un embrollo tal con la nueva parentela de Anguila, que confundí a su tía abuela, la bondadosísima duquesa de Laranden, con la prima segunda de su sobrino nieto por parte de su sexta medio hermana, quien estaba casada con el tío de la duodécima hermana de su madre por parte del abuelo de la abuela de su padre. Kli-Kli escupió al suelo, frustrado, y tras decir que yo era un inútil incapaz de recordar algo tan sencillo, se fue a grandes pasos a la cocina mientras Arnkh y a Ciendelámparas, quienes habían estado mondándose de risa mientras yo sufría el tormento de mi instrucción, continuaban burlándose de mí.
—¡Si yo tuviera tantos parientes, huiría de casa! —logró decir Arnkh entre risotadas.
—Ya lo hiciste —recordó Ciendelámparas al oriundo del Reino Fronterizo.
Ésta respuesta hizo reír a Arnkh aún con más fuerza y estuvo a punto de derramar una jarra de cerveza sobre su cota de malla mientras se limpiaba las lágrimas.
Una hora antes de partir me entraron los nervios y comencé a pasear de una esquina de la posada a otra como un garrincho enjaulado. Tenía el presentimiento de que estábamos tentando al destino con tanto subterfugio y que las cosas no iban a terminar bien.
«Por Sagot, esto va a ser un desastre, pensé. ¡Y todo gracias a Kli-Kli, así caiga en manos de mil orcos!».
—Marmota —dije al Corazón Salvaje, que en aquel momento estaba ocupado entrenando a su lingo, Invencible—, ¿sabes adónde ha ido el bufón?
—Ve a ver a tu habitación, creo que está tramando algo.
Como es natural, el considerado trasgo estaba preparando mi atuendo para la recepción. Yo aún no había visto mi traje de gala. Kli-Kli se había negado en redondo a mostrármelo, sin duda preocupado por el estado de mis nervios. Todos los demás personajes de la mascarada habían recibido ya sus respectivos disfraces: vestimenta verde para los Corazones Salvajes, con un puercoespín sobre un campo morado bordado en el pecho; Anguila se embutiría en un carísimo y elegante traje de gorguera alta y almidonada y anchas mangas de color marrón oscuro, mientras que Egrassa se había puesto ya una camisa larga azul y amarilla, bordada con una luna negra, símbolo de su casa.
Oí una voz desconocida procedente de detrás de la puerta de la habitación que compartíamos Ciendelámparas, Kli-Kli y yo.
—¡Acusado! ¿Confiesas tu culpa?
—No, nada de eso —chilló Kli-Kli.
—Puedes hablar una última vez antes de que se pronuncie la sentencia. Habla.
—¡Podéis iros todos a freír espárragos! —declaró el bufón con voz solemne.
—¡Entonces escucha tu sentencia, miserable gusano!
Una tercera voz se unió a la conversación.
—Por un crimen contra la propiedad privada en grado de tentativa, se te condena a ser descuartizado. ¡La sentencia se ejecutará de inmediato!
Estupefacto, abrí la puerta y asomé a la habitación, convencido de que iba a encontrarme al tribunal real y al verdugo preparado para hacer su trabajo. Pero no, la estancia estaba vacía, aparte de Kli-Kli, que estaba sentado en la mesa. Tenía delante un gran plato de cerezas blancas de buen tamaño, a las que no estaba prestando la menor atención en aquel momento. Estaba demasiado ocupado con otra cosa: arrancarle las patas y las alas a una mosca que había atrapado.
—¿Nunca te cansas de hacer tonterías? —pregunté mientras cogía un puñado de cerezas.
—Es mi trabajo, Harold. —El trasgo suspiró y tiró por la ventana lo que quedaba de la mosca—. Si no hiciera el tonto, seguiría en casa, en Zagraba, preparándome para ser chamán.
—No lo lamentas, ¿verdad? —pregunté al tiempo que escupía un hueso de cereza.
—La verdad es que no… Todo sucede por una buena razón. Además, si no estuviera aquí, ¿quién iba a protegerte?
—¿A mí? ¿Estás diciendo que tú me proteges a mí? —Ya habíamos mantenido aquella conversación un centenar de veces o más.
—¿Y quién va a hacerlo sino yo? Sólo sigues vivo gracias a mí —dijo el bufón mientras erguía orgullosamente la espalda.
—Entre las cosas que he sufrido por tu culpa, mi pequeño y verdoso bromista, se incluyen pinchos en la espalda, agua fría en la cama, una profecía estúpida y un falso título de dralan acompañado por un ridículo traje de pavo real, regalado por un duque. Lo que me recuerda que ¿dónde está mi traje? Me gustaría echar un vistazo de una vez a lo que le has encargado para mí a nuestro solícito posadero. ¿Qué voy a llevar en la recepción?
—¡Ah! —dijo el bufón en respuesta a mi pregunta—. Pronto lo verás.
—¿Pronto? ¿Y por qué no ahora mismo?
—Aún tenemos una cosa importante que hacer. Sígueme, Bailarín de las Sombras, y recibirás tu última lección.
—¡Por mí puedes pudrirte en las sombras! ¿Es que esto no termina nunca? —pregunté furioso—. Llevas todo el día atormentándome con tu maldita heráldica. Bastaría para volver loco al Sin Nombre, así que no digamos a un ladrón vulgar y corriente. ¡Ya está bien de lecciones por hoy!
—Tú no eres un ladrón vulgar y corriente. Eres un maestro de ladrones —dijo el trasgo mientras me apuntaba al pecho con un dedo, como si fuera una ballesta de verdad—. Y tengo que enseñarte a bailar en compañía respetable.
Cada idea de Kli-Kli era más absurda que la anterior.
—¿Y por qué no a tener niños, también? A los dralanes no los invitan a bailar. Y además, no te necesito para nada, ya sé bailar.
—Sí, ya sé, la djanga, la galkag o vaya usted a saber qué. —Se metió una cereza entera en la boca, cerró el ojo izquierdo, apuntó y escupió el hueso por la ventana—. Pero los bailes de la nobleza son completamente diferentes. Vamos, no querrás meter la pata en el peor momento posible, ¿verdad?
Gemí, no por vez primera aquel día, pero no se podía hacer nada, así que tuve que seguir al trasgo hasta un amplio salón abierto, maldiciendo el mismo día que el destino había decidido unirnos.
Todos los Corazones Salvajes estaban reunidos en el salón. Hasta Mero se encontraba allí. Miraba con asombro los extraños atuendos de criado de los soldados, pero, por suerte, no entendía nada de lo que estaba sucediendo.
—¡A ver, Deler! —llamó Kli-Kli—. ¡Ven aquí!
El enano interrumpió su discusión con Hallas y se nos acercó sin apresurarse. Estaba tan ridículo con aquel traje de guardaespaldas como una vaca con el uniforme de los Cazadores Implacables.
—¿Qué quieres?
—Deler, por el bien de la causa, necesito que nos hagas un favor.
—¿Y bien? —dijo y entornó la mirada con suspicacia al comprender que un favor es algo que se hace a cambio de nada… cosa que va en contra de la naturaleza misma de los enanos.
—Rodea a Harold con el brazo.
El rostro de Deler se tiñó de gris.
—¿Pero qué…? Kli-Kli, somos amigos, pero… mira que te doy un puñetazo en todos los morros…
—¡No seas idiota, Deler! Es una clase de baile.
—¡A-a-ah! —dijo el enano arrastrando las sílabas mientras iba asimilando la idea. Se quitó el casco y se rascó el cabello pelirrojo—. Soy demasiado bajo para eso. Prueba con Panal.
—Panal —refunfuñó Kli-Kli enarcando las cejas—. Panal es un gigante patoso, pisará a Harold…
—Bueno, entonces Arnkh.
—¿Arnkh?
—¿Por qué no? ¡Estoy de acuerdo! ¡Será muy divertido! —rio el calvo guerrero mientras se levantaba de la mesa.
¿Divertido? Por alguna razón, no lograba compartir el apasionado entusiasmo del viejo perro de la guerra por la idea del baile.
—¡Maravilloso! Muy bien, Arnkh, rodea a Harold con el brazo. Ponle la mano en la cintura. En la cintura. Sabes dónde está la cintura, ¿no? ¡Exacto! A ver, Harold, ¿por qué estás ahí, tieso como una estatua? Haz lo mismo. ¡Exacto! ¡La espalda! Mantened la espalda recta. ¡Pero qué dos paralíticos, que los orcos se me lleven! ¡Eso es! Ahora observad, esto es lo que tenéis que hacer.
El trasgo realizó una intrincada y totalmente insólita serie de pasos.
—Bueno, ¿está claro? —preguntó una vez recobrado el aliento.
—Me ha recordado a un doralissio al que le hubieran metido carbones candentes en los pantalones —dijo Hallas como portavoz de la opinión general.
Las últimas palabras del gnomo quedaron ahogadas por las carcajadas.
—¡Inútiles! ¡Es el baile de moda en este momento! —gritó Kli-Kli tratando de hacerse oír por encima de las risas.
Las carcajadas se convirtieron en un estruendoso escándalo.
El bufón resopló con fastidio y se volvió hacia nosotros.
—No os quedéis ahí como dos pasmarotes. Haced lo que hago yo. ¡Contad los pasos!
Me sentía como un completo imbécil.
—Y… ¡Un-dos-tres, un-dos-tres! ¡Marcad más los pasos! Tres… ¡Ésa espalda más recta! ¡Dos-tres! ¡Harold, no arrastres los pies! ¡Un-dos-tres!
Arnkh me pisó el pie derecho y cuando Kli-Kli aceleró el ritmo estuvimos a punto de caernos.
Todos seguían riéndose a carcajadas. Ciendelámparas sacó el caramillo y comenzó a tocar una melodía para nosotros. Maese Quild acudió para disfrutar del gratuito espectáculo. Los elfos aparecieron en la sala. Luego se presentó Alistan. Nuestro amado conde tenía una expresión muy complacida en el rostro. Bueno, tampoco me extraña, no era algo que se viese todos los días…
—Un-dos-tres. Levanta ese pie. ¡Uno-dos-giro-tres! —Kli-Kli seguía igual, sin callarse un solo momento. Arnkh volvió a pisarme y solté un siseo de dolor.
Pero por fin terminó el baile y pude recobrar el aliento.
—Kli-Kli, ¿por qué tenías que enseñar a Harold a bailar ahora? —preguntó la elfa con curiosidad—. Ya sabes que Balistan Pargaid aborrece el baile y no habrá nada de eso en la recepción.
—Ah, maldito…
—¡Harold, sólo quería alegrarte un poco el semblante y subir la moral a las tropas! —gimoteó el trasgo, como si hubiera herido sus sentimientos—. ¿Por qué estás tan molesto?
Tuve que hacer un esfuerzo para controlarme.
—Harold, sólo tienes quince minutos para cambiarte —me recordó Anguila.
El guerrero ya se había vestido. ¡Y parecía un duque genuino, por la luz! Gracias a la magia de Miralissa, su rostro había perdido temporalmente parte del bronceado. Su negro cabello había cobrado una tonalidad más clara y ya nadie habría podido ni sospechar que Anguila era garrakano.
—¡Vaya! ¡Anguila! ¡Con ese aspecto podríamos coronarte rey de Garrak! —exclamó Panal con admiración.
Las mejillas de Anguila se estremecieron fugazmente al oír estas palabras.
—Kli-Kli, ¿dónde está mi ropa?
El trasgo asomó cautelosamente por detrás de Mero, tratando de calcular sus probabilidades de alcanzar una edad avanzada, y finalmente tomó una decisión y balbuceó:
—Vamos, pues.
—¿Adónde? —preguntó Mero con toda naturalidad.
Ell apareció de improviso delante de Fisgón y se ofreció a escoltarlo fuera de la sala. El humano se rio, se levantó y fue tras él. Kli-Kli me llevó de vuelta a nuestra habitación. Mi ropa estaba pulcramente doblada sobre la cama. La recorrí con mirada escéptica antes de volverme al bufón y preguntar con voz seca:
—¿Te estás burlando de mí?
—Ni se me ocurriría —se apresuró a responder el trasgo—. ¿Qué es lo que no te gusta ahora?
—¡Eso no es un traje, es el plumaje de un pavo real!
—Todos los duques se parecen un poco a los pavos reales. Ése atuendo es perfectamente normal para un noble. Y no digamos un dralan, que suelen vestir con esplendidez.
—¡Alistan no viste así!
—Alistan es el capitán de la guardia real, no un dralan al que han invitado a una velada de gala.
—¡Yo no soy un dralan y lo sabes perfectamente! ¡Y aparte, ni siquiera sé cómo se pone esto!
—Bueno, enseguida nos encargaremos de eso —declaró Kli-Kli valientemente, y comenzó a recoger el carísimo atuendo con la lengua fuera.
Al verme en el espejo al que me había llevado el trasgo, me quedé boquiabierto.
Llevaba una prístina camisa blanca de mangas estrechas y cuello bordado, bajo un jubón de terciopelo de color ciruela negra con botones de oro y solapas altas. En el lado derecho de mi pecho había un escudo de armas hábilmente bordado con hilo de plata: un arado que removía la tierra en un campo de labranza.
Las calzas eran muy ajustadas, es decir, no muy cómodas. Unas botas bordadas, un cinturón de una mano y media de anchura, un puñal de brillante acero en una carísima vaina, con empuñadura de hueso de ogro teñida de azul: estas absurdas galas se completaban con una larga capa de satén con forro negro, tres anillos de rubí, un sombrero de ala ancha con una pluma verde y una pesada cadena de oro trenzado. Si me caía en un río con ella alrededor del cuello, nunca volvería a salir a la superficie. El traje de Anguila era mucho más ostentoso que el mío, pero eso tampoco me hacía sentir mejor.
Me volví hacia Kli-Kli y vi que se disponía a abrir la boca para compartir conmigo sus impresiones.
—¡Ni una palabra! —lo corté en seco.
—Pero…
—¡Cierra el pico!
—De acuerdo, Harold. —Y, sumisamente, entrelazó las manitas como un sacerdote de Silna.
Desde mi punto de vista, parecía un auténtico espantapájaros con un traje de verduras. De hecho, podría haber salido al patio para asustar a los pájaros en aquel mismo instante. Desde luego, aquel tipo de ropa no era para mí.
—¿Te gusta mi traje? —preguntó el trasgo mientras se retiraba la capa y daba una vuelta sobre sí mismo.
Se había ataviado con algo hecho de retales azules y rojos, coronado por un gorrito con campanillas sobre la cabeza.
—Muy colorido.
—¡Justo lo que pretendía!
Curiosamente, al salir al salón de la posada, nadie se rio de mi aspecto.
—Que los dioses nos acompañen. Vámonos. —Miralissa captó mi mirada de sorpresa y añadió—. Voy con vosotros, tendré que revisar la casa en busca de trampas mágicas, o podríamos meternos en líos.
Había reemplazado la capa élfica gris y verde que solía llevar por un traje de seda morada muy elegante con un broche de hierro negro en forma de luna. Su cabello, siempre recogido en una sencilla trenza, se había transformado en un peinado alto a la moda de Miranueh, y llevaba alrededor del cuello un collar de topacios de un color amarillo turbio, que armonizaban a la perfección con el color de sus ojos. Desde un punto de vista profesional, puedo afirmar que unas piedras como ésas permitirían vivir a cualquiera con bastante desahogo durante cinco años, con banquetes y juergas casi diarios.
—Toma esto —dijo tendiéndome el brazalete de los ogros—. Cuando Balistan Pargaid pregunte a Anguila por el brazalete, tú deberás regalárselo.
—¿Cómo? —pregunté con asombro.
—No será una gran pérdida, no tiene apenas valor para nosotros. Pero representa la oportunidad de acercarte a la Llave, si logras ganarte el favor del duque.
—No, no me refería a eso —dije frunciendo el ceño—. ¿Por qué debo llevarlo yo y no Anguila?
—Te lo contaré por el camino.
—El carruaje está listo, dama Miralissa —dijo el posadero, que acababa de entrar corriendo en la sala.
—Gracias, maese Quild —respondió la elfa con una elegante sonrisa—. Habéis sido de gran ayuda para nosotros.
—Ni lo mencionéis, lo hago en recuerdo de mi fallecido tío. Cobraos venganza por él y mi familia entera estará en deuda con vos.
—No lo olvides, Harold —me dijo la elfa mientras nos acercábamos al majestuoso carruaje, con su tiro de seis caballos doralissios, que Quild había logrado conseguir vaya usted a saber dónde—. Estaremos en la casa de los sicarios del Amo.
«Sólo espero que todos los presentes en la recepción sean unos completos idiotas y ninguno de los servidores del Amo recuerde que un trasgo salió de Avendoom en compañía de varios elfos».
Estábamos esperando un milagro, una buena mano repartida por el destino. En la casa de los sicarios del Amo… No hacía ninguna falta que me lo recordara. Era más que consciente de ello.