6: Amigos y enemigos

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Amigos y enemigos

La negra noche del universo y el gélido fuego de la magia. Un mundo dentro de un mundo, un sueño dentro de un sueño, una gota dentro de una gota, un espejo dentro de un espejo…

Ya había estado allí.

¿Cuándo había sido? ¿Una eternidad antes o una eternidad después?

«¡Ah, sí! Creo que ya lo recuerdo». Fue en el futuro lejano, aquel día cuando Miralissa vinculó la Llave de las puertas de Hrad Spein a mi consciencia. En aquella ocasión memorable que caí en la negra noche de la nada, en el sueño de un sueño, repleto de ardientes copos de la llama carmesí de la Kronk-a-Mor.

Pero a diferencia de entonces, esta vez sentía frío… mucho frío…

Unos calambres agónicos atenazaban mi cuerpo. Las únicas cosas que podía sentir eran el frío y el dolor. Pero cuál de aquellos dos males estaba causándome más sufrimiento, en aquel momento no podía importarme menos. Lo único que anhelaba, con todas las fuerzas de mi cuerpo, era salir de allí y refugiarme en algún lugar más acogedor y un poco menos misterioso. Pero esta vez, mis fútiles esfuerzos por escapar de la nada no dieron el menor fruto. No había allí ninguna elfa oscura para ayudarme, estaba absolutamente indefenso y tenía frío… cada vez más.

Frío-frío-frío-frío-frío…

Al cabo de un rato tuve la sensación de que una masa de sanguijuelas glotonas hubiera invadido mi estómago y me provocara el dolor más atroz que se pudiera imaginar. De no haber sido por el frío revoloteo de los afilados y espinosos copos, que me distraía constantemente de los carbones candentes que ardían en mi estómago, creo que el dolor me habría vuelto loco. No tenía sentido mirarse el estómago para ver lo que le habían hecho las garras del Mensajero: tenía la sensación de que si me arriesgaba a echarle un simple vistazo, podía costarme la vida.

El dolor palpitó y aumentó, primero duplicado y luego multiplicado en mi interior, como los infinitos reflejos en un laberinto de espejos de un sueño. Desplegó sus afilados pétalos de un lado a otro de mi cuerpo, hasta llevarme al borde de la locura. Ya sabía cuál es la mayor tortura que puede existir.

En medio del silencioso revoloteo de los ardientes copos, pude oír un traqueteo regular, pero tardé un rato en darme cuenta de que se trataba de mis dientes, que me castañeteaban en honor al amo de aquel mundo: la feroz nieve, portadora de una muerte glacial.

El viento de la oscuridad, el mismo que una vez me había traído sueños del pasado, sueños de seres que llevaban mucho tiempo muertos —hombres, elfos, gnomos, orcos y muchas criaturas más—, cobró vida de golpe y me arrojó punzantes cristales de hielo ardiente a la cara.

Traté de esquivarlos, o al menos de cubrirme la cara con las manos, pero mis débiles esfuerzos sólo lograron enfurecer a las sanguijuelas de mi estómago. En el mismo instante en que notaron que estaba ocupado con otra cosa, que había dejado de luchar con ellas o de tratar de controlarlas, comenzaron a carcomerme de nuevo las entrañas y aullé de dolor y terror.

Palpitan al unísono, respirando todas juntas, pero si sabes que no son todopoderosas, puedes derrotarlas.

Pero el frío era implacable, despiadado e indiferente a toda vida, lo que lo hacía aún más peligroso. Estaba tratando de hacerme dormir, de traerme un calor y una paz falsos, de arrastrar mi mente hasta el río del olvido eterno y los sueños que desemboca en el mar de la muerte.

«¡Tengo frío! ¡Sagot, qué frío tengo!».

En la oscuridad, los ardientes copos se arremolinaron hasta formar un gigantesco pilar de llamas que cayó sobre mis manos, se fundió y se transformó en un vapor carmesí.

La negra nada de la magia, el mundo de los sueños y de los fantasmas del pasado tenía sus propias leyes.

—¡Saludos, Bailarín!

Igual que la última vez, había pasado por alto el instante fugaz en que aparecieran ante mí. Mis viejas amigas las sombras vivientes, señoras de la nada, se me acercaron flotando. En mi mente eran Primera, Segunda y Tercera. Tres sombras, tres amigas, tres hermanas, tres amantes… No habían cambiado nada desde nuestro último encuentro, desde nuestro último baile, que me había ayudado a salir de allí la vez anterior. ¿Podría escapar de nuevo con su ayuda?

—Ho-ho-la, s-señori-tas. —Con el castañeteo de mis dientes era complicado articular las palabras.

—¿No sabes, Bailarín, que algunos sueños son tan peligrosos como la realidad? —Había una nota de tristeza en la voz de Segunda.

—¿L-los sueños son p-peligrosos? —Recordaba todos los sueños del pasado que había visto en el último mes—. Sí, s-supongo que t-tenéis razón…

—¿Entonces por qué los convocas, Bailarín? Las profecías y el destino no pueden protegerte eternamente.

Primera y Tercera no dijeron nada.

—Yo no quería a-aparecer en vuestro m-mundo de e-ensueño —dije tratando de excusarme—. Ni s-siquiera sé cómo he terminado aquí, en esta nieve car-carmesí.

—¿Crees que nuestro mundo es un sueño? —preguntó la primera sombra con sorpresa—. Estás equivocado, Bailarín. Nuestro mundo es bastante más real que el tuyo. Fue el primero en aparecer. El mundo del Caos ya había servido como base para miles de mundos más cuando los tuyos comenzaron a crear y a destruir sombras. No es un sueño, nosotras no somos sueños y ahora mismo no estás en ningún sueño…

—¡Y te estás muriendo, Bailarín! —dijo Tercera, uniéndose en aquel momento a la conversación—. Estás muriéndote de verdad, porque tienes la mala costumbre de adentrarte en sueños que son demasiado peligrosos para ti.

—N-no entiendo q-qué… —El frío comenzaba a adormecerme la mente.

—Los sueños pueden matar —murmuró Primera—. Cuando comienzas a creer que un sueño es la realidad, dejas de verlo y empiezas a vivirlo. ¡Qué peligroso se vuelve entonces! El que te ha hecho esto estaba en tu sueño…

—O tú en el suyo… —interrumpió Segunda a Primera.

—Eso ahora es lo de menos. Lo creíste y por eso has recibido esa herida…

¿La prisión del Amo era un sueño?

El recuerdo de la herida y la genuina simpatía que percibía en la voz de la sombra me convencieron al fin para mirarme el estómago.

No tendría que haberlo hecho, la verdad. Así que ése era el aspecto que tenía un ataque fallido del Mensajero. No sabía por qué seguía vivo. Una herida como aquélla garantiza un tránsito rápido a la luz, sin la menor probabilidad de volver a ver el cielo azul.

Las sanguijuelas del dolor comenzaron a mordisquearme con dos veces más saña que antes y no fui capaz de contener un alarido.

—¿Ves, Bailarín, ves ahora lo peligrosos que pueden ser los sueños incontrolados?

—¿C-cómo… cómo he lle-llegado hasta a-aquí?

—Eso tendríamos que preguntártelo nosotras. Has entrado en nuestra casa por tu propia voluntad.

—¡N-no quería venir aquí! ¡Q-quería ir a mi c-casa!

—Ahora nuestro mundo será tu casa para toda la eternidad. En Siala habrías exhalado tu último aliento hace mucho. Sólo puedes seguir viviendo aquí.

—¡N-necesito mi m-mundo!

—¿Tu mundo? —Tercera comenzó a revolotear a mi alrededor, esparciendo una brillante cortina de copos de color carmesí—. ¿Por qué es mejor que éste? ¿Puedes hacer esto allí?

Se aproximó a mí hasta casi tocarme y vislumbré por un instante un rostro de mujer. Entonces se fundió conmigo y sentí que una oleada de calidez recorría mi cuerpo. Al mismo tiempo, las sanguijuelas del dolor, con un ronco gruñido de decepción, soltaron de mi carne sus ventosas y se perdieron en la negra noche en busca de una víctima más débil y sumisa.

Un instante después, Tercera volvía a estar junto a sus hermanas y yo miré con asombro el lugar en el que, apenas un segundo antes, había una terrible herida abierta.

Nada. La herida había desaparecido. Mi camisa desgarrada y ensangrentada era el único recuerdo del golpe del Mensajero.

—¿Es posible esto en tu mundo, Bailarín?

No pude hacer otra cosa que sacudir la cabeza, asombrado. Nadie, ni siquiera la Orden, podría hacer que apareciera piel saludable e intacta donde había un agujero del tamaño de un puño por el que se me estaban escapando las tripas en medio de un surtidor de sangre. En Siala sólo los dioses pueden hacer algo así.

—Entonces, ¿por qué tienes tantas ganas de volver allí?

—Tengo asuntos pendientes —balbuceé—. Y a-aparte de eso, aquí hace m-mucho frío.

Primera se echó a reír y los copos respondieron a sus carcajadas convirtiéndose en pequeñas chispas. A continuación se fundieron para formar esa voraz fiera conocida por el nombre de fuego que, en cuestión de un mero instante, devoró la negra noche y nos envolvió en un denso capullo de calidez.

Las sombras permanecían tan impenetrablemente negras como siempre.

—¿Qué, Bailarín, está mejor así? —preguntó Primera con tono burlón.

—Sí… —Ya no me quedaban fuerzas para sentir sorpresa. ¿Hasta dónde llegaban los poderes de aquellas tres? ¿Y por qué estaban tan interesadas en mi humilde persona?

—¿Vas a quedarte con nosotras?

—¿Qué queréis de mí? —pregunté para ganar tiempo mientras mi cuerpo se iba calentando.

—Eres el Bailarín de las Sombras. ¡El primero que aparece aquí desde hace más de diez mil años! Puedes hacer cosas que son imposibles para otros. Aún no sabes de lo que eres capaz. ¡Te necesitamos!, este mundo te necesita para que le insufles la vida que ha perdido y se ha ido a los demás mundos por culpa de los tuyos. ¡Sin ti, nuestro hogar será destruido!

—Sin mí, mi mundo será destruido —traté de gritar por encima del feroz rugido de las llamas—. Es mi deber…

—¿Tu deber? —dijo Segunda con sarcasmo—. Un ladrón hablando del deber. ¿Cuándo has empezado a preocuparte por eso, exactamente?

—Tengo que volver y terminar un trabajo —insistí con tozudez—. Acepté un Encargo y hasta que no lo complete, no soy libre de actuar como me plazca.

Las sombras acercaron las cabezas y comenzaron a cuchichear. ¿Habría logrado persuadirlas? Mi lugar no era aquel mundo, un mundo de vacío, lleno sólo de nieve feroz o candente llama. Tenían que entenderlo, ¿no?

—Muy bien, puedes irte —anunció Segunda—. Hemos esperado miles de años y podemos esperar un poco más. En cualquier caso, volverás a nosotros en algún momento. El que ha encontrado el camino al mundo primigenio siempre acaba regresando a él. ¡Ahora vete!

—¿Por dónde?

—Hacia delante.

Lancé una mirada recelosa al fuego.

—Sabéis que no puedo cruzar el fuego sin vosotras.

—Cierto. Pero esta vez debes pasar sin nuestra ayuda. No siempre podremos estar a tu lado. No siempre podrás bailar una djanga con las sombras para atravesar las trampas de la Casa del Poder. Llegará un momento en que tendrás que hacerles frente solo.

—¿La Casa del Poder? —exclamé—. ¡Has dicho «La Casa del Poder»! ¿Conocéis también las casas del Amor, el Dolor y el Miedo?

—Sí, las conocemos.

—¿Y al Amo? ¿Quién o qué es? ¿Conocéis al…?

—Sí, lo conocemos —me interrumpió Tercera.

—Pues contádmelo todo. ¡Es muy importante!

—Hace un momento estabas impaciente por salir de aquí, Bailarín, y ahora estás ávido de información —respondió Primera con frialdad—. La información tiene un precio. ¿Estás dispuesto a pagarlo?

—Eso depende de lo que pidáis —dije con cautela. Nunca hay que aceptar nada hasta saber lo que se debe pagar a cambio.

—Tendrás que quedarte con nosotras.

—Entonces esa información es tan valiosa como una moneda de cobre falsa. Aquí no me serviría de nada.

—Lo siento, pero tu mundo no estará listo para ese conocimiento hasta dentro de mucho tiempo —respondió Segunda con pesar—. Adelante, Bailarín, el fuego te espera.

—¡Adiós!

—No, hasta la próxima. ¡Que será dentro de poco, Bailarín! Recuerda que una djanga con las sombras no te llevará siempre por el mejor camino.

—¡No lo olvides!

—¡Ten cuidado!

Gritaron algo más desde detrás de mí, pero ya no podía oír lo que decían. El fuego agitaba sus siseantes lenguas ante mí, amenazante.

—¡Eres mío! —rugía el fuego carmesí.

—¡Eres nuestro! —repetían sus voraces lenguas.

No soy una persona propensa a actuar de modo absurdo e irracional, pero esta vez era evidente que tenía que hacerlo. ¿Conque no podía cruzar las llamas bailando con las sombras? Bueno, tendría que encontrar otro camino, entonces…

El fuego me chamuscó la cara y mi pelo comenzó a crepitar de manera amenazante. La piel de las manos, con las que estaba tapándome los ojos, empezó a agrietarse.

La última vez, sólo la djanga, la violenta y absurda danza a la que me habían arrastrado las tres sombras, me había permitido cruzar las llamas de aquel mundo inhóspito y volver a Siala.

Ésta vez estaba solo, cara a cara con el fuego voraz.

—¡Eres mío! —repitió la muralla de calor.

—¡Tú eres mío! —grité como respuesta.

Y sin pensarlo dos veces, salté al horno. La muralla rugió triunfante al abrazarme. El dolor de las llamas floreció hasta convertirse en un estallido carmesí, pero la ropa y el pelo no prendieron. Las llamas quedaron atrás, aullando de pasmo. Antes de que el silencio cayera como una losa sobre mí, tuve tiempo de comprender que había logrado cruzar la frontera entre los mundos sin tener que bailar una djanga con las sombras…

* * *

La cabeza me daba vueltas, una manada de erizos se había instalado en mi boca y sentía una palpitación en la nuca imposible de ignorar por un solo instante. Siseé con más fuerza que una olla que alcanza el punto de ebullición y volví a abrir los ojos. Todo me daba vueltas, así que tuve que hacer un gran esfuerzo para entender dónde me encontraba esta vez.

—¡Buenos días! —dijo una voz fuerte que me hizo dar un respingo.

—¿Eso es lo que tú entiendes por un saludo matutino, Anguila? —pregunté con una risillas seca.

—Al menos seguimos vivos.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—Estamos aquí desde ayer y toda esta noche. ¿Cómo tienes la cabeza?

—Ni lo menciones —dije al garrakano con un gemido—. Bulle como un nido de abejorros furiosos. Me dieron bastante fuerte en el carromato.

—Estaba empezando a preocuparme. Has tenido fiebre y has estado hablando, pero no volvías en ti.

—Estaba teniendo pesadillas —murmuré al recordar la caminata por los lóbregos rincones de la prisión del Amo y la misteriosa y ardiente nieve del mundo primigenio del Caos, que, según las sombras, estaba al borde de la muerte.

¡Un sueño! Sólo era el último de los sueños en una incesante secuencia de pesadillas.

—¿Cómo estás? Saliste peor parado que yo —pregunté a Anguila.

—Sobreviviré —respondió lacónico.

Bueno, si un garrakano dice que va a sobrevivir es que va a sobrevivir.

Traté de mover los brazos, pero no conseguí nada. Algún gusano infecto me los había atado a la espalda.

—Ni te molestes —rio Anguila, al ver que intentaba poner a prueba la fuerza de las ataduras que me sujetaban las muñecas—. Es una cuerda de fibra de arto, no es tan fácil librarse de ella. Llevo una hora intentándolo y no he conseguido nada.

El arto es un árbol enano, retorcido y de aspecto vulgar. Pero cuando sus fibras se procesan como es debido, se pueden usar para tejer cuerdas soberbias. Es posible cortarlas con un cuchillo o con los dientes, pero hay que ser sumamente fuerte o hábil para romperlas o para zafarse de ellas.

—¿Estamos en una celda, entonces? —murmuré, todavía un poco confundido.

No podía sacarme de la cabeza las visiones de mis sueños. Me costaba creer que la larga caminata por aquellos pasillos subterráneos y la conversación con las sombras fuese sólo una pesadilla.

—Así es. Los seguidores del Sin Nombre no parecen tener muchas ganas de invitarnos a un banquete formal.

Miré a mi alrededor para hacerme una idea más clara de cómo era nuestro lugar de confinamiento.

Estrictamente hablando no se puede decir que fuese una mazmorra. Sí, las paredes eran grises y había un ventanuco con barrotes cerca del techo, un jergón de paja sucia en el suelo y una solitaria antorcha en la pared. A primera vista era una celda perfectamente normal, un lugar no muy atractivo como residencia permanente. Pero había algo extraño en ella: en toda mi vida, nadie que hubiera estado en la cárcel me había hablado de una celda con dos puertas.

—¿La segunda es de reserva? ¿Por si el carcelero pierde la llave de la primera? —pregunté, tratando de hacer un chiste a despecho del estruendo que aún llenaba mi cabeza.

La primera puerta, de madera con finos nervios de acero, estaba justo enfrente de nosotros. La segunda, completamente hecha de metal, estaba en la pared de la izquierda de la celda y, a diferencia de la primera, tenía el candado en nuestro lado, en el interior, no en el exterior como cualquier puerta de cárcel digna de este nombre.

—¿Qué es eso?

Siguió la dirección de mi mirada y se encogió de hombros desmañadamente.

—No tengo ni la mejor idea. Mejor será que le reces a ese Sagot tuyo, para que nos ayude a salir de aquí.

—Tengo la impresión de que vamos a salir dentro de poco, posiblemente con los pies por delante. —Me encontraba de un humor tan siniestro como locuaz—. ¿Qué probabilidades hay de que nos encuentre el pelotón antes de que los secuaces del Sin Nombre decidan librarse del exceso de carga?

—Si fuéramos un exceso de carga, no se habrían molestado en recogernos. Habrían terminado con nosotros allí mismo, en la calle.

—Tienes razón. Nos necesitan para algo, pero ¿cuánto tiempo durará eso? Kli-Kli logró escapar, alabado sea Sagot, y creo que ya ha pasado tiempo suficiente para que Alistan y Miralissa comiencen a hacer algo.

Oímos el vigoroso canto de un gallo al otro lado del ventanuco.

—Ahí está tu respuesta —dijo Anguila—. No estamos en Ranneng, sino en el campo, y es muy poco probable que Alistan decida buscarnos más allá de las murallas.

—¿Qué te hace pensar que estamos en el campo? ¿Crees que no hay gallos en Ranneng?

—Por supuesto que no, hay muchísimos, pero cuando desperté en el carruaje, antes de que volvieran a golpearme, logré echar un vistazo por la ventana y el paisaje que vi allí no era, desde luego, el de una ciudad.

«Ajá. Pues qué bien. Ahora sabemos con toda certeza que las probabilidades de que nos encuentren en esta celda, tan lejos de la posada, son prácticamente inexistentes».

—Tú sí que sabes darle esperanzas a un prisionero —dije con un suspiro miserable.

Lo único que cabía hacer era aguardar, esperar que se produjera algún milagro y confiar en Sagot y en cualquiera que decidiera ayudarnos. Pero los milagros se mostraban esquivos, Sagot parecía incapaz de oírnos y no había nadie que quisiera salvarnos (o al menos no se encontraba a menos de una legua de distancia). Como decían los marineros de la ciudad portuaria, estábamos bien embarrancados.

Una cerradura crujió y entraron dos hombres. El primero de ellos era un individuo calvo y menudo de unos cincuenta años, ancho de hombros, con la nariz de color morado y ojos de un azul glacial. Llevaba la ropa arrugada y manchada de grasa y su repulsivo rostro exhibía una sonrisa maliciosa. El segundo era… Bocazas.

Sano y salvo.

Durante un segundo no pude creer que fuese él. Pensé que era una especie de aparición o un fantasma salido de la tumba.

Al ver quién había venido a visitarnos, Anguila no se inmutó. Pero entornó sus negros ojos.

—Te arrancaré el corazón —siseó entre dientes.

—Entonces tendré que cuidarme de no caer en tus manos —repuso Bocazas con toda seriedad—. Mis disculpas por los inconvenientes que habéis sufrido.

Con la misma voz gélida de antes, Anguila le dijo dónde podía meterse sus disculpas.

—Es una pena —dijo el traidor con tristeza—. Lamento sinceramente todo lo sucedido, pero nadie escoge su destino. Vosotros habéis elegido vuestro bando y yo el mío.

—¿Y hace mucho que lo hiciste? —pregunté, sombrío, al reparar finalmente en lo que Anguila había visto desde el primer momento, un pequeño anillo en forma de hiedra venenosa que Bocazas llevaba en un dedo.

De repente todas las piezas encajaron. ¡Gracias a él, los sicarios del Sin Nombre habían averiguado dónde nos alojábamos y dónde estaba la Llave! Y seguramente los habría ayudado también a seguirnos hasta la casa de los Ruiseñores.

¡Con qué astucia lo había maquinado todo el muy bastardo! ¡Delante mismo de nuestras narices, sin que nadie sospechara nada! ¿Cómo íbamos a pensar que un Corazón Salvaje podía estar al servicio del Sin Nombre? Sería como decir que el sol era verde o que los ogros eran criaturas encantadoras.

Cuando dijo que iba a visitar a sus parientes, se marcharía a informar a sus cómplices, y luego regresó a la posada. Después de eso fue todo muy sencillo. Los hombres del Sin Nombre irrumpieron en el establecimiento y acabaron con el personal y, mientras Markauz y los guerreros se parapetaban en la cocina, Bocazas escenificó su propia muerte y se marchó con sus compinches y con la Llave. ¿Quién relacionaría a un Corazón Salvaje con el Sin Nombre? ¡Nadie! Y nunca habríamos vuelto a saber de Bocazas. Se había esfumado y nuestros caminos no se habrían vuelto a cruzar jamás si los servidores del Amo no le hubieran arrebatado la Llave.

—Hace mucho tiempo, Harold —rio—. Ni te imaginas cuántas generaciones de mi familia han estado tratando de conseguir que el Señor regresara a Valiostr.

—Pero eres un Corazón Salvaje. ¿Cómo has podido…?

—Harold, me caes muy bien, en serio, pero a mí no me hables de los Corazones Salvajes. Sólo les regalé catorce años de mi vida porque el Sin Nombre nos ordenó, a mí y a algunos Fieles más, que lo hiciéramos.

«¿Que los sicarios del Sin Nombre se hacen llamar los Fieles? ¡Ja!».

—¿Hay muchos de los vuestros en nuestras filas? —preguntó Anguila con voz de monumental calma.

—De acuerdo, te responderé, mi viejo amigo —dijo el traidor con una sonrisa—. Ahora te lo puedo contar, ¿sabes por qué?

—Porque nunca saldréis de esta celda —dijo el hombre de la nariz morada. Era la primera vez que abría la boca.

—¡Silencio! —le espetó Bocazas—. Éramos seis en total. Los ojos y los oídos del Sin Nombre entre los Corazones Salvajes. ¿Te sorprende? Pues más te sorprendería conocer sus nombres. Te diré sólo uno de ellos, por los viejos tiempos. ¿Te acuerdas de Tocón, el segundo del capitán Lechuza? Era nuestro jefe. Por desgracia, nunca volvió de las Tierras Vacías.

—Es una lástima que no te quedaras allí con él —dijo Anguila con voz monocorde.

Ésta vez el garrakano fue incapaz de ocultar sus verdaderos sentimientos. Hasta un puercoespín se habría dado cuenta de lo mucho que le había afectado enterarse de que sus enemigos habían logrado abrirse paso hasta los Corazones Salvajes. ¡Era increíble!

—Lo habría hecho si no me hubieras sacado de aquel lío, aquella vez —dijo Bocazas con un gesto de la cabeza—. Bueno, en todo caso eso es cosa del pasado y ya habrá tiempo de sobra para hablar. Sólo he venido a visitaros y a ver si necesitáis algo. Dales agua.

Las últimas palabras estaban dirigidas a Nariz Morada. Bocazas se dirigió a la puerta, pero lo detuve.

—¡Bocazas!

—¿Sí, Harold?

—¿Ha merecido la pena?

—¿Que si ha merecido la pena? ¿Desperdiciar catorce años de vida o servir al Señor?

—Lo segundo.

—Tú no lo entiendes y no puedes entenderlo. Ni tú ni los Corazones Salvajes, con cuyos tatuajes profané mi cuerpo. Para vosotros, el Sin Nombre es maldad. Maldad pura, sin adulterar, y nada más.

—Vaya, pues sí que te has vuelto elocuente —murmuró Anguila.

—Estáis acostumbrados a ver un Bocazas que no hace más que lamentarse y dormir todo el rato, molesto con el mundo entero, ¿verdad? —Sonrió por primera vez—. ¡Bocazas! ¡Ay, si supierais lo que aborrezco ese nombre de perro! He pasado catorce años siendo un perro, catorce años ladrando como un perro para vuestro rey. Pero tengo un nombre quizá más noble que el título que tú ocultas, garrakano.

—Una cuna noble no te salvará. Te mataré.

—Todo puede ser, pero no es probable —dijo nuestro enemigo con el ceño fruncido—. Y en cuanto a tu pregunta, Harold, sí ha valido la pena. Desde el principio. De no ser por el Cuerno del Arco iris, el Sin Nombre habría aplastado a la dinastía Stalkon hace mucho.

—¿Cómo se puede odiar a una dinastía durante siglos? Tu Sin Nombre está realmente loco.

—Los Stalkon lo convirtieron en lo que es. Mancillaron el nombre del mayor Hechicero de la Orden a los ojos del pueblo. Todos le dieron la espalda, todos aquellos a los que amaba. ¡Incluidos su hermano gemelo, su esposa y sus hijos! No le quedó otra alternativa que la Kronk-a-Mor y la inmortalidad. Y ahora quiere venganza.

—No hay nadie para cobrársela. Murieron todos hace muchísimo tiempo y su hermano Grok yace en Hrad Spein desde hace mucho tiempo.

—Ésta conversación no conduce a ninguna parte —dijo Bocazas sacudiendo la cabeza, antes de salir de la habitación.

—¡Bocazas! —rugió Anguila con tanta fuerza que me hizo dar un respingo.

—¿Sí? —Aunque parezca increíble, había vuelto.

—¡No lo olvides, te cortaré la cabeza!

Sin decir nada, su antiguo camarada miró al maniatado garrakano con los ojos entornados, esbozó una sonrisa ladeada y no demasiado confiada y volvió a salir.

—Aquí tenéis el agua —dijo Nariz Morada mientras colocaba dos cuencos ante nosotros.

—¿Y cómo esperas que nos la bebamos con las manos atadas a la espalda? —le pregunté.

—Lo siento, pero ése no es mi problema. No quiero suicidarme, así que no voy a desataros las manos. Buscaos a otro idiota para eso. Lo que sí voy a hacer es ofreceros un consejo: no hace falta que os la bebáis, tampoco os queda mucho tiempo de todos modos.

—¿Y para qué nos habéis arrastrado hasta aquí? Podríais haber acabado con nosotros en la calle.

—Se lo puedes preguntar a Rizus cuando venga a contar vuestros huesos.

Nariz Lila se encaminó a la puerta.

—Eh, montón de basura —dijo Anguila en voz baja al carcelero. La voz del garrakano rezumaba el desprecio de un superior hacia un inferior.

—¿Montón de basura? ¿Me has llamado montón de basura a mí? —dijo Nariz Morada apretando los puños.

Se abalanzó sobre el garrakano con el puño levantado. Anguila no apartó la mirada y Nariz Morada fue incapaz de golpearlo.

—¿Quieres saber cómo vais a morir? —preguntó Nariz Morada con una risotada cruel—. Los vecinos de la celda de al lado os van a devorar. Os los voy a presentar ahora mismo.

Nariz Morada cruzó la habitación hasta la puerta de metal y abrió el chirriante candado con esfuerzo. Detrás de la puerta había una enorme rejilla de hierro forjado, que cubría la entrada de la siguiente celda. Para mi sorpresa y desagrado, descubrí que había algo parecido a unas marcas de colmillos en la parte inferior de la rejilla. Alguien había hecho un enorme esfuerzo por abrirse paso hasta la libertad a dentelladas, alguien que no me inspiraba la menor tranquilidad. Siempre conviene mantenerse a una prudente distancia de criaturas como aquélla.

Una prudente distancia de al menos una legua.

—Llevo tres semanas sin alimentarlos, así que no dejarán ni los huesos. Voy a dejar la puerta abierta para que os entretengáis mirándolos. Después de que Rizus tenga una charla con vosotros, será un placer girar la palanca del pasillo, abrir la rejilla y ver cómo os devoran. ¡Je, je, je, je!

Nariz Morada volvió a soltar una de sus repulsivas carcajadas y salió de la celda.

—¿Qué hay ahí, Anguila, puedes ver algo? —pregunté con nerviosismo.

—No, pero no me gusta.

—¡No me extraña, con la peste que sale de ahí! —convine.

El olor procedente del otro lado de la rejilla hizo que me entrara un cierto pánico. Tampoco es que resultase insoportable, pues era sólo un tufillo, pero bastaba para ponerme nervioso.

Era el olor de la carne podrida. La carroña. Los cadáveres.

—¡Ésos hijos de perra tienen un muerto viviente ahí dentro! —exclamé con espanto.

—Parece ser que hemos llegado a la misma conclusión.

Me estremecí. Perecer devorado por un cadáver ambulante, devuelto a la vida por la magia caótica de los ogros, que aún flotaba por encima de nuestro mundo. ¡Qué muerte más terrible!

Detrás de la rejilla, la quietud y la oscuridad eran absolutas. No había ni un movimiento…

—Si mi familia supiera lo bajo que he caído —dijo Anguila de repente con una carcajada que no tenía razón evidente—. ¡Primero me uno a los Corazones Salvajes y luego acabo detrás de unos barrotes, a punto de convertirme en el desayuno de un trozo de carne medio descompuesta! Si mi padre se enterara, le daría un ataque.

—¿De qué hablas? —pregunté con exasperación.

El garrakano me miró y se rio con amargura.

—Me convertí en un Corazón Salvaje hace unos diez años, Harold. Los Corazones eran mi nueva familia y el Gigante Solitario mi nuevo hogar. Renuncié por completo a mi antigua vida y me convertí en alguien por quien antes habría sentido muy poco respeto, alguien a quien, básicamente, habría despreciado. En Garrak no albergamos mucha simpatía por los Corazones Salvajes. Ya sabes por qué.

—¿Y quién no? Hace mucho, en los lejanos tiempos del Trato de Vastar, los Corazones Salvajes aplastaron al «Dragón» garrakano.

—En los diecinueve años de mi vida anterior llevé un nombre distinto. Bocazas tiene razón, antes teníamos nombres. Yo cambié el mío, el que me otorgaron mis padres con todo su orgullo, por el mote de Anguila… ¿Qué podría ser peor para un noble?

Traté de no respirar para no interrumpir de ningún modo la historia de Anguila. Según Marmota, nadie en los Corazones Salvajes sabía quién era antes de alistarse y lo que hacía antes de llegar al Gigante Solitario.

Siempre había guardado las distancias con los demás, siempre se mostraba calmado y frío, nunca hablaba en exceso y poseía una extraordinaria habilidad con las espadas gemelas de la nobleza de Garrak. Anguila era un misterio para mucha gente, incluido yo. Roca, Témpano, Incognoscible, Boca-Cerrada… eran algunos de los motes que Kli-Kli le había puesto.

Resultaba bastante sorprendente que me abriera su corazón de aquel modo. No tenía la costumbre de hacer confesiones sentimentales y algunos de los Corazones Salvajes pensaban que se llevaría consigo a la tumba el secreto de su aparición en el Gigante Solitario.

—Mi padre es un Diente del Dragón —continuó Anguila—. ¿Sabes lo que eso significa?

Fui incapaz de responder con otra cosa que un cabeceo de pasmo. De acuerdo a una tradición centenaria, sólo los parientes cercanos del rey podían llegar a ser Dientes del Dragón, lo que significaba que corría sangre real por las venas de Anguila.

No era un noble cualquiera, ni siquiera un duque. Era un archiduque, situado en la misma línea de sucesión del trono si el linaje real desaparecía bruscamente en algún momento.

—Mi padre, Marled van Arglad Das, primo del rey de Garrak, es el sexto Diente del Dragón de nuestra familia. ¡Un gran honor, ladrón! El mayor honor al que puede aspirar un noble en nuestro reino.

—Lo sé. No es la primera vez que lo oigo. Lo único que le piden los nobles garrakanos a la vida es la suprema gloria de preservar el honor de su familia, las ancestrales tradiciones de la nobleza y otros disparates parecidos que, a decir verdad, no termino de entender demasiado bien. Los nobles de Garrak se vuelven totalmente chiflados cuando se mencionan las palabras «honor» y «lealtad hacia el rey».

—Soy el primogénito de la familia, así que estaba destinado a convertirme en un Diente del Dragón. Estaba destinado… —Anguila apretó los dientes.

—¿Qué te lo impidió? —pregunté con cautela.

Me miró de soslayo y me di cuenta de que un lago entero de antiguo dolor rebosaba en sus ojos.

—¿Qué me lo impidió? —repitió pensativo. Saltaba a la vista que no estaba allí conmigo, sino en algún lugar muy lejano—. La juventud, el exceso de confianza y, supongo, la arrogancia… En aquella época pensaba que podía tomar de la vida todo lo que se me antojara. El hijo de un Diente del Dragón y sobrino del rey… Tenía una espléndida carrera militar por delante. Lo tenía todo y podía hacer lo que se me antojara. Creía que era el mejor, el mejor en todo, y muchos otros pensaban lo mismo. Todo el que pensaba de un modo distinto terminaba en la tumba, después de un duelo. Era intocable y excesivamente temerario. El favorito de la nobleza, de las mujeres… ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! Ése «Yo» fue lo que terminó por arruinarme…

—¿Qué sucedió?

—Eso no importa. Fue hace muchos años. Cometí un error, caí en desgracia y arrastré conmigo a mi padre, a mi familia y al rey. Y la desgracia sólo se borra con la muerte. Así que morí. Ulis van Arglad Das dejó de existir y Anguila ocupó su lugar… Probablemente fuese lo mejor para todos.

Resopló.

—Aquélla noche morí para preservar el honor de mi linaje… Pero nadie supo nunca que, al llegar el momento de hundir la daga en mi propio cuello, fui incapaz de hacerlo y permanecí con vida… Nadie, ni siquiera mi padre y menos que nadie el rey. Aunque creo que mi hermano pequeño tiene sus sospechas… Abandoné el país… Sin nombre ancestral y sin posibilidad de regresar nunca a Garrak… No me quedaba nada, aparte de mis armas y la habilidad para usarlas. Viajé hasta el otro extremo de las tierras septentrionales y me convertí en un Corazón Salvaje. Me convertí en aquello por lo que yo, primer guerrero del Dragón de Garrak, no había sentido hasta entonces amor o respeto algunos. Allí nadie hacía preguntas sobre mi pasado… aunque he sufrido un ataque de locuacidad —dijo el garrakano, como si de pronto fuera consciente de ello—. Siento haberte cargado con mis problemas.

—No te preocupes.

—Espero que olvides esta conversación. Nunca debería haberla iniciado.

—Pero lo has hecho, no se puede negar.

Hizo una pausa momentánea.

—Quiero pedirte que hagas algo por mí —murmuró mientras levantaba la mirada hacia el techo—. Si yo muero y tú sobrevives, quiero que le entregues mis espadas a mi hermano pequeño. Tiene mucho más derecho que yo a llevar las armas ancestrales de la familia Van Arglad Das.

—No creo que pueda hacerlo —dije tras una pausa—. Estamos los dos en el mismo barco y nos van a devorar a los dos.

—Tú prométemelo —dijo Anguila.

—Muy bien, prometido.

—Gracias, no lo olvidaré.

«Pues claro que no», pensé. «Sería muy difícil olvidar algo en el poco tiempo que la implacable Sagra nos ha concedido».

Algo gorjeó detrás de la rejilla que nos separaba de la otra celda. Anguila y yo volvimos la mirada hacia allí al mismo tiempo.

—¿Has oído eso? —pregunté al guerrero con una voz excesivamente alta.

—Ajá —respondió él, pensativo—. Es aún peor que unos cadáveres hambrientos.

¿Peor que unos cadáveres hambrientos? ¡Mmm! Los seguidores del Sin Nombre no podían haber metido un h’san’kor allí dentro, ¿verdad?

—Mmmm… Ulis… Es decir… Anguila, ¿no podrías callarte y tratar de no ponerme más nervioso de lo que ya estoy? —pregunté.

—¡Mira!

De algún modo, logró levantar uno de los cuencos con el pie y lo arrojó contra la rejilla, donde se hizo mil pedazos que volaron esparcidos por todas partes.

El gorjeo de ruiseñor se transformó en un siseo amenazante y cuatro criaturas salidas de la oscuridad se arrojaron sobre la rejilla con toda la furia y el odio de voraces demonios. Una de aquellas viles bestias trató de roer los barrotes de hierro y el pavoroso chirrido del metal atravesó la celda entera y me puso los pelos de punta. Helado, comencé a rezar a Sagot para que permitiera que los barrotes resistieran la acometida de aquellos colmillos.

Los barrotes aguantaron, pero no sin que les quedaran profundos surcos como recuerdo. Aquéllos dientes eran famosos en toda Siala. Podían reducir a polvo los huesos viejos de las tumbas sin la menor dificultad.

—¡Gkhols, que Sagot nos salve! —chillé—. ¡Ése maldito tiene gkhols domesticados!

Anguila no respondió nada. Estaba ocupado estudiando a las bestias que se abalanzaban contra los barrotes.

La situación se prolongó durante varios minutos largos, agotadores y sumamente desagradables. Nosotros observábamos a las fieras y ellas nos observaban a nosotros. Pero el interés de los gkhols, a diferencia del nuestro, era estrictamente gastronómico.

Pocos habitantes de las ciudades, al encontrarse con un gkhol en algún lugar de la campiña, comprenderían lo que han colocado en su camino los espíritus del mal. En estos tiempos son criaturas bastante raras, que sólo se pueden encontrar en los lugares más desolados de Siala: tumbas viejas y abandonadas o túmulos, que estas criaturas sólo abandonan cuando se produce una gran batalla. Son carroñeras y devoradoras de cadáveres, que prefieren la carne humana, sobre todo cuando lleva al aire libre una semana o dos, aunque tampoco desdeñan otras carroñas. Los gkhols, y sobre todo los gkhols solitarios, son criaturas cobardes, de modo que no resultan demasiado peligrosas para un adulto, a menos que cometa la estupidez de echarse a dormir junto a un cementerio antiguo. Pero un gkhol solitario puede matar con facilidad a un niño de hasta diez años.

La situación cambia de manera drástica cuando estos devoradores de cadáveres se reúnen en una manada tras pasar una temporada sin comer. Azuzadas por un hambre abrasadora, sencillamente enloquecen. Hasta los niños conocen la historia de los dos caballeros que partieron a la guerra y tropezaron en el camino con una docena de gkhols que llevaban un año sin comer. Como cabría esperar, lo único que quedó de los caballeros fue su armadura, e incluso ésta estaba cubierta de dentelladas.

De modo que, ¿qué suerte podían esperar dos prisioneros maniatados? Unos gkhols que no habían probado bocado en tres semanas no dejarían de nosotros ni un solo pedazo.

Una de las viles criaturas, que se había agarrado a los barrotes con sus manitas, estaba mirándonos fijamente. Una densa y pegajosa saliva comenzó a caer goteando desde el interior de su boca.

¿Cómo habían conseguido no devorarse unos a otros allí dentro?

El gkhol me dirigió una mirada carnívora, ladeó la cabeza y emitió un gorjeo burlón. Recordaba al canto de algún ave exótica. Aunque, de hecho, aquel trino estúpido es lo único que tienen en común los gkhols y las aves. Lo cierto es que los gkhols parecen criaturas infelices y bastante inofensivas, aunque tienen algunos rasgos extraños.

Son de pequeño tamaño, no mayores que niños recién nacidos, y tienen una piel suave de color ceniza, unos ojos grandes como platos de color rojo sangre, una cabeza desproporcionadamente grande y un cuerpo menudo de vientre protuberante, patas cortas y dobladas, brazos pequeños y finos, y unos dientes amarillos y separados a intervalos regulares. Muchas veces, la gente que se tropieza con ellos y no sabe lo que son reacciona con lástima o risa, en lugar de con miedo.

Eso ha sido la ruina de muchos idiotas que le han dado la espalda a unas criaturas aparentemente inofensivas cuando estaban hambrientas.

—¡Comer! —dijo de repente uno de ellos mientras nos taladraba con la mirada—. ¡Comer-comer-comer! ¡Comer! ¡Ajá! ¡Comer!

Al igual que los ogros, los gkhols tienen algo de seso en la cabeza. Pero mientras que los ogros, la única raza de la Edad Oscura que ha sobrevivido hasta nuestros tiempos, han pasado de ser la raza más poderosa de Siala y los creadores de la primera magia del mundo —el chamanismo y la Kronk-a-Mor— a convertirse en monstruos estúpidos y extremadamente feroces, los gkhols, al contrario, han ido aumentando su inteligencia con el paso de los siglos. Pero demasiado despacio, por desgracia para ellos.

Son capaces de recordar y responder palabras sueltas como si fueran loros, aunque son más inteligentes que los monos que a veces se encuentran en las casetas de los cómicos en la plaza del Mercado.

—¡Comer! —dijo el gkhol una última vez, antes de desaparecer en las sombras.

Otros dos siguieron el ejemplo del pequeño charlatán y sólo el cuarto se quedó guardando la rejilla de metal. El gkhol se aferró a ella con sus pequeñas manos, le dio varios tirones y luego soltó un siseo de decepción.

—Mira qué garras tiene ese canijo —dije con nerviosismo.

¿Cómo no iba a estar nervioso, sabiendo que, en cualquier momento, Nariz Morada podía tirar de la palanca y levantar la barrera, único obstáculo que nos separaba de un postrero encuentro con los dioses?

—Deberíamos dormir un poco, Harold.

Miré a Anguila como si se hubiera vuelto loco.

—No, lo digo totalmente en serio. Duerme, de todos modos no podemos hacer nada.

—¿Que me vaya a dormir con unos vecinos como ésos? ¡No, gracias!

—Como quieras.

Cerró los ojos.

He ahí un hombre con nervios de acero. Probablemente podría conciliar el sueño con el Sin Nombre al lado.

Eché otra mirada al gkhol que montaba guardia al otro lado de la rejilla. «¡Por los demonios de la oscuridad! ¿Cuánta de esa pegajosa saliva puede tener en la boca?».

Al ver que lo estaba mirando, el gkhol, no sé por qué, se puso nervioso y comenzó a gorjear. Al instante, un amigo suyo salió de la oscuridad y nos lanzó una mirada suspicaz para asegurarse de que su desayuno no se disponía a escapar. Una vez seguro de que todo seguía en orden, volvió a su madriguera.

—Valder —pensé tratando de invocar al archihechicero—. Valder, ¿estás ahí?

No hubo respuesta.

Por lo que había visto en mis sueños sobre la vida pasada del Hechicero, aborrecía a aquellos monstruos, pero al parecer esta vez no tenía la intención de interferir. Una lástima, porque me habría encantado comprobar qué aspecto tienen los gkhols a la brasa. Seguro que mucho mejor que cuando aún están vivitos y coleando.

Hice una mueca al gkhol centinela. Él me imitó y me la devolvió, y debo admitir que la suya estaba más conseguida y daba mucho más miedo.

* * *

Habían pasado poco más de cuatro horas desde que trabáramos amistad con la encantadora familia de devoradores de cadáveres y Anguila seguía sin dignarse a despertar.

En este tiempo, los gkhols ya habían cambiado de centinela dos veces. En un acto deliberado, se quedaban donde pudiera verlos y desde allí me miraban fijamente con aquellos ojos rojos. A veces siseaban amenazadoramente, a veces gorjeaban y babeaban, a veces probaban la rejilla de metal para asegurarse de que no era comestible y, en general, me ponían mucho más nervioso que el destacamento entero de guardias corruptos que, en cierta ocasión, me encontró en la sala del tesoro de un conde en el momento menos propicio.

Básicamente, los gkhols se divirtieron a mi costa hasta aburrirse y entonces el centinela se perdió de nuevo en la oscuridad, pero seguí sintiendo sobre mí la mirada penetrante de aquellos ojos hambrientos.

El sol llevaba ya tiempo en lo alto y sus brillantes rayos penetraban por el pequeño ventanuco próximo al techo y caían sobre la paja. El tiempo se nos escurre entre los dedos como arena dorada, sin que nadie pueda frenar su paso.

Al principio no reparé en los graznidos procedentes de algún lugar situado sobre mi cabeza. Pero los gkhols y Anguila sí. Alarmadas por aquel sonido desconocido, las bestias se agolparon frente a la rejilla, mientras Anguila abría los ojos de repente, como si no hubiera llegado a dormirse un instante.

—¡Loados sean los dioses! —murmuró el guerrero con alegría, al tiempo que su rostro se iluminaba.

Volví la cabeza hacia el ventanuco.

—¡Invencible! —exclamé.

—¡Exacto! ¡Lo que significa que los muchachos nos han encontrado!

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí dentro? —oímos que preguntaba la voz de Marmota.

—¡Estamos aquí! ¿Por qué habéis tardado tanto?

—¿Por qué no os habéis escondido diez leguas más lejos? ¡Así podríamos haber pasado otra semana buscándoos! ¿Estáis vivos?

—¡Sí!

—¿Podéis moveros?

—¡Nos han atado las manos!

—No hay problema. Ahora envío a Invencible.

—¡Busca la puerta! —dijo Anguila.

—Es lo que estamos intentando. Esto es un hervidero de sicarios del Sin Nombre. Estamos acabando con sus patrullas. Bueno, enseguida nos vemos.

Algo refulgió un instante bajo los rayos del sol y entonces un cuchillo de zapatero aterrizó de punta en la paja que había justo detrás de mí. Con un chillido, el lingo descendió intrépidamente por la pared, saltó sobre la paja y comenzó a acercársenos con paso bamboleante.

—¿Y ahora? —pregunté con nerviosismo mientras observaba la peluda rata.

—Ahora cogemos el cuchillo.

—No sé tú, pero yo no puedo ni mover las manos, y mucho menos para tratar de alcanzar un cuchillo. ¡Malditas cuerdas!

—No seas tan impaciente, Harold.

Mientras tanto, Invencible, que había corrido hasta Anguila, comenzó a mordisquear la cuerda que lo mantenía maniatado.

—¿Sorprendido? —rio mi camarada—. Marmota no pierde el tiempo, le ha enseñado al lingo toda clase de trucos.

—Ya veo.

Alentado, pensé que el rescate era inminente. En cualquier momento, uno de los Corazones Salvajes aparecería en la celda, abriría la puerta y seríamos libres.

Los minutos pasaban a rastras mientras un sentimiento de alarma comenzó a adentrarse lentamente en mi corazón. ¿Dónde estaban? ¿Los habrían descubierto y obligado a retroceder? ¡No, en qué estaba pensando! Los Corazones Salvajes no retrocedían dejando abandonados a sus camaradas. En cualquier momento el cerrojo se abriría con un chasquido y…

Pero el cerrojo no se abrió. No había más sonido que el cruel siseo de los gkhols, que parecían darse cuenta de que su desayuno estaba a punto de escapar. Invencible soltó un trino de satisfacción y se me acercó, mientras Anguila se frotaba las muñecas.

—Bien, ya no estamos indefensos. —El garrakano cogió el cuchillo y me cortó las ataduras de un solo golpe. En ese preciso instante, sonó la cerradura de la puerta.

—¡Al fin! —siseé—. Oye, ¿qué haces?

Anguila volvió corriendo al lugar en el que había estado hasta entonces, agarró al lingo y se lo metió en el bolsillo. Colocó las manos a la espalda y se guardó el cuchillo a lo largo del antebrazo para que nadie pudiera verlo.

—¡No te muevas de ahí!

Por desgracia, Anguila había acertado y no fueron nuestros salvadores los que entraron en la celda.

Bocazas, tan imperturbable y tan extraño como antes, tan distinto al personaje que yo conocía, se apoyó en la pared más alejada de nosotros, cruzó los brazos por delante del pecho y clavó la mirada en un punto invisible situado justo encima de la cabeza de Anguila con aire de absoluta indiferencia.

Nariz Morada se detuvo a poca distancia de mí y me señaló, mientras le decía a un tercer visitante:

—Éste, amo Rizus, éste es el ladrón.

Rizus era un hombre menudo, de pelo negro y brillante, y penetrantes ojos grises. Su boca de labios finos y su nariz perfectamente recta indicaban que era un hombre que no estaba acostumbrado a escuchar las opiniones ajenas, mientras que el insalubre color amarillento de su faz trajo a mi mente la plaga de cobre. Despedía un acre aroma a sudor de caballo y sus ropajes, aunque opulentos, estaban muy arrugados y manchados de barro. Probablemente hubiese cabalgado un día y una noche sin descanso sólo para verse con mi humilde persona.

—Sólo voy a hacerte dos preguntas. —Para ser un hombre con una figura tan delicada, poseía una voz excepcionalmente profunda y sorda—. La forma que adopte tu muerte dependerá de cómo respondas. Dime la verdad y será una muerte rápida. Si te resistes, los gkhols te roerán los huesos.

—Con la venia, amo Rizus, yo se lo explicaré todo —intervino Bocazas—. Así ahorraremos tiempo.

El hombre asintió y dijo con un siseo:

—Pero date prisa. Tienes diez minutos mientras me quito la ropa con la que he viajado.

Salió.

—Amigos… —comenzó Bocazas.

—Tu amigo es el Sin Nombre —respondí con voz arisca.

—Puede —dijo el traidor, sin molestarse en discutir—. Por si no os habéis dado cuenta, el amo Rizus es un chamán y os puedo asegurar que uno de los mejores. Ha venido a Ranneng específicamente a recoger la Llave para el Sin Nombre. Me imagino que comprenderéis lo que le ha molestado descubrir que no teníamos la reliquia.

Nadie dijo nada.

—Lo único que quiere de vosotros el amo Rizus es que respondáis sinceramente a dos preguntas muy sencillas. Si lo hacéis, os prometo que os mataré yo mismo, rápidamente y sin dolor. Y luego me encargaré de que os hagan un funeral digno.

—¿Y cuáles son esas preguntas, si tienes la amabilidad?

—Siempre he sabido que los ladrones sois más flexibles que los demás —dijo Bocazas con una risilla de satisfacción—. La primera es: ¿quién mató a los chamanes que estaban preparándose para atacar nuestro grupo?

—Tú estabas con nosotros por entonces —exclamé con sorpresa genuina—. ¿Cómo quieres que lo sepamos? Supongo que unas buenas personas.

—¡Las buenas personas no son capaces de acabar con seis de los mejores chamanes del Sin Nombre! —repuso Bocazas—. Ahora el amo Rizus es el único que le queda al Supremo en Valiostr.

—Bocazas, ¿ese Rizus está loco? ¿Cómo quiere que sepamos quién acabó con sus mejores brujos mientras nosotros estábamos a diez leguas de distancia, en los Yermos de Hargan?

A fin de cuentas no podía decirle que los responsables eran el Amo y Lafresa, ¿verdad?

Bocazas chasqueó la lengua con frustración y dijo con pesar:

—Sí, la verdad es que nunca creí que fuerais vosotros, Miralissa o Gato. No estáis a la altura. Esto es obra de alguien de mucha mayor categoría.

—Entonces, ¿por qué nos preguntáis? —dijo Anguila.

—No me mires así, viejo amigo. Vas a abrirme un agujero. El amo Rizus quiere saberlo, así que tengo que preguntarlo. Muy bien, la segunda pregunta es: ¿dónde está la Llave?

—¡Vete a paseo!

—Déjame a mí —le sugirió Nariz Morada a Bocazas.

Bocazas frunció el ceño, pero no dijo nada.

Anguila murmuró algo muy poco edificante sobre la madre del enorme matón. Y los cálculos del garrakano demostraron una precisión envidiable. El irascible ejecutor, olvidándose al instante de mí, agarró a Anguila por los costados y lo levantó en vilo.

—¡Voy a hacerte pedazos! Te vas a…

Pero Anguila le dio un golpe bajo la barbilla con la mano izquierda al mismo tiempo que lanzaba el cuchillo con la derecha. El arma voló por el aire y alcanzó a Bocazas en el hombro. Yo me incorporé de un salto y, con enorme placer, comencé a golpear al traidor con los puños.

Anguila apareció a mi lado, me apartó, extrajo el cuchillo de la herida de nuestro enemigo y le asestó un buen tajo por debajo de la rodilla que lo hizo caer al suelo.

—¡Una cuerda! ¡Deprisa!

De algún modo logramos maniatar al traidor con los restos sueltos de nuestras ataduras.

Corrí a la puerta y asomé la cabeza al pasillo.

—¡Todo despejado!

—¡Excelente! ¡No apartes los ojos de ese pasillo!

—Claro. ¿Sigue vivo?

—Sí. Llévate al ratón.

Me puse al lingo en el hombro y, cuando mis ojos se encontraron con los del garrakano, leí en ellos la sentencia de muerte del traidor. Anguila se inclinó sobre él.

—Prometí que te arrancaría el corazón, pero no tengo tiempo para eso. Adiós.

Me hizo un gesto que indicaba que había llegado la hora de abandonar la celda. Una vez en el pasillo, cerró la puerta y echó el cerrojo.

—No les cuentes a los muchachos lo de Bocazas —me dijo—. Que piensen que murió en la posada. No hace falta que sepan que en realidad era un villano asqueroso.

—Ajá.

—Y tampoco digas nada de lo que te he contado sobre mí.

—Ajá —repetí.

—Y, una cosa más… Nadie debe saber que hay enemigos entre los Corazones Salvajes. No es momento para que corra la alarma. Cuando volvamos al Gigante Solitario, hablaré con Lechuza yo mismo.

—De acuerdo.

—Me alegro de que nos entendamos —dijo el guerrero con un cabeceo, mientras tiraba con fuerza de una palanca situada en un nicho de la pared, en la que yo no había reparado.

Un mecanismo rugió en alguna parte. La rejilla se levantó y los gkhols quedaron libres. Me estremecí, pero no sentí la menor lástima por los sicarios del Sin Nombre.

—Vámonos —dijo Anguila lacónicamente mientras se alejaba sin mirar atrás. Un centinela salió de repente del cuarto de guardia, pero el garrakano le retorció el pescuezo con un hábil movimiento.

Se abrió la puerta del pasillo y tres figuras conocidas aparecieron en el umbral.

—¿Qué te dije, Hallas? —exclamó la más pequeña de ellas con alegría—. Te dije que los encontraría yo primero, ¿no?

—¿Eres tú, Kli-Kli?

—Los humanos tenéis la extraña costumbre de constatar lo obvio. ¡Pues claro que soy yo, Harold!

—Eres lo único que no he echado de menos todo este tiempo.

—Yo también me alegro de verte sano y salvo —dijo el bufón del rey con una mueca—. ¡Oh, mirad! ¡Gkhols!

Resultaba que había otra celda llena de ellos. Al parecer, Nariz Morada era aún más pervertido de lo que yo pensaba y los criaba por gusto.

El trasgo, olvidándose por completo de mí, se acercó a la rejilla tras la que se aullaban los enloquecidos devoradores de hombres, y metió un dedo, con la evidente intención de conocer mejor a las viles criaturas. Por suerte para Kli-Kli, era mucho más rápido que los voraces monstruitos, así que logró sacarlo justo a tiempo para que las ávidas fauces se cerraran sobre el aire.

—Anguila, tus armas —dijo Deler, mientras apoyaba su gran hacha en la pared y se descolgaba de la espalda las vainas de las espadas gemelas.

—No habréis traído mi ballesta por un casual, ¿verdad? —pregunté al enano, esperanzado.

—Sí, pero la tiene Marmota, así que de momento permanece detrás de nosotros. Kli-Kli, ¿piensas quedarte aquí?

—Ya voy. ¡Oh, mirad! ¡Un muerto! Anguila, ¿le has retorcido el cuello? ¿Por qué está mirando hacia atrás? ¡Brillante! —El trasgo continuó parloteando con excitación—. ¿Puedo darle una patada? ¿Eh? A-a-ah… ¡Sí! Está muerto, ya no le importa. ¡Pero podríamos haberlo tomado como rehén! ¿No? Dime, Anguila, tengo razón, ¿verdad?

—Basta de charla, Kli-Kli —insté al trasgo con un gruñido—. Ya te divertirás luego.

—Qué duro es trabajar con necios como vosotros —suspiró Kli-Kli poniéndose serio—. ¿Nos vamos, entonces?

—¡Ya iba siendo hora! Nuestros camaradas ya llevan dos minutos resistiendo en la entrada —dijo Hallas con voz entrecortada desde debajo del casco.

El gnomo salió al pasillo de un salto, seguido por Deler y después por Anguila.

Kli-Kli y yo subimos una escalera y nos encontramos al otro lado de una puerta, detrás del gnomo, el enano y el hombre.

El cadáver de Rizus estaba allí tendido, con dos flechas negras clavadas en la espalda. Ell se encontraba de pie a su lado, con la cara pintada de negro y verde y el arco colgado del hombro. Los elfos no se caracterizan por su magnanimidad con sus enemigos y no tienen ningún reparo en llenarles las espaldas de flechas si se presenta tan espléndida ocasión.

—¿Cómo lo has conseguido? —pregunté al elfo oscuro con sorpresa, mientras dirigía una mirada de reojo al cuerpo del chamán.

Ya no parecía tan amenazante. Sólo un hombrecillo flaco, abatido por flechas élficas.

—¿Harold, estás ciego? —preguntó Kli-Kli con tono de burla—. ¿Es que no ves como ha muerto? ¡Está cosido a flechazos!

—¡No me refería a eso! —dije con un gesto de fastidio provocado por la estulticia de Kli-Kli—. Lo que quiero saber es cómo ha logrado acabar con un chamán.

—¿Un chamán? Mmm… —refunfuñó Arnkh, que acababa de aparecer, embutido en hierro de la cabeza a los pies. Lanzó una mirada de curiosidad al cuerpo.

—Puede ser cien veces chamán, Harold, pero cuando le disparo a alguien una flecha entre los omóplatos sin previo aviso, olvida todo lo que sabe de magia —me explicó Ell—. ¿O acaso piensas que en Zagraba combatimos el chamanismo de los orcos con espadas?

—No, en efecto. Una flecha desde los matorrales y asunto arreglado.

—¡Apresuraos, maldición! —oímos gritar a Marmota desde algún lugar lejano, seguido por varios gritos y un fragor de armas que chocaban.

El tintineo de las espadas fue interrumpido de repente por gritos y alaridos. El señor Alistan se había sumado a la batalla con su espada de brillante acero.

Cuando salimos, todo había terminado. Había un nuevo arañazo en el escudo de roble de Alistan y Marmota tenía un desgarrón en la manga derecha de la guerrera, pero nadie estaba herido, cosa que no se podía decir del enemigo. Tres de los sicarios del Sin Nombre yacían muertos sobre el suelo y otro temblaba entre la maleza, gimiendo y agarrándose las tripas.

Sí, esto no es un cuento de hadas. Sólo en los cuentos de hadas mueren los hombres de manera honorable. En la vida real, normalmente se retuercen, aúllan y sangran muchísimo. La sangre resbalaba entre los dedos blancos del herido. Lo habían ensartado como a un cerdo.

La espada de Arnkh subió y volvió a bajar. El hombre quedó en silencio para siempre.

—¡Replegaos! —ordenó Markauz al vernos—. ¡El ruido va a atraerlos a todos!

Así que echamos a correr. Esto es, el bufón y yo echamos a correr. Los demás se replegaron de manera ordenada a unas posiciones preparadas de antemano, defendidas en aquel momento por los Corazones que no habían participado en el asalto, Panal y Ciendelámparas, además de una línea de reserva en retaguardia formada por Egrassa y Miralissa, armados con sus arcos. No se veía a Tío por ninguna parte. Supuse que habían dejado al sargento del pelotón en la posada a causa de su herida.

Oí unos gritos detrás de mí y un proyectil de ballesta silbó en el aire. Salté y, al caer de bruces al suelo, estuve a punto de aplastar al lingo bajo mi cuerpo. Egrassa y Miralissa, a los que Ell acababa de sumarse, devolvieron el fuego del enemigo, apuntando a las ventanas y a la puerta del edificio. Los tres más rápidos entre nuestros perseguidores decidieron perseguirnos y probar suerte en buena lid, pero cada uno de ellos recibió una flecha en el pecho y terminó tirado sobre el suelo. Esto impidió que nuevos villanos se atrevieran a asomar la nariz por encima de sus muros de piedra.

—¿Estamos todos bien? —preguntó Miralissa, mientras volvía a estirar la cuerda de su arco, cargada con una flecha, hasta la altura de su oreja.

¡Tang!

—¡Si no cuentas a mis nervios, sí! —dijo Kli-Kli, aprovechando la mínima ocasión, como era su costumbre, para quejarse.

—Pues lo peor no ha llegado aún —musité yo al tiempo que me levantaba del suelo.

—¡A los caballos!

No pudimos cumplir la orden de Alistan. Algo de color blanco, pero, desgraciadamente, no esponjoso, alzó el vuelo en el último piso del edificio en cuyo sótano habíamos pasado el último día y la última noche.

—¡Cuidado! —gritó Miralissa.

Volví a tirarme al suelo y todos los demás imitaron mi ejemplo, incluidos los elfos. Un disco de un blanco cegador cortó el aire con un sonido agudo y fue a estrellarse contra un desgraciado manzano, que acabó convertido en un millar de astillas diminutas.

«¡Un chamán, la oscuridad se me lleve! Hay otro de los chamanes del Sin Nombre en la casa. Pero Bocazas nos dijo… ¡Bueno, al infierno con lo que nos dijo! Un hecho es un hecho: un brujo acaba de arrojarnos una sorpresa sumamente desagradable y sólo por voluntad de los dioses ha fallado por diez metros largos».

Miralissa ya estaba en pie: comenzó a susurrar y a dar vueltas como una peonza, en una danza hipnótica. Ah, si en lugar del chamanismo, cuya preparación exige demasiado tiempo, la elfa tuviera poder sobre la magia de los hombres y de los elfos de la luz, puede que tuviéramos una oportunidad, pero de aquel modo era como jugar al ratón y al gato. O más bien al escondite, sólo que en la oscuridad total. Quien fuese más rápido de los dos se llevaría la victoria.

Ell y Egrassa concentraron sus disparos en la ventana desde la que había volado el disco.

—¡Mi señor Alistan! —grito el primo de Miralissa antes de disparar de nuevo—. ¡Llevaos a los hombres!

La atención de los elfos oscuros estaba totalmente concentrada en la ventana. Se habían olvidado por completo de la puerta y los seguidores del Sin Nombre se habían aprovechado de ello al instante. Dos de ellos, armados con ballestas, salieron al exterior con la evidente intención de agujerearnos el pellejo.

—¡No podemos hacer nada! —dijo Egrassa mientras sacaba otra flecha de una aljaba que empezaba a mostrar un preocupante estado de escasez—. ¡Son vuestros!

No podían permitir que el chamán se concentrase en la preparación de un nuevo hechizo. Si la lluvia de flechas remitía siquiera un momento, un disco blanco nos reduciría a todos a una masa sanguinolenta.

—¡Marmota, la ballesta! —grité, mientras para sorpresa de todos, incluido yo mismo, me levantaba de un salto.

Sin un titubeo, el Corazón Salvaje me arrojó a mi pequeña preciosidad. Gracias a Sagot, ya estaba cargada.

Uno de nuestros enemigos se arrodilló y logró disparar antes desde aquella posición. Sin apuntar. Que nadie se atreva a decirme que el Sin Nombre no cuenta con soldados profesionales. El único sitio en el que encuentras ballesteros tan bien adiestrados es en el ejército.

Habría recibido un virote en el pulmón si Alistan no me hubiera cubierto con su escudo. El proyectil se clavó con un impacto seco en la barrera que había aparecido de repente de la nada. Escogí como objetivo al ballestero que aún no había disparado y apreté el gatillo.

¡El ataque fue tan impresionante como el hechizo de un chamán, os lo aseguro! El pobre desgraciado quedó reducido a un tizón ennegrecido, mientras que el otro, que estaba recargando el arma a toda prisa, perdía el brazo derecho y casi todo el rostro en la conflagración. Creo que los únicos que no repararon en la explosión provocada por el ataque fueron Miralissa, que seguía aún murmurando su hechizo, y los elfos, que estaban ocupados tratando de conseguir que el chamán del Sin Nombre no pudiera concentrarse.

Ni siquiera había comprobado con qué estaba cargada la ballesta. ¡Un virote con un elemental flamígero!

—¡Marmota, la oscuridad se te lleve! ¿Con qué la has cargado?

—¡Ha sido Kli-Kli!

—¡Harold! —protestó el trasgo—. ¡Son todas casi iguales!

—¡Casi! ¿No te has fijado en que ésas tienen tres rayas rojas?

—¡No seas tan quisquilloso! Puede que ese virote te haya costado cinco monedas de oro, pero no es momento de ahorrar.

En ese instante, la puerta quedó cubierta de hielo y oímos unos aullidos de dolor. Miralissa había terminado su canción y dejado de girar como la peonza de un niño.

Los elfos interrumpieron sus disparos y, al instante, un disco blanco salió volando de la ventana, como si hubiera estado esperando aquello. Al ver cómo volaba en línea recta hacia nosotros, juro que pensé que todo había terminado.

Pero entonces el conjuro de la elfa surtió efecto y, con un destello, un muro de color verde apareció de repente ante nosotros. Se levantó y desapareció al instante, pero el disco, desviado o reflejado, salió despedido en dirección contraria. Por desgracia, alcanzó la casa en una esquina y no en la ventana donde se ocultaba el chamán.

Fragmentos de piedra de buen tamaño salieron despedidos en todas direcciones y cayeron sobre los sicarios del Sin Nombre que habían salido corriendo de la casa, mientras el escudo mágico impedía que nosotros resultáramos heridos o mutilados.

Apareció otro disco, que de nuevo salió desviado hacia la casa en la que se ocultaba nuestro enemigo, sólo que esta vez se levantó un escudo verde idéntico al nuestro y el proyectil, desviado de nuevo, demolió un cobertizo situado a treinta metros de la casa. Los caballos relincharon de terror.

Otro disco. Y otro. El chamán del Sin Nombre era mucho más hábil que la princesa élfica. Y nuestro escudo se estremecía y se iba debilitando visiblemente con cada impacto.

—¡Huid de una vez, idiotas! ¡No podré seguir así mucho tiempo! —exclamó Miralissa, pálida a causa del esfuerzo.

—¡Yo te ayudo! —dijo Kli-Kli, y comenzó a hurgar desesperadamente en sus bolsillos.

—Retrocedamos, Kli-Kli —dijo Alistan, mientras alargaba un brazo para agarrar al trasgo por el cuello, pero en ese instante Kli-Kli sacó un enredado ovillo de hilo del bolsillo y tiró de un inocente cabo suelto.

La bola, enhebrada durante tanto tiempo y con tanto cuidado por el bufón, quien nos había prometido que nos haría una demostración de «terrible poder chamánico», se deshizo al instante y luego se disolvió en el aire de la manera más mágica que quepa imaginar.

—¡Ah! —dijo Kli-Kli mientras se miraba como loco las manos vacías. Es evidente que no era aquél el efecto que estaba esperando—. ¿Por qué ha hecho eso?

Para mi sorpresa, Miralissa, con un jadeo de sobresalto, se dejó caer de bruces al suelo y se tapó la cabeza con las manos, después de gritar:

—¡Al suelo! ¡Deprisa!

La imagen de la elfa con la cara enterrada en el barro era una razón muy persuasiva para imitarla: si una dama como ella estaba dispuesta a hacer algo que ningún elfo oscuro haría en condiciones normales (los baños de barro no son uno de los pasatiempos predilectos de los elfos) es que no tenía sentido perder el tiempo pensando.

Me arrojé al suelo por tercera vez en los últimos dos minutos y mientras caía vi que el techo del edificio había saltado cinco metros largos en el aire y estaba cayendo sobre las fuentes de llamas atronadoras que vomitaban todas las puertas y las ventanas.

¡Buuu-uuu-uuuum!

Una bocanada de calor de increíble potencia pasó rugiendo sobre nuestras cabezas. El aire, que había empezado a hervir, era imposible de respirar. Me quemó la garganta y los pulmones. La ropa no me protegió. El calor me lamió la piel a través incluso de la guerrera, la camisa y los pantalones.

No me atreví a levantar la cabeza de nuevo hasta veinte segundos después. La casa de piedra, con sus dos pisos y su techo de teja, ya no existía. Lo único que quedaba de ella era un muro, que había sobrevivido por una especie de milagro. Las llamas aún rugían y lamían las piedras. Una gruesa espiral de humo negro ascendía hacia lo alto.

¿Quién iba a pensarlo? ¡Sólo había tirado de un estúpido cordel y de repente no quedaba nada! Ni casa, ni tampoco rastro de la gente que la había ocupado.

Todo el mundo, yo incluido, miraba fijamente el fuego. Me levanté, me limpié el polvo y lancé una mirada recelosa al trasgo.

—No… No… ¡No pretendía hacer eso! —balbució Kli-Kli mientras retrocedía bajo el peso de nuestras poco amistosas miradas—. ¡No me lo esperaba! ¡De verdad! Sólo tenía que caer un poco de agua, eso es todo.

—¡Un poco de agua! —bramó Deler. Escupió la arena que tenía en la boca, apuntó con un dedo los restos del edificio y preguntó con acidez—: ¿Eso es lo que tú entiendes por un poco de agua?

—Pero, en serio, es que no esperaba que fuera a pasar esto —dijo el bufón con un mohín culpable—. Mi abuelo el chamán me enseñó ese truco cuando era un pequeño… Será que no le he hecho los cuarenta y cinco nudos.

La cara del pequeño bufón estaba cubierta de hollín y barro y exhibía una expresión de extrema culpabilidad.

—Kli-Kli —suspiró Miralissa mientras se limpiaba la suciedad de la cara con el dorso de la mano—. Si vuelves a hacer algo parecido sin avisarme…

El trasgo asintió tan fervientemente que pensé que se le iba a caer la cabeza de los hombros en cualquier momento.

En la distancia se oía el ruido de gente que acudía presurosa hacia el escenario del incidente. No queríamos saber nada de testigos innecesarios, así que había llegado el momento de salir de allí a toda velocidad.

—¡A los caballos! ¡Deprisa! —dijo Alistan al tiempo que se colgaba el escudo del hombro y echaba a correr hacia el sitio donde los caballos habían estado relinchando hasta pocos momentos antes.

Le entregué el lingo a Marmota y traté de seguir el paso del capitán de la guardia real.

—¡Magnífico! —dijo Kli-Kli a mi lado, con la respiración entrecortada—. ¡Creo que ya está claro que mi abuelo era chamán! ¡Os lo he demostrado a todos!

No había ni el menor rastro de remordimiento en la expresión del trasgo.

—¡Casi nos abrasas también a nosotros, genio!

—Estás molesto porque tienes envidia de mis poderes —respondió el bufón.

Resoplé desdeñosamente. Kli-Kli sólo finge ser un necio y un parlanchín. En realidad, el trasgo es más listo que el maestre de la Orden, Artsivus, sólo que se ha construido una imagen. Pero en momentos como aquél sentía la tentación de creer que el bufón del rey se comporta como se comporta porque es realmente bobo.

Dejamos atrás las humeantes ruinas del cobertizo y vimos nuestros caballos detrás de unos manzanos. Los pobres animales resoplaban y agitaban las orejas de pavor, con los ojos abiertos de par en par por el pánico. Me dio la sensación de que no terminaba de gustarles que se utilizasen poderosos hechizos destructivos en sus cercanías.

Saludé a Abejita con una suave palmada en las ancas y monté de un salto.

Alistan nos hizo salir al galope sin perder un instante y tuve que concentrar toda mi atención en la cabalgada, para asegurarme de que no me estrellaba con algún árbol que se materializaba de repente delante de mí. Sólo cuando Ranneng apareció a la vista y comenzamos a aproximarnos a la ciudad, el agotamiento cayó sobre mí con todo el peso de los cielos.