5
Conversaciones en la oscuridad
Caminaba por un pasillo amplio y oscuro, con paredes de piedra toscamente tallada, cubiertas de moho o de líquenes. No había prácticamente luz y tenía que mantener la mano pegada a la pared para no pasar por alto ningún recodo brusco.
El techo subía y bajaba a saltos, como un gusano tratando de volar. Tres veces me golpeé con la cabeza contra él, pero luego, después de unos pocos pasos más, pude estirar los brazos sin encontrarme con obstáculo alguno. Ya no había otra cosa que una oscuridad vacía y una leve brisa.
Mil preguntas acudieron en tropel a mis pensamientos. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Adónde me dirigía? ¿Por qué? ¿Qué buscaba en la oscuridad de aquel sótano subterráneo? ¿Y realmente era un sótano?
No parecía demasiado probable, sobre todo teniendo en cuenta que, cada veinticinco pasos, mi mano se encontraba con una puerta de metal con un ventanuco con barrotes. Veinte pasos de piedra tosca y moho bajo los dedos y luego un metal frío, cubierto por la humedad del subterráneo. Y luego otros veinte pasos de roca. En conjunto, daba la sensación de que me encontraba en el nivel inferior de una prisión inmensa.
El pasillo no parecía tener fin. A veces oía gemidos y murmullos desde el otro lado de las puertas, pero lo que predominaba era un silencio ensordecedor. ¿Quiénes eran los ocupantes de aquellas celdas subterráneas? ¿Prisioneros, locos o las almas de personas a las que se les había prohibido tomar el camino de la luz o de la oscuridad por toda la eternidad? No tenía respuesta a estas preguntas, ni sentía el deseo de averiguar quién se encontraba realmente detrás de las puertas.
Al pasar junto a otra de ellas, oí unas carcajadas roncas y dementes procedentes del otro lado. Esto me cogió por sorpresa y me aparté dando un respingo en dirección a la pared opuesta, antes de apretar el paso para abandonar aquella loca prisión lo antes posible. Pero el sonido de aquella risa que me seguía por las paredes y el techo me golpeó en la espalda y me obligó a correr.
Al cabo de tres eternidades, cuando ya había perdido totalmente la cuenta de mis pasos, me pareció captar el olor del mar.
Sí, así era como olía la ciudad portuaria de Avendoom cuando soplaba el viento desde los muelles. Era el olor de la sal y las algas, de las gotas de agua de mar arrojadas al aire por las olas que rompían contra el muelle, el olor de las gaviotas que salían al encuentro de las barcas de pesca por las tardes. Un olor a frescura, a pescado, a brisa y a libertad.
La untuosa negrura fue remitiendo poco a poco con una lentitud aterradora y los fantasmales contornos del pasillo comenzaron a aparecer ante mis ojos. Un tímido rayo de sol caía desde algún lugar elevado.
Me detuve y levanté la mirada para observar el puntito de cielo azul que se veía a través de un ventanuco situado en el techo, fuera de mi alcance. Un rayo de sol me bañó el rostro e involuntariamente entorné los ojos. Se oía un suspiro dilatado y regular, como si un gigante fatigado estuviera apoyado en algún lugar cercano, descansando tras un largo día de duro trabajo. El mar estaba en algún lugar próximo y el sonido de las olas al romper contra la costa se oía con toda claridad.
¿El mar? ¿Pero cómo era posible? ¿Cómo podía haber mar allí? ¿Dónde estaba, entonces? Y, lo más importante de todo, ¿cómo había llegado hasta allí?
Pero estaba claro que no iba a encontrar respuestas cruzado de brazos, así que dije adiós a la luz, volví a sumergirme en la poco acogedora penumbra y continué caminando por el pasillo. Mis ojos tardaron un buen rato en acostumbrarse a la oscuridad y en una ocasión estuve a punto de tropezar y caer. Me detuve y tanteé el suelo alargando el pie derecho.
Lo que pensaba.
Peldaños.
Por desgracia conducían hacia abajo, hacia una negrura que era aún más oscura e impenetrable, si tal cosa era posible. Me quedé donde estaba y pensé lo que iba a hacer a continuación.
Bajar a los pisos inferiores de la prisión (que es como iba a llamar al lugar hasta que supiera exactamente dónde estaba) no era una opción demasiado atractiva. Sólo Sagot sabía lo que podía encontrarme allí abajo. Y podía vagar por la oscuridad durante mucho, mucho tiempo. En tales circunstancias, sólo había dos cosas que pudiera hacer: volver hasta donde había comenzado a caminar, o bajar la escalera y luego buscar otra que subiera.
De hecho, la primera alternativa era más racional que la segunda, pero lo cierto es que me veía incapaz de afrontar el largo y agotador viaje de regreso. Lo que quería decir que sólo podía seguir adelante. Hice acopio de fuerzas y comencé a bajar muy lentamente. No tenía lámpara de aceite, antorcha, ni mucho menos «luces» mágicas, así que tuve que avanzar a tientas. De camino abajo, mantuve una mano pegada a la pared y conté los escalones. Eran sesenta y cuatro en total, angostos y desgastados. Me llevaron hasta otro pasillo que era hermano gemelo del primero. La misma oscuridad oleaginosa y negra, el mismo aire frío, mohoso y cargado de humedad que me provocaba escalofríos por toda la columna. Las mismas paredes de piedra basta cubierta de moho o de líquenes, las mismas puertas de metal con ventanucos. Pero había una diferencia, que percibí al comenzar a contar los escalones. Las puertas de la pared estaban separadas cien metros entre sí, y no veinte.
Hacía bastante más frío allí abajo que en el pasillo superior y al cabo de un rato, sin darme cuenta, comencé a tiritar. En la oscuridad no me quedaba más remedio que caminar muy despacio, porque tenía miedo de tropezar con un obstáculo inesperado o, simplemente, de caer en un foso. Después de pasar por siete puertas a la derecha, las paredes cambiaron. La piedra basta y el moho desaparecieron, reemplazadas por basalto macizo. Quienesquiera que fuesen los constructores, habían excavado el resto del pasillo directamente en la roca. Comenzaba a pensar que había terminado en una prisión construida por enanos o gnomos.
Mucho más adelante, en la oscuridad, atisbé de repente un breve parpadeo de luz, como un diminuto gusano luciérnaga. Me detuve, me pegué todo lo que pude a la pared y escruté la distancia. La lucecilla volvió a parpadear. A juzgar por su aspecto, debía de ser la llama de una lámpara de aceite que no había terminado de encenderse bien. El gusano luciérnaga se balanceaba suavemente de un lado a otro, al compás de los pasos de alguien que se alejaba con lentitud de mí.
No me paré a pensar. Una luz siempre significa seres racionales, aunque puedan no mostrarse muy bien dispuestos hacia visitantes inesperados. Sólo tenía que mantenerme a una distancia prudencial del desconocido que llevaba la lámpara, permanecer escondido y confiar en que mi involuntario guía me sacara de aquella extraña, confusa y misteriosa prisión.
Corrí hacia él, ignorando el peligro de tropezar con algún obstáculo inesperado y romperme las piernas. Alcanzar al desconocido resultó muy sencillo: avanzaba lenta y pesadamente, a la velocidad de un ogro atiborrado de carne humana.
En mi carrera pasé por delante de una escalera que subía (de donde procedía el portador de la lámpara), pero decidí no seguir por ella porque no quería volver a caminar a tientas por la oscuridad. Al acercarme al hombre que me precedía, me di cuenta por su espalda encorvada, sus andares pesados, la mano arrugada y temblorosa que sujetaba la lámpara y su cabello cano que, definitivamente, se trataba de un anciano. Vestía unos andrajos viejos, rotos y grises de mugre. Pero habría apostado hasta la última moneda de oro que llevaba a que aquellos harapos habían sido en su día un soberbio jubón.
La enorme argolla con llaves que pendía de su cinto tintineaba de manera ominosa al compás de sus lentos pasos. Una mano sostenía un cuenco o un plato. La otra, que sujetaba la lámpara con el brazo extendido, temblaba ligeramente, de modo que su sombra, varias veces ampliada, bailaba sobre la pared.
Seguí caminando a hurtadillas varios pasos por detrás del hombre, tratando de mantenerme dos metros más allá del límite de la luz. El viejo arrastraba los pies, gemía y mascullaba entre dientes. En una ocasión soltó una tos seca. Tuve miedo de que fuera a desplomarse mientras andaba, sin llegar nunca al lugar al que se suponía se dirigía. Pero por suerte para mí, el pasillo llegó de pronto a su final y el carcelero, como había empezado a denominarlo en mis pensamientos, se detuvo con un gruñido delante de la última puerta. Dejó el cuenco y la lámpara en el suelo y cogió las llaves de su cinturón.
Con un murmullo de irritación, rebuscó entre ellas hasta decidirse por una, que probó en la cerradura, pero sin suerte. El carcelero maldijo la oscuridad y al padre que lo había engendrado y levantó de nuevo el llavero para buscar la llave correcta.
En ese momento me di cuenta de que cuando el anciano comenzara a caminar de nuevo, me encontraría justo en su camino, si no corría hacia la escalera. Pero correr en una oscuridad completa como aquella sin hacer el menor ruido, cuando no era capaz de ver las paredes ni los escalones, era una idea bastante complicada. Puede que el viejo caminase a paso de caracol, pero aunque no pudiera verme, seguro que me oía.
Mientras él continuaba hurgando entre sus llaves, traté desesperadamente de pensar en un modo de salir de aquella maldita situación. Siempre podía darle un mamporro en la cabeza al viejo, pero en ese caso, ¿qué garantías podía tener de encontrar la salida? La nueva escalera podía conducirme perfectamente a un nuevo laberinto en el que vagaría perdido hasta el fin de los tiempos. Así que la idea de atacarlo estaba descartada.
No había ningún sitio en el camino donde pudiera esconderme: la lámpara iluminaba el pasillo de lado a lado y por mucho que intentara pegarme a la pared, hasta un topo ciego sería capaz de verme. Pero al otro lado de la puerta donde el viejo se había parado y rebuscaba en el manojo de llaves, estaba la entrada a otra celda.
La entrada, sí, porque no había puerta, sólo un vano negro como la noche que daba a una celda que debía de estar vacía. La puerta, tirada sobre el suelo del pasillo, tenía los goznes arrancados, unos formidables arañazos en la superficie de acero y los barrotes del ventanuco retorcidos y doblados.
Ignoro lo que había albergado aquella celda en su día, pero al ver lo que el prisionero había hecho con la puerta, no sentí ninguna envidia de los guardias cuando la criatura escapara de allí. ¡Y, definitivamente, tenía que ser una criatura! Ningún ser humano podría haberle hecho unos arañazos como aquellos a una plancha de acero de doce centímetros de grosor (salvo que se hubiera dedicado a aporrearla con la cabeza sin cesar durante trescientos años).
El viejo encontró finalmente una llave, recogió la lámpara del suelo para examinar su hallazgo con más luz, chasqueó la lengua con satisfacción y comenzó a abrir la cerradura. Yo me deslicé a dos pasos de él y me introduje en la oscura celda.
Al mismo tiempo, el anciano dejó de hurgar en la cerradura y husmeó el aire como un sabueso que hubiera captado el olor de un zorro. Sin embargo, en aquel momento lo último que me preocupaban eran las excentricidades del viejo. Estuve a punto de regresar al pasillo de un salto, porque la celda vacía apestaba como si un ejército de gnomos hubiera estado vomitando en ella durante los últimos diez años.
Me tapé la nariz con la manga y traté de respirar por la boca. No fue fácil, porque la peste era tan atroz que los ojos me habían empezado a llorar. Y mientras luchaba estoicamente contra el olor, el viejo permanecía tan quieto como una estatua junto a la puerta que estaba tratando de abrir.
Finalmente, volvió a husmear el aire y sacudió la cabeza como para desechar alguna ilusión. «¡Oh, venga, abuelo! ¡Es imposible que me huelas con esta peste! ¡Ni aunque tuvieras el olfato de un sabueso imperial!».
El viejo reanudó su pelea con la tozuda cerradura. Mientras tanto, yo trataba de mantener en el estómago lo que quedaba de mi desayuno. Si alguna vez lograba salir de aquellas mazmorras subterráneas, tendría que tirar la ropa apestosa que llevaba y darme un baño caliente durante al menos un mes.
La cerradura se rindió finalmente con un chasquido metálico y el viejo profirió una carcajada triunfante. Hubo un crujido de goznes oxidados y sin engrasar. Recogió el cuenco del suelo y entró en la celda iluminándose con la lámpara.
Oí el débil tintineo de unas cadenas.
—Conque estás despierta, ¿eh? —murmuró el viejo con voz ronca—. Supongo que tendrás hambre después de tres días, ¿eh?
El silencio fue su única respuesta. Hubo un nuevo tintineo, como si la prisionera se hubiera movido.
—¡Ah, qué orgullosa eres! —rio el viejo—. ¡Bueno, bueno! Aquí tienes un poco de agua. Lo siento, pero me he olvidado del pan en la sala de guardia. Pero no te preocupes, preciosa, te prometo que te lo traeré en la próxima ronda. Dentro de un par de días.
Soltó una risotada maliciosa.
Asomé un instante desde mi escondite con la esperanza de ver lo que estaba sucediendo en la celda de enfrente, pero lo único que pude distinguir fue el apagado fulgor de la lámpara y la espalda del viejo.
—Bueno, me marcho. Que disfrutes de la estancia. Y bébete el agua. Ya sé que no es ganso en salsa de setas ni fresas con nata, ¡pero te aseguro que también es muy sabrosa!
El viejo salió de la celda y la puerta comenzó a cerrarse con un chirrido.
—¡Alto! —La prisionera era una mujer. Tenía una voz clara y resonante, acostumbrada a dar órdenes.
—¡Vaya, que me aspen! —exclamó el viejo con sorpresa mientras se detenía—. Así que hablas. ¿Qué quieres?
—Quítame la cadena.
—¿No quieres nada más?
—Haz lo que te digo y te ganarás mil monedas de oro.
—¡No te rebajes delante de él, Leta! —dijo otra mujer con voz ronca.
—¿Mil? ¡Vaya, eso es mucho! —graznó el viejo, pero la puerta de la celda, con un chirrido, comenzó a cerrarse de nuevo.
—¡Cinco mil! —La voz de Leta transmitía una nota de desesperación.
La puerta continuó cerrándose.
—¡Diez! ¡Diez mil!
La puerta se cerró con estruendo y sentí que me recorría un escalofrío. Era como si el ruido hubiera derribado el cielo sobre la tierra. El manojo de llaves volvió a tintinear y me aparté de la pared más próxima a la entrada, donde había estado hasta entonces, para retirarme al interior de la celda, lejos de la luz.
Desde mi nueva posición podía vislumbrar el rostro del viejo. Y es que necesitaba ver la cara de un hombre capaz de rechazar diez mil monedas de oro de una forma tan sencilla y desenvuelta.
La llave giró con un chirrido en la cerradura y el viejo se colgó el manojo del cinturón y se volvió hacia mí. Lo que vi entonces me aterrorizó.
Me aterrorizó hasta la médula de los huesos.
La última vez que había estado tan asustado fue la noche en que entré en el Territorio Prohibido y me encontré con la encantadora y hambrienta criatura risueña.
El viejo tenía una piel amarilla y apergaminada, una nariz recta y aguileña, unos labios azules y anémicos, una barba sucia y desaliñada…, Sus ojos daban tanto miedo que empezaron a temblarme las rodillas. El maldito carcelero tenía unos ojos fríos de color ágata en los que no había ni rastro de pupilas o de iris.
¿Cómo se puede llamar a dos ojos que son como sendos pozos opacos de oscuridad?
Estaban más muertos que la piedra, más fríos que el hielo, más indiferentes que la eternidad.
Cosas así no deberían existir, simplemente, no tendrían que existir en nuestro mundo.
Incapaz de aguantar aquella mirada, retrocedí hacia el fondo de la celda.
Todas las leyes de la miseria universal se conjuraron entonces para colocar algún resto quebradizo bajo mis pies. Y no hace falta ser un genio para deducir que el resto se rompió con un ruido ensordecedor. Tuve la impresión de que podía oírse desde la otra punta de Siala.
El anciano, como cabía esperar, se quedó helado en el sitio y miró con aquellas ojos muertos y negros en dirección al lugar en el que yo me ocultaba.
No se me ocurrió nada mejor que hacer que fingir que era un tronco o un trozo de piedra. En otras palabras, traté de no moverme ni para respirar.
El anciano inhaló por las fosas nasales y pedí a Sagot que no captara mi olor. Aquél carcelero, con dos pozos de negrura en lugar de ojos, me aterrorizaba de tal modo que podría haberme mojado los calzones.
El viejo se pasó la lámpara de la mano derecha a la izquierda y sacó un arma. Un arma que se parecía a… Bueno, ¿a qué puede parecerse una larga tibia humana con un extremo afilado? Pues eso, a un hueso afilado y nada más.
A la luz de la linterna, el hueso se veía amarillo, salvo el extremo, que, puntiagudo como el de una lanza, era de un color oscuro similar al del óxido: el color de la sangre seca. El viejo sonrió y por un instante vislumbré los tocones amarillentos de su podrida dentadura. Agarró su extraña arma con más fuerza, levantó la linterna y avanzó en dirección a mí.
No creáis a esos que dicen que en los últimos segundos antes de la muerte, la vida entera de un hombre pasa en un destello por delante de sus ojos como una manada de caballos doralissios al galope.
Es mentira. Una mentira deliberada, desvergonzada e impía.
Yo no noté que pasara nada ante mis ojos en aquellos escasos segundos. ¿Quién puede prestar atención alguna a una visión cuando las rodillas le tiemblan de puro terror? El espantoso anciano había decidido terminar conmigo, de eso no cabía ninguna duda.
Pero o bien el dios de los ladrones había oído mis plegarias o la peste, a la que yo casi había conseguido acostumbrarme, ofendió el sensible olfato del carcelero, pero el caso es que el maldito se detuvo a tres pasos de la entrada de mi refugio. Miraba directamente hacia mí y la luz que proyectaba su lámpara terminaba a cinco metros exactos de mis pies. Si aquel monstruo hubiera dado unos pasos más hacia mí, la luz me habría alcanzado.
Maldije mi descuidada curiosidad. De haber usado la cabeza me habría pegado a la pared en lugar de quedarme allí, como una estatua, en mitad de la celda, mirando la puerta con la esperanza de que la oscuridad me protegiera de los ojos del viejo.
Ésos ojos negros miraban en mi dirección sin pestañear, mientras el corazón me palpitaba en el pecho con la fuerza de un mazo, más estruendoso aún que el martillo de un herrero. Me costaba creer que el anciano no alcanzara a oírlo. Permaneció así durante un rato largo. Muy largo, al menos un minuto, que a mí se me antojó un año y en el que me pareció envejecer un siglo entero.
—Malditas ratas —dijo al fin con voz silbante—. Ésos bichejos no dejan de reproducirse. ¿Pero qué comen aquí abajo?
Volvió a guardar el venablo de hueso en algún lugar bajo sus harapos, se pasó la lámpara de la mano izquierda a la derecha y se alejó arrastrando los pies por el pasillo en dirección a la escalera. Cuando se hubo marchado, lo único que pude ver fue una pequeña parte del pasillo y la puerta de la celda donde languidecían las dos prisioneras. Cuanto más se alejaba el viejo, más se apagaba la luz del pasillo.
No cometí la estupidez de tratar de arrastrarme tras él. El deseo de abandonar mi apestosa celda se había evaporado en el mismo instante en que había visto sus ojos. Sería mejor esperar y luego dirigirme lenta y silenciosamente hacia la escalera, aunque condujese a una oscuridad total.
Así que me quedé donde estaba.
¿Y si, en lugar de subir por aquella escalera, volvía a la que me había llevado hasta el pasillo y desde allí regresaba al principio para buscar una nueva salida? Ya no me daba pereza recorrer aquella distancia. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, aunque fuese nivelar las montañas de los Enanos, con tal de no volver a ver a aquel anciano. El sonido de sus lentas pisadas se perdió en la distancia y un silencio ensordecedor invadió el pasillo. ¡Pero seguía habiendo luz! La luz de la lámpara no había desaparecido por completo. Reinaba un denso y profundo crepúsculo en el pasillo…
El viejo se había detenido antes de llegar a la escalera. Pero ¿por qué, la oscuridad se lo llevará?
Con los ojos clavados en la entrada, di un paso cauteloso hacia la izquierda, seguido por otro y luego por otro.
¡Y entonces estuve a punto de sufrir un ataque el corazón! Juro por mi honor que nadie ha conseguido nunca asustarme tanto, y encima dos veces, en tan corto espacio de tiempo.
El monstruo no se había marchado. Había estirado su enjuto cuerpo sobre el suelo y desde allí vigilaba la celda. Si me hubiera quedado en el mismo sitio donde estaba unos segundos antes, no lo habría visto. Y si hubiera cometido la estupidez de avanzar hacia la puerta en lugar de desplazarme hacia la izquierda, me habría encontrado cara a cara con él. Aquél monstruo con forma humana estaba mirando fijamente el lugar que yo acababa de abandonar.
¡Qué astucia la de aquel demonio! ¿Qué se había hecho de sus movimientos lentos y sus andares pesados? ¡Qué furtiva y silenciosamente había regresado! Había conseguido engañarme. Que la oscuridad engulla mi sangre, había sido toda una estratagema.
Al tiempo que se ponía en pie, su mano se introdujo por debajo del jubón y extrajo el arma con un movimiento veloz. Al instante, mi espalda quedó bañada por una capa de frío sudor.
En apenas dos latidos, el anciano ganó de un salto el centro del pasillo, se colocó de cara a la puerta y, con un movimiento tan rápido que fue casi imposible de ver, arrojó el hueso al lugar donde creía que me encontraba yo. El hueso aulló en su vuelo como si estuviera vivo, atravesó la celda de lado a lado y, tras estrellarse contra la pared con un ruido sordo y seco, cayó al suelo.
El aspirante a verdugo de Harold soltó una interjección de sorpresa y se rascó la nuca, pensativo.
—Pues al final sí que eran ratas —dijo con tono de notable decepción—. La de cosas que se puede uno llegar a imaginar. ¡Oh, qué lástima de hueso! No pienso meter la nariz en ese vertedero hasta que no se vaya el olor.
Farfullando y maldiciendo entre dientes, regresó en dirección a su lámpara. El ruido de sus pasos arrastrados fue remitiendo, el pasillo se hizo más oscuro y, al cabo de poco tiempo, regresó la impenetrable oscuridad.
Traté de calmar los desbocados latidos de mi corazón, que parecía dispuesto a salírseme de la caja torácica en cualquier momento. Había tenido suerte. De no haber abandonado mi posición anterior, tendría aquel extraño hueso ensartado en el pecho. El viejo lo había lanzado con tal rapidez que no es que no hubiera podido esquivarlo, es que ni me habría dado cuenta de lo que había sucedido.
Me habían salvado mi buena fortuna, la ayuda de Sagot y los caprichos del destino. Les di las gracias a todos ellos de todo corazón por permitirme seguir con vida.
Los pasos del anciano se habían perdido en la distancia. Mis ojos se habían acostumbrado de tal modo a la oscuridad que ya no era impenetrable y podían distinguir los contornos de la puerta. El silencio que me rodeaba era muy, muy profundo, pero seguía tan asustado como antes. Sencillamente, tenía demasiado miedo como para mover un solo músculo. ¿Y si se trataba sólo de otro ardid? Ya había comprobado con qué silencio era capaz de moverse. Era perfectamente posible que hubiese fingido que se marchaba, dejado la linterna en algún lugar lejano, y estuviera esperándome en la oscuridad del pasillo.
Esperando… en la oscuridad del pasillo…
Un escalofrío gélido pasó entre mis omóplatos y continuó luego bajando por mi espalda. Sentí con toda claridad cómo se me erizaba el pelo de la cabeza. El maldito anciano, con sus malditos ojos negros, era tan astuto como una docena de orcos, y podía estar emboscado, esperando para enviarme a mi último viaje hacia la luz.
—¡Basta, Harold, basta! ¡Deja de pensar en eso o se te meterá el miedo hasta el tuétano de los huesos! Unos cuantos pensamientos así y te entrará el pánico. Eres un ladrón. El tranquilo y calculador maestro de ladrones conocido como Harold el Sombra. Una amenaza para los cofres de todos los hombres acaudalados. El mismo Harold al que ese pequeño y verde trasgo de lengua viperina llama el Bailarín de las Sombras. Nunca has sucumbido al pánico mientras trabajabas, así que no lo hagas ahora. Mantén la calma… Mantén la calma… Controla la respiración, respira por la nariz, eso es… Inhala, exhala… ¡Bien hecho! Y ahora sal de aquí antes de que las cosas se pongan aún peor.
No sé si murmuré estas palabras yo mismo o alguien invisible me las susurró al oído, pero el caso es que, con un gruñido de rabia y un castañeteo de los dientes, el miedo remitió.
Vagar a ciegas en la oscuridad sin estar armado es una idea absolutamente disparatada, así que contuve el aliento y regresé a la pared del fondo de la celda, donde el hueso había caído al suelo. Tanteé a ciegas con el pie durante largo rato, tratando de dar con él. Los ojos me lloraban por culpa de la peste y tenía la nariz como si alguien acabara de derramar sobre ella el contenido de un carromato entero de pimienta garrakana, pero finalmente logré encontrar el hueso y lo recogí.
¡Cómo pesaba! Al sopesar el arma en mi mano, me sentí automáticamente más seguro. Si, Sagot no lo quisiera, algo salía mal, al menos tendría un arma para defenderme de quienquiera que me atacase. Me la guardé bajo el cinturón y me asomé cautelosamente al pasillo desde la celda.
Nada ni nadie. Sólo una negra oscuridad.
No se veía la luz de la lámpara, así que el viejo debía de haber llegado a la escalera. Después de la peste abrumadora de la celda, el aire estancado y rancio del pasillo se me antojó un refrescante néctar de los dioses.
No podía sacarme de la cabeza aquellos malditos ojos negros. Sabía que poblarían mis pesadillas para siempre. Ah, si Anguila hubiera estado conmigo…
¡Anguila! ¡Cómo podía haberme olvidado de él!
El velo del olvido se me cayó de los ojos y todo lo sucedido durante el día pasó en un instante por mi cabeza. Recordé lo que había ocurrido aquella mañana.
Primero la caminata hasta la mansión del desconocido servidor del Amo, luego el ataque de los seguidores del Sin Nombre, nuestra huida en aquel absurdo carromato y el accidente al estrellarnos contra la pared, antes de que nos cogieran prisioneros y yo perdiera la consciencia. Y luego mi despertar en aquella prisión subterránea.
Pero si yo estaba allí, ¿qué habían hecho entonces con el garrakano? ¿Y por qué me habían dejado en el suelo del pasillo, en lugar de arrojarme a una celda como al resto de los prisioneros? Y había otra cosa extraña: no me sentía como si acabara de estrellarme contra la pared de una casa a velocidad de vértigo… Tenía los brazos y las piernas bien y no me dolía el costado. De hecho, tenía la sensación de que habría podido correr cien metros como un gamo, perseguido por los soldados de la guardia.
¿Estaba dormido? No me sentía como si lo estuviera. Así que tenía que encontrar a Anguila y liberarlo. Debía de estar en alguna parte. Andar husmeando por todas las celdas carecía de sentido: eran demasiadas. Y podía meterme en líos con mucha facilidad si abría la equivocada. No había forma de saber quién podía estar esperándome dentro. Lo mejor era colarme en el cuarto de la guardia y echar un vistazo al registro de prisioneros. Toda prisión lo tiene, aunque sea una prisión donde los centinelas son viejos con pozos negros en lugar de ojos.
Eché a andar en dirección a la escalera, pero antes de haber dado diez pasos me detuve. ¡Las prisioneras! ¿Cómo podía haberme olvidado de ellas? Seguro que las mujeres sabían dónde estábamos. Y no podía, de ningún modo, dejarlas a merced de aquel viejo. Quizá debería tratar de liberarlas. A fin de cuentas, los partidarios del Sin Nombre no me habían quitado las ganzúas del bolsillo.
Al instante, una ventisca de pensamientos contradictorios se levantó en mi cabeza.
—Harold, no eres un caballero de brillante armadura sacado de un meloso cuento de hadas para niños —susurró una voz con tono de leve cinismo—. ¡Corre y huye de aquí lo más lejos posible! De todos modos no puedes salvar a esas mujeres.
—¡Ah, sí, claro! —replicó una voz diferente—. ¿Puedes dejar pudrirse a alguien en la oscuridad cuando tienes al menos una mínima oportunidad de salvarlo?
¡Vaya! ¡De modo que no tenía una sola voz interior, sino dos! ¡Aparte de la mía propia y la de Valder, claro! ¡Cuatro! Había llegado la hora de alquilar un cuarto de paredes acolchadas en el hospicio de los Diez Mártires.
—Ya, claro —repuso la primera voz—. Vagar en la oscuridad con dos mujeres medio muertas de hambre es una auténtica locura. Nunca lo conseguiríamos.
—No pienso seguir escuchando. ¿Y si fueses tú el que estuviera pudriéndose tras los barrotes? En Piedras Grises, por ejemplo.
—Para empezar, yo nunca estaría allí. No soy tan fácil de atrapar. Y además, aun en el improbable caso de que estuviera encerrado en Piedras Grises, no existe nadie tan estúpido como para tratar de sacarme de allí arriesgando su propia vida.
—¡Eres tan arrogante y cínico como siempre!
—Y tú tienes demasiado buen corazón. Tendrías que haber nacido sacerdote de Silna, no ladrón.
—Di lo que quieras, pero al menos yo voy a tratar de salvarlas.
—Muy bien —dijo la primera voz a la segunda después de una pausa—, pero luego no digas que no te lo advertí. Y ya que estamos… ¿por qué no intentamos hacernos con las diez mil monedas de oro que la mujer le ofreció al viejo? Diez de aquí y cincuenta del rey cuando cumplamos con el Encargo…
Volví a la celda donde languidecían las prisioneras.
Con muchísimo cuidado, para no hacer el menor ruido, introduje la ganzúa de cabeza triangular en la cerradura y traté de girarla. No funcionó. «Mmm, probemos con la de cuatro dientes y la muesca de tamaño cero uno ocho. A ver…». ¡Ésa era! O, al menos, algo en la cerradura había emitido un leve chasquido.
Pero no era una cerradura tan sencilla. Tenía al menos nueve engranajes normales y otros dos secretos. Si hacías saltar uno de aquéllos por accidente, había que empezar de nuevo desde el principio. Debía de ser de fabricación enana. El pueblo menudo había hecho un trabajo tan bueno como acostumbraba, así que me costaría un enorme esfuerzo abrir la puerta. En teoría, tendría que pasarme entre dos y quince minutos hurgando en la cerradura.
—No te apresures tanto. Piensa. Ésas mujeres no le tenían miedo al viejo —oí decir de repente a una voz dentro de mi cabeza.
Me estremecí. No era una de mis «voces interiores», los dos bandos de aquella estúpida discusión que tenía mi interior como escenario, sino la voz de Valder, el archihechicero, quien, muerto varios siglos antes, había encontrado ahora un refugio dentro de mi hospitalaria cabeza. Tan hospitalaria, de hecho, que parecía recibir con los brazos abiertos a todo el que quisiera entrar en ella.
—¿Tú crees? —pensé, asustado de repente.
—Sí. ¿Ése viejo no te dio miedo?
—¿De verdad necesitas preguntarlo?
—A mí también, a pesar de que lo vi con una visión totalmente distinta, pero cuando hablaron con él, las voces de las mujeres no temblaron siquiera. Así que, ¿realmente crees…? —El susurro de Valder dentro de mi cabeza se interrumpió un instante—. ¿Realmente crees que debemos adentrarnos en el nido de la araña?
—¿Qué sitio es éste en el que he… en el que hemos acabado?
—No lo sé. No lo recuerdo. —Que yo supiera, era la primera vez que el Hechicero no sabía algo—. De repente hemos aparecido aquí, eso es todo… Como si nos hubieran transportado de algún modo.
—¿Como si nos hubieran transportado? ¿O sea, que alguien chasquea los dedos y… zas… de repente aparezco en una prisión?
A mi mente afloró el deseo de que desaparecieran los dedos responsables, junto con el resto de la mano. ¡Eso enseñaría a su celoso propietario a enviar a gente honrada a sólo Sagot sabía dónde!
—¿Qué debería hacer? —pregunté a Valder, sólo para asegurarme.
—La cabeza es tuya —fue su respuesta—. Decide tú lo que se debe hacer.
—¡Ah, no, discúlpame! ¡Gracias a ti, ésta ya no es sólo mi cabeza! —repliqué al archihechicero—. Te metiste en ella sin pedir permiso y ahora, dado que no tienes la intención de abandonarla, haz el favor de aconsejarme. ¿Qué debería hacer?
Ésta vez sólo me respondió el silencio. El condenado archihechicero había desaparecido, igual que otras veces. Como si no existiera. Pero no pensaba dejarme engañar. Valder sólo fingía estar mudo hasta que algún peligro mágico real amenazaba mi pellejo. Ya me había sacado de varias situaciones comprometidas y estaba convencido de que volvería a hacerlo alguna vez.
Algunos podrían decir que el mago y yo teníamos una relación simbiótica, en la que Valder me salvaba de diversos peligros y yo ofrecía a su espíritu descanso y olvido temporal en un rincón de mi mente. ¡Bueno, pues espero que todo el que piense eso mantenga la bocaza cerrada y bien cerrada! No saben cómo es compartir la cabeza con otra persona, aunque sea una persona que murió hace mucho tiempo y no se mete en tus cosas hasta que la situación es realmente desesperada.
Es muy desagradable sentir a otro en tu interior y recordar cosas que nunca te han sucedido a ti. Aunque tampoco puedo negar que, de no haber estado el archihechicero conmigo, los gusanos me habrían devorado los ojos hace mucho tiempo.
—De acuerdo. Que la oscuridad se te lleve. ¡Puedes mantener la boca cerrada hasta que te pongas de color azul! —juré entre dientes.
Pero no tuve tiempo de tomar ninguna decisión sobre lo que iba a hacer. De repente oí unas pisadas que se acercaban desde la escalera. Quienquiera que fuese el recién llegado, caminaba con paso firme y confiado, y lo hacía en mi dirección. Pensé que era muy extraño que todos los carceleros hubieran decidido recorrer los pasillos el mismo día. For me había enseñado a temer a la gente que camina despreocupadamente por lugares en los que se debe andar de puntillas y sin llamar la atención de manera innecesaria. Si aquel hombre hacía tanto ruido es que no tenía miedo. Si no tenía miedo es que podía ser peligroso. Y si era peligroso es que se trataba de alguien a quien convenía esquivar, en la medida de lo posible.
Siempre he tratado de seguir los sabios consejos de mi viejo maestro, razón por la que sigo vivito y coleando. Y no tenía la menor intención de actuar de manera distinta aquella vez.
Me introduje de nuevo en la celda de la puerta abierta. Empezaba a sentirme allí como en casa. La peste volvió a introducírseme reptando por la nariz, pero esta vez conseguí acostumbrarme mucho más deprisa que antes. Me coloqué en una posición desde la que podía ver la puerta de la celda de las prisioneras y presté atención a los pasos que se aproximaban.
Las pisadas se encontraban a sólo cinco metros de mi santuario. Tres… dos…
El recién llegado llevaba una lámpara que no daba demasiada luz y, a pesar de que se podía ver un media luna anaranjada en la oscuridad, no pude distinguir nada más a su alrededor. Sólo el contorno oscuro de una sombra en medio de una oscuridad que apenas había remitido.
El individuo se detuvo y la puerta emitió un chirrido lastimero. Traté de aguzar la vista al máximo, pero no logré distinguir nada en aquella negrura impenetrable. Lo único que podía hacer era mantener los oídos bien abiertos.
El recién llegado entró en la celda y volví a oír el tintineo de la cadena.
—Hola.
Ésta vez era la segunda mujer la que había hablado primero.
—Lo más importante es mostrarse siempre educada, ¿verdad, Lafresa? —preguntó el visitante inesperado con tono burlón. En el mismo instante en que oí la voz lamenté no encontrarme a mil kilómetros de distancia.
«¡Por la oscuridad! ¡Por un h’san’kor y un millar de demonios! ¡Que me frían las plantas de los pies en una sartén! ¡Que me vea con las manos vacías el resto de mi vida!».
Ahora sí que estaba metido en un buen lío.
Había reconocido la voz del individuo. Sólo la había oído dos veces y en ambas me había hecho sentir un intenso deseo de encontrarme en cualquier otra parte. Era el fiel servidor del Amo, al que apodaban el Mensajero.
—¿Qué otra cosa me queda, aparte de buena educación? —respondió la mujer con una voz rebosante de amargura—. ¿O acaso esperabas que suplicara para salvar la vida?
—Sólo el Amo puede salvarte la vida —respondió la criatura con tono lúgubre—. Yo no soy más que el Mensajero que transmite su voluntad. Y en cuanto a suplicarme… lo harás. Si se me antoja. Te aseguro que lo harás, Lafresa.
La mujer no respondió.
—Vaya, vaya —dijo el Mensajero con una risilla sin molestarse en esperar contestación. En aquel momento parecía muy humano—. Veo que Blag os mantiene con una dieta a base de agua.
—¡Le arrancaré el corazón! —siseó Leta con tono de furia.
—No creo que eso le hiciera demasiado daño —rio el Mensajero—. Debes aprender a tratar con los Sin Alma. Con Blag es más efectivo cortarle la cabeza que perder el tiempo arrancándole un órgano inútil… Aunque puedo ofrecerte alguna esperanza. Puede que dentro de poco tengas la oportunidad de cumplir tu amenaza, mi querida Leta. Últimamente he estado pensando cada vez más en convertirte en una Sin Alma, como el viejo Blag. Nuestro mutuo amigo necesita una ayudante para… mmm… diversos tipos de placeres.
—¡Siempre te han gustado esas porquerías, esclavo! —respondió la mujer con tono de desdén.
En aquel momento me alegraba muchísimo de no haber tratado de salvarles la vida. A alguien que hablaba con el Mensajero en pie de igualdad no la quería como compañera.
—Y tú, en toda tu corta vida, siempre te has distinguido por tu inmensa capacidad de embuste —replicó el Mensajero, burlón—. Pero al final has mordido más de lo que podías tragar, mi querida Leta, lo mismo que la encantadora Lafresa, aquí presente, y las dos lo habéis pagado caro.
—¡Siempre he sido fiel al Amo y he cumplido todas sus órdenes! —repuso Leta con furia.
—¿Siempre? ¡Vamos, vamos, Leta! No intentes engañar a un viejo amigo. Aquí no estamos más que Lafresa, tú y yo, eres libre de contarme cómo conseguiste fracasar en una tarea tan sencilla.
—¡Hicimos todo lo que nos había ordenado el Amo! Por el bien de la causa…
—¡A mí no me hables del bien de la causa! Deja los discursos para los sacerdotes y esos petulantes papagayos que se hacen llamar a sí mismos nobles. ¡Vamos, dime por qué no funcionó tu nube morada! —inquirió el Mensajero con voz autoritaria—. ¿Por qué no tiene el Amo aún la Llave?
¡Una nube morada! ¿Estaba el fiel perro del Amo hablando de la tormenta chamánica? Desde luego parecía referirse a la abominación que había estado a punto de aniquilar a nuestro grupo en los Yermos de Hargan.
—No entiendo lo que pasó —dijo la mujer con voz cansada—. Sabes que procedí con todo cuidado y atención, tal como se me había ordenado. Nuestros hombres mataron a todos los chamanes del Sin Nombre, que también perseguían a los viajeros, y luego usamos su brebaje y ocultamos el hechizo con una tormenta para que, la oscuridad mediante, la Orden no descubriera nada, antes de enviar la magia con el viento. Todo estaba perfectamente calculado y no tendría que haber sobrevivido nadie. Ni siquiera los elfos tenían conocimientos suficientes para enfrentarse a mí. ¡Era imposible que destruyeran la nube!
—¡Pues lo hicieron! —replicó el Mensajero, implacable.
—No fueron ellos —arguyó Leta—. La magia chamánica de los elfos oscuros y los Primogénitos se huele a una legua de distancia y no había ni rastro de eso.
—¡No te excuses ante él! —exclamó Lafresa con un chillido—. No es más que un criado.
—No fueron ellos —insistió con tozudez la otra, haciendo caso omiso de lo que había dicho Lafresa.
—¿Ah, no? ¿Y quién, entonces? ¡Dímelo, en el nombre de la Fuente de Rocío Sanguinolento! —siseó el Mensajero.
—No lo sé. Alguien poderoso. Probablemente un Hechicero, dado que no pudimos percibir nada. Alguien cuya intervención no habíamos previsto.
Y su nombre era Valder. Mi conocido, que había convertido la nube morada en un millón de diminutos fragmentos y salvado a nuestro grupo.
—¡Deja de mentir! Ya caminamos por el filo de la navaja tal como están las cosas. Todo estaba previsto. ¡Todo! ¿O es que pretendes que crea que hay un Hechicero escondido entre esas hormigas? El Jugador, en Avendoom, no dijo nada sobre ningún Hechicero. ¡Nadie de la Orden iba con el grupo, se aseguró de ello!
—No confío en el Jugador —murmuró Leta—. Es un zorro que podría arruinar nuestros planes en cualquier momento.
—La inmortalidad y la información son magníficos incentivos para la lealtad.
—Si tan leal es a nuestra causa, ¿por qué sigue el ladrón con vida?
—Los planes han cambiado.
—¡Eso es una estupidez!
La mujer habría hecho bien en seguir el ejemplo de Lafresa y guardar silencio si pretendía vivir un poco más.
—¡Tú sigue así y verás cómo te arranco la lengua, chiquilla! No eres quien para cuestionar la voluntad del Amo.
—¡Déjate de amenazas, Mensajero! Nos conocimos en otra vida, sirviente del Amo, así que guarda tu elocuencia para las ovejas. ¡Te será mucho más fácil asustarlas a ellas!
—Oh, sí, son mucho más sumisas que tú. Pero no se diferencian demasiado de ti. Eres igual de mortal, a pesar de que puedes recordar todas tus vidas pasadas. Pero no estamos hablando de los sirvientes, estamos hablando de tu amiga y de ti. Cometisteis un error, no conseguisteis justificar la confianza del Amo y por eso estáis donde estáis, esperando a recibir vuestro castigo.
—¿Por eso has venido? ¡Qué bajo ha caído ese al que llaman el Mensajero! Bien, estoy lista para morir —declaró Lafresa con orgullo.
—¿Alguna última palabra que desees decir?
—No.
Leta lanzó una risotada ronca e histérica:
—Al contrario que tú, yo siempre puedo volver a la Casa del Amor. Pero tú, mi querido, J…
La voz de la mujer se tornó un resuello. No era la primera vez que yo oía algo así. Cuando aquel tipo se ponía nervioso, le daba por agarrar del cuello a la primera persona que se ponía a su alcance.
—Ni se te ocurra —siseó en voz baja—. ¿Me oyes? ¡Ni se te ocurra pronunciar mi verdadero nombre! Sí, gracias a Lafresa nací en la Casa del Dolor y la Casa del Miedo, y nunca podré rozar el amor, pero ahora estoy en la Casa del Poder, ¡y no pienso permitir que un insecto como tú pronuncie mi verdadero nombre! —El resuello se fue convirtiendo gradualmente en un gorgoteo y entonces oí el ruido apagado y sordo de un cuerpo que caía al suelo. Nuestro amigo el Mensajero era un tipo realmente afable.
—Si por mí fuera, nunca saldrías de esta celda, Lafresa. No he olvidado nada. Así que cuando vuelvas a ver al Amo, puedes darle las gracias en persona por perdonarte la vida. Tienes suerte, tiene un trabajo para ti.
—¿Qué puedo hacer por mi señor? —La voz de la mujer superviviente no temblaba siquiera. La muerte de su amiga no le había causado la menor impresión.
—Eres una de las pocas a las que se les puede confiar la Llave. La cogerás y la traerás aquí.
—¿La Llave?
—¿Es que te has vuelto sorda? Ésa reliquia está en manos de unos simples sicarios. Vas a traerla. ¿O es que es demasiado difícil para ti?
—No… no lo es. Pero ¿por qué yo?
—Formulas la pregunta apropiada. Podría haber ido Leta en tu lugar. Cualquier débil humano, incluso sin tus poderes, podría habérsela traído al Amo, pero el problema es que… la Llave ya está vinculada. La elfa ha utilizado su magia chamánica y ahora tenemos que romper esos vínculos. Aparte de ti, sólo hay otros cinco capaces de hacerlo. Y, adelantándome a tu próxima pregunta, la razón de que se te haya elegido a ti en lugar de a ellos es ésta: el Jugador está demasiado ocupado en Avendoom y los demás se encuentran muy lejos. Tardarían demasiado en prepararse antes de poder empezar siquiera… Conociendo tu don innato para la Kronk-a-Mor, he asumido que no necesitarás preparación alguna. O casi ninguna…
—¿Cuándo necesita el Amo la Llave?
—Dentro de dos semanas, como mucho.
—Tardaría cuatro meses en llegar a Ranneng desde aquí.
—Estarás allí pasado mañana. Recoge el artefacto, rompe el vínculo, llévaselo al Amo y puede que entonces nuestro señor olvide tu fastidioso traspié. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—Bien.
—Necesitaré tiempo. Tengo que esperar a que se produzca una conjunción propicia de las estrellas. De lo contrario, los vínculos no se romperán.
—No tienes tiempo. Procura no arruinar esta oportunidad.
—Quítame las cadenas.
Oí un débil tintineo.
—Coge la lámpara y sal de aquí.
—Con mucho gusto —respondió la mujer.
—Recuerda, será mejor que esta vez no cometas ningún error, si no quieres que pase mucho tiempo antes de volver a ver la Casa del Amor.
—No olvidaré tus palabras, Mensajero.
Vi que la mujer era menuda e iba con los pies descalzos, pero no conseguí atisbar sus facciones. Si la tal Lafresa pensaba aparecer de la nada en la mansión de los Ruiseñores para hacerse con la Llave, yo tendría que llegar de algún modo hasta allí a tiempo de detenerla. La mujer se alejó, seguida por el Mensajero.
Esperé a que el sonido de sus pasos se hubiera apagado.
—Harold, has dejado de pensar por completo —dijo Valder con tono malhumorado.
—Vaya, hoy estás hecho un charlatán —respondí al archihechicero—. ¿Cuál es el problema?
—¿No has oído lo que han dicho? Se tardan cuatro meses en llegar a Ranneng, pero ella estará allí pasado mañana. —Dicho lo cual, Valder volvió a desaparecer.
¡Ah, por la oscuridad! Para cuando llegara a la ciudad, probablemente la Llave ya no estaría allí. Y tampoco podía avisar a Miralissa o a Markauz. Lo único que podía hacer, por mucho que aborreciera la idea, era seguir a aquella parejita y…
¿Y entonces qué? ¿Detenerlos? ¿Pedirles que me llevaran con ellos?
«¡Sagot, muéstrame el camino!».
Salí de la celda y a continuación, con una mano pegada a la pared, eche a andar hacia la escalera, en la misma dirección por la que habían desaparecido el Mensajero y la mujer.
Procuré caminar deprisa y en silencio, hasta donde tal cosa era posible en aquella oscuridad impenetrable.
La pareja a la que seguía me precedía quince metros. No me atrevía a acercarme más a los servidores del Amo porque tenía miedo de que me descubrieran, así que tenía que fiarme del ruido para determinar la distancia a la que se encontraban. Cuando el sonido de sus pisadas comenzaba a acallarse, apretaba el paso y me acercaba. Si me excedía y el sonido crecía en exceso, me detenía y aguardaba un momento antes de continuar.
Seguimos así hasta llegar a la escalera. Entonces tuve que esperar a que Lafresa y el Mensajero subieran por ella antes de poder seguirlos.
Tardé mucho tiempo en subir la escalera. En primer lugar, estaba tan oscuro como antes y cada uno de los peldaños era de un tamaño distinto, así que tenía que avanzar a tientas, con lo que me movía a paso de caracol. En segundo lugar, la escalera era muy larga: al principio ascendía en línea recta, pero luego comenzaba a hacerlo en espiral, dando vueltas y vueltas, más y más arriba cada vez.
Me sentía como si fuera a entregarle el alma a Sagot allí mismo, en aquella dichosa escalera, y, como es natural, perdí de vista a la pareja.
Cuando finalmente terminaron los peldaños, me asomé con cautela a un pasillo iluminado por humeantes antorchas separadas por amplios espacios. Ni un alma a la vista. Ni el Mensajero ni Lafresa. Las enormes paredes de sillares estaban prácticamente cubiertas de hollín y el techo abovedado también distaba mucho de estar reluciente. Aquí y allá se veían todavía vestigios de la lechada, pero a ojo de buen cubero se podía calcular que tenían varias décadas de antigüedad. En las paredes no había puertas ni ninguna otra cosa que unas inscripciones en una lengua que yo no entendía, bien ogro o bien el idioma de los Primogénitos. La verdad es que no sé una sola palabra de ninguna de ellas…
No había avanzado demasiado, apenas cien o ciento cincuenta pasos, cuando el pasillo desembocó en otra escalera, pero esta vez de sólo veinte peldaños a lo sumo. Al final reinaba de nuevo la más profunda oscuridad. Apoyé el pie en el primer peldaño y, en el mismo instante, un olor tenue y mohoso a polvo y descomposición asaltó mis fosas nasales.
—Oh, no —murmuré para mis adentro. Volví caminando lentamente por el pasillo y descolgué una antorcha de la pared.
La llama temblaba y escupía chispas en una brisa, que, de algún modo, lograba abrirse paso hasta el laberinto subterráneo. Coroné los escalones, salí a una pequeña sala y maldije en voz alta. No me gustaba un pelo lo que se veía allí.
Había un esqueleto estirado sobre una mesa de madera de tosca factura. Me di cuenta al instante de que no era humano. A juzgar por los colmillos, cabía pensar que se trataba de un elfo o un orco. Y tenía una hachuela oxidada clavada en el cráneo.
No me dan miedo los muertos, sobre todos los que se están quietecitos y no abren la boca. Ni siquiera me preocupan esos despojos a los que la Orden llama «los despertados» y la gente sencilla conoce como «vagabundos» o simplemente como «muertos vivientes». Son criaturas muy torpes, inofensivas mientras uno se rija por la sencilla norma de mantenerse alejado de sus manos y sus dientes. Y, en términos generales, de no meterse bajo sus pies.
Los muertos vivientes existen, es un hecho. Pero yo nunca había oído hablar de esqueletos vivientes. Sencillamente, algo así no puede existir en la naturaleza. ¿Cómo se van a mover unos huesos sin músculos, tendones, cartílagos y el resto de la maquinaria?
Dos respuestas acuden al instante a la mente: o algún idiota está tirando de ellos con cuerdas o la responsable es la magia chamánica de los ogros: cosa que, por supuesto, es enteramente factible.
Sea como fuere, en aquel momento no tenía tiempo para averiguar la razón por la que el esqueleto de la mesa sacudía las piernas con notable vigor, como si, al menos en apariencia, estuviera tratando de incorporarse. Me preocupaba una cuestión totalmente diferente: ¿lograría hacer lo que pretendía y, en caso afirmativo, supondría algún peligro para mí?
El esqueleto meneó las piernas e intentó levantarse. Pero sus esfuerzos no estaban dando ningún fruto, porque algún alma piadosa le había clavado la columna a la mesa con enormes clavos de hierro.
Tengo que admitir que la curiosidad es uno de mis mayores defectos. Me acerqué un poco. Al instante, la criatura volvió la cabeza hacia mí y siseó. Juro por Sagot que lo hizo, a pesar de que no tenía pulmones, lengua ni ninguna otra de las cosas que, en teoría, necesita la gente decente para articular sonidos.
Los agujeros negros de las cuencas oculares, en los que revoloteaba una miríada de chispas carmesí, se clavaron en mí.
—¡Libérame, mortal!
Me quedé boquiabierto un instante. Si los esqueletos habían aprendido a hablar, había que ir pensando en mudarse al cementerio. El fin del mundo tenía que estar cerca.
—No en esta vida —respondí con voz sombría mientras me alejaba todo lo posible de él.
La criatura muerta apoyó la cabeza sobre la mesa y emitió un siseo de furia que sonó como el aceite caliente cuando se arroja en una sartén al rojo vivo, antes de empezar a debatirse y sacudirse. Realmente se habría podido decir que lo intentó con todo su corazón (de haber tenido uno, claro) y la mesa comenzó a moverse por el suelo.
—¡Voy a liberarme sea-como-sea!
Cada una de las últimas sílabas vino acompañada por una violenta sacudida que hizo estremecer la mesa. Los clavos que sujetaban la cintura de la criatura empezaron a ceder ligeramente.
Decidí que había llegado el momento de seguir mi camino y dejar de tentar a la suerte. La criatura tenía clavada toda la columna y tendría que luchar al menos una semana para liberarse. Pero el paso más importante es siempre el primero. Uno de los clavos ya había cedido y otros lo seguirían. El agua puede acabar disolviendo la piedra, según dicen. No pensaba quedarme a ver qué pasaba cuando aquel ser lograra liberarse.
Durante los minutos siguientes no sucedió nada extraño, ni desagradable, cosa por la que Sagot merecería ser alabado y glorificado por toda la eternidad. El suelo ascendió ligeramente y la antorcha iluminó los lúgubres sillares de piedra gris, relucientes por la humedad subterránea, y las inscripciones trazadas en las paredes por la mano descuidada de alguien. El techo retrocedió hasta gran altura, más allá del alcance de la luz de la antorcha. Un leve eco hizo acto de presencia y comenzó a duplicar el sonido de cada paso que daba, así que me vi obligado a caminar de puntillas.
El Mensajero y la mujer se habían disuelto en la oscuridad y parecía imposible volver a encontrarlos.
—Comienza por el nivel inferior del sur —dijo en ese momento la voz del Mensajero, arrastrada a lo largo del pasillo. Arrojé la antorcha al suelo y la apagué con el pie—. El Amo ya no los necesita.
—¿Puedo…? —preguntó Blag con voz temblorosa de excitación.
—Me trae sin cuidado lo que hagas, Alma Perdida —respondió el Mensajero. Cada palabra estaba cargada de desprecio—. Si quieres comértelos, cómetelos. Si quieres tallar juguetitos con sus huesos, adelante. Pero primero haz lo que te digo.
—¡Por supuesto, mi señor! El viejo Blag se encargará de sus huesos. ¡Oh, sí! Se encargará de ellos.
Las voces parecían llegar hasta mí por doquier. Me envolvían de un modo que hacía imposible saber dónde estaban sus propietarios. Estaba seguro de que el Mensajero y el viejo no se encontraban en el pasillo, porque de ser así habrían visto al instante la luz de mi antorcha. Sonaba como si estuvieran hablando en algún lugar situado tras la pared, pero yo no había visto ninguna puerta mientras la antorcha estaba aún encendida.
—Disculpad que lo diga, mi señor… Y os ruego que me perdonéis si me meto donde no me llaman… pero no deberíais haber dejado que la hembra se marchara.
En aquel momento, el sonido de la voz de Blag parecía venir de arriba a la derecha. ¿Estaban andando por el techo o qué?
—¡Limítate a hacer lo que te mando! —le espetó el Mensajero—. Si no, volverás a encontrarte en el lugar del que te sacó el Amo a rastras, como pasto de los gusanos.
Blag comenzó a murmurar con miedo mientras la sección de la pared que había justo delante de mí se deslizaba a un lado y al otro lado aparecía una sala iluminada por una lámpara. No tuve ni tiempo de saltar a un lado. La puerta secreta se había abierto tan repentinamente que me vi atrapado en el círculo de luz. Y Blag, que estaba saliendo al pasillo, me vio.
Juro sobre la cabeza de Kli-Kli que hubo un momentáneo destello de asombro en aquellos pozos negros que tenía por ojos. El viejo sonrió mostrando su dentadura podrida y yo le arrojé su propia arma, el hueso, sin pensármelo dos veces.
Debo decir que no soy ningún maestro lanzando cuchillos normales y corrientes, y no digamos huesos, pero supongo que esta vez algo debió de guiar mi mano.
No alcancé al anciano, pero sí a la lámpara de aceite que llevaba. Explotó y las llamas, liberadas, se arrojaron sobre Blag como una mofeta loca de hambre. El viejo aulló, se lanzó al suelo y comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, tratando de apagar el fuego. Las llamas lo envolvieron por completo, devorando su ropa y su carne. Y mientras tanto yo me quedé allí, fascinado por la terrible visión, y sólo reparé en el frenético fulgor de un par de ojos ambarinos en el último momento.
Una sombra negra se abalanzó sobre mí. Instintivamente retrocedí de un salto y la zarpa que buscaba mi corazón falló.
O casi.
Algo me desgarró la camisa y un relámpago de dolor explotó en algún lugar próximo a mi estómago. Creo que tuve el tiempo justo de gritar antes de que el mundo se transformara en un millar de agónicos fragmentos.