4
Los problemas continúan…
A la mañana siguiente me despertaron los chillidos agudos furibundos de Invencible. Al principio estaba demasiado dormido como para entender lo que estaba sucediendo, pero como de costumbre, un acceso de iluminación divina me sacó de aquel estado. La respuesta era muy lógica: podía oír los chillidos de Invencible porque cierto bribonzuelo apestoso de piel verde había decidido fastidiar al formidable ratoncillo.
—¡Oh, mira! —exclamó Kli-Kli con deleite.
El lingo aulló con más fuerza aún.
—Prueba a acercarle el dedo un poco más —dijo Mumr como si realmente estuviera interesado en comprobar lo que podía suceder.
—Ah, hazlo tú. Muerde.
—No muerde.
—Te digo que sí. Mira cómo enseña los dientes.
—Escucha, Kli-Kli. ¿Cuándo volverás a tener una oportunidad como esta de acariciarlo? Marmota no está aquí, Invencible está a tu disposición. Por fin puedes tratar de hacerte amigo suyo. Créeme, no te morderá.
—Tienes lengua de seda, no lo voy a negar, pero no sé por qué, no me creo una sola palabra de lo que dices.
—Bueno, como quieras —dijo Ciendelámparas con voz de aparente indiferencia—. No te molestes si no quieres. Despierta a Harold y vamos a por el desayuno.
—Mientras algunos roncaban más ruidosamente que todo el ejército de Miranueh, yo ya he desayunado —respondió Kli-Kli malhumoradamente. A continuación, exhaló un suspiro dramático y dijo—: Muy bien, probaré a acariciarlo. Puede que no me muerda.
Invencible respondió al instante con un gruñido de advertencia, que expresaba con toda claridad que no toleraría ninguna familiaridad indebida.
—¡Ay! ¡Qué daño! ¡Me ha mordido! ¡Lo juro por el gran chamán loco Tre-Tre, la ratilla me ha mordido! —bramó el trasgo.
—Es lo menos que te mereces —dije abriendo los ojos—. ¿Por qué la atormentas?
—Harold, ¿de qué lado estás tú? ¿Del mío o del de esa enloquecida y apestosa rata almizclera? ¡Mira! ¡Me ha mordido!
Me metió el dedo debajo de la nariz.
—Has recibido tu merecido, ni más ni menos. Y cuando Marmota se entere de que has estado incordiando a su amiguito, te arrancará la cabeza.
—Eres idiota, Harold —dijo Kli-Kli mientras se lamía la terrible herida.
—Oh, no. Perdóname —dije levantándome de la cama—. Aquí el idiota eres tú, no yo.
—Cierto, soy idiota —reconoció Kli-Kli amigablemente—. Pero también soy sabio. Mientras que tú sólo eres idiota.
—¿Y cómo has llegado a ser tan sabio? —preguntó Ciendelámparas, que había estado escuchando nuestra conversación.
—¿Qué quieres decir con eso? —resoplé mientras me ponía la camisa—. Al nacer se cayó de cabeza al suelo y desde entonces es un idiota que se cree sabio.
—Puede que yo sea un idiota que se cree sabio, pero tú, Harold, eres un idiota genuino. ¿Y sabes por qué? Porque un sabio sabe que es idiota, y eso lo convierte en sabio, aunque idiota. Pero la gente como tú, que se creen los más listos y sabios de todos, no se da cuenta de que son, precisamente, los más idiotas de todos.
—Qué maravilla de razonamiento —señalé, aunque me sentía un poco confuso—. ¿Nunca has pensado en enseñar filosofía en la universidad?
—Oh, qué grandes palabras conoces —dijo el pequeño trasgo, a quien, al parecer, aquella conversación le resultaba muy divertida—. ¡Fi-lo-so-fía! Un idiota como tú ha tenido que tardar diez años en aprenderla. Y para que veas, puedo demostrar que eres idiota en menos que canta un gallo. ¿Quieres que lo haga?
—No.
—Eso es porque eres idiota —replicó el trasgo al instante—. ¿Es que tienes miedo?
—Simplemente, no me interesan las demostraciones del bufón de la corte. Eres un charlatán impenitente, Kli-Kli.
—¿Yo, un charlatán impenitente? No, voy a demostrar que eres un idiota que no quiere escuchar a los hombres sabios —dijo el trasgo con cara de furia—. Mira. Primera prueba. ¿Quién habría aceptado un Encargo para recuperar el Cuerno del Arco iris?
—¡Un idiota! —dije, pues en esto el enano verde tenía razón y no se le podía quitar.
—¡Oh, tu sabiduría aumenta por momentos! —dijo el bufón con sentida sinceridad mientras se vendaba el dedo herido con un pañuelo.
El pañuelo, que no estaba lo que se dice demasiado limpio, tenía unas florecillas azules muy vulgares bordadas a lo largo del extremo.
—Por continuar con nuestra discusión —prosiguió el verdoso incordio—. ¡Segunda prueba! Al negarte a aceptar la autenticidad de las profecías de los trasgos sobre el Bailarín de las Sombras, es decir, sobre ti, actuaste como el mayor idiota de toda la historia, ¿no es así?
—Actué como un hombre inteligente. ¿Para qué iba a querer yo estar en tus ridículas profecías? Me comporté como un idiota al dejar que me bautizaras como Bailarín de las Sombras.
—¡Oh! —dijo con un suspiro de decepción—. Estás volviéndote idiota otra vez. No importa. Puede que seas idiota, pero has aceptado el nombre y ahora no puedes echarte atrás. La profecía se cumplirá.
Kli-Kli adoraba el Bruk-Gruk, el profético libro de los trasgos que, supuestamente, contenía todos los acontecimientos relevantes que sucederían alguna vez en Siala. Y, al parecer, incluía un ciclo especial de predicciones sobre el llamado «Bailarín de las Sombras». El trasgo insistía en que estos cuentos de hadas se referían a mí, pero yo no quería saber nada de los delirios de chamanes trasgos. Lo último que necesitaba para llevar una vida feliz era descubrir que era el héroe de un estúpido libro.
—¿Y cómo es que aceptó el nombre, Kli-Kli? —preguntó Mumr.
—¿Cómo, querido Ciendelámparas? Muy sencillo. Porque es idiota. Algo se le debía haber metido al trasgo en la cabeza.
Obviamente pensaba repetir esa palabra el día entero, como uno de esos loros verdes de ultramar. Pero Ciendelámparas no estaba satisfecho con esta respuesta del bufón personal de Stalkon, así que Kli-Kli prosiguió con su diatriba:
—Te lo contaré. Las profecías sobre el Bailarín de las Sombras aseguran que será un ladrón y que salvará el mundo de una catástrofe terrible. Pero antes de que lo haga tendrá que acontecer una larga serie de sucesos y señales. Hay muchas formas de reconocer al Bailarín, esto es, nuestro queridísimo amigo, el idiota de Harold también conocido como el Sombra. Primero, el Bailarín debe encadenar a los demonios usando el Caballo de las Sombras, luego debe matar a un pájaro morado y finalmente debe aceptar el nombre.
—¿Y qué tiene todo eso que ver con Harold? —preguntó Mumr, intrigado.
—Oh, qué difícil es entenderse con vosotros los idiotas —contestó Kli-Kli, mientras daba un pisotón en el suelo y fingía estar molesto—. Podemos decir que Harold encadenó a los demonios, ¿no?
—No fui yo. Fueron los hechiceros de la Orden los que lo hicieron.
—Eso es lo de menos —dijo Kli-Kli para descartar mi objeción. El bufón estaba en aquel momento en la cresta de su ola preferida: las profecías del chamán loco Tre-Tre, ¡así la luz lo maldiga mil veces!
—¿Es cierto que la Orden encadenó a los demonios con tu ayuda? ¡Lo es! ¿Se ha producido la señal? ¡Sí! ¿Hubo un pájaro morado en los Yermos de Hargan? ¡Lo hubo, y no sólo uno!
—Si los trasgos llamáis pájaros a esos monstruos voladores…
—Es una expresión poética, hijo mío. No sabes una palabra sobre arte. Bueno, ¿había un pájaro morado o no?
—Como quieras —suspiré. No tenía sentido esforzarse en hacer comprender al pequeño moscardón que muy difícilmente se podía llamar pájaros a las criaturas engendradas por la Kronk-a-Mor de los chamanes del Sin Nombre—. De acuerdo, lo había.
—¡Exacto! Y tú tienes un nombre, ¿no?
—Ajá. Desde niño. Me llaman Harold.
—¡Bah, eres un caso perdido! ¿Eres totalmente bobo o sólo te lo haces para confundirme? No me refiero al nombre con el que te bautizaron, sino al nombre que se te concedió desde lo alto. El Bailarín de las Sombras. ¡A ese me refiero! Dijiste que te podía llamar así. De modo que lo aceptaste.
Una vez más, volví a maldecir el día en que le dije a Kli-Kli que podía llamarme de aquel modo. Sólo lo hice para que la pequeña alimaña me dejara en paz, pero él comenzó a decir a voz en grito que la señal se había cumplido. Y ahora sólo cabía esperar nuevas profecías de los trasgos, tan estúpidas como las anteriores.
—¿Y qué signo profético es el que nos espera a continuación? —pregunté al trasgo con tono burlón.
—¿A continuación? —el bufón entornó los ojos, me lanzó una mirada astuta y declamó:
Cuando se pierda la llave carmesí como el agua vertida sobre la arena y la senda se extravíe entre la niebla será la hora de la mano del ladrón. Se reunirá de noche con LaFresa, mas, ¿a quién ayudará la llave?
—Ajá —dije y, sin poder remediarlo, me eché a reír en voz alta—. Es lo que siempre he dicho: ese loco chamán vuestro, Tre-Tre, tomaba demasiadas setas mágicas para desayunar.
—Vamos a dejar de lado los insultos injustificados, si no te importa —dijo el trasgo enseñándome los dientes—. ¡Tre-Tre fue el chamán más grande de mi pueblo! Artsivus y su orden no servirían ni para aguantarle la vela.
—Puede que no, pero preferiría que eso lo decidiera otro. ¿Te has parado a pensar en el significado de esa pequeña cancioncilla tuya? No entiendo una sola palabra.
—Eso es porque eres idiota —volvió a recordarme el bufón—. Es una profecía, así que la entenderás cuando se cumpla. Cosa que está a punto de suceder, porque la llave carmesí ya se ha perdido. O, dicho en lenguaje inteligible, se la ha llevado alguien.
—¿Ésa llave vuestra? ¿Es de color carmesí, entonces? —preguntó Ciendelámparas.
—Bueno, no… —dijo Kli-Kli, confundido por la pregunta—. Más bien parece hecha de cristal… Bueno, Harold. Ve a llenarte la panza. Tú y yo tenemos un trabajo que hacer.
—Yo no tengo más que un trabajo que hacer, Kli-Kli, el que juré completar en la tumba de Gato. Voy a conseguir el Cuerno del Arco iris, entregárselo a la Orden, recoger mi honradamente ganada recompensa y utilizarla para darme la gran vida. Ninguna otra cosa me importa, salvo que, claro está, represente una amenaza para mi vida o una ocasión de ganar un poco de dinero.
—Pero es que tenemos un trabajo que hacer —dijo Kli-Kli muy seriamente—. Mumr y Anguila van a relevar a Marmota y Egrassa.
—No veo la relación. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—En primer lugar, puedes devolverle a Marmota su lingo…
—Eso puedo hacerlo desde aquí —interrumpí al trasgo.
—En segundo lugar —continuó Kli-Kli imperturbable—, Miralissa te ha pedido que eches un vistazo a la casa y digas si puedes colarte allí y birlarles la Llave ante las mismas narices de los servidores del Amo.
—¿Birlársela? ¿Ante sus mismas narices? —pregunté como un eco—. ¿Yo?
—¡Sí, tú! Eres el ladrón, ¿no?
No había nada que decir ante eso. Recogí el roedor de la almohada, me lo subí al hombro y dije:
—Vámonos. ¿Conoces el camino?
—Panal ha vuelto esta mañana y me lo ha dicho. Anguila viene también. Ciendelámparas, ¿nos acompañas?
—Sí.
—Pues muy bien —le dije al trasgo al salir del cuarto—. Pero no iremos a ninguna parte de paseo hasta que no haya desayunado.
—No te preocupes por eso. Maese Quild puso la mesa hace siglos.
* * *
Los pájaros cantaban sus canciones de estival alegría, las plantas estaban en flor, el cielo era azul, la hierba verde y brillaba el sol. De haber podido olvidarme de la Llave que nos habían arrebatado delante mismo de nuestras narices y del hecho de que seguíamos sin saber lo que había sido de Bocazas, habría sido un día maravilloso.
—¿Es muy largo el camino? —pregunté al trasgo.
—No demasiado —murmuró el bufón.
Se había colgado de mi manga con la mano derecha y caminaba saltando sobre un solo pie, para diversión tanto de los transeúntes como de sí mismo. No podía zafarme de él porque el bufón se agarraba a mi camisa como una garrapata en la oreja de un perro, así que tuve que probar con la persuasión. Pero mis educadas y sentidas exhortaciones a que dejara de hacer el idiota y caminara como la gente normal recibieron una negativa por respuesta. Luego traté de ignorar al trasgo saltarín. A fin de cuentas, no podía darle su merecido en medio de la calle, ¿verdad?
—¿Cuánto es «no demasiado»? —pregunté a mi compañero después de un nuevo e infructuoso intento de arrebatarle mi manga a sus tenaces dedos.
—Más o menos una hora —respondió Kli-Kli con indiferencia mientras saltaba sobre un palo tirado en el suelo.
Gemí.
—Vamos a la parte sur de la ciudad, la colina Multicolor. Es un buen paseo.
—Para algunos es un paseo, para otros una excusa para dar saltos y hacer el idiota —señalé.
Pero Kli-Kli estaba decidido a pasarse la hora entera saltando sobre un pie.
—Siento que no nos hayan dejado el carro —se lamentó el bufón de la corte mientras franqueaba un charco de un salto impecable.
La pequeña rata había mentido. No había más de veinte minutos de paseo entre la posada y nuestro destino.
La calle que ascendía a la cima de la colina Multicolor era increíblemente empinada. Cuando al fin llegamos a donde vivían los peces gordos, yo estaba empapado en sudor. Pero al menos, Sagot mediante, el trasgo me había soltado al fin.
—Podríamos bajar rodando —murmuró el bufón con tono soñador cuando casi habíamos llegado a la cima.
Seguí la dirección de sus ojos. Había un carromato viejo y vacío junto a una de las casas, con las ruedas calzadas por unos topes para impedir que se pusiera accidentalmente en marcha colina abajo y aplastara a algún desgraciado transeúnte.
—¡Ni lo sueñes! —le advertí.
—No entiendes una sola palabra sobre hallazgos afortunados, Harold. Un idiota, no hay otra palabra para describirte. Mira esa colina. Volaríamos como un huracán.
—No me gusta la idea.
—¿Qué idea? ¿La de volar como un huracán?
—La idea de que nosotros volemos como un huracán. Si has decidido suicidarte, Kli-Kli, no hay ninguna necesidad de que involucres a otros en tus absurdos planes.
—Harold, eres un auténtico latazo. Relájate, no hay peligro. ¿A qué viene hablar de suicidios?
—A que, mi pequeño cerebro de mosquito, la ladera de esta colina tiene más de cuatrocientos metros de longitud. Nos moveríamos, sí. ¡Y también ganaríamos velocidad! ¡Volar como un huracán! —dije con vocecilla aguda, tratando de burlarme de él—. ¿Y cómo íbamos a frenar, mi pequeño tontuelo? ¡Nuestros huesos acabarían esparcidos por medio Ranneng!
—¡Oh! —dijo el bufón una vez que reflexionó sobre mis argumentos. Se volvió hacia el carro con mirada de decepción—. No había pensado en eso.
—Y ahora, ¿quién es el idiota y quién el sabio?
—Tú el idiota y yo el sabio. Hasta un doralissio se daría cuenta de eso. Por cierto, hemos llegado. Es esa mansión de allí.
La mansión que se levantaba sobre la misma cima de la colina parecía tan grande como medio palacio real, pero desde nuestra posición tampoco podía apreciarlo con toda claridad. La mayor parte del edificio estaba oculta tras las tupidas copas de los árboles que crecían en el parque que la rodeaba.
El recinto privado estaba delimitado por un alto muro de color gris, coronado por esbeltas figurillas de acero. No me dejé engañar por su aspecto: ante todo eran una barrera de pinchos destinada a impedir que alguien trepara sobre el muro. Su carácter decorativo era estrictamente secundario. Y estaba totalmente convencido de que, detrás de los pinchos, habría perros, garrinchos o guardias. Puede que los tres.
Las puertas, de acero estaban cubiertas con imágenes de pájaros. Pájaros en vuelo, que cantaban y hacían toda clase de cosas. Al mirarlos con más atención vi que eran ruiseñores. Así que quienquiera que viviese en aquel nido de víboras tenía que ser un noble de la casa de los Ruiseñores.
—¡Impresionante! —dijo Ciendelámparas mientras observaba la casa con mirada apreciativa—. ¿Qué te parece, Harold?
—Difícil.
—¿Qué quieres decir?
—Difícil de salir.
—Pero tú eres un maestro en tu oficio, ¿no?
—Sí… Pero eso no quiere decir que el trabajo sea más fácil. ¿Dónde están Marmota y Egrassa?
—Probablemente tratando de hacerse pasar por árboles, y por eso no los vemos —sugirió Kli-Kli—. Están escondidos, Harold, escondidos. ¿O acaso crees que dos tipos apuestos como ellos no llamarían la atención dando vueltas y vueltas alrededor de una casa?
—Bueno, pues ya que están escondidos, búscalos. Me niego a jugar al escondite.
—Muy bien. ¡Y pienso encontrarlos, porque no soy tan idiota como algunos! —dijo nuestro sabio trasgo mientras comenzaba a girar la cabeza en todas direcciones.
Como es natural, el trasgo no encontró a nadie. Si un elfo no quiere que lo vean, no lo ven. Y los Corazones Salvajes, sobre todo sus exploradores, siempre han sido famosos por su camuflaje y por su capacidad para esconderse incluso donde parece imposible. Marmota y Egrassa salieron como dos fantasmas de entre los matorrales que crecían a lo largo del muro que rodeaba la mansión. Nunca habría creído que dos fornidos guerreros pudieran estar allí metidos.
—Llegáis tarde —fue el saludo de Marmota.
—Lógico. ¡Hasta a un h’san’kor le habría costado encontraros! —dije mientras le entregaba el lingo, que chillaba de alegría, a su amo—. ¿Habéis descubierto a quién pertenece la casa?
—No. ¿Y vosotros?
—Tampoco —respondió Anguila—. ¿Está todo en calma?
—Como una tumba. Al menos nadie ha salido de la casa por las puertas, pero más o menos una hora antes del amanecer entraron siete hombres. Tenéis permiso para usar nuestra pequeña guarida. Es muy discreta y conveniente y no se ve desde la calle. Podéis entrar cuando queráis. Está ahí mismo y ofrece una perspectiva privilegiada de las puertas.
—Buena suerte —dijo el taciturno Anguila a los demás mientras echaba a andar hacia los matorrales. Se deslizó por una estrecha abertura y al instante el ramaje lo ocultó de los demás.
—Vamos, Harold. Ahí parado se te ve más que a un pulgar hinchado —me dijo Kli-Kli.
—Oye —protesté—. Me dijiste que lo único que tenía que hacer era vigilar la casa. Nadie dijo nada de meterse en unos arbustos.
—¿Por qué tienes que poner siempre tantos inconvenientes? —preguntó el bufoncillo con las manos en las caderas—. ¿Por qué tengo siempre que obligarte a hacer las cosas, como si fueras un niño pequeño?
—Muy bien, muy bien —dije levantando las manos—. Me rindo. ¡Pero deja de fastidiarme!
—Eso está mejor —exclamó el bufón con vocecilla triunfante, y se introdujo entre los arbustos detrás del garrakano.
Fui tras él, consolándome con la idea de que hasta que Miralissa averiguara a quién pertenecía la casa y Alistan diera con algún modo de entrar en ella, tampoco había nada que pudiera hacer. Lo mismo daba estar allí o sentado en la posada. Sí, en la posada no estaba el insoportable Kli-Kli, pero sí Miralissa.
Desde que el fantasma de Valder me salvara de la criatura voladora en los Yermos de Hargan, la elfa oscura había estado observándome con gran interés. Yo no le había contado, a ella ni a nadie, que tenía el espíritu de un archihechicero instalado en la cabeza. Y después del suceso de los yermos me había hecho el tonto y había asegurado no tener la menor idea de lo que había sucedido o de cómo había logrado salvarme.
Durante la noche, Marmota y Egrassa habían levantado un refugio magnífico. Vistos desde la calle, los arbustos parecían intactos, pero en su interior había una acogedora y verde guarida hecha de ramas pisoteadas y hierba, lo bastante grande para albergar a dos hombres. Es cierto que éramos cuatro, no dos, pero Kli-Kli no era muy grande y yo me acurruqué un poco, así que pudimos estar bastante cómodos en nuestro puesto de observación.
Ciendelámparas se tendió sobre el suelo, recogió una brizna de hierba, se la puso entre los dientes y se dedicó a observar las nubes que pasaban por el cielo entre las ramas del «techo». Una ocupación perfecta para un hombre que pretende quedarse dormido.
Anguila, por su parte, se encargó de vigilar las puertas de la casa, así que a Kli-Kli y a mí no nos quedó más que sufrir el aburrimiento. El inquieto trasgo era incapaz de permanecer quieto un momento y cuanto más tiempo pasábamos en nuestro escondrijo, más aumentaban sus nervios.
—Querías que viniéramos, así que ahora aguántate —dije con satisfacción.
El trasgo soltó un suspiro y se tendió sobre la hierba, junto a Mumr. Se puso a contar él también las nubes que pasaban por el cielo, pero no tardó en aburrirse y menos de cinco minutos después comenzó a moverse por el escondrijo y me clavó un pie en el costado mientras se acercaba reptando a Anguila.
—¿Nadie? —siseó con curiosidad.
—No —respondió el garrakano con voz tensa sin apartar los ojos de las puertas.
—A-a-a-ah —repuso el trasgo, decepcionado, antes de propinarme una nueva patada en el costado al volver a su posición y reanudar su observación de las nubes sin prestar la menor atención a la nada amistosa mirada que le dirigía yo.
Diez minutos después se repitió la situación. Me pateó el costado mientras se acercaba reptando a Anguila, volvió a preguntarle lo de siempre, recibió la misma respuesta, dijo «A-a-a-ah», y volvió a patearme.
A la tercera vez no pude seguir aguantando.
—¡Kli-Kli, como no te estés quieto no respondo!
—Sólo voy a hablar con Anguila un momento.
Una patada en el costado.
Perdí los estribos y traté de patearlo a mi vez con todas mis fuerzas, pero de algún modo logró esquivar el golpe. Soltó una risilla de satisfacción y me sacó la lengua. ¡Pero podía esperar, ya volvería!
—¿Nadie?
—No.
—A-a-a-ah… ¡Ay!
Justo cuando Kli-Kli se disponía a volver a su lugar, Anguila lo inmovilizó en el suelo con una mano sin mirarlo siquiera.
—Quédate ahí.
—¿Por qué?
—Ya has molestado bastante a Harold.
—¡Pero es que es muy divertido! —dijo el bufón.
El guerrero no respondió y el trasgo se lo tomó como una afrenta mortal. A pesar de lo cual, y de que siempre estaba llamándome cobarde, no se atrevió a decir nada y se quedó en el sitio.
El tiempo se arrastraba interminablemente. Mumr mordisqueaba su brizna de hierba. Kli-Kli, agotado de no hacer nada, se quedó adormilado y a mí se me durmió un costado, así que me apoyé sobre el otro. Pero Anguila continuó donde estaba, sentado, tan inmóvil como las dos últimas horas, observando las puertas. No había movimiento ni señales de vida. La entrada tenía que estar muy bien custodiada, dado que al otro lado vivía un miembro de una de las principales casas nobiliarias de Ranneng, pero no había guardias a la vista.
Cuando la tercera hora estaba tocando a su fin, Anguila se incorporó bruscamente y rio entre dientes.
—¡Al fin!
Di un respingo y aparté cuidadosamente una rama para observar. Dos guardias, miembros de la guardia personal del propietario de la casa (tenían algún emblema bordado en el uniforme, pero no se podía distinguir desde tan lejos), estaban abriendo apresuradamente las gruesas puertas.
—¿Qué pasa? —preguntó Kli-Kli con un enorme bostezo mientras despertaba.
—Hay movimiento en el nido de cucarachas —murmuró Mumr—. Harold, apártate un poco, no veo nada.
Unos jinetes salieron al galope de la casa. Uno, tres… cinco en total. ¡Y Cara Pálida, que la oscuridad se lo llevase, era uno de ellos!
—¡Rolio está ahí! —susurré.
—¿Dónde? —Kli-Kli estaba tan ansioso por ver al asesino del que tanto le había hablado que estuvo a punto de salirse de los arbustos y rodar de cabeza a la calle.
No habría sido ninguna broma que el bufón hubiera terminado bajo los cascos de los caballos. Pero Anguila estaba altera: agarró a Kli-Kli de la pierna y lo metió de nuevo entre los arbustos.
—Tranquilo, muchacho.
—Ha sido un accidente.
—Ése es Cara Pálida. El jinete vestido de negro —les expliqué. Mis manos anhelaban sacar un virote para enviárselo como regalo al asesino, pero por desgracia no llevaba las armas encima.
—¿Adónde van?
—¡Ah, por la oscuridad universal! ¡Se escapan! —exclamó Anguila—. ¡Que se escapan, por los dragones!
—¿Y si lleva la Llave? —eché más leña al fuego.
Los jinetes se alejaban.
—¡Mumr, tras ellos, aprisa! —ordenó Anguila.
—¡Pero tienen caballos!
—¡Y tú piernas! No galoparán por la ciudad. Mira, no van muy deprisa. Intenta averiguar adonde se dirigen.
—Muy bien —dijo Ciendelámparas mientras escupía la brizna de hierba—. Lo intentaré.
—Hay que informar a Markauz y a Miralissa —dijo Anguila. Se levantó y salió de los arbustos—. Aún tenemos la oportunidad de interceptarlos en las puertas de la ciudad.
—Hay muchas puertas —dijo Kli-Kli con tono de duda—. Será mejor que nos apresuremos.
Pero no pudimos volver a la posada. O más bien, no nos lo permitieron. Nada más llegar a la calle por la que habíamos venido pocas horas antes, dos hombres nos bloquearon el paso. Vestían modestos atuendos de artesanos y tenían expresiones hurañas y ojos fríos. Parecían muy confiados y tenían buenas razones para ello: cada uno llevaba una espada desenvainada en la mano.
—Parece que al final sí que nos han visto desde la casa —murmuré mientras sacaba la daga de su vaina.
Una daga contra una espada es algo así como una ballesta contra una catapulta. No podía hablar por Anguila, pero sabía que a mí me harían pedazos sin la menor dificultad.
—¡Mirad detrás! —chilló Kli-Kli.
Seis hombres más se nos acercaban desde atrás. Aún estaban a bastante distancia, pero cada uno de ellos llevaba una ballesta. Entonces me di cuenta de que no habían salido de la casa. Las puertas seguían cerradas. Habían llegado en un carruaje de gran tamaño.
—¡No son Ruiseñores! ¡Son los sicarios del Sin Nombre! ¡Nos han seguido!
Anguila emitió un gruñido sordo y desenvainó sus puñales.
—¡Harold, no te quedes ahí como un pasmarote! —siseó Kli-Kli al ver cómo se aproximaban los de las ballestas—. ¿Tienes tu bolsa de truquitos mágicos?
—No, la he dejado con la ballesta y con el cuchillo largo.
El trasgo gimió.
—¡Es la cosa más estúpida que podrías haber hecho!
No se podía discutir tal afirmación.
Entonces, de repente, se me ocurrió una idea brillante. Alargué la mano hacia el as que guardaba en la manga: un frasco mágico con una pócima que, al romperse, debía producir un destello, un estallido y una enorme humareda.
En realidad no era más que un pequeño juguete sin valor, pero no me había costado nada y no quería tirar un frasco mágico. Nunca había tenido la ocasión de probarlo. Había dejado de llevar la pócima detonante en mi bolsa para no correr el riesgo de confundirla con los demás frascos y una vez guardada en un bolsillo especial de mi manga me había olvidado de ella, porque no pesaba casi nada.
—¡Cerrad los ojos! —grité a mis compañeros mientras arrojaba el frasco a los pies de los espadachines. Se produjo un brillante destello y una fuerte detonación, mientras una sección de la calle quedaba sumergida en una densa y arremolinada humareda blanca. Uno de los hombres de las espadas gritó de terror.
—¡Quedaos detrás de mí! —ordenó Anguila mientras cargaba contra nuestros enemigos haciendo caso omiso de sus espadas.
Uno de ellos estaba sentado sobre el suelo en medio del humo, pestañeando. Se había olvidado de la espada, que yacía a pocos pasos de él. El otro había resultado más firme. Blandiendo su arma con bastante torpeza, trató de rebanarle el cuello a Anguila, pero éste se agachó, bloqueó la acometida con la daga izquierda y le clavó al hombre la derecha en la garganta.
Su compañero seguía en el suelo pestañeando, así que me preparé y le propiné un puntapié en plena mandíbula. Los dientes del aspirante a asesino crujieron mientras él se desplomaba.
—¡Coge la espada! —me gritó Anguila mientras recogía el arma del hombre al que había matado.
A mí se me da tan bien manejar una espada como a un panadero el timón de una fragata real, pero en aquel momento no tenía tiempo para explicárselo al garrakano. En cuanto los de las ballestas vieron lo que les había pasado a sus compañeros, echaron a correr. Por desgracia, mi miquillo mágico no los había impresionado demasiado, así que corrían hacia nosotros y no en sentido contrario. El más impaciente de ellos disparó y su proyectil pasó rozando el suelo, peligrosamente cerca del pie de Anguila.
—¡Quieren cogernos vivos! —dijo éste con un gruñido.
—¡Seguidme! —chilló Kli-Kli al darse cuenta de que un sitio en el que el aire está lleno de silbantes virotes de ballesta no es el lugar más apropiado para un trasgo respetable.
El bufón desapareció en el interior de la densa y blanca humareda. Yo corrí tras él y Anguila cubrió nuestra retaguardia.
Diez pasos después salimos del muro de humo que cubría la calle. Los hombres de las ballestas habían empezado a disparar sin preocuparse de cogernos vivos. La única razón que impedía que estuviésemos como un colador era el humo. Uno de sus virotes pasó silbando junto a mi cabeza y se clavó en un costado del carromato que tenía los topes bajo las ruedas. Kli-Kli quería un viajecito, ¿no? Pues parecía que su sueño estaba a punto de hacerse realidad.
—Harold, ¿qué era esa sustancia apestosa que has arrojado al suelo? —me preguntó Anguila.
—¡Una simple bagatela que nos ha ahorrado una pequeña incomodidad! ¡Quieto, Kli-Kli! —dije mientras agarraba al trasgo por el cuello—. ¿Subimos al carromato?
—¡No seas necio!
—¡Pero es que lo soy! Tú primero, hombre sabio.
Sin molestarse en hacer más preguntas, Anguila arrojó al indignado trasgo al interior del carromato. Era consciente de que no podíamos correr más que unos proyectiles de ballesta. Unos segundos más y nuestros pellejos no valdrían ni una moneda de cobre falsa. Subí de un salto detrás de Kli-Kli.
—¡Harold, espero que sepas lo que estás haciendo! —dijo. Creo que era la primera vez que veía asustado al bufón. Ni siquiera en el ataque contra el palacio real por parte de los seguidores del Sin Nombre, en Vishky, o en los Yermos de Hargan, su esmeralda y flaca excelencia se había teñido de aquel color lechuga pálida.
Con un par de fuertes golpes, Anguila retiró los topes de madera que mantenían el carromato en su sitio y éste comenzó a acelerar colina abajo. El estoico garrakano incluso le dio un empujón, aunque no era para nada necesario. La cuesta ya era lo bastante empinada y, al cabo de pocos segundos, nuestro vehículo avanzaba a velocidad aterradora.
—¡C-creo que ha si-sido una ma-mala i-i-idea! —balbuceó Kli-Kli con terror mientras las ruedas del carromato chocaban y saltaban sobre los adoquines de la calle. Se aferró al costado del carromato con las dos manos y observó cómo las calles pasaban volando ante nosotros con los ojos abiertos de par en par por el terror.
Las pocas personas que había en la calle se apartaron de un salto de nuestro camino para no ser aplastadas por las ruedas del carromato y, al pasar, nos recompensaron con obscenidades escogidas y mandándonos al infierno.
Otro virote se clavó en la parte trasera del carromato con un ruido sordo.
—¡Agachad la cabeza! —rugió Anguila tratando de gritar por encima del estrépito de las ruedas y del viento que soplaba sobre nuestros oídos.
La bajamos. Una letal lluvia de virotes cayó sobre la parte trasera del carromato. O había muchos más perseguidores de los que habíamos creído o eran unos tiradores de primera. Pocos de los soldados del rey podrían disparar y recargar a tal velocidad.
Pero aun así, Kli-Kli asomó la cabeza, miró hacia delante y exclamó:
—¡Ay!
En aquel momento, la luna habría cabido en cualquiera de los ojos del trasgo. Aquello me intrigó y decidí que quería saber lo que significaba el «¡Ay!» de nuestro sabio amigo.
Para nuestra desgracia, la calle continuaba aún durante otros cien metros y entonces giraba en ángulo recto hacia la izquierda. Así que nos esperaba una sorpresilla extremadamente desagradable: nuestro carromato volaba como un proyectil en dirección al muro de una casa.
Me volví: nuestros perseguidores estaban quedando irremisiblemente rezagados gracias a la velocidad alocada de nuestro carromato, pero aún seguían detrás de nosotros, tan testarudos como sabuesos imperiales en pos de un rastro.
—¡Hay que saltar! —grité.
El carromato estaba moviéndose a una velocidad endiablada y si éramos tan estúpidos como para quedarnos en su interior, terminaríamos chafados contra la pared.
—¡Si saltamos nos vamos a hacer mucho daño! —objetó Kli-Kli.
—¡Si no saltamos, seguro que nos lo hacemos! ¡Venga, salta a la de dos!
—Uno…
Demasiado tarde. El carromato chocó con la pared, o la pared con el carromato, no lo sé.
Nos precipitamos contra ella.
Chocamos con ella.
Volamos de cabeza contra una superficie muy dura.
Para aquellos que no entiendan el lenguaje humano normal, dejadme que os lo deletree: estábamos metidos en un buen lío. Como dicen los gnomos: habíamos caído de la sartén a las brasas.
El impacto fue aterrador. Kli-Kli, que estaba en equilibrio sobre el costado del carromato como un funambulista, esperando a que yo dijera «dos», salió despedido. Tuvo suerte. En cambio, Anguila y yo estábamos dentro del vehículo.
Al chocar, se hizo la oscuridad. Pensé que un par de gigantes furibundos habían acudido corriendo desde Tierras Desiertas con el propósito expreso de bailar una djanga sobre mis costillas. No sé cómo es que no se me hicieron pedazos. Oía un zumbido, veía las estrellas, mi costado izquierdo no era más que una masa dolorida y tenía la sensación de que la cabeza se me hubiera vuelto de plomo.
No sé cuánto tiempo estuve allí tendido. Puede que un segundo o puede que una edad entera. Las estrellas se negaban tozudamente a desaparecer y su enloquecido girar estaba empezando a ponerme enfermo. Y lo que es peor, después del golpe me costaba mucho pensar y sólo conseguía hacerlo a ráfagas.
Después de eso fue como si lo viera todo desde fuera.
Kli-Kli estaba inclinándose sobre mí. El trasgo parecía estar totalmente ileso, aparte un arañazo en la majilla y un desgarrón en la capa.
—¡Harold! ¡Vamos, Harold! ¡La oscuridad se te lleve! ¡Levanta! ¡Levanta!
¿Por qué gritaba así? No estaba sordo. ¿Y de dónde habían salido tantos maderos? ¡Ah, sí! ¡El carromato!
—¡Arriba, Bailarín de las Sombras! ¡Ya casi están aquí!
«¡Que se le coma la lengua un h’san’kor! ¿Por qué me fastidia ahora este infecto bufón? Lo único que necesito es estar media hora tumbado y quedaré como nuevo. Que se vaya a incordiar a Anguila. Por cierto, ¿cómo le irá a Anguila?».
Tuve que hacer un auténtico esfuerzo para apartar la mirada de Kli-Kli, que estaba intentando decirme algo, y girar la cabeza hacia el lugar en el que pensaba que debía de estar el guerrero.
¡Ajá! Anguila estaba allí a mi lado, al alcance de mi mano. Tenía la cara llena de sangre y estaba apoyado sobre la espada que había conseguido antes, tratando de incorporarse. Mi admiración por el Corazón Salvaje creció más que nunca. Nuestro Anguila era la tenacidad personificada.
—¡Huye, Kli-Kli! ¡Avísalos! —dijo el guerrero con un siseo.
¿Huir? ¿De quién? ¿Y avisar a quién? Al oír la orden del guerrero, el rostro de Kli-Kli se nubló de terror.
—¡No pienso abandonaros!
—Vete, bufón —dije, sin entender yo mismo lo que estaba diciendo. Mi voz no sonaba mejor que la de Anguila—. Avisa a todos los que haya que avisar y luego compartiremos un vaso de zumo de zanahoria.
Tenía la garganta tan seca que podría haberme bebido el mar Frío entero, con sal y todo.
—¡Intenta sobrevivir, Bailarín! —Kli-Kli me lanzó una última mirada y desapareció de mi campo de visión.
«¿Adónde ha ido? Ah, sí, claro. A alguna parte, a avisar a alguien. Va tan deprisa que debe de tener muchas ganas de tomarse ese zumo. Bueno, le deseo suerte. Y buenas…».
No dejaron que el garrakano se pusiera en pie. Unos hombres lo rodearon, le quitaron la espada de la mano y le dieron un golpe en la nuca. Anguila cayó al suelo y quedó inmóvil. Yo intenté levantarme, pero los brazos y las piernas no me obedecían, así que me limité a cerrar los ojos y dejar que aquellos malvados comprendieran que estaba demasiado maltrecho para hablar con hombres como ellos.
¡Por mil diablos de las sombras! ¡Habíamos chocado contra una casa que estaba en el lugar equivocado! ¿Por qué no había podido quitarse de en medio? ¡Por la oscuridad! No era eso en lo que tendría que haber estado pensando.
—¿Está vivo? —preguntó alguien, de pie a mi lado.
—¡Sí! Pero está frío —dijo otro justo antes de propinarme una patada bajo las costillas.
Sabía que eran unos malvados.
—¿Nos lo llevamos o basta con uno?
—Basta con uno. —Otra patada—. A este podemos tirarlo.
—A ti sí que te voy a tirar —afirmó una nueva voz—. ¡Nos los llevamos a ambos! ¿O prefieres explicarle tus brillantes ideas a Rizus?
—Sólo era una broma.
—Pues era una broma estúpida, cretino. Has dejado que se escapara el canijo.
—¿Cuántos problemas puede causar un trasgo?
—Muchos más de los que imaginas.
—¿Mando a los chicos tras él?
—¡Ja! Y lo dices ahora. Ya no tiene sentido, nunca lo encontraríamos en los callejones. Basta de charla. Cargad a estos dos antes de que aparezca la guardia y se forme una multitud.
Me recogieron por los brazos y las piernas y se me llevaron a otra parte.
Siempre es así. En cuanto amenaza con haber algún revuelo medianamente serio en una ciudad, la guardia y la gente en general desaparece como por arte de magia. Pero después, cuando las cosas se calman, todos aparecen y comienzan a darse golpes en el pecho: ¡Nos han retenido asuntos importantes! ¡Si no, ya habríais visto!
Me arrojaron sobre una superficie sólida. Alguien profirió un juramento, oí un portazo y el suelo se abombó y crujió. Parecía que me encontraba en un carromato. Pero ¿por qué me habían arrojado allí de aquel modo? Al menos podrían haber tenido la bondad de invitarme a acompañarlos. Soy un individuo educado y amable, seguro que no pensaban que me negaría a seguirlos al carruaje.
Oí que alguien más gemía junto a mi oído. ¿Anguila?
Tuve que abrir los ojos. Descubrí que me encontraba sobre el suelo de un carruaje, junto a un inconsciente Anguila. Los demás ocupantes del vehículo eran los sujetos de las ballestas que cinco minutos antes habían estado tratando de convertirnos en un colador a mis camaradas y a un servidor.
Los orcos tienen un dicho maravilloso: «La curiosidad mató al trasgo». Uno de los malos se dio cuenta de que había abierto los ojos y exclamó:
—Eh, éste ha despertado.
Quería decirle que no era así, de ningún modo, y que tenía un nombre, pero por alguna razón mi lengua se negó a obedecer.
—Pues mándalo a dormir de nuevo —aconsejó alguien al ballestero con tono de indiferencia.
Lo último que vi antes de sumirme en la oscuridad fue una porra que descendía sobre mi cabeza.