3: Comienzan los problemas

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Comienzan los problemas

Volvimos a la taberna sin más contratiempos. Cuando digo sin más contratiempos, me refiero a que no nos sucedió nada horrible en el camino: Mumr no trató de imitar el grito de un asno delirantemente alegre con su caramillo; Hallas no se enzarzó en una discusión con nadie; Kli-Kli no le levantó la falda a ninguna venerable matrona, no cantó ninguna cancioncilla vulgar ni hizo muecas a los guardias; y Anguila no le rebanó la garganta a nadie por puro aburrimiento.

Pasear por la ciudad con mis camaradas era como bailar una djanga con el Sin Nombre sobre una bandeja de porcelana suspendida sobre un precipicio lleno de lava hirviente: en cualquier momento, el hechicero podía asarte vivo, o se podía romper la bandeja en mil pedazos y dejar que te dieras un baño bastante desagradable.

—¡Hogar, dulce hogar! —cantaba Kli-Kli al trasponer las puertas de El Búho Sabio—. ¡Eh, quita! ¡Que me haces daño!

Éstas últimas frases estaban dirigidas a Anguila, que había atenazado los hombros del bufón con la fuerza de un cangrejo.

—No te muevas —susurró—. Aquí hay algo raro. Harold, ¿no has notado nada?

—Está demasiado tranquilo —respondí mientras recorría el oscuro patio con la mirada—. La lámpara no está encendida. Creo que está rota… No hay un solo criado a la vista y esta mañana había tantos como moscas en un establo. Las únicas luces encendidas son las del primer piso.

—¿Problemas? —La daga de Marmota emitió un leve chirrido al abandonar la vaina.

—No lo sé —musitó Anguila mientras soltaba a Kli-Kli y desenvainaba sus puñales—. Pero, mira, no me suena haber visto virotes clavados en la pared esta mañana.

Fue entonces cuando reparé en el virote clavado en el muro de la posada, que brillaba intensamente a la luz de la luna.

—Dividíos —ordenó Deler—. Harold, tú eres ladrón, acércate a hurtadillas y trata de echar un vistazo por la ventana. Tenemos que averiguar quién ha venido de visita.

Puede que sea ladrón, pero no soy un suicida. No tuve la ocasión de decirlo en voz alta. En ese momento, una silueta oscura se movió en las sombras que había junto a la puerta, un par de ojos ambarinos centellearon y su propietario preguntó:

—¿Dónde habéis estado todo este tiempo?

El corazón se me cayó a los pies y se quedó allí tendido, como un conejillo asustado, durante tres latidos seguidos. Me pareció que los ojos del que había hablado se habían teñido de rojo y no reconocí al instante la voz de Ell.

—¿Qué ha pasado, Ell? —preguntó Kli-Kli, y se disponía a correr hacia el elfo cuando lo detuvo una fría orden de Anguila.

—No te muevas, Kli-Kli.

El trasgo se quedó helado en el sitio y volvió la vista hacia el guerrero garrakano. Anguila no había envainado aún las dagas.

—¿No lo reconoces? Es Ell.

—Sal a la luz, Ell, si no te importa —dijo el garrakano en voz baja en lugar de responder al trasgo.

¡Con qué calma y tranquilidad! Anguila estaba tan tenso como la cuerda de un arco, preparado para descargar su flecha contra el enemigo.

¿Por qué sospechaba del elfo?

Una pregunta estúpida. Al igual que yo, el guerrero seguramente recordaba que Miralissa nos había contado que algunos de los servidores del Sin Nombre podían adoptar la forma de tus amigos e incluso hacerse invisibles. Gato y Egrassa habían matado a una de aquellas criaturas en el campamento de los chamanes durante nuestro viaje.

—¿Qué pasa, Anguila? —preguntó el elfo con un siseo muy poco amistoso.

El garrakano no confiaba en nadie, pero para los elfos, la confianza injustificada es un insulto muy grave. Tan grave que puede incluso provocar un duelo.

Pero Anguila no se asustaba con facilidad y sabía lo que estaba haciendo.

—Sal a la luz, nada más. Sabes tan bien como yo las cosas extrañas que nos han estado pasando últimamente.

Ell dejó de discutir e hizo lo que le pedían. Lanzó una mirada inquisitiva a Anguila. Piel morena, labios negros, cabello de color ceniza con un flequillo sobre los ojos amarillos, un par de colmillos de gran tamaño, una rosa negra —el emblema de su casa— bordado sobre la camisa, un arco élfico pesado y el inevitable s’kash a la espalda. El k’lissang de Miralissa abrió poco a poco los labios en una sonrisa levemente burlona.

—¿Y bien? ¿Tengo buen aspecto?

Anguila mantuvo un hosco silencio mientras estudiaba el rostro del elfo. De manera aparentemente inocente, Deler se abrió hacia la izquierda mientras Arnkh hacía lo propio hacia la derecha y entre los dos flanqueaban al elfo oscuro.

—Si quisiera deteneros no daríais ni diez pasos —comentó el elfo.

Y era cierto. A diferencia de Miralissa y Egrassa, Ell no poseía poderes chamánicos (la magia está reservada a los clanes superiores de las casas élficas), pero era un tirador formidable. Los siete habríamos recibido una flecha en el ojo antes de que Kli-Kli pudiera decir ni «¡Bu!».

—Sí, eres tú —dijo Anguila con un cabeceo, y guardó las dagas en sus vainas sin apartar los ojos del arco del elfo—. Lo siento.

Pero no capté ningún remordimiento en la voz orgullosa del garrakano.

—Encomiable prudencia. —Los labios de Ell se curvaron en una sonrisa genuina. El elfo había decidido ignorar el insulto, al menos de momento.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kli-Kli con un mohín.

—Entrad, Miralissa os lo contará todo. Así podréis relevarme… Y tenemos que encontrar también a Panal.

—¿Adónde ha ido a estas horas? —preguntó Deler, tan intrigado como el resto de nosotros.

—Preguntádselo a Miralissa —dijo el elfo con voz seca antes de desaparecer en la oscuridad.

—Se oculta en las sombras. ¡Ja! ¡Pero mirad cómo le brillan los ojos! Hasta un hombre ciego podría verlo, y no digamos un gnomo —se jactó Hallas.

—Te equivocas —dijo Anguila sacudiendo la cabeza—. Quería que lo viéramos. Nunca subestimes a un elfo, gnomo.

Hallas refunfuñó, se tiró de la barba y entró en la posada, pero no creo que hubiera cambiado de opinión sobre el elfo en lo tocante a las emboscadas. Entré tras él y me quedé helado en la puerta. El suelo estaba empapado de vino, que había impregnado los tablones. El causante de esta lamentable circunstancia era un gran barril sobre un soporte de madera, al que algún cerdo le había clavado cinco virotes de ballesta. Como es natural, la totalidad de su contenido se había derramado sobre el suelo y poco le había faltado para inundar la taberna.

Había también montones de virotes clavados en la puerta de roble que conducía a la cocina y una cantidad al menos igual de grande en las paredes. Habían volcado o movido la mayoría de las mesas y las sillas. Y había seis cuerpos tendidos junto a la barra.

Reconocí a uno de los muertos: era el posadero, maese Pito. Tres de los otros eran empleados suyos. A los dos últimos, desconocidos para mí, los habían matado con una espada y no a ballestazos, como al dueño del establecimiento y a sus empleados.

Miralissa, Egrassa y Alistan se encontraban en el centro mismo de la gran sala. El conde Markauz estaba limpiando impasiblemente la sangre de su espada caniana, mientras los elfos conversaban en voz baja. Tío, sentado sobre la barra, sujetaba una jarra de cerveza en la mano izquierda. El sargento tenía el hombro izquierdo vendado y la sangre comenzaba a filtrarse por el blanco tejido.

—¡Ya era hora, malditas sean vuestras almas! —maldijo en cuanto nos vio—. Por el Sin Nombre, ¿qué estabais haciendo por las calles cuando os necesito aquí? Os voy a arrancar la cabeza, condenados bastardos. ¿Es que nunca podéis hacer nada a derechas? ¡Así baile una cabra apestosa sobre vuestros huesos!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Deler con tono de culpabilidad.

Sin preocuparse en absoluto por la presencia de Miralissa, Tío procedió a expresar lo que pensaba de nosotros en un estilo más propio de una conversación entre estibadores del puerto. Las únicas palabras más o menos normales que localicé en su monólogo fueron «tenéis», «encima», «ir» y «ya».

Nadie corrió el riesgo de tratar de interrumpirlo y cuando terminó de desahogarse, el sargento se avino finalmente a explicarnos lo sucedido…

* * *

Alistan, Tío, Bocazas y Panal eran los únicos que se habían quedado en la posada. Antes de que hubiera pasado ni una hora, un grupo de desconocidos armados con ballestas irrumpió en el establecimiento y, sin ofrecer explicación alguna, comenzó a enviar al otro barrio a todos los presentes.

Panal tiró a Tío de la silla justo a tiempo y el sargento recibió el proyectil en el hombro en lugar de en el corazón, pero el desgraciado maese Pito y sus empleados acabaron cosidos a ballestazos. Panal y Tío corrieron a la cocina para ponerse a salvo y Alistan siguió a los Corazones Salvajes, no sin antes usar la espada para acabar con dos de los enemigos, que ya habían descargado sus ballestas. Los Corazones Salvajes atrancaron la puerta de roble de la cocina y los atacantes no intentaron siquiera echarla abajo.

Pero Bocazas no tuvo tanta suerte. Cuando sus compañeros se retiraron a la cocina, se encontraba al otro lado del salón, con tres ballestas apuntándolo.

—Cuando salimos ya se habían marchado —continuó Tío—. La pared entera donde esos cabrones lo cogieron desprevenido estaba como un alfiletero y el suelo estaba cubierto de sangre.

—No veo su cuerpo —dijo Anguila mientras señalaba con la cabeza los cadáveres tendidos junto a la barra.

—Nosotros tampoco lo vimos.

—¿Crees que se lo han llevado? Pero ¿para qué?

—No lo sé. Puede que siga vivo.

¿Vivo? Los milagros son demasiado raros en este mundo como para creer que las cosas podían haber salido así.

Yo estaba convencido de que Bocazas estaba muerto. Si los atacantes habían matado al inofensivo posadero sin la menor vacilación, habrían acabado allí mismo con un curtido soldado. En cuanto al cuerpo… ¿Quién podía saber para qué lo necesitaban? Otra pérdida irreparable para nuestro pequeño grupo. Hasta siempre, Bocazas.

—¿Qué querían esos hombres? —pregunté a Miralissa mientras apartaba por un momento mis pensamientos de la muerte de otro de nuestros camaradas.

—La Llave, Harold. Se han llevado la Llave.

La cosa empeoraba por momentos. Definitivamente, la Fortuna y su hermana pequeña, la dama Suerte, no estaban de nuestro lado aquel día.

—¿De qué Llave habláis? —preguntó Deler, quien, al igual que el resto de los Corazones Salvajes, no sabía nada sobre el asunto. Miralissa y Alistan no habían creído necesario hablar de la reliquia élfica al resto de la comitiva.

—Sin esa Llave, es dudoso que pueda llegar al corazón de Hrad Spein —le expliqué al enano—. Básicamente, si no la tenemos, lo mismo da que no vayamos. Podemos quedarnos aquí sentados y esperar a que el Sin Nombre llegue a Ranneng. ¡Sin Llave no hay Cuerno del Arco iris!

—¡Shtikhs! —maldijo Deler en enano mientras su expresión ceñuda se hacía aún más profunda—. ¿Y cómo han podido enterarse de la existencia de esa condenada Llave?

—¿Quién sabe? —dijo Egrassa mientras se quitaba la fina diadema de plata de la cabeza y la arrojaba sobre una mesa en un gesto de frustración—. Las ciudades humanas están llenas de locuaces pajarillos. Alguien lo sabía, alguien lo contó, alguien se enteró y alguien decidió hacer algo. ¡Hemos perdido una de las reliquias élficas más valiosas que existen!

Unos mil quinientos años antes, cuando los elfos y los orcos acababan de construir los pisos superiores de los Palacios del Hueso (cosa que sucedió después de que dejaran de visitar los pisos inferiores, los de los ogros), Hrad Spein era un lugar sagrado para ambas razas, que no querían arriesgarse a derramar sangre en sus laberintos. Pero al final su odio resultó ser demasiado intenso y la guerra se propagó también por el subsuelo. Los palacios se habían convertido en lugares demasiado peligrosos para los Primogénitos y los elfos. Y desde entonces Hrad Spein había sido un lugar que se debía evitar, repleto de cosas de las que hasta los ogros sólo hablaban entre susurros.

Hasta hoy, nadie sabe quién (o qué) excavó los Palacios del Hueso hasta tal profundidad, en una época en que incluso la raza de los ogros era todavía joven.

Sólo más adelante, los ogros transformaron Hrad Spein en un complejo funerario (y al poco tiempo su mal ejemplo fue imitado por los orcos, los elfos y los hombres), pero nadie ha averiguado aún cuál era el propósito original de los laberintos subterráneos.

La raza de los ogros ocupo los niveles inferiores y comenzó a excavar otros propios, pero perdieron la inteligencia y la razón y se transformaron en animales estúpidos y sedientos de sangre. Los elfos y los orcos tomaron su lugar, pero eran más sensatos que sus predecesores y no descendieron hasta las lúgubres profundidades del nivel más bajo, el nivel de la Noche. De hecho, ni siquiera se aventuraron a poner el pie en los antiguos reinos de los ogros, temiendo así despertar el oscuro chamanismo de esta raza.

Pero la sangre de las dos jóvenes razas las impulsó a hacer lo que la razón había rechazado. Sangre y razón eran los dos filos de la espada que segó las defensas del raciocinio.

Los elfos y los Primogénitos comprendieron justo a tiempo que debían apartarse del camino del mal que habían despertado en aquellas salas subterráneas, así que, antes de que lograra escapar de allí, los elfos le cortaron el paso construyendo las puertas del tercer nivel.

Las Puertas se crearon con la magia chamánica de los elfos oscuros y la hechicería de los elfos de la luz. Para cerrarlas, los elfos necesitaban una llave mágica y para forjarla recurrieron a la ayuda de los enanos, a quienes mintieron diciéndoles que lo que pretendían era sellar los Palacios para que los orcos no pudieran volver a entrar en ellos. La Llave cerró las Puertas para siempre y, desde entonces, muy pocos tuvieron el valor de adentrarse en las profundidades de aquellas estancias por la ruta indirecta, una ruta por la que, por alguna razón, el mal era incapaz de transitar.

Una vez cerradas las Puertas, la Llave se quedó durante mucho tiempo en Listva, capital del reino de los elfos oscuros, hasta que, ya en tiempos presentes, la casa de la Luna Negra se la arrebató a la de la Llave Negra y la puso en manos de Miralissa.

Ésta le llevó la reliquia a Stalkon, consciente de que ninguna expedición dirigida a Hrad podría tener éxito sin ella. La ruta por las Puertas del tercer piso era la más rápida y segura o, más bien, la menos peligrosa.

—Sin la Llave, tendría más probabilidades de meter la cabeza en la boca de un ogro y salir bien parado que de entrar en Hrad Spein y escapar con vida. Esto va de mal en peor. ¿Alguien tiene alguna idea de lo que podemos hacer ahora?

—Esperar —respondió Egrassa mientras, con un gesto automático, pasaba un dedo por el aro de plata que había sobre la mesa, frente a él—. Ahora debemos esperar…

—¿Esperar a qué? ¿Es que alguien cree que esos hombres van a ser tan estúpidos como para devolvernos la Llave, junto con sus sinceras disculpas?

—Lo que dice el tresh Egrassa tiene sentido, Harold. No empieces a ponerte nervioso —dijo Tío mientras se llevaba la jarra de cerveza a la barbuda cara.

—No me estoy poniendo nervioso.

—Bien, porque no hay necesidad. Panal ha ido detrás de los ladrones.

—¿Panal?

—¿Y quién querías que fuese? No podíamos esperaros a vosotros, hatajo de imbéciles —refunfuñó el sargento—. Los elfos no estaban aquí. Yo estoy herido. El conde Alistan es un caballero, no un rastreador. Vosotros estabais bebiendo en las tabernas y metiéndoos en peleas. Sólo quedaba Panal.

—¿Hace mucho que se ha ido? —preguntó Marmota.

—Sí, unas dos horas…

—Hallas, ya está bien de estar aquí sentados —dijo Deler mientras se encaminaba hacia la puerta—. Ell nos ha pedido que lo relevemos. Quizá pueda alcanzar aún al grandote.

El gnomo y el enano salieron.

—Creía que siempre llevabais la Llave con vos, dama Miralissa —dijo Kli-Kli, interrumpiendo el dilatado silencio.

Ésta vez no se trataba de una de las habituales bromas y pullas del bufón. Hasta el decididamente alegre trasgo entendía el lío en el que nos habíamos metido.

—Error mío, bufón.

¡Un elfo admitiendo una equivocación! Menuda novedad. Normalmente eran ellos quienes acusaban a los demás de cometer todos los errores.

—No es culpa de nadie —dijo el señor Alistan para tranquilizar a Miralissa—. Habíamos asumido que nadie sabía que teníamos la Llave.

—¡Pues no deberíamos haberlo hecho! —dijo la elfa con los ojos relampagueantes de furia—. ¡Me he descuidado y la culpa es mía! ¡Ni siquiera me molesté en levantar defensas alrededor de la reliquia!

—¿Cómo pueden haberse enterado de nuestra llegada? —dijo Egrassa con voz pensativa.

El elfo oscuro parecía estar leyéndome la mente. Sólo había una respuesta a esa pregunta: nos habían estado esperando, y durante mucho tiempo.

—Alguien les avisó de que estábamos aquí —respondió Alistan al elfo—. Cruzamos la ciudad a plena luz del día. Había centenares de ojos, podían estar buscándonos…

Anguila cruzó la habitación y se inclinó sobre los cadáveres de los desconocidos. Estudió las caras de los muertos durante largo rato y luego, cuidadosamente, registró sus bolsillos y examinó sus manos. ¿Por qué sus manos?

—Son soldados, sí. No hay duda —declaró el garrakano.

—Ya vemos que son soldados, no sacerdotes de la diosa del amor —respondió Tío con un resoplido—. La cuestión es al servicio de quién trabajaba esta chusma.

—Si nos hubieran atacado sin más, habría asumido que una de las casas nobiliarias había decidido liquidar a nuestro grupo creyendo que nos habían contratado sus rivales. En tal caso, esto habría sido una advertencia… —dijo Alistan al cabo de una larga pausa.

¡Menuda advertencia! Una advertencia es cuando te rompen un dedo y te prometen que la próxima vez será el brazo, y la siguiente el cuello. Pero cuando te cosen a ballestazos, no es una advertencia.

—Ésos hombres eran seguidores del Sin Nombre —dijo Anguila al tiempo que arrojaba dos anillos sobre la mesa—. Mirad lo que llevaban encima.

Recogí uno de los pequeños círculos de metal y le di una vuelta entre mis dedos. Un anillo con forma de rama de hiedra venenosa, el emblema del Sin Nombre. Como los que llevaban sus servidores cuando cumplían la voluntad de su amo.

—Está claro. —Volví a dejar el anillo en la mesa y me limpié las manos.

Probablemente fuese la primera vez que sentía repulsión al tocar un objeto hecho de oro puro. Aunque me hubiese encontrado un baúl entero lleno de ellos delante de mí, nada en el mundo me habría obligado a cogerlos. Stalkon hacía bien al castigar a los hombres que servían al Sin Nombre cociéndolos vivos.

Los seguidores del hechicero son fanáticos, escoria pútrida, malas hierbas que emponzoñan el jardín de nuestro reino, y los Hombres de Arena del rey, sus implacables jardineros, se deleitaban arrancándolas de raíz.

Un hombre al que no conocía entró en la sala y Miralissa lo presentó como el sobrino del fallecido maese Pito.

—¡Qué desastre más terrible, tresh Miralissa! ¡Que los dioses castiguen a esos malditos! —declaró el muchacho mientras se retorcía las manos con desesperación.

—Lo harán, maese Quild, podéis estar seguro de ello —dijo Miralissa mientras daba unas palmaditas en el hombro al nuevo propietario de la posada para animarlo—. Me aseguraré de que el villano responsable de esto no quede impune.

—Gracias —dijo Quild mientras asentía con un gesto afectuoso dirigido a la elfa.

—¿Sabe la guardia lo que ha sucedido?

—No y tampoco van a enterarse —respondió el posadero—. Ésos canallas sólo sirven para recaudar oro y aceptar sobornos. Pero cuando sucede algo como esto, nunca aparecen.

—Entonces será mejor que saquéis los cuerpos del salón antes de que se presente alguien en la posada.

—Sí —dijo Quild con un cabeceo lúgubre—. Sí, en efecto, me encargaré de ello. Iré a buscar al personal, tresh Miralissa. Nos llevaremos los muertos a mi casa y las mujeres se encargarán de hacer lo que hay que hacer. Prepararlos para el entierro… —dijo Quild con la misma voz de tristeza—. Pero, con vuestro permiso, haré que entierren a los dos enemigos en la parte trasera de la posada, junto a los corrales.

—Como queráis, maese Quild.

Tío se terminó la cerveza y se nos acercó.

—¿Cómo va el hombro? —preguntó Arnkh con voz de culpabilidad.

—Estará curado en menos que canta un gallo. Gracias a la elfa. Ha usado sus poderes chamánicos. Dentro de una semana estará como nuevo.

—Siento lo de Bocazas —suspiró Kli-Kli.

—¡No te des tanta prisa en enterrarlo, cara verde! Puede que siga vivo —dijo Marmota al bufón—. Los sicarios del Sin Nombre no se habrían llevado un cuerpo muerto. Lo apresaron con vida, lo siento en los huesos.

Puede que tuviera razón… o puede que no. Pero la desaparición de las constantes quejas y protestas de Bocazas habían dejado un vacío en nuestra pequeña comitiva.

* * *

Los minutos se arrastraban a la velocidad de un caracol que hubiera encontrado una entrada a las bodegas reales y se hubiese atracado de licor gratis. Las gotas del tiempo caían sobre las rojas brasas de nuestro nerviosismo, pero ningún dios trató de acelerarlas para convertirlas en una lluvia que apagase el calor del fuego.

Quild volvió con sus ayudantes, cargó los cuerpos en unas parihuelas y los sacó de la posada.

Hallas entró un par de veces. La primera nos informó de que todo estaba en orden y la segunda se llevó dos jarras de cerveza. Cuando Tío le preguntó qué pensaban hacer Deler y él con las jarras estando de guardia, él respondió lacónico:

—Bebérnoslas.

El sargento frunció el ceño, pero optó por no discutir.

Mientras tanto, Alistan pasaba una amoladora por el filo de su espada con una impasibilidad que hubieran envidiado algunos miembros de la casa real. Parecía querer convertirla en la espada más afilada del universo.

El ejemplo del conde resultó contagioso. Anguila sacó una de sus dos hojas y se puso a imitarlo. En mi opinión, afilar una espada garrakana es una completa pérdida de tiempo. Cualquiera de los finos y elegantes «hermanos» es capaz de cortar un drokr élfico como si estuviera hecho de seda.

Pregunté a Tío dónde estaban mi ballesta y mi cuchillo. El sargento apuntó con un dedo la mesa más alejada, donde estaban amontonadas todas nuestras armas.

¿Qué le voy a hacer si no sé cómo se usan uno de esos armatostes de metal de más de un metro de longitud a los que llaman espadas, hachas y todo lo demás? Pero una ballesta… Amigo, eso es algo completamente distinto. Con mi amiguita podía dar fácilmente en el blanco a setenta pasos de distancia. Y además, el arte de usar esas herramientas afiladas para ensartar y apuñalar no es para ladrones decentes. ¿Adónde iba a ir yo enarbolando un espadón, os pregunto? ¿A pelearme con la guardia? Es mucho mejor darse a la fuga que dejarse ensartar como un cerdo por un guardia con la tripa llena de cerveza. No estoy hecho para la esgrima y los duelos, aunque gracias a For y sus «batallas secretas» poseo unas nociones bastante avanzadas sobre el asunto.

Marmota estaba alimentando a Invencible con un gusano. Era como si el guerrero quisiera engordar a la pequeña bestezuela. Arnkh, Tío y Egrassa se habían puesto a jugar a los dados para matar el tiempo y el elfo había ganado ya seis partidas.

Kli-Kli estaba susurrándole algo a la princesa élfica con una expresión de perfecta seriedad en el rostro. Al ver que me acercaba a ellos, me miró con cara de pocos amigos, así que los dejé en paz. ¿Conque ahora el trasgo y la elfa tenían secretitos?

Ciendelámparas estaba tocando una tranquila y triste melodía en su caramillo, así que yo era el único que no tenía con qué entretenerse, por lo que decidí hacer algo útil. Saqué los mapas de Hrad Spein de mi bolsa y los estuve estudiando hasta que entró Ell.

Miralissa enarcó una ceja en un gesto inquisitivo, pero él se limitó a sacudir la cabeza.

—No lo he encontrado.

—¿No hay rastro de los hombres? —preguntó Alistan apartando la mirada de su espada.

—Todo lo contrario. Seguí a los hombres que se habían llevado la Llave por toda la ciudad y los encontré, pero ya estaban muertos.

—¿Y eso?

—Cosidos a flechazos. Si llevaban la reliquia, alguien se la arrebató. Seis cuerpos en un callejón oscuro. No encontré la Llave, ni a Panal, ni ninguna huella. Como si alguien las hubiera borrado con una escoba. Las busqué, pero en vano…

¿Así que los hombres que nos habían atacado habían caído a su vez en una emboscada? En ese caso, ¿quién era el responsable? ¿Sus propios camaradas? ¿O un tercer grupo? Pero en tal caso, ¿quién?

—Espero que no le haya pasado nada a Panal y tenga más suerte que Ell —murmuró Tío.

—Mumr, Marmota —dijo mi señor Rata en voz baja—, relevad a Hallas y Deler.

Ciendelámparas dejo el caramillo y salió a cumplir la orden de Alistan.

El gnomo y el enano irrumpieron en la posada, ocuparon la barra y se dispusieron a acabar con las reservas estratégicas de cerveza del establecimiento mientras recordaban a su amigo Bocazas, que descansase en la luz, con palabras amables.

Todos los demás continuaron con sus quehaceres, lanzando de vez en cuando alguna mirada preocupada a la mesa.

* * *

Seguí estudiando los documentos. Pero los malditos laberintos de los Palacios del Hueso se negaban en redondo a permanecer en mi memoria y apenas conseguía recordar la ruta que cruzaba el primer piso hasta la escalera del segundo. Finalmente, pasada ya la medianoche, cuando nuestra paciencia estaba casi agotada, apareció Panal. Sin decir palabra le arrebató una jarra de cerveza negra a Deler y la apuró de un solo trago.

—Los he encontrado —dijo el joven gigantón con una carcajada mientras se limpiaba el bigote con el dorso de la mano—. Están en una casa en el distrito meridional de Ranneng.

—¿El distrito meridional? —dijo Miralissa con el ceño fruncido—. ¡Pero si allí no hay nada más que las mansiones de la alta nobleza!

—Exacto… Hallas, otra cerveza.

Panal le entregó la jarra al gnomo, quien se la rellenó sin el menor murmullo.

—¿Has averiguado algo sobre Bocazas?

—Absolutamente nada. Se ha esfumado en el aire —dijo Panal antes de tomar otro trago de cerveza.

—Bueno, ¿y qué ha pasado? Ell no pudo encontrarte.

—¿No? —dijo Panal mientras miraba de reojo al elfo.

—No encontró nada salvo los cuerpos…

—¡Ah, sí! Cuando salí de la posada marchaba unos diez minutos por detrás de nuestros asesinos. Y había patrullas de la guardia por toda la Ciudad Alta, así que tuve que andar con mucho cuidado. En cualquier caso, tardé un poco en llegar a la escena de la pelea. Al llegar allí, no encontré otra cosa que cadáveres y una docena de individuos con armas que salían del callejón. Decidí aprovechar la ocasión y seguirlos.

—¿Dijeron algo?

—No… —respondió Panal tras pensarlo un momento—. Pero luego los asesinos se reunieron con otro hombre, que les dijo que el Amo estaría satisfecho con ellos.

—¿El Amo? —preguntó Miralissa con alarma, lanzando una mirada de advertencia en dirección a mí.

—Eso dijeron. —Panal se encogió de hombros y tomó un trago de su jarra—. Tuve que seguirlos durante bastante tiempo y luego esperar algo más en un pequeño escondrijo mientras ellos esperaban al hombre. Le dieron el objeto que os habían robado, tresh Miralissa, cogieron su dinero y luego, entre alabanzas al Amo, se fueron por su camino.

—¿Y el hombre?

—Se marchó en dirección contraria, así que tuve que decidir a quién seguía. Pensé que lo importante era recuperar el objeto robado, así que lo seguí a él. El condenado es muy astuto, he de decir. Casi lo pierdo.

—¿Te vio? —preguntó Miralissa con ansiedad.

—Oh, no… Imposible.

—¿Por qué no acabaste con él, si tenía la Llave? —preguntó el gnomo con tono de decepción.

—Había otros cuatro con él. Guardaespaldas. Y él mismo parecía un espécimen peligroso. Incluso podría ser un chamán, creo. Tenía la piel muy pálida.

—¿Pálida, dices? —exclamé.

—Blanca. Como la tiza.

¿Podía ser mi viejo amigo Rolio? Si lo era, entonces es que realmente lo había visto en el mercado Grande. Los sicarios del Sin Nombre le habían hecho el trabajo a Cara Pálida, mientras los hombres del Amo aguardaban a su presa en un callejón oscuro, asesinaban a los ladrones a flechazos y les arrebataban la Llave. Aquélla noche, el asesino a sueldo había hecho lo que el chamán del Amo no había conseguido mil quinientos años antes en las montañas de los Enanos y al fin el Amo podría coger la reliquia que tanto anhelaba con sus propias manos.

—Continúa, Panal —dijo Egrassa.

—¿Que continúe con qué? —preguntó Panal encogiéndose de hombros—. No soy Gato, que su alma se bañe en la luz. Como rastreador valgo lo mismo que Hallas como joyero, pero aun así conseguí seguir al hombre hasta el final. Se aloja en una enorme mansión en el distrito sur de la ciudad. Eso es todo.

—¿Qué clase de casa es? ¿Dónde se encuentra exactamente?

—Sólo la oscuridad sabe dónde se encuentra. Nunca había estado en esta ciudad. A duras penas he conseguido encontrar el camino de vuelta. Pero la reconocería si volviera a verla. No es una casa, es un palacio y tiene unas puertas muy llamativas, con una especie de pájaros tallados.

—¡Magnífico! ¡Pues ahora sólo hay que partirles las alas a esos pajarillos! —dijo Hallas. Se metió un trozo de pan en la boca y extendió el brazo hacia su azadón de guerra.

—¿Adónde crees que vas con tanta prisa? —preguntó Tío mientras lanzaba una mirada de curiosidad al gnomo.

—¿Qué quieres decir? Tenemos que recuperar la Llave.

—¿Con un pelotón incompleto? ¿Sin saber a quién nos enfrentamos? ¿Sin saber cuántos guardias hay? ¡Espabila, Hallas! Me parece que antes te han dado demasiado fuerte —replicó el enano con sarcasmo.

—Siéntate, Hallas —dijo Alistan en voz baja, y el gnomo, que había estado a punto de emprenderla a puñetazos con Deler, volvió a su silla, avergonzado—. Tenemos que averiguar a quién nos enfrentamos antes de iniciar una pelea.

—¿A quién nos enfrentamos? Creo que puedo responder esa pregunta por vos, mi señor Alistan —dije sin pensarlo, y al instante quise morderme la lengua, pero ya era demasiado tarde.

—¿Es que te has convertido en visionario, ladrón? —me preguntó el conde Markauz.

—Oh, no, excelencia. Es mucho más sencillo que eso. El hombre que les ha arrebatado la Llave a los seguidores del Sin Nombre que nos atacaron es mi viejo amigo, Cara Pálida. Y Cara Pálida, como recordaréis, sirve al Amo. Creo que podemos dar por sentado que quienquiera que viva en esa casa es otro de los siervos del Amo, como Rolio.

—Bueno, parece lógico —convino Miralissa mientras chasqueaba los dedos con fastidio—. De modo que el Amo ha vuelto a frustrar nuestros planes…

Alistan soltó una risa desdeñosa que evidenciaba lo poco convincente que le parecía mi razonamiento.

—Os ruego me perdonéis, dama Miralissa —dijo Anguila con voz respetuosa. Hasta entonces había guardado silencio—. Los chicos y yo hemos oído hablar por primera vez de ese misterioso Amo hace muy poco. ¿Podríais contarnos algo más sobre él? Ahora mismo andamos un poco a la deriva. Ni siquiera sabemos de qué dirección puede llegarnos el próximo golpe.

—Creo que Harold puede contaros más que yo sobre eso. —Todos los Corazones Salvajes se volvieron hacia mí.

—Mumr, ponme una cerveza —dije a Ciendelámparas—. Va a ser una larga historia.

—Bueno, yo ya la conozco, así que me voy a la cama —dijo Kli-Kli con un bostezo.

—Yo también me voy a la piltra —dijo el gnomo—. Me basta con que mañana, es decir, hoy, me digáis dónde está la cabeza de ese Amo. Iré a presentarle mis respetos con el azadón y así no volverá a molestarnos.

—Menudo héroe estás tú hecho —dijo Deler con un resoplido.

—Exacto, no como ciertos enanos que se empeñan en llevar estúpidos gorros sobre sus vacías cabezotas —dijo el gnomo, y salió de la sala antes de que Deler tuviera tiempo de idear una respuesta ingeniosa.

Con una cerveza del tamaño de un barril delante de mí, di comienzo a mi relato…

—Mmm, sí… —gruñó Deler una vez escuchada la historia hasta el final—. En interesante embrollo nos hemos metido, ¿eh, Tío?

—No empieces a protestar —dijo el sargento al enano—. Ya sabías a qué te exponías cuando abandonaste el Gigante Solitario con nosotros.

—Es cierto —reconoció Deler con un cabeceo—. Hemos visto cosas peores. Hemos sobrevivido a los ogros en las nieves de las Tierras Desiertas, hemos pasado semanas enteras sin probar bocado y hemos marchado hasta las Agujas de Hielo de color verde esmeralda. Ahora no vamos a echarnos atrás por un simple espantajo.

—No, en efecto, enano —declaró Alistan con voz pausada—. Tampoco tenemos adónde retirarnos. Es muy posible que la Llave salga de la mansión antes de que termine la noche. ¿Algún voluntario?

—Ya recuperaré el sueño atrasado por la mañana —dijo Marmota mientras se quitaba a Invencible del hombro y lo dejaba en mis manos—. Ocúpate de él. Voy contigo, Panal.

—Esperad, iré con vosotros —dijo Egrassa mientras se levantaba de la mesa. Cogió su s’kash y salió de la taberna con los dos Corazones Salvajes.

—Mmm —dijo Deler con voz pausada y pensativa—. ¿Estoy imaginándome cosas o el tresh Egrassa se ha llevado una espada?

—La ley de Ranneng no se aplica a los elfos, Deler —dijo Miralissa con una sonrisa—. Podemos llevar nuestras armas donde nos plazca.

El enano emitió un gruñido de decepción y farfulló algo entre dientes, pero lo hizo en voz tan baja que Miralissa no pudo oírlo:

—Si tienes colmillos largos y afilados puedes llevar hasta una balista si te apetece, pero no dejan que un enano honrado camine por las calles con su propia hacha.

Cogí al adormilado lingo y me fui a la cama.