2: El diente del gnomo

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El diente del gnomo

—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó el bufón, caminando a saltitos a mi lado.

Las cortas piernas del trasgo no eran capaces de seguir el vivo paso que Hallas había impuesto al grupo.

—A ver a un barbero. Como si no lo supieras.

—Ya sé que no vamos a ver a un zapatero remendón, Harold. Lo que pregunto es adónde. ¡Hemos visto innumerables barberos en la última hora!

—En ese caso se lo estás preguntando a la persona equivocada. Deberías hablar con Hallas.

—Gracias, pero no quiero morir tan joven. Hoy está un poco fuera de sus casillas y prefiero no preguntarle nada.

—Bueno, pues si no quieres hacerlo, será mejor que cierres el pico.

—¡Ooh! —exclamó el trasgo, ofendido, y fue a incordiar a Deler con sus preguntas, pero el enano le ofreció exactamente la misma respuesta que yo.

—Mira, Harold —dijo Anguila. Era la primera vez que hablaba desde que dejáramos la posada—, empiezo a estar un poco aburrido de este paseo.

—Y no eres el único —suspiré.

Ya llevábamos casi una hora recorriendo las calles de Ranneng en busca del barbero adecuado. Cómo pensaba el gnomo elegirlo en medio de todos los barberos disponibles, era un misterio para los demás. Pero lo que estaba claro era que ninguno de los que habíamos visitado hasta el momento era merecedor de tal título.

Los elevados niveles de exigencia de Hallas para elegir al hombre que le sacaría la muela estaban dejando a los barberos con los bolsillos vacíos y a él con el mismo dolor de antes. Pero Hallas tenía montañas enteras de razones para rechazar un barbero tras otro.

El local de éste estaba demasiado sucio, los precios del otro eran demasiado elevados, el tercero tenía los ojos azules, el cuarto era demasiado viejo y el quinto demasiado joven. El sexto tenía cara de sueño, el séptimo era un poco raro, el octavo tartamudeaba y el noveno tenía una cara que pedía a gritos una buena tunda. No había forma de satisfacer los absurdos caprichos del gnomo.

Cuando Hallas se aproximó al establecimiento del siguiente candidato, como por arte de magia, sus pasos se fueron volviendo más y más lentos, hasta que comenzó a arrastrarse como un caracol borracho, temblando de la cabeza a los pies. Hasta un doralissio ciego se habría dado cuenta de que el gnomo estaba sencillamente aterrorizado.

—La gente nos está mirando —murmuró el garrakano.

—Llevan haciéndolo desde que salimos de la posada —susurré a modo de respuesta—. ¿Qué podemos hacer al respecto?

Éramos un grupo de aspecto peculiar, así que la gente podía mirarnos fijamente sin el menor sonrojo. Para empezar, por supuesto, estaba el trasgo. Los miembros de su raza eran una imagen muy poco frecuente en las ciudades del reino. Pero en cuanto la gente se fijaba en el gnomo y el enano, se olvidaban de Kli-Kli. A un trasgo podías verlo de vez en cuando, pero un gnomo y un enano, caminando juntos en pacífica compañía, era una imagen realmente insólita.

—¡Harold, mira! —exclamó Kli-Kli tirándome de la manga.

—¿Dónde? —No veía nada interesante por ninguna parte.

—¡Ahí, ahí! —dijo Kli-Kli mientras señalaba un puesto de verduras—. Espera aquí un momento.

Antes de que tuviera tiempo ni de abrir la boca, el trasgo ya se había alejado corriendo para hacer sus compras.

—¿Pero qué le pasa? —preguntó Deler, perplejo.

—Todos tenemos nuestras debilidades —respondí—. A algunos no les gusta que les saquen las muelas y a otros les encantan las zanahorias.

Hallas hizo oídos sordos al comentario sobre sus muelas y profirió un curioso gemido.

—¡Basta ya! —gritó un inmisericorde Deler al gnomo—. La culpa es tuya. Eres un miserable cobarde.

—¿A quién llamas cobarde? —repuso Hallas—. ¡Los gnomos no le tememos a nada! ¡Los cobardes sois vosotros, raza de barbudos! ¡Encerrados en nuestras montañas y temblando como hojas de álamo en el viento de otoño!

—¿Entonces por qué no dejas que te saquen la muela?

—¡Ya te lo he dicho, cabeza de chorlito! ¡Son malos barberos!

—Muy bien, ¿y por qué sigues arrastrando contigo ese saco? —preguntó Deler, decidido a no dejar en paz a Hallas esta vez—. ¿No puedes desprenderte de él ni un minuto? ¿Qué llevas ahí dentro, el libro de hechizos de los gnomos?

—¿Es necesario que sigas graznando como un búho? —explotó Hallas—. ¡El saco es mío! ¡Llevo en él lo que me da la gana!

El gnomo y su saco eran simplemente inseparables. Hallas siempre lo llevaba consigo allá donde fuese. Ni siquiera el fisgón de Kli-Kli había sido capaz de averiguar lo que contenía. Simplemente, Deler se moría de curiosidad, pues no tenía la menor idea. Y yo tampoco sabía qué clase de tesoro podía guardar el gnomo en el saco, pero desde que lo recibiera de unos parientes en el fuerte de Avendoom, había estado vigilándolo con tanto celo como una gallina al primer huevo de toda su vida.

—Aquí estoy —dijo Kli-Kli, mordisqueando alegremente una zanahoria, al llegar a nuestro lado—. Bueno, ¿vamos a sacar esa muela de una vez o vamos a esperar a que se caiga sola?

—¡Y dale! —musitó el gnomo—. ¿Y a ti qué te importa mi muela? ¡Haré lo que quiera con ella!

—El mercado Grande no está lejos. Allí tiene que haber algún barbero —sugirió Kli-Kli.

* * *

El mercado Grande era realmente grande. No, eso no es exacto. ¡Era sencillamente inmenso! Un espacio inmenso con una cantidad inmensa de mercancías a la venta. Y más gente de la que se podía contar, paseando entre las hileras de los puestos.

—¡Comprad un caballo! ¡Pura raza doralissia! ¡Mirad qué prestancia!

—¡Manzanas! ¡Manzanas!

—¡El mejor acero del norte! ¡Las mejores espadas del sur!

—¡Pasad!

—Comprad un mono, buen señor.

—¿Es que tengo cara de idiota? ¡Echa un vistazo a tus mercancías, ramera! ¿A eso le llamas un nabo? ¡Eso es un mal chiste!

—¡Al ladrón! ¡Detenedlo!

—¡Cogedlo!

—¡Las mejores alfombras del sultanato! ¡Las polillas no se acercan a ellas!

—¡Eh! ¡Ten cuidado! ¡Eso es porcelana de los maestro de Nizin, no la loza vieja de tu abuelita!

—¿Quieres dejar de pisarme los pies? ¡Te vas a enterar!

—Oh, qué miedo me das. Aquí te espero.

—¡Pipas de calabaza!

—Mi señor, nuestro establecimiento tiene las mejores chicas de esta parte de Valiostr. ¡Pasad! ¡Tres a la vez por una moneda de plata! ¡Y por dos, no sabéis lo que os harán!

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Quiero un bizcocho! ¡Cómprame uno! ¡Buaaaaaaa!

—¡Deja de empujarme!

—¡Riendas, bocados y sillas! ¡Riendas, bocados y sillas!

—¡Cachorros de sabueso imperial! ¡Ya muerden!

—¿Sabuesos imperiales, ésos? ¡No mientas! ¡Son cachorros de rata, no de perro!

—¡Comprad aquí vuestros pasteles!

El barullo era aún peor que en las puertas, cuando tratábamos de entrar en Ranneng. Anguila estaba diciéndome algo, pero no podía oírlo a causa de una mujer gorda que me gritaba en el oído mientras me metía bajo la nariz un pescado que había salido del agua hacía no menos un mes y despedía una peste insoportable. La aparté de un empujón y corrí en pos de mis compañeros.

Hallas, a quien obviamente el dolor le había ablandado el seso, nos llevó hasta un compacto grupo de gente que estaba observando un espectáculo celebrado allí mismo, en medio del mercado. El gnomo, que nunca se había distinguido por su cortesía hacia los demás, comenzó en aquel momento a abrirse camino a codazos entre la multitud, pisando pies y blasfemando con la rudeza de un habitante de la ciudad portuaria. En cuestión de pocos segundos, la popularidad de los gnomos alcanzó su mínimo histórico, muy por debajo de la de las bolas de estiércol.

De algún modo, los demás logramos abrirnos paso entre el gentío y entonces Kli-Kli, incapaz de resistirse, se subió al escenario, dio una voltereta, hizo el pino, le sacó a un malabarista una antorcha de la boca, se sentó sobre ella, dio un salto, trepó a un poste elevado, cruzó por el cordel que lo unía a otro hasta el otro lado, sin perder la oportunidad de escupir sobre la calva del forzudo que estaba levantando pesos, y al fin se dejó caer de un salto en medio de un aplauso estruendoso.

—¿Te diviertes? ¿Bom tiri-lim y tra-la-la? —pregunté al trasgo con tono de fastidio cuando volvió a mi lado.

—Y tú farfullas para tus adentros mientras esperas que suceda lo peor, ¿no? —dijo Kli-Kli con una sonrisa deslumbrante—. ¡Tienes una forma estúpida de ver la vida, Harold! Vamos, o nos perderemos en medio del gentío.

El trasgo echó a correr. Su pequeño tamaño le permitía escabullirse entre la gente con facilidad. A mí me pisaron veinte veces y sufrí no menos de veinte intentonas de venderme cosas que no necesitaba para nada, desde una esponja a un gato escuchimizado y protestón que estaba en las últimas.

Incluso un ratero inexperto trató de meterme la mano en el bolsillo, pero al sentirlo me hice a un lado, le apoyé el puñal de Ciendelámparas en la boca del estómago y empujé al joven contra la pared de uno de los establecimientos.

—¿Quién es tu maestro? —pregunté con un rugido.

—¿Eh? —El tacto del frío acero contra el estómago no ayuda demasiado a pensar con claridad.

—He dicho que quién es tu maestro, cachorrillo.

—¡Shliud-Filin, señor!

—¿Está en el gremio?

—¿Eh?

—¿Es que tienes problemas de oído? ¡Así nunca llegarás a nada como ladrón!

—Sí, mi maestro está en el gremio, señor.

—Pues entonces dile que te enseñe a saber a quién tienes que robarle y a quién debes dejar en paz hasta que no tengas más experiencia.

—S-sí, señor —dijo el muchacho, petrificado—. ¿No vais a llamar a la guardia?

—No —dije con voz seca mientras guardaba la daga en la vaina—. Pero si vuelvo a verte cerca… ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí. —El chico seguía sin creer que fuera a salir tan bien parado.

—¡Pues entonces largo!

No tuve que repetírselo. El frustrado proyecto de ladronzuelo huyó en dirección contraria como un ratón asustado y se perdió entre la multitud en un instante. Lo seguí con la vista. En los días ya lejanos de mi juventud me había dedicado a vaciar bolsillos de gente aficionada al juego hasta que me encontré con mi maestro, For, quien me enseñó los secretos del supremo arte del latrocinio.

—Harold, ¿piensas quedarte ahí mucho más tiempo? —preguntó Kli-Kli mientras volvía dando brincos a mi lado—. ¡Todos te estamos esperando! ¿Y quién era ese joven con el que mantenías una conversación tan relajada?

—Sólo un transeúnte. Vamos.

Deler, Anguila y Hallas estaban esperándonos con impaciencia en una zona despejada de puestos.

—¡Hay una barbería! —dijo Deler mientras señalaba una tienda con uno de sus gruesos dedos—. ¡Adelante, Hallas!

—¿Adelante? ¿Acaso me has tomado por un caballo? —El gnomo no tenía ninguna gana de ir.

—Vamos, vamos —dije respaldando al enano—. Ya verás cómo te sientes mejor de inme…

Mi mirada se clavó en la multitud y dejé la frase sin terminar. A cierta distancia, detrás de los puestos de los tratantes de caballos, había vislumbrado por un instante un rostro dolorosamente familiar. Sin pensarlo dos veces y sin prestar la menor atención a los aullidos de sorpresa de mis camaradas, eché a correr hacia él. No estaba pensando en ellos. Mis ojos aún veían el rostro que había avistado apenas un segundo antes. Tenía que alcanzarlo a cualquier precio y, si se presentaba la ocasión, enviarlo a la oscuridad.

De camino allí estuve a punto de derribar a un mercader y volqué una cesta de manzanas. Sin fijarme en nada de lo que me rodeaba, saqué el puñal de su vaina y lo empuñé con la hoja pegada al antebrazo, para que no llamara la atención de la gente que me rodeaba, mientras corría hacia el lugar donde había visto a mi antiguo conocido.

—¿Qué pasa? —preguntó Anguila, que acababa de aparecer a mi lado como una sombra—. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!

—Ajá —respondí sin apartar los ojos de la multitud—. Un fantasma. Pero un fantasma vivo, por desgracia.

—¿Quién era?

—Un antiguo enemigo —dije con tono venenoso mientras volvía a guardar el puñal en la vaina.

—¿No lo habrás imaginado? Hay tanta gente aquí… Puede que te hayas confundido.

—Sí… —dije al cabo de una pausa y volví a recorrer el mercado con los ojos—. Confío en que haya sido mi imaginación…

Pero la verdad es que no creía que fuese así. ¡Era imposible que lo hubiese imaginado! El hombre se parecía demasiado al asesino mercenario, Rolio. Mientras volvíamos, no dejé de mirar a mi alrededor un solo instante, pero no vi a nadie que se pareciera a mi amigo Cara Pálida.

El gnomo y el enano habían desaparecido, y el trasgo estaba allí solo, saltando sobre un pie y luego sobre otro.

—Harold, ¿qué te ha pasado? ¿Te encuentras bien? —me preguntó mientras me miraba solícitamente a los ojos—. ¿Qué has visto para salir galopando por el mercado como un rebaño de doralissios enloquecidos?

—Oh, nada. Ha sido un error. ¿Adónde han ido Deler y Hallas?

—El enano ha arrastrado al gnomo a la barbería —respondió Kli-Kli—. No sería alguien muy querido, si pretendías hundirle una daga entre las costillas…

—Era Cara Pálida —respondí con voz calmada.

—¡Oh! —dijo el trasgo, e hizo una pausa. Había oído de mi boca toda clase de historias colmadas de afecto y simpatía sobre el personaje—. ¿Te ha visto?

—¿Sabes, amigo mío? Ésa es precisamente la pregunta que estoy haciéndome. Espero que no, porque de lo contrario habrá problemas y no sólo para mí. El personaje para el que trabaja Rolio estaría encantado de acabar con todos nosotros.

—¿El Amo? —aventuró el trasgo.

—Sí.

—¿De qué estáis hablando? —Anguila nunca había hablar de ningún Amo.

—No te preocupes por eso —dije al guerrero—. Digamos sólo que podrías encontrarte con algo afilado clavado bajo los omóplatos en cualquier momento. En cuanto le saquen la muela a Hallas, volveremos a la posada y les tocara a Alistan y a Miralissa devanarse los sesos sobre nuestro próximo paso. ¡Ya dije que no debíamos venir a Ranneng!

—Era absolutamente necesario. Lo sabes muy bien.

—Hoy estás muy locuaz, Anguililla. ¿Por alguna razón en especial? —preguntó Kli-Kli.

—Vete a mirar con esa sonrisa a otro, Kli-Kli —dijo el garrakano de buen humor—. Vamos. Es posible que Deler necesite ayuda.

—Os lo advierto —me apresuré a decir—. ¡No me ofrezco para sujetar al gnomo!

Para mi fastidio, tanto el trasgo como el Corazón Salvaje hicieron oídos sordos a mis palabras. Me pregunto por qué, en determinadas situaciones, la gente puede sufrir accesos de sordera selectiva. Suspiré con amargura y seguí a mis camaradas en dirección a la barbería.

Hallas, con la cara colorada, apareció en la puerta del establecimiento y vino hacia nosotros corriendo a tal velocidad que estuvo a punto de arrollar al bufón. El trasgo sólo logró apartarse de un salto en el último momento. Deler venía tras él como una exhalación. El color de la cara del gnomo habría hecho avergonzarse a cualquier remolacha.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—¡Ése…! —El gnomo rugió con tal fuerza que todo el mundo en el mercado pudo oírlo y señaló la puerta de la barbería.

—¡Cierra el pico! —siseó Deler mientras se calaba el gorro hasta los ojos.

—¡Ése…!

—¡Te he dicho que cierres la boca! ¡Vámonos de aquí!

—¿Pero qué ha pasado? —volví a preguntar.

—¡Ése cretino que se acuesta con un asno quiere dinero! —bramó el gnomo.

—Eh… —dijo Anguila, que tampoco entendía nada de lo que estaba sucediendo—. Es bastante habitual pagarle al barbero, ¿no?

—¡Pero no tres monedas de oro! ¿Alguna vez has oído hablar de alguien que pida tres monedas de oro por arrancar un diente podrido?

—No, nunca.

Yo tampoco. Tres monedas de oro era mucho dinero. Por esa cantidad podías conseguir que le sacaran la dentadura a la mitad del ejército de Valiostr.

—¡Vámonos, Hallas! —insistió Deler.

—¡Eh, tú! ¡Maldito estafador! ¡Sal aquí! ¡Te voy a partir todos los dientes por una moneda de cobre! ¡Y el cuello te lo retuerzo gratis!

—¡Hallas, cierra el pico y vámonos! —gritó el enano, incapaz de seguir controlándose.

—Anguila, que cierren la boca los dos antes de que venga la guardia —le susurré al garrakano al ver que comenzaba a congregarse a nuestro alrededor una multitud de curiosos.

El barbero cometió el error de asomar en su tienda.

—Os ruego me disculpéis —balbuceó—, pero para extraer las muelas utilizo hechizos comprados en una tienda de magia. El procedimiento es absolutamente indoloro y de ahí que el precio sea tan elevado.

—Sujetadme —nos dijo Hallas mientras hacía ademán de echar a correr hacia el barbero con los puños en alto.

El barbero soltó un agudo chillido y le cerró la puerta en las narices al furioso gnomo. Deler agarró a su camarada por los hombros y Anguila se colocó de un salto delante de Hallas, que había comenzado a cargar como un rinoceronte. Yo fingí que no estaba con ellos, sino simplemente tomando el aire fresco.

Algún individuo de espíritu especialmente cívico había llamado a la guardia y unos diez hombres armados estaban ya avanzando entre el gentío en dirección a nosotros. No habían perdido el tiempo. La guardia de Ranneng era bastante más diligente que la de Avendoom. Sin duda, los habituales enfrentamientos entre los Jabalíes Salvajes, los Ruiseñores y los Obures mantenían a los servidores de la flexible y corrupta ley en un estado de preparación constante.

No tuvimos tiempo de darnos a la fuga.

—¿Problemas? —me preguntó un sargento de la guardia.

—¿Problemas? ¡No, en absoluto! ¡Ningún problema! —respondí precipitadamente, con la esperanza de que Deler lograra de algún modo cerrarle la boca al gnomo.

—¡Nada de cuentos de hadas, si no te importa! —dijo el soldado con tono duro—. Cuéntame por qué grita ese media pinta de ahí.

—Tiene un mal día.

—Y por eso está amenazando a un barbero respetable, ¿no es así? —rio otro guardia—. Atentado deliberado contra el orden público e incitación a la violencia. ¿Pensáis venir tranquilamente o…?

No importa de dónde sean los guardias, si pasas algún tiempo en cualquier ciudad, descubrirás todo lo que se puede descubrir sobre ellos. Hasta un doralissio habría sabido lo que el sujeto quería de nosotros.

—No vamos a ir a ninguna parte, buenos señores —dijo Anguila mientras acudía a mi lado dejando que Deler y Kli-Kli se ocuparan de Hallas.

Había algo en la mirada del garrakano que hizo que el guardia diera un paso atrás. Un lobo frente a una jauría de sabuesos, esa fue la imagen que acudió a mis pensamientos al ver que Anguila se interponía en su camino.

Contaban con ventaja numérica y, lo que era aún más importante, enarbolaban alabardas frente a nuestras dagas. Un argumento de mucho peso en una pelea, debo decir. Pero estaba claro que, a pesar de ello, tenían dudas.

—Oh, ya lo creo que sí, mi querido señor —siseó entre dientes el valiente sargento, mientras empuñaba su alabarda con mayor fuerza—. ¡Esto no es Garrak, aquí se cumple la ley!

Los labios de Anguila, con un temblor, esbozaron una sonrisa apenas perceptible.

—Si la ley se cumpliera en mi tierra como aquí, habría más criminales sueltos en Garrak que soldados corruptos en la guardia de Ranneng.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó el sargento mientras entornaba los ojos con malicia.

Anguila esbozó otra sonrisa y enderezó la espalda con aspecto pensativo. Sus manos descendieron hasta las empuñaduras de las dos dagas garrakanas que llevaba.

El gesto no pasó inadvertido a los soldados, que retrocedieron un paso todos a la vez, como si hubieran recibido una orden. Hallas, que finalmente había cerrado la boca, observaba con cierto asombro a los guardias y la multitud que nos rodeaba, incapaz de creer que su naturaleza pendenciera hubiera atraído a tanta gente.

—¡Caballeros, caballeros! —dijo un hombre que había salido de repente de entre la multitud y se había acercado a los guardias—. Éstos hombres son mis amigos. ¡No son de por aquí y aún no han tenido tiempo de acostumbrarse a las leyes de la gloriosa Ranneng!

Nariz aguileña, ojos azules, pelo castaño claro, más o menos de mi edad. Lucía una sonrisa abierta y dotada de cierta picardía y vestía como un hombre próspero. Probablemente por eso, el sargento le respondió en lugar de mandarlo detener.

—Están perturbando la paz e insultando a los guardianes del orden público —dijo lanzando una mirada de hostilidad al garrakano.

—Claro, claro —susurró el hombre comprensivamente, mientras tomaba con delicadeza al sargento por el codo y se lo llevaba hacia un lado—. Pero son gente de campo, ¿entendéis? Allí las cosas son de otra manera y a mis amigos nunca les han enseñado modales. Es su primer día en la ciudad. Y ese flaco de allí es el sobrino de mi tía, un pariente mío —dijo señalándome con un dedo.

—¿Qué hace ese petimetre? —preguntó Hallas con asombro.

—Intentar sacarnos del pozo de excrementos al que tú nos has arrastrado —explicó Deler al gnomo.

Hallas tuvo la prudencia de no iniciar otra discusión.

—En teoría yo debía encargarme de que no se metieran en líos —continuó explicándose el hombre ante el soldado—. Poneos en mi lugar. Si les sucede algo, mi tía me arrancará la cabeza y no me dejará volver a entrar en su casa.

Una moneda pasó de la manos del desconocido a la del oficial de la guardia.

—Bueno… —dijo este con un titubeo—. Aun así, tenemos que cumplir con nuestro deber y nuestras responsabilidades.

Otra moneda cambió de propietario.

—Aunque —dijo el guardia, que al parecer empezaba a ablandarse un poco— podría bastar con una simple reprimenda para dejar libres a vuestros… mmm… respetables parientes.

Una tercera moneda desapareció entre sus ávidos dedos.

—¡Sí! —dijo el sargento con un decidido gesto de asentimiento—. Creo que la guardia de Ranneng tiene cosas más importantes que hacer que castigar a transeúntes inocentes que, simplemente, aún no han aprendido a comportarse en la ciudad. ¡Os deseo lo mejor, mi querido señor!

—Lo mismo digo.

—Vámonos, chicos —dijo el sargento a los soldados y la guardia, perdido al instante todo interés en nosotros, se perdió entre la multitud.

Los mirones se dieron cuenta de que la fiesta había terminado y decidieron entretenerse mediante otras cosas. El bullicio del mercado se reanudó nuevamente y la gente dejó de prestarnos atención.

El hombre se nos acercó, sonrió, me miró a los ojos y dijo:

—¡Hola, Harold!

Y lo único que yo pude hacer fue responder:

—¡Hola, Mero!

* * *

—Hola, Harold.

—Hola, Mero —respondí con pereza mientras abría a medias un ojo.

—¿Sigues dormido? —preguntó mi amigo.

—Ajá.

—Tengo hambre —dijo Mero con una mueca al tiempo que se daba una palmada en el estómago.

—¿Y por qué me lo dices a mí?

—Bueno, eres mi amigo.

—Como que es de día que soy tu amigo. ¡Pero ya va siendo hora de que aprendas a conseguir comida de otro modo que jugando con desgraciados barrigudos a los dados y a las cartas!

—¡Ah! —suspiró Mero con decepción mientras se sentaba en una esquina del jergón de paja—. Aunque tengas doce años y yo once no quiere decir que seas más listo.

—Y si no lo soy, ¿por qué me preguntas a mí por la comida? —reí.

—Hay un trabajo.

—¿Ah, sí? —Dejé de mirar el techo y me incorporé.

—Un tipo ha ganado un montón de dinero donde Kra a los dados…

—¿Cómo has entrado? —pregunté con asombro.

No nos dejaban entrar en el local de los dados. Kra no sacaba partido de rateros imberbes como nosotros. Lo único que hacíamos era meternos entre los pies de todo el mundo y limpiar a los clientes decentes.

—Pues entrando —dijo Mero y sus ojos azules brillaron con picardía.

Se había ganado a pulso su apodo, Fisgón. Podía colarse en cualquier parte… aunque también hay que decir que muchas veces no salía bien parado de sus incursiones.

—Bueno, ¿y qué pasa con ese tipo?

—¡Ah! Bueno, pues estaba jugando a los dados donde Kra y se llevó tres monedas de oro.

Silbé con envidia. Una vez había conseguido birlarle a alguien una moneda de oro en la calle y Mero y yo habíamos vivido como reyes durante dos meses enteros. ¡Y ahora eran tres monedas!

—¿Crees que podrías intentar quitárselas? —pregunté a Mero con cautela.

—No, pero tú sí —admitió mi amigo con una sonrisa maliciosa.

—Ajá —dije dubitativo—. Y si sale algo mal, será a mí a quien cojan, no a ti.

—No te preocupes por eso —declaró Mero con despreocupación—. El tipo parece un auténtico ganso. Si sucede algo, te ayudaré. ¡Somos un equipo!

En eso tenía razón. Habíamos pasado muchas cosas juntos en los dos años transcurridos desde que nos conociéramos en las chabolas de los suburbios. Y en ese tiempo había habido tanto días malos como buenos.

Comparado conmigo, a Mero no se le daba demasiado bien hurgar en los bolsillos por la calle. La verdad es que no tenía talento como ratero, por lo que esa parte del negocio recaía siempre sobre mis hombros. Pero Fisgón tenía otros talentos: podría haberle vendido lo que fuese al mismísimo Sin Nombre, era capaz de timar a su propia abuela, hacía trampas a los dados y a las cartas como nadie y siempre sabía indicarme dónde encontrar a un transeúnte despistado con los bolsillos bien llenos de monedas.

—Qué fácil es para ti decir eso —objeté.

—No me salgas otra vez con eso. ¿Alguna vez te he dado un mal soplo?

—Es verdad. —Suspiré—. ¿Dónde para el ricachón ése?

—Está en El pez mugriento, emborrachándose.

—Vamos, enséñamelo —dije a regañadientes.

Aún nos quedaban una moneda de plata y cinco de cobre y no habría tenido sentido arriesgar el cuello de no ser por las tres monedas de oro. Por una suma así estaba dispuesto a bajarme de la cama y salir a las frías calles.

Abandonamos la mísera y vieja covacha donde convivíamos con más de veinte almas más. Todos eran mendigos y truhanes como nosotros.

Una primavera precoz se había enseñoreado de Avendoom: aún quedaba nieve en el suelo y las noches seguían siendo tan frías como las de enero, cuando muchos de los que no tenían un tejado donde cobijarse morían por congelación en las calles, pero aun así, a pesar del frío, del cielo grisáceo y hostil y de la omnipresencia de la nieve, el cambio de estación flotaba en el ambiente.

Una fragancia esquiva de brotes nuevos, arroyos murmurantes y barro impregnaba el aire.

¡Sí, barro! El barro que aparecía todos los años en los suburbios de Avendoom como salido de la nada. Pero, por supuesto, era una mera bagatela, un inconveniente menor y poco más. Lo importante era que pronto el tiempo empezaría a mejorar y por fin podría desembarazarme de la repulsiva capa de piel de perro, con desgarrones en cinco sitios distintos, que le había robado a un borracho el noviembre pasado.

Es cierto que me había mantenido obedientemente caliente durante todo el invierno, pero cuando la llevaba me sentía menos ágil y rápido, y aquella torpeza forzosa me había metido en líos en más de una ocasión. La semana antes había estado a punto de terminar en las zarpas de la guardia al enredárseme el pie en la maldita prenda.

El Pez mugriento, una taberna vieja y sucia, se encontraba en el centro mismo de los suburbios, a un lado de la plaza de las Ciruelas Agrias. Nadie en sus cabales iría al Pez para llenarse el buche: el vino agrio y la abundancia de chinches bastaban para espantar a los clientes decentes.

Nos detuvimos al otro lado de la calle, justo enfrente de las puertas de la taberna.

—¿Estás seguro de que tu hombre sigue ahí dentro? ¿Qué puede estar haciendo en un agujero como ése con tres monedas de oro? ¿Es que no ha podido encontrar un sitio mejor?

—Es evidente que no —murmuró Mero—. Estaba allí, con dos jarras de vino sobre la mesa. No creo que haya podido beberse todo eso mientras yo iba corriendo a buscarte.

—Tú no sabes cómo beben algunos —repuse—. A estas alturas podría estar ya a más de una legua de aquí.

—Harold, siempre estás preocupándote por detalles insignificantes —dijo Mero con un resoplido—. ¡Te lo he dicho, está ahí!

—Muy bien —suspiré—. Esperemos a ver.

Así que esperamos, sólo que esperar en el frío, aunque no sea muy intenso, no es demasiado divertido. Mero y yo nos levantábamos de un brinco cada vez que se abría la puerta de la taberna, pero siempre resultaba ser el hombre equivocado.

—Oye —dije. Empezaba a perder la paciencia tras dos horas de espera—. Me voy a morir congelado.

—¿Y cómo crees que me encuentro yo? ¡Estoy hecho un témpano, pero el hombre está ahí dentro!

—Vamos esperar media hora más y si no sale, me largo de aquí —dije con firmeza.

Mero suspiró con tristeza.

—Quizá debería entrar a mirar.

—Ajá. Justo lo que necesitamos, que Kra te dé una buena paliza. Quédate donde estás.

La escarcha estaba lamiéndome con avidez los dedos de las manos y de los pies, así que comencé a dar pisotones y palmadas, tratando de calentarme al menos un poco. Mero repitió varias veces que quería entrar en la taberna para ver lo que estaba haciendo el hombre de las tres monedas de oro, pero todas ellas, tras discutir un poco, decidimos que se quedara donde estaba.

—Puede que haya bebido demasiado, ¿no? —preguntó mi amigo con tono de duda cuando yo empezaba a sentir que los dedos se me convertían en carámbanos.

—Puede… —respondí con un castañeteo de los dientes—. Ya no quiero nada más que calentarme un poco.

—¡Ahí está! —exclamó Mero de repente, mientras señalaba a un individuo que salía caminando de la taberna. Lo estudié con ojo crítico y emití un veredicto:

—Un ganso.

—Te lo dije —respondió mi amigo sorbiendo por la nariz—. ¡Oh, ahora sí que empieza la diversión!

—No corras tanto —le dije observando los pasos de nuestra futura víctima—. ¿Viste dónde guarda el dinero?

—Ajá. En el bolsillo derecho. Ahí lleva la bolsa.

—Vamos allá.

Procuramos comportarnos de manera inocente para que no se fijara en nosotros. Tratar de meterle las manos en los bolsillos en aquel momento habría equivalido a buscarse problemas. No había apenas gente por allí y no había manera de acercarse a él sin que nos viera. Lo único que podíamos hacer era esperar a un momento más propicio.

—¿Estás seguro de que se ha bebido dos jarras de vino? —siseé con los ojos clavados en el desconocido.

—¿Por qué? —respondió Mero con otro siseo.

—Camina muy recto. No tiene andares de borracho.

—Hay distintos tipos de borrachos —discrepó Mero—. No había forma de saber si mi viejo padre estaba borracho o no hasta que cogía un madero y comenzaba a perseguir a mi madre.

Mientras tanto, el hombre vagaba por las sinuosas calles de los suburbios sin ningún objetivo evidente, como una liebre que caminara en círculos por el bosque para ocultar su rastro. Mantuvimos las distancias para no llamar su atención hasta llegar a la plaza del Mercado. Allí había muchísima gente y no sería difícil acercársele por detrás.

Hice a Mero un gesto rápido con la cabeza y se alejó corriendo por un lado.

Traté de respirar por la nariz, acompasarme al ritmo de los pasos de mi víctima y contener el temblor que me provocaban los nervios. Tenía tanto frío que mis dedos habían perdido algo de su destreza habitual. Nunca habría corrido el riesgo de no haber sabido que el hombre llevaba tres monedas de oro en el bolsillo.

Alguien me dio un empujón por detrás y, durante un segundo, me encontré casi pegado contra el hombre, así que decidí aprovechar este regalo de los dioses y le metí la mano en el bolsillo. Sentí la bolsa de inmediato y la agarré, pero en el preciso instante en que me preparaba para darle un suave tirón el hombre me agarró de la muñeca.

—¡Ya te tengo, ladronzuelo! —siseó.

Solté un agudo chillido y traté de zafarme, pero el hombre era mucho más fuerte que yo y mi mano no se movió ni un milímetro en su zarpa de oso. Un pensamiento cruzó fugazmente por mi cabeza: estaba metido en un lío realmente serio.

Mero salió corriendo de la nada y le propinó al gigantón un fuerte puntapié en la pierna. Con un aullido, el hombretón me soltó.

—¡Larguémonos! —gritó Mero y salió disparado como una flecha.

Sin pararme a pensar un segundo, y con la bolsa en la mano, fui tras él. Su furioso propietario echó a correr en pos de nosotros.

—¡Ladrones! —gritó—. ¡Al ladrón!

Nos abrimos paso entre la multitud hasta llegar a una estrecha callejuela por la que salimos a toda velocidad de la plaza del Mercado. Pero el desgraciado seguía allí, detrás de nosotros.

No era fácil correr con aquella capa de piel que se me metía constantemente entre los pies y las zancadas de nuestro perseguidor estaban cada vez más cerca. La distancia que me separaba de Mero, que corría por delante de mí, iba creciendo por momentos. Desolado, exhalé un gemido. Tendría que abandonar la capa de piel de perro que tanto me había costado conseguir. Agarré la bolsa entre los dientes y comencé a desabrocharme los botones sin dejar de correr. La cálida capa se deslizó por mis hombros y cayó sobre la nieve. Al instante sentí que me resultaba mucho más fácil correr. Apreté el paso y alcancé a Mero.

—Al callejón —grité, antes de girar bruscamente hacia la derecha.

Mero me siguió mientras nuestro perseguidor, que estaba a punto de agarrarme por el cuello, pasaba a nuestro lado como una exhalación. Ahora teníamos al menos alguna oportunidad de perdernos en el laberinto de las serpenteantes callejuelas de los suburbios.

—¡Oh, nos va a retorcer el cuello! —dijo Mero resoplando por el esfuerzo.

En lugar de responder, aceleré el paso aún más, con la esperanza de que la predicción de mi amigo no llegara a cumplirse. Doblamos otra esquina mientras, por detrás, el hombre amenazaba con arrancarnos los brazos. Yo estaba rendido, pero el desconocido no parecía conocer el significado de la palabra cansancio.

De improviso, un par de manos salieron de algún agujero de la calle, nos agarraron a Mero y a mí por el cuello y nos arrastraron hasta un espacio oscuro y angosto. Mero gritó de terror y comenzó a agitar los brazos en el aire y yo seguí el ejemplo de mi amigo, tratando de zafarme y de propinarle un puntapié a quienquiera que nos hubiera atrapado.

—Será mejor que cerréis el pico si queréis vivir —susurró una voz—. ¡Silencio!

Había algo en su tono que nos hizo callar al instante.

Nuestro perseguidor pasó por delante de nosotros. El ruido de sus pasos y las escogidas obscenidades que profería llenaban el callejón.

El hombre que nos había salvado no relajó aún las manos. Mientras escuchaba en el silencio, traté de aprovechar el momento para guardarme el botín en el bolsillo.

—No hace falta que te molestes —me dijo—. Nunca robo a los rateros callejeros.

—¡No soy un ratero! —protesté con los dientes castañeteando por el frío. Empezaba a sentir las consecuencias de haber abandonado la capa.

—¿Que no eres un ratero? ¿Entonces qué eres? —preguntó el hombre que nos había rescatado.

—¡Un ladrón respetable!

—¡Un ladrón! Bueno, bueno. Por Sagot te juro que, con mi ayuda, podrías llegar a convertirte en un buen ladrón. O puede que no. Dejad que eche un vistazo a mis presas de hoy.

Abrió las manos, salió a la luz y nos inspeccionó con detenimiento a los dos.

—Bueno, ¿y quiénes sois? —preguntó el desconocido.

—Yo soy Mero el Fisgón —dijo mi camarada sorbiendo por la nariz.

—Yo Harold el Mosca —respondí mientras estudiaba a nuestro insólito salvador.

—Vaya —dijo el hombre con una sonrisa—. Pues yo soy For. Manos Adhesivas For.

* * *

—Harold, ¿conoces a este pájaro? —preguntó Hallas. El sonido de su voz me sacó de la remembranza del pasado.

—Sí, es un antiguo… amigo mío —murmuré.

—Muy antiguo —dijo Mero con una sonrisa—. ¡Me alegro de comprobar que estás vivo y disfrutas de buen estado de salud, Harold!

—Lo mismo digo —respondí con un tono de voz no del todo amistoso.

—¿Cómo está For? —preguntó Mero, sin reparar, al menos en apariencia, en la frialdad de mi tono.

—Vivo, por voluntad de Sagot.

—¿Sigue enseñando a los jóvenes? —preguntó Mero con una sonrisa.

—No, ahora es sacerdote. Defensor de las Manos de Sagot.

Mero silbó.

—Oye, Harold —dijo el gnomo, al que se le había agotado la paciencia—. ¿No podríais dejar la charla para otra ocasión? Os agradezco la ayuda, amable señor, pero tenemos que irnos.

—Deler —le dije al enano—. Devuélvele el dinero.

Y aunque parezca increíble, el enano se metió la mano en el bolsillo y le entregó a Mero tres monedas de plata.

—¡Oye! —exclamó Mero con indignación—. No quiero tus monedas. Sólo estaba ayudando a un amigo.

—Todo el mundo puede encontrarle uso al dinero —respondí yo—. Cuídate. Y, por si te interesa saberlo, Markun ya no está en este mundo.

—¿Eso es todo? —dijo abriendo los brazos en un gesto de protesta—. ¿Ni siquiera vas a hablar conmigo? ¿Vas a irte así, sin más, cuando hace más de diez años que no nos vemos?

—No tengo tiempo, amigo mío —dije con voz seca.

—¿Cómo puedo encontrarte, Harold? —gritó Mero a mi espalda.

—No creo que volvamos a vernos —contesté volviendo la cabeza hacia él—. Sólo estoy de paso. Me marcharé enseguida de la ciudad.

Y con estas últimas palabras, di media vuelta y eché a correr en pos de Hallas. Kli-Kli no pudo resistirse y preguntó:

—¿Era un amigo tuyo?

—Sí… Es decir, no… Puede.

—Brrrrr —dijo el bufón sacudiendo la cabeza—. ¿Sí o no? Decídete de una vez.

—Déjalo tranquilo, Kli-Kli —aconsejó Anguila al trasgo.

—¿Y yo qué he hecho ahora? —preguntó Kli-Kli encogiéndose de hombros—. Sólo he preguntado. Oye, Harold, ¿eres tan elegantemente diplomático y considerado con todo el mundo o sólo con unos pocos elegidos? Lo pregunto para tenerlo presente de cara al futuro y no sorprenderme cuando nos encontremos y me digas que me vaya a freír espárragos de manera tan franca y al mismo tiempo tan encantadora.

—¡Cómete tu zanahoria! —refunfuñé.

Con un gruñido de resentimiento, siguió mi consejo y separó de un mordisco una buena parte de la verdura.

Y en ese preciso momento oímos un fuerte grito que repicaba desde el otro lado del mercado:

—¡Honorables señores! ¡Honorables señores!

—¿Se refiere a nosotros? —preguntó Anguila mientras se volvía hacia allí, por si acaso.

—No todos somos honorables —objetó el trasgo mientras me dirigía una mirada cargada de reproche—. Algunos de nosotros son claramente poco honorables… Además de miserables y amargados.

—¡Honorables señores, esperad! —gritó un joven razonablemente bien vestido que corría hacia nosotros agitando los brazos en el aire con desesperación.

—Sí, definitivamente se refiere a nosotros —dijo Anguila mientras se detenía.

—En el nombre de los reyes subterráneos, ¿qué quiere de nosotros? —murmuró Deler entornando los ojos con suspicacia.

—Vámonos —dijo Hallas mientras daba un empujón a su camarada—. Como nos dediquemos a esperar a todo el que se ponga a gritar, no encontraremos un barbero antes de que se haga de noche.

—Y como sigamos caminando, vendrá detrás de nosotros desgañitándose —objeté con tono razonable—. Cosa que no nos conviene demasiado.

—Ajá —dijo Kli-Kli mientras hundía los dientes en la zanahoria—. Hallas, se te ha subido la manga.

El gnomo maldijo y se bajó la manga de la camisa parda para taparse el tatuaje del corazón rojo con dientes: el emblema de la brigada de los Corazones Salvajes.

—¡Honorables señores! —dijo el joven con la respiración entrecortada. Obviamente, la carrera lo había dejado exhausto.

—¿Qué quieres, joven? —preguntó Hallas con un gesto ceñudo y amenazante—. ¿No tienes nada mejor que hacer que andar por ahí gritando para que te oiga toda la ciudad? No necesitas decirnos lo honorables que somos.

—Sólo pretendía sugerir… —comenzó a decir el joven, pero Deler volvió a interrumpirlo:

—¡No queremos comprar nada!

El enano y el gnomo dieron media vuelta y echaron a andar, sin pensar siquiera en escuchar lo que tenía que decir el pobre y jadeante muchacho. Me encogí de hombros. Desde luego el chico no iba a venderle nada al gnomo.

—¡Esperad! —gritó éste—. ¿No sois vos el que está buscando un barbero?

Hallas se detuvo con un pie en el aire. Lo bajó lentamente hasta el suelo y luego se volvió en nuestra dirección. La expresión de su cara no prometía nada bueno para el joven.

—¿Cuánto? —preguntó relajando los puños.

—¡Gratis!

Ésta palabra detuvo en el sitio a nuestro barbudo amigo y lo hizo pensar. Gruñó. Se rascó la nuca y dijo:

—Creo haber oído que puedes sacarme la muela sin ningún coste, absolutamente ninguno. ¿Es cierto?

—¡Del todo!

—¿Sí? —dijo Hallas, pensativo. El gnomo estaba dividido entre su codicia y sus ganas de pelea.

—¡Es absurdo! —rugió Deler—. ¡Nada es gratis!

—Eso estaba yo pensando —dijo Hallas mientras dirigía al joven otra mirada torva.

—No, honorables señores, no miento. En la facultad de curanderos de la universidad harán lo que necesitéis sin pediros una sola moneda. Y no se trata de barberos, sino de curanderos genuinos. Eminencias de la ciencia. ¡Profesores!

—Mmmm, ¿de veras? —preguntó Hallas, todavía suspicaz—. ¿Y esos profesores tuyos no tienen nada mejor que hacer que andar sacándole las muelas a la gente?

—Es la semana de exámenes en la universidad —nos explicó el estudiante, mirándonos uno por uno—. Los profesores enseñan a las clases superiores cómo tratar los males, con demostraciones prácticas, y luego hacen preguntas para ver si lo hemos aprendido bien.

—Llévanos —accedió Kli-Kli en nombre de Hallas.

—¡Alto, alto, jeta verdosa! —exclamó éste. Al sentir que se aproximaba el momento de separarse de su muela, su tozudez comenzaba a crecer—. ¿Y te han mandado a la ciudad a buscarnos a nosotros, específicamente?

—No, honorable señor. Pero resulta que oí vuestra conversación con un barbero.

Hallas suspiró y lo pensó un momento. Volvió a suspirar, entornó la mirada y dijo:

—Vamos allá.

Como es natural, no habían mandado un carro para buscarnos y mucho menos un carromato, así que tuvimos que hacer el camino entero a pie. El gnomo y el enano caminaban como si no estuvieran cansados, pero yo tenía los pies hinchados y necesitaba un descanso como fuese.

De pronto, Kli-Kli dio un respingo y me tiró del borde de la casaca.

—¡Harold, mira! ¡Cazadores Implacables! —siseó con aire teatral mientras señalaba a unos soldados.

Eran cinco en total, ataviados con las casacas y los pantalones carmesí que identificaban a su unidad, y se dirigían hacia nosotros.

—¿Qué vamos a hacer?

Me pregunté si estaría realmente asustado o sólo haciendo el tonto.

—Son-re-ír —siseé con los dientes apretados mientras separaba los labios en una sonrisa estúpida como ejemplo para el trasgo.

Kli-Kli hipó de miedo mientras su rostro se abría de par en par y mostraba al mundo entero los colmillos, afilados como agujas, de su dentadura. El trasgo estaba demasiado ocupado sonriendo como para seguir molestándome. Hallas y Deler también habían reparado en los Cazadores. Vi cómo su espalda se tensaba. Pero Anguila no movió una ceja. Un auténtico hombre de hierro.

Los Cazadores Implacables pasaron a nuestro lado sin mirarnos y Kli-Kli exhaló un suspiro de alivio.

—Buf, por qué poco.

—¿Por qué les tienes tanto miedo? —pregunté al trasgo.

—Bueno, ya sabes, después de lo de Vishki… —respondió Kli-Kli con nerviosismo.

—¿Vishki? Cálmate, Kli-Kli —dijo Anguila con una sonrisa—. No creo que los Hechiceros hayan hecho público que logramos escapar. Estaban haciendo algo turbio en aquel pueblo y preferirán mostrarse discretos para no llamar la atención.

—¡Pero podrían haber mandado un mensaje a la ciudad! —protestó el trasgo.

—No lo creo. Ya hemos hablado de eso, ¿no te acuerdas? Los Hechiceros y los Cazadores de Vishki estarán allí al menos tres meses antes de venir a buscarnos. Y eso si nos buscan. No te preocupes por esos Cazadores. Simplemente están acantonados en Ranneng y no saben nada sobre nosotros.

—En ese caso, Harold —dijo Kli-Kli volviéndose hacia mí—. ¿Por qué me has dicho que sonriera?

—Tienes una sonrisa muy graciosa —dije encogiéndome de hombros.

—¿Y? —El bufón de la corte no lo entendía.

—Bue-e-e-no… —Alargué la palabra un instante y entonces, sin poder evitarlo, sonreí—. Cuando sonríes de ese modo, pareces idiota de verdad. ¿Me sigues?

El trasgo tropezó con un obstáculo invisible y Deler casi se ahoga de risa. Probablemente fuese una de las pocas ocasiones en las que conseguí derrotar a Kli-Kli con sus propias armas: una broma estúpida.

* * *

Las inmensas puertas de bronce de la universidad de Ranneng estaban abiertas de par en par para dar la bienvenida a cualquiera que se aproximase desde el parque que unía la Ciudad Alta, la universidad y la escuela de la Orden. En ellas se podía ver desde lejos el emblema de una antigua y venerable institución: un libro abierto, entrelazado con ramas de parra.

El parque en el que se levantaba la universidad era inmenso, espléndido y muy hermoso. Una vez en él, me sentí como si hubiera caído en el bosque mágico de mis sueños infantiles, donde los robles tocaban el firmamento con sus coronas verdes durante todo el año.

Seguimos a nuestro guía por las puertas y torcimos para coger una de las veredas de piedra que se adentraban en el corazón de la universidad pasando entre edificios de color gris.

—¿Por qué no hay nadie aquí? —preguntó Deler con curiosidad mientras miraba en todas direcciones.

—Los estudiantes están en las clases prácticas o haciendo los exámenes finales, o ya se han ido de vacaciones, honorable señor. Depende de la facultad —dijo el joven encogiéndose de hombros—. ¡Tendríais que ver las fiestas que se celebran aquí a principios de otoño! Pero ahora está todo tan quieto y estancado como una vieja ciénaga, aparte de que el edificio principal está al otro lado de la universidad y casi todas las facultades se encuentran ahora allí…

—Y esa… —Deler chasqueó los dedos, tratando de recordar la palabra— facultad de curanderos tuya, ¿dónde está?

—Ah. La facultad de curanderos se encuentra junto al depósito de cadáveres, así que no veremos a ningún estudiante hasta llegar allí.

—¿Junto al depósito de cadáveres? —preguntó Hallas con cautela.

—Por si sale algo mal cuando te sacan la muela —dijo Deler al gnomo para provocarlo—. Así no tendrán que transportar el cuerpo demasiado lejos.

—¿Qué graznas tú, viejo cuervo? —preguntó Hallas antes de soltar una blasfemia—. Todos los enanos sois iguales, no servís más que para soltar graznidos de miseria y de muerte. Os pasáis los siglos graznando, mientras nosotros excavamos los pozos y las galerías para vosotros.

—¿Que los caváis para nosotros? Pero si no sois capaces de hacer una sola cosa decente con vuestras propias manos. Nacéis peones y morís siendo peones.

—¡Puede que seamos peones, pero al menos no les robamos los libros de magia a los demás!

—Nosotros no hemos robado nada —objetó Deler—. Ésos libros nos pertenecen por derecho.

—¡Ja! ¡De todos modos seguimos siendo más listos que vosotros! Los gnomos descubrimos el secreto de la pólvora, inventamos la imprenta y ahora estamos construyendo una caldera de vapor en nuestras minas.

—Ajá. ¡Seguro que explota y os envía a todos volando con el Sin Nombre!

—La que explotó fue la vuestra. ¡Pero nosotros estamos usando la cabeza para hacer la nuestra!

—¿Ah, sí?

—Ya está bien —ordenó Anguila—. ¡Dejad de discutir!

Extrañamente, las palabras de Anguila tuvieron el mismo efecto sobre el gnomo y el enano que un cubo de agua fría sobre dos gatos enzarzados en una pelea. Hallas y Deler cerraron la boca y empezaron a respirar de manera amenazante por la nariz.

A pesar de lo que había dicho nuestro guía, sí nos encontramos con algunos estudiantes por el camino. Dos jóvenes pálidos, exhaustos por los exámenes o por la cata de ingentes cantidades de vino joven, pasaron a nuestro lado discutiendo si la luz tenía alguna sustancia especial o era sólo el reverso de la oscuridad y no se podía reducir a sus elementos constituyentes.

Había otro grupo de estudiantes que, sentados en la hierba a la sombra de los árboles, ojeaban perezosamente sus libros.

—Son de la facultad de literatura —dijo nuestro guía con desdén al reparar en mi mirada—. Bohemios.

Kli-Kli exhaló un gruñido teatral cuando oyó esta palabra.

—¿Por qué gruñes? —le pregunté—. Ni que fuera algo habitual entre los trasgos cultos.

—¡Pero si no sabes lo que son los bohemios! —respondió Kli-Kli.

—Lo creas o no, sí que lo sé —lo desengañé—. La colección de libros de mi maestro podría rivalizar con la de la Biblioteca Real.

—No me lo creo, la verdad. Un ladrón instruido es una cosa absurda.

—Oh, claro. Igual que un trasgo instruido. ¿Qué leéis en Zagraba, aparte de los libros de Tre-Tre?

—El gran Tre-Tre —me corrigió Kli-Kli automáticamente—. Tenemos muchos libros antiguos. Mucha gente vendería su alma a cambio de poder echarles un mero vistazo.

—Eso sí me lo creo. Hay mucha gente que busca el secreto de la basura que usan los trasgos para nublarse la mente…

—Bla, bla, bla —respondió con una mueca.

Entre los árboles se alzaba un edificio de tres pisos con una amplia escalinata, tan lleno de estudiantes como el Campo de Sorna quedó de cuerpos de gnomos.

—¿Un examen? —preguntó Deler al ver cómo consultaban sus libros los estudiantes.

—Sí, anatomía de segundo —dijo el joven frunciendo el ceño—. Todo el que pase irá a El rayo de sol para celebrarlo. ¡Así que esta noche habrá una auténtica juerga!

Deler se rio como si para él ya hubiera comenzado la fiesta.

—¡Eh, amigo Hallas! Te has puesto pálido. No estarás asustado, ¿verdad?

—¡Los gnomos no nos asustamos! —dijo Hallas con orgullo mientras empezaba a subir la escalera con las piernas muy tiesas.

—Esperemos que no se desmaye —me susurró Kli-Kli.

Entramos en el edificio y, tras atravesar un largo pasillo abarrotado de estudiantes nerviosos, llegamos a una sala.

El suelo estaba ligeramente inclinado en dirección a una mesa, junto a la cual, un maestro de pelo cano formulaba preguntas a cerca de veinte estudiantes mientras cortaba en pedacitos un cuerpo tendido sobre una mesa de piedra con algo que estaba a medio camino entre una sierra y un cuchillo.

—¡Profesor! —gritó nuestro guía—. ¡Lo he traído!

El profesor dejó a medio serrar el cráneo del pobre cadáver y levantó hacia nosotros una mirada miope.

—¡Vaya, ya era hora! ¡Pero cuántos son!

—El único al que le duelen las muelas es a él —se apresuró a decir Deler mientras señalaba a Hallas.

Hallas se estremeció, entornó los ojos y fulminó el enano con la mirada.

—¿Un gnomo? Mmm… Bueno, será instructivo —dijo el profesor mientras dejaba la sierra sobre la mesa—. Bajad aquí, respetable señor, bajad aquí.

—Ve, no tengas miedo —dijo Deler mientras daba un empujón al gnomo—. Harold, ¿vienes con nosotros?

—No —respondí—, creo que prefiero quedarme aquí, sentado en un banco.

—Es un error. ¡Piensa en la actuación que te vas a perder! —dijo Kli-Kli mientras bajaba alegremente tras los pasos de Deler y Hallas.

Me senté en uno de los bancos y observé mientras ayudaban a Hallas a sentarse en una silla junto a la mesa ocupada por el cadáver. El profesor se lavó las manos y cogió algo parecido a un instrumento de tortura.

—¿Quién era ese hombre, tu viejo amigo? —preguntó Anguila mientras se sentaba a mi lado.

—¿Te refieres a Mero? ¿Te atormenta la curiosidad o hay alguna razón seria para ese interés por mi pasado?

Anguila hizo una pausa antes de responder. Era un hombre silencioso, capaz de pasarse un día entero sin abrir la boca una sola vez.

—Para serte sincero, ambas cosas. Es una extraña coincidencia que nos encontremos con alguien que te conoce. De repente localizas a un viejo enemigo. Y entonces, escasos minutos después, aparece de repente un antiguo conocido. Últimamente estoy volviéndome muy receloso con respecto a las coincidencias. Y no quiero que te ofendas, pero no confío en nadie que no sea yo mismo. Nos está buscando el mismo enemigo desconocido a quien se debe la desaparición de las primeras dos expediciones a los Palacios del Hueso. Así que la repentina aparición del tal Mero me inspira ciertas suspicacias.

Yo conocía bien el carácter férreo de Anguila. Era prácticamente imposible desconcertarlo o sorprenderlo. Así que, en sus labios, las palabras «ciertas suspicacias» significaban mucho.

Hice una pausa para tratar de poner en orden mis pensamientos, porque no me gusta hablar de mi vida. Cuanto menos sepan los demás sobre ti, más protegido estarás contra posibles sorpresas de todas clases.

For me había inculcado este sabio hábito a base de golpes mucho tiempo antes y, con el paso del tiempo, me había ido dando cuenta de que mi antiguo maestro tenía absolutamente toda la razón. Nadie en Avendoom sabía nada sobre los sentimientos y los afectos de Harold el Sombra, así que nadie podía presionarlo utilizando a sus amigos y seres queridos. Porque no me gustaba charlar y me ocupaba de mis propios asuntos, no tenía que preocuparme demasiado de recibir puñaladas por la espalda.

Pero me fiaba del taciturno garrakano.

Probablemente Anguila fuera una de las pocas personas con las que no tenía miedo de sincerarme y dejar que salieran mis sentimientos, pues sabía que se llevaría a la tumba todo cuanto le confiara.

—Fuimos amigos desde niños —comencé—. Vivíamos en los barrios bajos de Avendoom y pasamos muchas cosas juntos… Hambre, inviernos glaciales, ataques de los guardias… Sobrevivimos a toda clase de miserias… Mero y yo cuidábamos el uno del otro y conseguimos arreglárnoslas más o menos hasta que un maestro ladrón nos tomó bajo su protección. Se llamaba For…

»Nos enseñó muchas cosas… For solía decir que yo tenía un don innato para el robo y puede que tuviera razón. Mero no tanto… Cuando vivíamos en la calle, era yo el que desplumaba a la gente. Mi amigo tenía otra pasión: las cartas y los dados. Mientras For se iba cansando de él, Mero se metía cada vez más en el juego.

Fruncí el ceño. Recordar aquel episodio del pasado aún me resultaba doloroso.

—En un par de ocasiones se vio en situaciones complicadas y acabó totalmente desplumado. Por entonces, For era una figura muy importante en el mundo criminal de Avendoom y pudo sacar a su pupilo del atolladero. Pero las cosas tenían que terminar alguna vez. Un día Mero se buscó un lío realmente serio: le debía una suma muy elevada a Markun, un hombre que dirigió durante muchos años el gremio de ladrones de Avendoom. No nos dijo nada a For ni a mí. Simplemente cogió nuestro dinero y desapareció. Se llevó el oro de su maestro y de su mejor amigo. Entonces comenzó a correr el rumor de que los chicos de Markun lo habían dejado flotando bajo los muelles, pero su cuerpo nunca apareció. Durante los últimos doce años, For y yo creímos que estaba muerto. Así que ya te imaginarás lo que me ha sorprendido encontrármelo en Ranneng, sano y salvo.

—Sí, desde luego… —respondió Anguila—. Esperemos que vuestro encuentro haya sido una mera coincidencia. ¿No vas a verte con él para charlar un poco?

—No —respondí sin siquiera pensarlo y después de eso la conversación fue languideciendo por sí sola.

Volvimos a dirigir nuestra atención a lo que estaba pasando abajo, junto al atril.

El profesor, con el instrumento de tortura en la mano, se dirigía a los estudiantes:

—… como podéis ver, el sistema dental de los gnomos es bastante similar al de los humanos. Pero existen ciertas diferencias. La estructura del cráneo y los apéndices alveolares no son los mismos en este caso. Ésta raza tiene una estructura bucal plana y menos dientes que los humanos: sólo veinticuatro por mandíbula. Carecen de caninos y sólo tienen un juego de premolares. Por desgracia, señores míos, no tengo la oportunidad de mostraros la dentadura de un orco o de un elfo. Pero os puedo asegurar que son absolutamente idénticos, lo que demuestra el parentesco entre estas dos razas. La hipertrofia de los caninos inferiores ha provocado una estructura bucal muy específica en los elfos y los Primogénitos. Cuando abren la boca, la mandíbula inferior se desplaza… Pero estoy divagando. La razón que ha traído hoy aquí a nuestro paciente es el cuarto diente de la parte derecha de la mandíbula superior. Me inclino a pensar que el factor que ha desencadenado el dolor es una hipotermia brusca del organismo entero. Naturalmente, sería mejor elaborar un historial del paciente, porque las suposiciones no resultan demasiado concluyentes. Recuerdo un caso en el que mi paciente…

—Creo que esto se va a prolongar mucho tiempo… —dijo Anguila con una risilla.

El garrakano no era el único que pensaba así. Algunos de los estudiantes parecían francamente aburridos. Kli-Kli estaba observando con mirada de curiosidad el brillante cuchillo que había quedado abandonado junto al cadáver y Deler bostezaba sin poder remediarlo y se tapaba la boca con su enorme manaza. Hallas se retorcía de impaciencia en su silla, mientras su color iba pasando gradualmente del pálido al morado. Cuando el locuaz profesor comenzaba a analizar el décimo caso clínico extraído de su propia experiencia, al gnomo se le agotó la paciencia.

—¡A-a-ah! ¡Por los gusanos de hielo! —rugió y, tras levantarse de un salto, comenzó a caminar resueltamente en nuestra dirección.

—¿Adónde vais, buen señor? —exclamó el profesor, estupefacto—. ¿Y la muela?

Todos los estudiantes, arrancados de repente de su letargo, observaron al gnomo con los ojos abiertos de par en par.

Al oír la pregunta, Hallas se detuvo, se volvió y hizo un gesto indecente dirigido a todos los presentes. El pobre profesor se llevó una mano al pecho. Complacido con el efecto que había provocado, el gnomo se encaminó hacia la salida con grandes zancadas y la cabeza muy alta.

—¡Pues vaya con el diente! —dijo Deler y, al llegar a nuestro lado, escupió al suelo.

Kli-Kli, sin decir palabra, se limitó a suspirar con aire trágico y a sorber por la nariz.

—¿Y ahora adónde vamos, Hallas? —preguntó el enano.

—¡A una taberna! Puede que la bebida haga algo con este condenado dolor.

* * *

El gnomo cruzó con paso firme la puerta de El rayo de sol. Posiblemente fuese el peor de todos los establecimientos similares en la Ciudad Alta. A pesar de su proximidad a la universidad y a la escuela de los hechiceros, los personajes que se daban cita allí distaban mucho de ser los más fiables del mundo.

Mi mirada cautelosa reparó al instante en una mesa con cinco doralissios y otra con cinco hombres que llevaban el emblema del gremio de los canteros. Los doralissios y los canteros estaban intercambiando miradas ariscas, pero de momento no habían iniciado las hostilidades. Calculé que la cosa no desembocaría en una pelea hasta que los mozos no hubieran apurado otras cinco jarras de vino.

Otra zona peligrosa del salón de El rayo de sol la formaban las mesas ocupadas por casi una docena de Cazadores Implacables, que aparentemente estaban celebrando un permiso. Éstos miraban de hito en hito tanto a los doralissios como a los canteros. La expresión de sombría determinación de los soldados no auguraba nada bueno para los dos grupos si intentaban arruinarles la diversión.

Como es lógico, también había mucha gente corriente y moliente, en un estado mental mucho más apacible, pero flotaba una innegable tensión en el aire y el posadero corría de acá para allá como un loco, tratando de aliviarla.

—Mmm… —exclamé para hacerme oír por encima del ruido—. Quizá deberíamos buscar un sitio más tranquilo, ¿no?

—¡No tengas miedo, Harold, estás conmigo! —declaró Hallas mientras tomaba asiento en la única mesa vacía, situada junto a la barra.

No tenía miedo. Sabía perfectamente que si la clientela habitual de aquella taberna se hubiera encontrado de repente en El cuchillo y el hacha se habrían desvanecido de puro terror. Pero ¿por qué estábamos allí? ¿Qué sentido tiene meter la nariz en la madriguera de un oso sólo por el placer de buscar pelea? Teníamos que andarnos con cuidado.

Una camarera apareció delante de nosotros como por arte de magia.

—Cerveza para estos cuatro y algo muy, muy fuerte para mí —dijo el gnomo.

—Tenemos licor de trigo y krudr… vodka doralissio.

—Mezcla el licor con el krudr, añádele un poco de cerveza negra y Fuego de gnomo —decidió el gnomo tras pensarlo un momento—. ¿Tenéis Fuego de gnomo?

—Seguramente podamos encontrar un poco, señor.

Si esta insólita combinación sorprendió a la camarera, no lo demostraba.

—Escucha, Hallas —dijo Deler al gnomo—, si quieres suicidarte, no es necesario que bebas toda clase de basura. Sólo tienes que decírmelo y yo te envío al otro barrio en menos que canta un gallo.

Hallas adoptó una táctica bastante inusual en respuesta a esta pulla: simplemente, la ignoró.

—A mí no me traigas cerveza, sólo un zumo de zanahoria —dijo Kli-Kli.

—Aquí no servimos eso.

—Bueno, pues cualquier otro zumo que tenga buen sabor.

—No tenemos ninguno —dijo la camarera sin demasiada amabilidad.

—¿Y leche? ¿Tenéis leche?

—Cerveza.

—Muy bien, pues que sea cerveza, entonces —dijo Kli-Kli con resignación.

—¡Qué curioso encontrarse con una chusma así en este lugar! —dijo una voz conocida.

Ciendelámparas, Arnkh y Marmota se acercaron a nosotros. Invencible se lanzó de un salto desde el hombro de Marmota, cayó con un golpe sordo sobre nuestra mesa y comenzó a arrugar el hocico rosado con la esperanza de encontrar algo sabroso para comer. Kli-Kli le arrojó una zanahoria al lingo, pero la criatura se limitó a enseñarle los dientes y a aullar en voz baja. Al parecer no le interesaban lo más mínimo los intentos del trasgo de granjearse su amistad.

—¿Qué viento os ha traído hasta aquí? —preguntó el gnomo a los recién llegados con voz no demasiado amistosa.

—No parece que te alegres de vernos —rio Arnkh al tiempo que se sentaba.

Mumr y Marmota siguieron el ejemplo de su compañero, aunque Marmota tuvo que coger una silla de la mesa de al lado, ocupada por los hombres-cabra. Los doralissios miraron al guerrero con cara de pocos amigos, pero no dijeron nada, convencidos al parecer de que no merecía la pena arriesgar los cuernos y la barba por algo tan mísero como una silla.

—Hoy no se alegra de ver a nadie —respondió Deler por el gnomo.

—¿Le han sacado ya esa muela? —preguntó Ciendelámparas.

—Mira, Mumr —dijo Hallas con irritación—, vete a tocar tu caramillo por ahí y déjame en paz.

—Oo-oo-ooh, las cosas están realmente mal —dijo Ciendelámparas sacudiendo la cabeza con aire de decepción.

—¿Y por qué no se la han sacado? —se sumó Arnkh a la conversación.

—¡He cambiado de idea! —estalló de repente el gnomo—. Se me permite cambiar de idea, ¿no?

—Vale, Hallas, vale —dijo Arnkh con amabilidad para tratar de calmarlo—. Bien, has cambiado de idea. ¿A qué tantos gritos?

La camarera nos trajo nuestras cervezas y la mezcla explosiva de Hallas. Tomó nota a los tres Corazones Salvajes que acababan de reunirse con nosotros y volvió a marcharse.

—Bueno, ¿y cómo es que estáis aquí? —pregunté a Marmota, que en aquel momento estaba alimentando al lingo.

—Arnkh nos ha arrastrado a dar un paseo por la ciudad. Es un villorrio detestable. Y decidimos parar aquí de regreso para remojar un poco el gaznate.

—¿Habéis visto algo interesante en la ciudad? —preguntó Kli-Kli mientras olisqueaba con cautela la cerveza que le habían servido. Obviamente no era muy de su agrado—. Hallas, ¿por qué no bebes?

—¿Y tú? —respondió el gnomo con los dientes apretados mientras miraba su bebida como si hubiera una serpiente muerte flotando en ella.

—¡La estoy oliendo! —replicó Kli-Kli—. ¡Y me basta con eso!

—A mí también.

—Vaya, el krudr huele aún peor que las cabras —rio Ciendelámparas entre dientes.

—Bueno, ¿qué me decís de la raza de los gnomos? —preguntó Deler con una sonrisa maliciosa mientras tomaba un sorbito de su cerveza negra—. Les da miedo que les saquen una muela, así que piden un brebaje explosivo y resulta que también les da miedo bebérselo.

—¿Quién dice que tengo miedo, cabeza de chorlito? ¿En el Campo de Sorna no tuvimos miedo de romperos los cuernos y crees que yo se lo voy a tener a esta agüilla? ¡Mira!

Hallas se echó el líquido entero al gaznate de un solo trago, sin hacer una pausa para tomar aliento. Un escalofrío me atravesó. Una sola gota del explosivo cóctel encargado por el gnomo habría bastado para derribar a un h’san’kor.

Nuestro barbudo amigo bebió, gruñó, depositó de nuevo la jarra sobre la mesa, enfocó sus ojos huidizos en un único punto e hinchó las fosas nasales mientras trataba de averiguar lo que estaba sintiendo. Todos lo observamos con genuina admiración.

—Es as… —dijo el gnomo mientras nos abrasaba a todos con el indescriptible aroma de aquella mezcolanza repulsiva—. Es as… ¡asqueroso, que se me lleve el Sin Nombre!

—¿Sigues vivo? —preguntó Deler mientras observaba a su amigo con mirada cautelosa.

—¡No, ya estoy en la luz! ¡No me sentía tan bien desde que sacaste mi trasero a rastras de aquel cadalso del duque Cangrejo! ¡Ca-ma-re-ra! ¡Otras tres jarras de lo mismo!

—¿Y bien? —preguntó Marmota después de una pausa—. ¿Brindamos por Gato?

—¡Que la tierra sea su colchón de plumas y la hierba su manta! —dijo Ciendelámparas alzando la jarra.

—Que camine en la luz —dijo Hallas.

—Que disfrute de un buen invierno —dijo Anguila.

Bebimos en silencio, sin tocar los vasos.

Así son las cosas: algunos ya están en la luz y otros siguen vivos. Gato se había quedado en tierra, junto al antiguo barranco de los Yermos de Hargan. Había sido el primero en caer entre los que habían enviado a escoltarme hasta Hrad Spein. Deseaba con todo mi corazón que el explorador hubiera sido el último en morir durante nuestro viaje.

El tiempo pasaba imperceptiblemente. La gente iba y venía. Los canteros, los doralissios y los Cazadores seguían atracándose con el vino y dos horas después, cuando yo ya tenía mi tercera jarra de cerveza delante y Hallas había apurado siete de su «remedio», un viejo con un caramillo salió de la nada y empezó a tocar una alegre djanga.

Los que estaban más sobrios y aún podían sostenerse con firmeza sobre las piernas se levantaron y comenzaron a bailar. Arnkh agarró de los brazos a una camarera, que primero chilló de indignación y luego de deleite, y comenzó a bailar con ella al son de la animada música. Los canteros se sumaron al jolgorio con voces alegres mientras los doralissios golpeaban la mesa con los puños y nosotros el suelo con los pies, tratando de seguir el ritmo. Únicamente Hallas no prestaba atención alguna a la atmósfera de jolgorio generalizado y continuaba engullendo sistemáticamente su veneno.

Un gnomo o un enano pueden beber tanto como una muchedumbre entera de hombres y seguir sobrios. Pero Hallas había bebido más que suficiente. Las palabras se le trababan de manera perceptible en la boca, la nariz se le había puesto roja y le brillaban los ojos. Y la apoteosis de la cura llegó cuando realizó una confesión de genuino amor a Deler.

—¡Eh, tú! ¡Cara de topo! ¿Qué haría yo sin esa fea cara tuya? —murmuró el gnomo, borracho como una cuba, mientras trataba de besar a su amigo—. ¡Ca-ma-re-ra! ¡Hic! ¡Lo mismo!

Pasó algún tiempo más y a mis camaradas se les pasaron las ganas de ir a otra parte. Ahora tenían un nuevo pasatiempo: Mumr y Marmota estaban tratando de intimidar a los doralissios con la mirada. Ambos bandos intentaban agujerear a los contrarios con los ojos. Los canteros, al darse cuenta de que contaban con nuevos aliados, volvieron a animarse, mientras los Cazadores comenzaban a pensar a qué bando iban a unirse en la más que previsible pelea.

Una jovial multitud de estudiantes irrumpió en la taberna para celebrar que habían aprobado algún examen. Hallas se quedó adormilado sobre el hombro de Ciendelámparas y Deler exhaló un suspiro de alivio: el irascible gnomo había cerrado por fin la boca.

Inesperadamente, en nuestra mesa estalló una discusión sobre la cocina de las distintas razas de Siala. El enano se dio un golpe en el pecho y afirmó que nadie sabía cocinar mejor que ellos, a lo que Kli-Kli respondió sugiriendo que despertáramos a Hallas para preguntarle su opinión sobre el particular. Deler se apresuró a decir que probablemente no mereciera la pena, dado que los gnomos no tienen sentido culinario. Bastaba con recordar el engrudo que había cocinado durante el viaje.

—En general, los trasgos son maestros en toda clase de cocina —afirmó Kli-Kli.

—Ajá, sólo que la gente normal no puede comer vuestros espantosos guisos —respondió Ciendelámparas con un gran resoplido.

—Me cuesta llamar «gente normal» a los Corazones Salvajes —objetó Kli-Kli—. Estoy seguro de que coméis toda clase de basura en vuestras incursiones en las Tierras Desiertas.

—Algunas veces sí —convino Ciendelámparas—. Recuerdo aquella vez que tuvimos que comernos la carne de un troll de las nieves. ¡Os puedo asegurar que es un asco!

—¡Buag! —dijo Marmota, temblando con sólo recordarlo.

—Ah, venga —protestó Deler—. Es carne normal, sólo que huele un poco a podrido.

—¡Y qué lo digas! Es exactamente así, amigo mío —dijo Ciendelámparas—. ¡Casi echo hasta la primera papilla!

—Pues no me di cuenta, no sé por qué —rio el enano—. Después de pasar una semana de hambre en la nieve, atacaste aquella carne como si en lugar de ser de troll, fuesen filetes de venado. Se te salían los ojos de las órbitas. Si hubieras esperado a que terminara de freiría bien en lugar de comértela cruda, habría sido perfecto.

—Vamos, por favor —dijo Kli-Kli con impaciencia mientras olisqueaba su cerveza un instante para despertarse—. ¿Y a eso le llamáis comida exótica? ¡Carne de troll! ¡Ja!

La expresión de su cara parecía sugerir que comía carne de troll cinco días a la semana.

—¿Es que tú has probado platos más raros, acaso? —preguntó Anguila al trasgo.

—¡Pues claro que sí! —declaró Kli-Kli con orgullo—. Hasta tenemos una antigua canción de taberna sobre el tema.

—A ver, vamos a oírla —sugirió Mumr.

—No, por favor —dijo Deler agitando las manos—. Sé cómo sois los pieles verdes. ¡Peores aún que esos chalados barbudos! Como empieces a cantar, se pondrán a aullar todos los perros en dos kilómetros a la redonda.

—Es una canción muy interesante. Se llama La mosca en el plato —dijo el bufón con una sonrisa.

—Bébete tu cerveza, Kli-Kli, y guarda silencio —advirtió Ciendelámparas al trasgo con voz amenazante. El pequeño truhán suspiró con resignación y metió la nariz en la jarra.

—¡Amables caballeros! —dijo un anciano que se había acercado a nuestra mesa—. Ayudad a un pobre inválido invitándolo a una jarra de cerveza.

—A mí no me pareces un inválido —gruñó Deler, a quien los dioses no habían bendecido con el don de la generosidad.

—Pues lo soy —dijo el mendigo con un suspiro trágico—. Pasé diez años vagando por los desiertos del lejano Sultanato y dejé todas mis fuerzas y mi fortuna en sus arenas.

—Ajá —rio Deler con una carcajada de incredulidad—. ¡En el Sultanato! No creo que te hayas alejado nunca más de diez metros de Ranneng.

—Tengo pruebas —dijo el viejo. Se balanceaba un poco. Obviamente ya había bebido bastante aquel día—. ¡Mirad!

Con un gesto teatral, sacó algo de debajo de su vieja y remendada capa, algo que tenía una lejana semejanza con un dedo, sólo que era tres veces más grande y de color verde, tenía espinas y sobresalía de un pequeño tiesto.

—¿Qué clase de bestia es ésa? —preguntó Deler mientras se apartaba para colocarse a una distancia prudente de aquel extraño objeto.

—¡Ah, esta juventud! —dijo el viejo sacudiendo la cabeza—. ¿Es que no os enseñan nada? ¡Es un cactus!

—¿Y qué clase de cactus es ése? —preguntó el enano.

—¡El auténtico y genuino! La rara flor del desierto, dotada de propiedades curativas, que florece una vez cada cien años.

—¡Qué montón de disparates! —afirmó Deler tras inspeccionar con mirada suspicaz la rara flor del desierto.

—Vamos, venga, pagadle al abuelo una cerveza —intervino el siempre afable Ciendelámparas.

—Y no sólo al abuelo —murmuró Hallas mientras abría los ojos—. ¡También a mí! Y no sólo cerveza, sino lo que estaba bebiendo antes. ¡Me está empezando a doler de nuevo el diente!

—¡Sigue durmiendo! —siseó Deler al gnomo—. Ya has bebido bastante.

—¡Ah! —resopló el gnomo—. ¡Claro! ¡El viejo puede tomar un trago, pero yo no! Voy a levantarme y pedirlo yo mismo.

—¿Cómo vas a levantarte, Hallas? No te aguantarán las piernas.

—¡Oh, ya lo creo que sí! —protestó el gnomo. Movió la silla y se incorporó—. ¿Ves? ¡Cómete ésa!

Su cuerpo se balanceaba visiblemente de lado a lado, lo que le hacía parecer un marinero en medio de un tifón.

Dio un par de pasos inseguros y tropezó con un doralissio que llevaba una jarra llena de krudr a su mesa. Accidentalmente, el gnomo resbaló y derramó el contenido de la jarra entera sobre el pecho del otro.

El barbudo borracho levantó la mirada hacia el doralissio que se alzaba sobre él, esbozó una dulce sonrisa y dijo algo que nunca se le debe decir a un miembro de esta raza:

—¡Hola, cabra! ¿Cómo te va?

Al oír lo que su raza consideraba el peor de los insultos (la palabra «cabra») el doralissio perdió los estribos y golpeó al gnomo con todas sus fuerzas en los dientes.

Cuando Deler vio que alguien que no era él pegaba a su amigo, lanzó un aullido de furia, agarró una silla y la estampó sobre la cabeza del doralissio. Éste se desmoronó como si acabaran de segarle las piernas.

—¡Mumr, échame una mano! —dijo Deler, mientras agarraba al hombre-cabra por debajo de los brazos.

Ciendelámparas corrió a ayudarlo. Levantaron al inconsciente doralissio y, a la de tres, lo arrojaron en un vuelo de larga distancia sobre la mesa de los Cazadores.

Los soldados recibieron el «proyectil» con los brazos abiertos de par en par e inmediatamente lo enviaron de regreso a su casa, a la mesa de la que varios hombres-cabra bastante furiosos y molestos estaban levantándose en aquel momento. Los Cazadores Implacables no tenían tanta experiencia como Deler y Ciendelámparas en el lanzamiento de cuerpos inconscientes, así que el doralissio se quedó corto en su vuelo y cayó con estrépito sobre la mesa de los canteros. Ésta parecía la señal que éstos habían estado esperando. Se levantaron de un salto y se abalanzaron sobre los Cazadores con los puños en alto. Pero los doralissios, ignorando la pelea entre los soldados y los canteros, nos atacaron a nosotros.

Kli-Kli chilló y se arrojó debajo de la mesa. Sabedor de la increíble fuerza que posee la raza del error de los dioses conocido como hombre-cabra, recogí la legendaria planta-cactus de la mesa y se la arrojé a la cara al atacante más próximo. Tanto el propietario del cactus como mi atacante gritaron al mismo tiempo. Uno de indignación y el otro de dolor. El viejo corrió para rescatar su preciosa planta de entre los cascos de las cabras y el doralissio profirió repulsivos balidos al tratar de arrancarse las espinas de la nariz A esas alturas, la pelea se había hecho universal y colectiva, con el temerario fervor guerrero de los Alegres Pájaros del Cadalso. Todos peleaban con todos. Las jarras volaban por el aire, en busca de cualquier despistado que pudieran encontrar. Una de ellas estuvo a punto de alcanzar a Marmota en la cabeza, pero éste se agachó justo a tiempo.

El atribulado tabernero intentó detener la destrucción de su propiedad, pero una de las cabras le dio un puñetazo en plena cara y el pobre desgraciado se desplomó detrás de la barra. Otra jarra de cerveza cayó sobre un grupo de estudiantes, que se abalanzaron sobre los Cazadores.

—¡Harold! ¡Apártate! —gruñó Deler mientras se dirigía en línea recta hacia su siguiente enemigo. Apuntó y le propinó una patada en la entrepierna.

Me aparté de la mesa de un salto, dejando que los Corazones Salvajes se llevaran todos los golpes y moratones, dado que ése, a fin de cuentas, era su trabajo, protegerme de toda clase de peligros y molestias.

Anguila, Ciendelámparas y Marmota habían formado un triángulo y todo el que se atrevía a colocarse al alcance de sus puños lo pagaba caro. El primero de ellos administraba sus puñetazos con económica precisión y si alguien quedaba en pie después del encuentro con el garrakano, Ciendelámparas o Marmota se encargaban de acabar con él.

El lingo experimentó un ataque de furia en el hombro de Marmota y, lanzando penetrantes chillidos, comenzó a morder a todo el que se colocaba al alcance de sus colmillos. Entonces, al comprender que si se quedaba en el hombro de su dueño se perdería toda la diversión, Invencible saltó sobre el enemigo más próximo y le clavó los dientes en la nariz.

—¡Harold! ¡Quita de en medio!

Arnkh me apartó de un empujón, agarró a uno de los Cazadores por el costado y le dio un cabezazo en plena cara. A continuación, otro de los pendencieros soldados sufrió el mismo destino. Y luego otro. La pelada cabeza del guerrero del Reino Fronterizo era un arma realmente temible.

Pero cada dragón tiene su balista. Uno de los canteros se acercó a Arnkh desde atrás y lo golpeó en la cabeza con una botella que se hizo mil pedazos. Arnkh se tambaleó y el cantero, espoleado por su éxito inicial, se preparó para golpear de nuevo con lo que quedaba de botella.

Kli-Kli salió como una flecha de debajo de la mesa y le propinó una patada en la rodilla con todas sus fuerzas. El cantero soltó el arma, comenzó a proferir violentas imprecaciones y trató de agarrar al trasgo por el cuello, pero el diestro bufón se escabulló entre sus piernas y remató la faena dándole un vigoroso puntapié en las posaderas.

Yo realicé también mi modesta contribución con un puñetazo en la boca del estómago que dejó al muchacho sin aliento. Se retorció sobre sí mismo y Kli-Kli aprovechó para darle un nuevo estacazo en un punto especialmente doloroso, mientras yo lo remataba de un golpe en el cuello con el dorso de la mano. Una expresión de resentimiento apareció fugazmente en su cara y entonces se le pusieron los ojos en blanco y se desplomó.

—¿Estás bien? —pregunté a Arnkh mientras lo sujetaba por el hombro para asegurarme.

—Ajá —musitó—. ¿Quién ha sido?

—¡Allí! —dijo Kli-Kli mientras señalaba al hombre tendido en el suelo.

—Dale una patada de mi parte, por favor —dijo Arnkh, con una mueca de dolor, y Kli-Kli se apresuró a hacer lo que le pedía su camarada.

—Aquí la temperatura comienza a ser excesiva. Es hora de irse —dijo Ciendelámparas. Tenía un ojo morado.

—¡Por encima de mi cadáver! —gritó Deler con voz entrecortada mientras mantenía a raya a dos doralissios con una silla—. ¡La diversión acaba de comenzar! ¿Vas a quedarte mirando o me vas a ayudar con estas cabras?

—¡Vas a pa-gaaar por llam-aaaaarnos caaaa-bras! —baló uno de los doralissios mientras lanzaba un puñetazo de arriba abajo en dirección a la cabeza del menudo enano.

Deler se hizo a un lado, destrozó su silla contra las costillas del doralissio que estaba intentando golpearlo y se apartó de un salto para dejar paso a la «caballería pesada», en forma de cinco belicosos Cazadores. Los chicos de blanco y rojo se pegaron como racimos de uva a los hombros de los doralissios y desde allí comenzaron a repartir puñetazos con concienzuda y militar diligencia.

Un espacio despejado se había abierto alrededor de Anguila: nadie más se atrevía a acercarse al garrakano. Puede que fuese mi imaginación, pero me daba la impresión de que el guerrero parecía un poco decepcionado por esta situación. ¡Sólo estaba empezando a calentarse!

—¿Puedes mantenerte en pie? —pregunté a Arnkh mientras lo ayudaba a sentarse en el único banquillo que quedaba.

—¡No te preocupes por mí! No soy un plato de porcelana —siseó mientras, con el ceño fruncido, se tocaba el chichón de la nuca.

—¡Ésos estudiantes tienen mucho espíritu! —exclamó Marmota. Finalmente había dejado de repartir leña sobre la cara del más grande de los canteros y estaba observando con académico interés el revuelo organizado en la otra esquina de la taberna.

Los estudiantes habían abordado la pelea a su manera inventiva y temeraria. Habían derribado varias mesas para levantar una improvisada barricada tras la que habían organizado lo que el gnomo llamaba una batería artillera, usando jarras de cerveza a modo de proyectiles. Después de esto, aullando como uno solo, se abalanzaron sobre los Cazadores Implacables y sus simpatizantes.

Uno de los caídos trató de ganar la puerta arrastrándose para salir de allí. Pero era demasiado tarde. La puerta, arrancada de los goznes, salió despedida como un proyectil y la guardia apareció en la taberna.

—¡Que nadie se mueva! ¡Estáis todos arrestados! —gritó uno de los soldados, pero al instante recibió el impacto de una jarra de cerveza en el casco y cayó de rodillas.

A los guardias les ofendió que no los tomaran en serio y uno de los canteros, que se disponía a arrojar una botella en su dirección, cayó al suelo con un virote de ballesta clavado en la pierna.

—¡Larguémonos! —gritó uno de los estudiantes. Los más despiertos comenzaron a salir de El rayo de sol por las ventanas.

Tras un breve instante de reflexión, Marmota sacó a una aterrorizada camarera de debajo de la barra.

—¿Dónde está la puerta trasera? —preguntó.

—¡Por ahí! —dijo la chica señalando la cocina con la cabeza.

—¡Vámonos, chicos! —exclamó Marmota mientras echaba a correr en la dirección indicada.

Nuestro grupo entero siguió su ejemplo en formación cerrada. En el transcurso de aquella retirada estratégica, Ciendelámparas y Deler aprovecharon para zurrarle en la cara al último doralissio que aún seguía en pie.

—¡Por los cien reyes sublunares! —exclamó Deler dándose una palmada en la frente—. ¡Nos hemos olvidado de Hallas, maldita sea su piojosa barba!

La taberna estaba ya tan abarrotada de guardias que los pendencieros habían quedado ya en inferioridad numérica y Hallas tuvo que salir de debajo mismo de los pies de los servidores de la ley.

El gnomo había conseguido escabullirse, más o menos, y comenzó a avanzar tambaleándose hacia la entrada trasera, ayudado por Deler y Mumr. Atravesamos la cocina dando un susto de muerte a la cocinera y salimos a un oscuro callejón. Deler cantaba la marcha militar de los enanos, secundado por la voz aguda de Kli-Kli. Ciendelámparas gruñía con satisfacción. Los chicos habían disfrutado a lo grande de la pequeña reyerta.

Debíamos de haber pasado allí sentados un buen rato, porque en el exterior ya había oscurecido. Una vez en el callejón, comenzamos a alejarnos de la taberna, pero entonces Hallas se detuvo en seco y gritó:

—¡El saco!

Y, sin dejar que nadie se lo impidiera, volvió corriendo a entrar en la taberna.

—¡Menudo idiota! —siseó Marmota.

—¡Se va a meter en un lío! —dijo Deler mientras se preparaba para correr detrás de su amigo.

—¡Quédate donde estás! —le espetó Anguila—. No quiero tener que sacaros a los dos del calabozo.

Deler masculló una obscenidad entre dientes. Pero se quedó donde estaba, observando con mirada impaciente el rectángulo brillante de la puerta abierta. El minuto siguiente se prolongó como una eternidad…

Y entonces apareció Hallas, con su preciado saco a la espalda.

—¡Es una lástima que esas malditas cabras no te hayan partido el cráneo! —exclamó Deler, pero había en su voz una nota de palpable alivio.

—Vámonos —dijo Anguila con voz seca, asumiendo la dirección de nuestra pequeña unidad.

—Marmota, no te habrás olvidado el ratón en la taberna, ¿verdad? —preguntó Kli-Kli con alarma.

—Antes me olvidaría de ti que de Invencible —gruñó Marmota.

—Oooooh, eres cruel —dijo el trasgo, ofendido—. ¡Ha sido un día horrible, de principio a fin!

—¿Y eso? —preguntó Arnkh con sorpresa—. Tú no tienes días malos, por definición.

—Bueno, piénsalo —dijo Kli-Kli mientras trataba de colocarse a la par de Ankh—. Llegamos a la ciudad y nos pasamos el día entero dando vueltas por ahí, a Hallas aún no le han sacado la muela y mañana tenemos que marcharnos.

—¡Un completo desastre, sí! —dijo Marmota.

—Oye —suspiró Hallas con aflicción—. Me he olvidado algo.

—¿Y ahora de que se trata? —pregunto Mumr con fastidio—. Ya tienes el saco.

—¡Me he dejado la pipa! ¡La pipa! ¡Se me caería de la boca cuando esa condenada cabra me golpeó en la cara!

—Bueno, me parece una excelente noticia —dijo Deler, que no soportaba el humo del tabaco—. Así podrás dejar por un tiempo esa fea costumbre.

—Es una pipa de brezo —continuó Hallas con su lamento—. ¡Una reliquia familiar! Quizá debería volver a buscarla…

—Inténtalo. Y luego se lo explicas tú a Tío —advirtió Anguila al gnomo.

—Muy bien —dijo éste, y escupió al suelo—. Tengo otra en las alforjas.

—¿Cómo va el diente? —pregunté el gnomo. Hallas llevaba sin quejarse un tiempo sospechosamente largo.

—¡No está, alabada sea Sagra!

—¿Qué?

—¡La cabra me pegó tan fuerte que se me ha caído!

—Vaya, Hallas —rio Deler—. Mira qué noble barbero has encontrado al final. ¡Cabezota, con cuernos y con perilla! ¡Es decir, igual que tú!

El oscuro callejón se llenó con el fuerte repique de unas carcajadas, que Hallas secundó con todos los demás.

Tres veces pasaron patrullas de la guardia en alerta y tuvimos que ocultarnos en las sombras de los edificios. Anguila decidió no correr ningún riesgo, así que tomamos un largo desvío para no toparnos con los defensores del orden público, que estaban tan irascibles como avispas a comienzos del otoño. Pero finalmente llegamos a la calle de El Búho Sabio.