1: Ranneng

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Ranneng

Los habitantes del sur de Valiostr que nunca han estado en el norte del país y no han visto Avendoom tienden a creer que Ranneng es una ciudad muy grande. Bueno, desde luego pequeña no es, pero no es ni de lejos tan grande como Avendoom.

Para aquellos que no lo sepan, Ranneng era la antigua capital del reino y perdió este noble título durante la Guerra de la Primavera, cuando una riada de orcos salió de los bosques de Zagraba. En sus mil quinientos años de existencia, la ciudad ha sobrevivido a un centenar de gobernantes, seis grandes incendios que casi la borran de la faz de la tierra, revueltas, epidemias y, como es natural, guerras.

Casi aniquilada por los orcos y luego reconstruida tras la victoria, a Ranneng se la considera, con toda justicia, la ciudad más hermosa del reino. La arquitectura antigua, las numerosas estatuas de los dioses, las amplias avenidas y las fuentes, las torres altas y esbeltas de la guardia y los puentes levadizos a orillas de los ríos atraen en gran número a los viajeros, los mirones ociosos, los mercaderes y los comerciantes.

Al comienzo mismo de la dinastía Stalkon, el rey fundó la Universidad de las Ciencias por decreto real y actualmente la gente acude a ella desde todos los reinos del norte. Frente a esta venerable institución académica se encuentra un parque enorme y, tras un paseo por este pequeño bosque que florece entre las murallas de la ciudad y el Barrio Alto te encuentras cara a cara con las enormes puertas de bronce de la escuela de la Orden de los Hechiceros.

Allí es donde los futuros brujos aprenden a dominar los fundamentos de su arte y sólo entonces, al cabo de cinco años de rigurosa instrucción, parten a la escuela de Avendoom para seguir refinando y mejorando sus habilidades mágicas. Gracias a la escuela de los hechiceros y a la universidad, a la antigua capital se la conoce como la Ciudad del Saber.

Sería sencillamente imposible encontrar un lugar mejor para levantar una ciudad. Ranneng se extiende sobre cinco colinas en el punto exacto donde se entrecruzan las rutas comerciales más importantes del sur del reino.

Los poetas han entonado alabanzas a la ciudad por su belleza, pero Ranneng tiene un defecto esencial: se encuentra mucho más cerca que Avendoom de los bosques de Zagraba y, por consiguiente, de los orcos. Si de repente los invadiera el mórbido deseo de ir a la guerra, les sería mucho más fácil llegar a la ciudad que al mar Frío. Y por eso, cinco siglos antes, los hombres habíamos decidido cambiar de capital. Los orcos nos habían enseñado a ser cautos.

La dinastía Stalkon estaba decidida a no dejarse sorprender de nuevo, así que el rey, junto con su corte al completo, se trasladó a Avendoom, lejos de los bosques y de los peligros potenciales que acechaban en su interior.

Pero, con vuestro permiso, en este punto concluiré mi breve disertación histórica y geográfica, puesto que finalmente habíamos llegado a las puertas de la ciudad.

Era muy temprano y la gente de los pueblos y ciudades próximas se acercaba a las puertas para comprar, vender, robar, buscar trabajo, ir a la escuela, visitar a sus parientes, escuchar los cotilleos y rumores o, simplemente, a falta de algo mejor que hacer, dejarse asombrar por cualquier tontería. Había tanta gente que no esperábamos poder entrar en la antigua capital antes de la tarde.

El bullicio de la multitud era absolutamente indescriptible. Había cientos de personas que hablaban, gritaban, bramaban y discutían echando espumarajos por la boca para defender su derecho a alcanzar la entrada a empujones antes que nadie. Estalló una pelea por un lugar en la cola junto a un carromato cargado de nabos. La guardia de Ranneng trató de restaurar el orden, pero sólo consiguió empeorar las cosas. Su innecesario intento de separar a los dos idiotas que la habían emprendido a golpes fue un completo fracaso y sólo sirvió para que la hostilidad de la muchedumbre se concentrara sobre los impotentes guardias.

Estaba preparándose una riña a gran escala y en el aire flotaba el inconfundible aroma de la pimienta garrakana quemada. El pequeño grupo de soldados lamentaba haberse metido en la reyerta.

—¿Qué es todo esto? —preguntó con irritación el guerrero de aspecto taciturno que respondía al nombre de Bocazas—. No recuerdo haber visto nunca un atasco como este en la Puerta del Norte. La gente siempre entra por la Puerta del Triunfo.

—¿Entonces qué hacemos aquí parados? —siseó Hallas con furia y una mano pegada a la mejilla.

¿Qué puede ser peor que un gnomo malhumorado e irascible que está furioso con el mundo entero? Sólo un gnomo malhumorado e irascible que, además, resulta que tiene dolor de muelas. El diente había empezado a dolerle la tarde antes y, a juzgar por el aspecto de las cosas, estaba provocándole una atroz agonía. Pero el insufrible gnomo se había cerrado en banda y no había dejado que nadie le sacara la problemática pieza, aduciendo que quería que lo hiciera un barbero respetable y no un chiquilicuatre cualquiera, categoría en la que incluía a Deler y Kli-Kli, quienes le habían ofrecido sus servicios como curanderos.

—¡Ésas puertas están más cerca de los caminos! —exclamó Bocazas.

—Puede que estén más cerca —dijo Hallas con desesperación mientras se mesaba los nudos de la barba—. Pero ¿no te entra en esa cabezota tuya que aquí hay alguien que está a punto de fallecer de dolor?

—Deja de protestar —murmuró Deler—. Aguanta un poco más.

El gnomo dirigió al fornido enano una mirada sombría que anunciaba claramente la intención de darle un puñetazo en la nariz, pero al final, en lugar de hacerlo, murmuró:

—¿Por qué tardan tanto?

Mientras observaba, los guardias dejaron que un carromato cargado hasta los topes de jaulas de gallinas cruzara las puertas.

—Tienen que inspeccionarlo todo, cobrar los impuestos y preguntar a la gente qué han venido a hacer —respondió Kli-Kli con su voz chillona.

—Qué increíble celo para tratarse de la guardia municipal. ¿A qué se deberá?

—Cualquiera sabe —dijo el pequeño y verde trasgo encogiéndose de hombros.

—Quizá deberíamos probar en las otras puertas, mi señor Alistan —sugirió Panal vacilante, con una mirada de reojo al líder de nuestro grupo.

El caballero consideró la propuesta unos instantes y luego sacudió la cabeza:

—Están a más de una hora de aquí.

La cara de Hallas se tiñó de color carmesí y de repente tuve miedo de que le diera un ataque.

—¡Una hora! —refunfuñó—. No puedo aguantar tanto.

Dicho lo cual, el gnomo comenzó a avanzar decididamente hacia las puertas.

—¿Adónde va? —preguntó Bocazas con tono de perplejidad, pero Alistan se limitó a reírse y siguió a Hallas con los caballos. Los demás no pudimos hacer otra cosa que imitarlo.

Al principio la gente nos observaba boquiabierta y con cierta fascinación, pero entonces, al darse cuenta de que nos estábamos saltando la cola, comenzaron a murmurar.

—¡Nos van a matar! ¡Por Sagra, nos van a matar! —murmuró Marmota.

Pero el gnomo atravesó la multitud indignada sin prestarle atención, gritando que abrieran paso como un viejo zapatero remendón.

—¡Alto, gnomo! ¡Aaaaalto! —exclamó un centinela armado con una alabarda—. ¿Adónde te crees que vas? ¿Es que no has visto la cola?

El gnomo abrió la boca para informar al soldado de lo que pensaba de él y de su familia hasta la séptima generación, pero en ese momento, de un modo milagroso, Miralissa apareció a su lado y se colocó delante.

—Buenos días, honorable señor. ¿A qué se debe tanta demora? —preguntó con una sonrisa la elfa de cabellos cenicientos.

Al instante, el centinela bajó la voz e intentó incluso alisarse la casaca del uniforme. Como todos nosotros, sabía, porque su madre se lo había dicho de pequeño, que siempre hay que ser educado con los elfos, sean de la luz o de la oscuridad. Al menos, si no quieres acabar con una daga entre las costillas porque un habitante del bosque ha decidido que acabas de insultarlo… o insultarla.

—¿Qué tiene de particular, señora? Mirad cómo están las cosas. Tenemos que registrar y volver a registrar a todo el mundo. Y todo porque el Sin Nombre ha vuelto a hacer de las suyas. ¡Dicen que hace pocas semanas atacó el palacio real!

—No me digáis. ¿El Sin Nombre? —rio Tío con incredulidad frente a la tupida y cana barba del hombre.

—¡El Sin Nombre, como lo oís! Y cinco mil de sus seguidores. ¡De no haber sido por la guardia y Alistan Markauz, habrían dado muerte a su majestad!

—¿Cinco mil? —volvió a reírse Tío con el mismo tono mientras se rascaba el pelado cráneo.

—Eso cuenta la gente —dijo el locuaz soldado, esta vez ligeramente abochornado. Al parecer acababa de darse cuenta de que cinco mil era un número muy grande.

—Vaya, vaya —respondió Tío con una risilla. Como todos nosotros, había estado en palacio la memorable noche en que los seguidores del Sin Nombre decidieron poner a prueba la determinación de la guardia real.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con la cola de las puertas? ¡El ataque se produjo en Avendoom, pero las puertas están en Ranneng! —exclamó Hallas con exasperación.

—Su majestad, así reine cien años, ha dado orden de que se incremente la vigilancia. Así que hacemos lo que podemos.

—Si un ejército de orcos pasara al trote a su lado, no se darían ni cuenta —me susurró Kli-Kli discretamente al oído.

El trasgo tenía razón, porque era muy poco probable que un vulgar centinela hubiera podido reconocer a un partidario del Sin Nombre aunque hubiera pasado por delante mismo de sus narices. Hasta la fecha, los traidores que servían al principal enemigo de Valiostr no se diferenciaban en nada de ciudadanos perfectamente pacíficos.

La multitud que teníamos detrás murmuraba, cada vez con mayor insistencia:

—¿Qué pasa aquí?

Un soldado de aspecto amargado, con galones de cabo, se nos acercó desde las puertas. Saltaba a la vista que no estaba de humor para mantener una conversación agradable.

—Quieto ahí, Mis —dijo el centinela locuaz, ignorando el rango del cabo—. ¿No ves que la dama élfica está preguntando por las noticias?

El cabo estuvo a punto de caerse de bruces cuando tuvo la ocasión de ver mejor a nuestro variopinto grupo: un trasgo verde de ojos azules, tres elfos oscuros, un caballero de expresión adusta y nueve guerreros, uno de los cuales era un gnomo con mirada de hostilidad y otro un enano con un absurdo sombrero hongo. Además de un tipo enjuto con indudable aspecto de criminal. Desde luego, no era el tipo de compañía que uno se encuentra en las calles de la ciudad todos los días de la semana.

—Ajá… —titubeó el cabo mientras trataba de elegir las palabras—. Bueno, siendo así…

—No quisiéramos hacerles perder el tiempo —dijo Miralissa con una nueva sonrisa—. ¿Podemos pasar?

La sonrisa de una elfa puede sumir en un estupor prolongado los corazones de los incautos, sobre todo si es la primera vez que ven esas dos afiladas y blancas cuchillas que asoman por debajo de su labio inferior.

—P-pues claro que p-podéis pasar —dijo el cabo mientras hacía un gesto hacia la puerta para que los guardias nos franquearan el paso—. Pero recordad que sólo la guardia municipal y los elfos tienen derecho a llevar armas dentro de las murallas.

—¿Y los nobles y los soldados? —preguntó Anguila alzando las cejas con sorpresa y rompiendo su silencio por vez primera.

—Dagas y cuchillos de tamaño aceptable. Ésa es la única excepción.

—¡Pero si estamos al servicio del rey! No somos una banda de mercenarios.

—Lo siento, pero la ley es la misma para todos —respondió inflexible el cabo.

Yo ya conocía aquella ley. Había aparecido unos tres siglos antes, cuando en Ranneng estallaban reyertas con la rapidez de incendios forestales. Fue una época complicada, en la que tres casas nobiliarias se disputaban el poder y cuando el rey decidió aparcar por un momento los asuntos del gobierno para intervenir en el enfrentamiento, había más cuerpos en las calles que en el Campo de Sorna tras la batalla entre los enanos y los gnomos.

La mitad de los condes, los barones, los marqueses y el resto de gentuza con sangre azul de la ciudad perdió la vida allí mismo, en las calles. Por desgracia, la otra mitad seguía con vida, así que los Jabalíes, los Obures, los Ruiseñores y sus respectivos partidarios han seguido enfrentados hasta nuestros días.

Por ello, cualquiera que entre en la ciudad llevando una hoja de más de un palmo de longitud o, Sagot no lo quiera, una ballesta, se arriesga a recibir una multa muy cuantiosa y pasar un par de días descansando en una incómoda celda. Ésta última circunstancia poseía grandes efectos apaciguadores sobre los caballeros de extracción nobiliaria. Tras pasar una temporadita en un lugar húmedo e insoportablemente incómodo, sus señorías se vuelven sumisos y tranquilos como corderillos… al menos por algún tiempo.

—Pero eso no puede ser… —exclamó Ciendelámparas: su corazón y su misma alma protestaban contra la idea de una ley semejante.

Mumr nunca se separaba de su espadón, pero ahora parecía que en Ranneng, el maestro de la espada larga tendría que ocultar su terrible arma y arreglárselas con un cuchillo de hoja corta.

—Ni siquiera voy a preguntaros qué asuntos os han traído a nuestra ciudad y a qué casa pretendéis servir aquí —dijo el centinela mientras nos lanzaba una mirada cargada de significado.

—No tenemos la intención de entrar al servicio de ninguna casa nobiliaria —repuso el señor Alistan.

—A mí eso me da igual, mi señor caballero —dijo el cabo alzando las manos en un gesto conciliatorio—. Si decidís no hacerlo, no lo hagáis. Estáis en vuestro derecho. Cuando veo a un grupo de gente armada en la ciudad, la primera idea que me viene a la cabeza es que una de las casas de la ciudad acaba de contratar más sicarios.

—¿Vuelve a haber disturbios en Ranneng? —preguntó Miralissa mientras arrojaba su tupida coleta de color ceniza detrás de uno de sus hombros.

—Algunos —dijo el soldado encogiéndose de hombros—. Los Ruiseñores y los Jabalíes tuvieron hace poco un encontronazo en la Ciudad Alta. A dos barones los rajaron del cuello a la entrepierna. Mmmm… Disculpadme si os he ofendido, mi señora elfa.

—No, nada de eso. Gracias por responder mis preguntas, buen señor. Entonces, ¿podemos pasar?

—Sí, mi señora. Aquí tenéis este documento. Con él no os interrogarán las patrullas. —Sacó un pergamino enrollado de un estuche de madera que llevaba colgado de la cadera y se lo entregó a la elfa—. Dice que acabáis de llegar a nuestra gloriosa ciudad. ¡Bienvenidos!

—Esto es para vos. Por los servicios prestados —dijo Egrassa mientras se inclinaba desde la silla y depositaba una moneda en la mano del cabo.

—Vaya, gracias, amable… —comenzó a decir el soldado, pero al ver la moneda que le había dado el elfo, se calló y quedó tan quieto como una de las estatuas del parque real.

No todos los días echa mano un simple cabo a una moneda de oro. Tuve el presentimiento de que habría una fiesta en los barracones aquella tarde y de que a medianoche no quedaría un solo centinela en pie.

Y así, dejando tras de nosotros a unos guardias asombrados y encantados por la generosidad del elfo oscuro, cruzamos al fin las puertas.

* * *

Desde la calle que comenzaba en las puertas, desembocamos en una avenida muy amplia que conducía al corazón mismo de la ciudad. La posada a la que nos llevaba Miralissa se encontraba en una de las colinas y mientras nos dirigíamos hacia allí, mi mirada volaba de acá para allá estudiando el lugar.

En una pequeña calle que comenzaba con un monumento a los defensores de Ranneng caídos en la Guerra de la Primavera nos detuvo una patrulla de guardias, pero quedaron decepcionados al ver el documento que nos había dado el cabo y nos dejaron ir en paz.

—Muy bien —dijo Bocazas—. Tengo que pasar a visitar a mis parientes. ¡Nos vemos en la posada!

—Por casualidad no tendrá una amiga, ¿verdad? —preguntó Arnkh con una sonrisa taimada.

Bocazas dirigió una mirada de sorpresa al alto y calvo guerrero antes de preguntar:

—¿Quién?

—Cada loco con su tema —murmuró Marmota con un suspiro de resignación—. Sería mejor que dedicarais vuestras energías a pensar en lo que vamos a hacer a continuación y no en mujeres.

—¡Tú dedícate a alimentar a tu ratón! —respondieron Bocazas y Arnkh al unísono.

—Ya lo hago, no os preocupéis —respondió Marmota con voz débil mientras se pasaba el lingo de un hombro a otro—. Pero díselo a Tío si no quieres que luego te dé una buena tunda.

—Se lo dije hace mucho. ¡Nos vemos!

—¡Saluda a la chica! —gritó Arnkh, pero Bocazas ya se había fundido con la multitud, dejando su caballo al cuidado de Ciendelámparas, a quien no le alegró en exceso recibir ese regalo.

Las calles estaban tan abarrotadas de gente como un cementerio abandonado de gkhols.

—¿Es alguna fiesta local? —murmuró Ciendelámparas mientras recorría el gentío con una mirada no del todo amigable.

—¡Por supuesto! —replicó el sabiondo de Kli-Kli—. Estamos en la semana de exámenes de la universidad. La ciudad entera está de fiesta.

—Muy inteligente de nuestra parte —dije con tristeza—. No soporto las multitudes.

—Pensaba que eras un ladrón —dijo el trasgo.

—Y lo soy —respondí sin entender muy bien lo que pretendía decir con aquello.

—Pues yo creía que a los ladrones les encantaban las multitudes.

—¿Y por qué debería ser así?

—Bueno, parece la situación ideal para birlar algunas bolsas —dijo Kli-Kli encogiéndose de hombros.

—Eso está por debajo de mi nivel —respondí—. Yo no trabajo con bolsas, mi querido necio.

—Cierto, tú trabajas con Encargos —repuso con una risilla el detestable trasgo—. Pero ¿sabes lo que te digo, Harold el Sombrita? Que sisar las míseras bolsas de unos desgraciados sería mejor que el Encargo que tienes ahora.

—Vete a pinchar a Hallas —refunfuñé.

Kli-Kli había tocado un punto sensible. En fin, no tenía sentido lamentarse ahora por lo sucedido. Ya había aceptado el Encargo —imagino que porque estaba trastornado en aquel momento— y ya no había manera de escapar.

—¡Harold! —El grito de Ciendelámparas me sacó bruscamente de tan sombríos pensamientos—. ¿Por qué estás tan decaído?

—Es su estado de ánimo habitual, nada más —intervino con tono de arrogancia el bufón de su majestad—. Nuestro Bailarín de las Sombras ha estado últimamente de un humor de perros. De perros tristes.

—Mientras que otro que yo me sé ha estado alegre como una cotorra. Una cotorra parlanchina —musité—. Sólo espero que no acabe teniendo que lamentar sus cotorreos.

—Bocazas es el que parlotea como una cotorra —respondió Kli-Kli—. Yo lo único que hago es decir siempre la verdad.

—Y también citar las profecías de chamanes trasgos que abusan de las setas mágicas —pinché al bufón—. Todas sus profecías sobre el Bailarín de las Sombras no valen ni un huevo podrido.

—Ya es demasiado tarde para ponerse melindroso. Aceptaste el título de Bailarín de las Sombras, tal como dice la profecía. ¡El Bruk-Gruk nunca ha mentido! —respondió Kli-Kli con vehemencia, pero entonces, al darse cuenta de que sólo me estaba burlando de él, se sumió en un silencio ofendido.

El punto débil de Kli-Kli era su amado Libro de las profecías, que se sabía de memoria de principio a fin. Debido al cual, yo ya no era Harold el ladrón, sino una profecía ambulante, destinada a salvar el reino y el mundo entero. Ya, claro. De haber sido por mí, lo habría robado, en lugar de salvarlo.

—Kli-Kli —intervino Ankh—, ¿por qué no nos cuentas si ese libro del chamán Tru-Tru…?

—¡Tre-Tre, no Tru-Tru, inmenso ignaro! —interrumpió el trasgo al guerrero calvo con tono de resentimiento.

—Del chamán Tre-Tre —continuó Arnkh como si no hubiera sucedido nada, pero el trasgo volvió a interrumpirlo:

—¡El gran chamán Tre-Tre!

—De acuerdo. Del gran chamán Tre-Tre. Bueno, ¿contiene algo, aparte de tus amadas profecías?

—¿Como por ejemplo? —El nativo del Reino Fronterizo parecía haber logrado coger al trasgo con el pie cambiado.

—Bueno, ¿qué tal una cura para el dolor de muelas de los gnomos?

Hallas, que había vuelto a reunirse con nuestro pequeño grupo, oyó la conversación y aguzó los oídos, al mismo tiempo que fingía que no le interesaba en absoluto.

Al verlo, Kli-Kli le obsequió con una de esas sonrisas con las que venía a decir «ahora mira lo que pasa», claro indicio de que estaba preparándose para hacer una de sus bromas pesadas.

El bufón hizo una pausa teatral tan marcada que Hallas comenzó a hervir de impaciencia en su silla. Y cuando la furia del gnomo estaba a punto de alcanzar el punto de incandescencia, el trasgo dijo al fin:

—Así es.

—¿Y qué es? —pregunté al tiempo que tiraba desesperadamente de las riendas para tratar de sacar a Abejita de entre Kli-Kli y Hallas.

Tan seguro como que un huevo es un huevo, el trasgo preparaba alguna broma pesada y yo no quería estar en la línea de fuego cuando el barbudo gnomo decidiera hacer correr la sangre del bufón del rey con algún objeto contundente.

—¡Oh! —declaró Kli-Kli con voz misteriosa—. Es un remedio muy eficaz. En principio se podría haber aplicado cuando comenzaron las dolencias de Hallas y el dolor habría cesado al instante. Lo juro por el gorro del gran chamán Tre-Tre, Harold, es la verdad.

—¿Y entones por qué no has dicho nada? —bramó el gnomo con una furia que hizo huir en desbandada a la mitad de la calle.

Tío se volvió, agitó el puño en dirección a nosotros y luego señaló a Alistan y se pasó el dorso de la mano por delante de la garganta.

—Deja las payasadas, Kli-Kli —dijo un risueño Marmota—. Hay gente mirando.

—Muy bien, ni una palabra más —prometió el trasgo con gran solemnidad, mientras hacía el gesto de cerrarse la boca con un candado.

—¿Cómo que ni una palabra más? —preguntó el gnomo con indignación—. ¡Deler, dile a esa liendre de piel verde que como no me dé el remedio, no respondo de mí!

—Dice la verdad, Kli-Kli —rio el enano—. Los gnomos son gente pendenciera, capaces de pelearse con sus propias madres por trivialidades, así que no digamos con un simple bufón de la corte.

—Yo no soy un simple bufón de la corte. Soy el único bufón de la corte —declaró el trasgo con orgullo, como si eso pudiera salvarlo del inminente castigo que se preparaba a manos del furibundo gnomo.

—Los gnomos son gente pendenciera, ¿no? —preguntó Hallas, olvidados al instante sus problemas con el trasgo para concentrarse en Deler—. ¡Claro, mientras los enanos, lo único que hacéis es sentaros para engordar en montañas que nos pertenecen por derecho!

—Deja las payasadas, Deler —dijo Marmota.

—¿Yo qué he hecho? —preguntó Deler levantando los hombros—. No he dicho una palabra. ¡No he abierto la boca! ¡Es Hallas el que está fuera de sí!

—¡Pues entonces cierra la boca! ¡No quiero saber nada de ti ni de ese estúpido gorro tuyo! —repuso el gnomo—. Muy bien, Kli-Kli. ¿Qué remedio es ése?

Kli-Kli miró fijamente al gnomo con sus ojos azules y, con aire dubitativo, dijo:

—No estoy muy seguro de que te guste el remedio trasgo para el dolor de muelas, Hallas.

—¿No puedes decírmelo sin más, Kli-Kli? ¿Sin tanto «No estoy seguro…»?

—De todos modos no lo vas a utilizar —dijo Kli-Kli—. Y habré revelado un terrible secreto de los trasgos para nada.

—¡Te prometo que usaré el condenado remedio ahora mismo! —dijo el gnomo, haciendo un esfuerzo desesperado para contener las ganas que sentía de retorcerle el pescuezo al trasgo.

Una gran sonrisa dividió en dos el rostro verde de Kli-Kli, de oreja a oreja, haciendo que pareciera un sapo travieso y satisfecho.

Tiré aún con más fuerza de las riendas hasta conseguir que Abejita se situara detrás de Ciendelámparas y tanto el trasgo como el gnomo quedaran por delante de mí. Mi brillante maniobra no pasó inadvertida para Marmota, Deler y Arnkh, quienes la imitaron con total exactitud. Hallas y Kli-Kli se quedaron solos: ninguno de los demás quería verse atrapado entre el yunque y el martillo.

—Recuerda que has prometido utilizar el método de los trasgos —recordó el bromista al pobre enfermo—. Bueno, pues para curar un diente enfermo, debes coger un vaso de orina y mantenerla en la boca una hora entera y luego escupirla por encima de tu hombro izquierdo, a ser posible sobre el ojo de tu mejor amigo. ¡El dolor de muelas desaparecerá al instante!

¡Y la explosión que estábamos esperando todos no se produjo! Hallas se limitó a lanzarle al trasgo una mirada funesta, escupir un denso gargajo bajo los cascos de su caballo y luego azuzarlo. Tengo la impresión de que Kli-Kli estaba decepcionado. Como todos los demás, había esperado rayos y truenos.

—Dime, amigo Kli-Kli —pregunté al descorazonado trasgo—. ¿Alguna vez has probado el remedio en ti mismo?

El bufón me miró como si hubiera perdido la cabeza.

—¿Acaso parezco idiota, ladrón?

Sabía que iba a decir algo así.

* * *

—Mira y asómbrate, Harold —dijo Panal.

—Estoy asombrado —dije con los ojos clavados en la fuente de los Reyes.

¡Qué visión! Había oído hablar muchas veces de aquella fuente, pero era la primera vez que posaba la vista en ella.

La enorme columna de agua, con sus cincuenta metros de altura, se consideraba una de las mayores atracciones de Ranneng. La fuente ocupaba la plaza entera. Sus estruendosos chorros de agua se elevaban en el cielo y luego, al caer a tierra, se desintegraban formando una neblina acuosa que revestía la zona entera. Las gotitas de agua y los rayos del sol se fundían en un apasionado abrazo para crear un arco iris que dividía el cielo en dos por encima de la plaza antes de descender de nuevo sobre la fuente.

La gente informada decía que cuando los maestros artesanos enanos habían creado aquel milagro habían contado con alguna ayuda de la Orden. Hace falta magia para producir un arco iris que brota de un chorro de agua todos los días de la semana, haga el tiempo que haga. Era como si bastara con alargar la mano para tocar aquel milagro de siete colores y sentir la fragilidad evanescente de aquel puente en el cielo.

—Extraordinario —dijo Arnkh con un suspiro de satisfacción al sentir el fresco roce de las gotas sobre la cara.

—Ajá —respondí.

El final de junio y la primera mitad de julio habían sido tan calurosos que hasta un guerrero curtido como Arnkh se había despojado de su amada cota de malla un par de veces durante el viaje. Y para alguien del Reino Fronterizo, que estaba acostumbrado a llevar armadura casi desde el día de su nacimiento, ésa era una concesión muy importante.

Por suerte, los últimos días la temperatura había bajado un poco, pero aún hacía calor suficiente como para que me preocupara que se me cocieran los sesos dentro del cráneo. De modo que estar allí, junto a la fuente, donde el aire era tan fresco, limpio y puro, era una auténtica bendición para todos.

—¡Nada de paradas! —anunció Alistan sin dedicar una sola mirada a la maravillosa imagen.

Adiós a nuestro descanso. Al pensar en el largo viaje que nos esperaba bajo el sol estival después de Ranneng, comencé a sentirme realmente mal. ¿Qué, en nombre de un h’san’kor, le pasaba al tiempo aquel año?

—¿A ti qué te pasa? —preguntó junto a mi oído derecho una voz indignada—. Estoy aquí, sacudiendo las alas como una alondra delante de un gallo para llamar tu atención y nada, como si estuvieras sordo.

—¿Es que has dicho algo interesante, charlatán? —pregunté.

—¡Charlatán! —replicó el trasgo—. No estaba sólo charlando, estaba glosando las bellezas de esta ciudad esplendorosa.

—Yo no veo demasiada belleza en este momento —murmuré mientras contemplaba la calle por la que avanzaban nuestros caballos.

No era más que una calle vulgar. Casas pequeñas de dos pisos con paredes viejas con la pintura levantada. Aunque había que reconocerle algún mérito a los lugareños: no todos los edificios parecían en ruinas. Pero, desde luego, la belleza no abundaba demasiado por allí. De no haber sabido que estaba en Ranneng, habría podido pensar que me encontraba en los arrabales de Avendoom.

—Espera un poco a que lleguemos al parque. ¡Tiene árboles como los del bosque de Zagraba!

—¿Es que has estado aquí antes, Kli-Kli? —preguntó Ciendelámparas, que había trotado hasta nosotros a lomos de su ruano, llamado Testarudo.

El caballo de Bocazas venía tras él, arrugando las orejas como protesta por verse arrastrado de tan descuidada manera.

—Sí, estuve aquí una vez —musitó Kli-Kli frunciendo los labios—. En una misión para el rey.

Hallas estuvo a punto de ahogarse de sorpresa. Olvidado de repente el dolor de muelas, miró a Kli-Kli y dijo:

—No empieces con cuentos de hadas, trasgo. No puedo creer que el rey te encomendara ningún asunto importante.

—¡Bu! —dijo Kli-Kli sacándole la lengua al gnomo.

—No importa, cuéntanos tu estúpida historia de todos modos. Aliviará un poco el aburrimiento. ¿Es que no vamos a llegar nunca a esa posada? —dijo Marmota.

—Pero si ya casi no queda nada. Sólo tenemos que cruzar el parque y entrar en la Ciudad Alta, que es donde se encuentran la universidad, la escuela de magia y todo lo demás. Un barrio excelente, todo él. Ya no estamos lejos.

Pero el trasgo no estaba más que haciéndose el payaso y esperando a que se lo pidieran de nuevo.

—Venga, cuenta —dijo Ciendelámparas.

—Bueno, dejadme que piense por dónde empezar —accedió Kli-Kli graciosamente, mientras adoptaba un aire de importancia, como si realmente estuviera pensando.

—Harold, ocúpate un momento de Invencible mientras me quito la guerrera —dijo Marmota.

—Claro —dije, y Marmota me lanzó el lingo sobre el hombro.

La peluda rata domesticada de Marmota, que respondía en efecto al nombre de Invencible, me husmeó, soltó un gruñido, estornudó y se acomodó sobre mi hombro. Aunque parezca increíble, yo era el único miembro del grupo, aparte de Marmota, al que el lingo no mordía, e incluso me permitía acariciarlo cuando estaba de un humor generoso.

No había forma de saber por qué el hirsuto roedor de las Tierras Desiertas me había cogido tanto cariño. Pero siempre que veía que la rata gruñía y trataba de morderle en el dedo a Kli-Kli cuando éste alargaba la mano hacia ella, me echaba a reír con alegría, cosa que fastidiaba enormemente al trasgo. Y tampoco esta vez pudo mantener la boca cerrada.

—Ten cuidado con esa fiera, Harold. ¡Te arrancará una oreja antes de que te des cuenta!

—Nos habías prometido una historia, Kli-Kli —recordé al trasgo.

—¡Ah, sí, en efecto! Muy bien, hace un año, los Obures y los Jabalíes Salvajes decidieron concertar una alianza y masacrar a los Ruiseñores. Se preparaba una auténtica batalla en Ranneng, cosa que no era del interés de Stalkon. Habrían comenzado con los Ruiseñores y terminado con su majestad. Así que me enviaron aquí.

—¡Y nuestro intrépido amiguito los derrotó a todos! —se burló Deler.

—Los enanos no tenéis ni una pizca de imaginación —respondió Kli-Kli—. Me enviaron aquí para conseguir que los Jabalíes Salvajes se enfrentaran a los Obures y viceversa, para asegurarme de que a esos nobles truhanes no se les volvía a pasar por la cabeza la idea de concluir una alianza… ¡Que es exactamente lo que hice! —Había una clara nota de orgullo en la voz del trasgo al pronunciar estas últimas palabras.

—¿Y cómo lo conseguiste? —dije con una risilla mientras le devolvía el lingo a Marmota.

—Recurriendo al mismo truco que tú en aquel asunto del Caballo de las Sombras. Enfrentar a todos entre sí.

—¿Enfrentar a todos entre sí? ¿De qué habla, Harold? —preguntó Ciendelámparas, intrigado.

—No le hagas el menor caso, Mumr —dije. No me apetecía contar la historia en aquel momento—. ¿Y qué les pareció tu plan a los Obures y a los Jabalíes Salvajes, Kli-Kli?

—Pues mira, Harold, es muy extraño, pero no les gustó nada —rio el bufón—. ¡Sobre todo a los Obures! Los nobles caballeros se enfurecieron tanto al enterarse de que un conde de los Jabalíes Salvajes iba a entregar la mano de su hija a un Ruiseñor que, sin pensárselo dos veces, organizaron una fiesta nupcial realmente animada para los Jabalíes Salvajes. A lo que éstos respondieron rebanando las gargantas de un par de Obures. El caos que estalló en la ciudad supuso el fin de toda posibilidad de alianza. Los nobles del sur siguieron luchando entre sí sin que mi rey tuviera que preocuparse por la seguridad de su trono. La amenaza de la rebelión y la guerra civil quedó postergada indefinidamente y el reino entero acudió al bufón para darle las gracias por la paz y la tranquilidad de Valiostr.

—¡Vaya, si resulta que nuestro amigo el bufón es un héroe en realidad! —dijo Arnkh con una carcajada que hizo tintinear su cota de malla.

Los nobles del sur son como una espina clavada en la garganta del rey. No hay manera de tragarlos y si intentas sacártelos, lo más probable es que empeores las cosas. Porque si no se vigila con atención a sus señorías, podrían mirar a su alrededor y firmar un acuerdo con las provincias occidentales, lo que supondría el fin del trono. Y en cuanto llegaran a su fin las reyertas y las intrigas, los nobles —especialmente los que hubieran formado la alianza—, se quedarían sin nada en absoluto que hacer y comenzarían a buscar un propósito para sus hombres armados.

Durante el reinado del padre de nuestro rey actual, se produjo un desagradable incidente cuando los nobles del oeste decidieron derrocar la dinastía actual. Veréis, les molestaba que el rey hubiera entregado las Tierras en Disputa a Miranueh. Por suerte, aquella vez los rebeldes no consiguieron nada. La guardia real los sorprendió cuando menos se lo esperaban. Y los nobles del sur no apoyaron la revuelta de sus vecinos del oeste: los Jabalíes Salvajes, los Ruiseñores y los Obures estaban demasiado ocupados peleando entre sí como para considerar la posibilidad de sumarse a una conspiración. Los chicos de Ranneng tenían más confabulaciones propias de las que podían contar, así que ¿para qué meterse con el rey?

En aquel momento nuestros caballos pasaban entre los gigantescos robles del parque. Costaba creer que unos árboles tan grandes crecieran en el interior de una ciudad y no en un bosque. En Avendoom no había muchos árboles de gran tamaño, ni siquiera en el recinto del palacio real y mucho menos en los demás barrios de la ciudad. Con el frío que los vientos arrastran hasta allí desde el mar Frío y las Tierras Desiertas, todos los árboles se talan para usarlos como leña tan pronto como llega el invierno. La gente del puerto y de los suburbios habría convertido aquellos árboles en tocones en un abrir y cerrar de ojos.

El camino comenzó a ascender por la ladera de la colina y al salir del parque nos encontramos en la zona de Ranneng que rodeaba la universidad y la escuela de la Orden. Allí las casas eran algo más nuevas y bonitas que las que habíamos visto antes. Pero las calles seguían abarrotadas de gente. Más gente que moscas alrededor de un perro sin lavar, eso seguro.

Antes de llegar a la posada a la que tanto cariño le había cogido durante sus anteriores visitas a Ranneng, el gnomo logró meterse en un par de discusiones con la gente que pasaba junto a nuestros caballos e incluso, en una ocasión, atrajo la atención de una compañía de guardias, lo que le costó a Tío un buen rapapolvo de Markauz. Al sargento de los Corazones Salvajes no le gustaba pagar las cuentas de otro, así que le echó a su vez el correspondiente rapapolvo al gnomo.

Hallas hinchó las mejillas, se mesó las barbas y no dijo una palabra, pero sus pequeños ojos negros resplandecieron con furia bajo sus pobladas cejas.

La posada, separada de la calle por una cerca, era un establecimiento de tres pisos y aspecto respetable.

—¡Vaya, que me aspen! —dijo Deler con un silbido mientras examinaba nuestra residencia temporal—. Si el edificio es tan grande, la cocina debe de ser enorme. ¡Y una cocina grande siempre es sinónimo de buena comida! ¿Tú qué crees, Hallas?

El gnomo se limitó a lanzar una mirada lúgubre a su compañero y mantuvo la boca cerrada.

—En eso llevas razón, Deler —dijo con su voz tonante el enorme Panal—. Ya estábamos hartos de ese engrudo infecto que preparan Tío y Hallas. ¡Oh, con qué placer me comería un cochinillo con rábano picante!

—Lo tendréis, mi buen señor. ¡Tendréis vuestro cochinillo! ¡E incluso dos! ¡No creo que con uno baste para satisfacer a un guerrero tan vigoroso como vos! —respondió un hombrecillo orondo de mejillas sonrosadas que acababa de salir de la nada—. Buenos días, dama Miralissa. Me alegro de volver a veros en mi humilde establecimiento.

—Y yo me alegro de ver que sigues bien, maese Pito —respondió la elfa con una sonrisa diplomática—. ¿Cómo marchan las cosas por la posada?

Hallas emitió un sonoro gruñido, con el que pretendía sugerir que los saludos educados y las preguntas se podían posponer hasta que él hubiera resuelto su problema dental. Maese Pito lanzó una mirada intrigada al malhumorado gnomo, pero por desgracia no cogió la indirecta.

—No nos podemos quejar en exceso. Llegamos a fin de mes.

—No intentes inspirar lástima —dijo Ell con una sonrisa—. Has ganado aún más peso en el medio año que ha pasado desde la última vez.

—¿Qué queréis decir? —protestó el posadero mientras descartaba con un ademán el comentario del guardaespaldas de Miralissa—. ¡Eso es a causa de las preocupaciones! ¡Oh! ¡La tresh Miralissa ha traído nuevos viajeros a mi establecimiento! ¿Pero dónde están los que os acompañaban el año pasado? Sólo veo a sus señorías Egrassa y Ell.

—Ya no están entre nosotros —respondió Miralissa de mala gana.

Yo no conocía aquella parte de la historia, pero gracias a las frases fragmentarias que había dejado escapar la elfa en sus conversaciones conmigo, había podido deducir que todos los compañeros que habían partido de los bosques de Zagraba con ella, aparte de Egrassa y Ell, se habían quedado atrás, en las nieves de las Agujas de Hielo. Sólo tres elfos y el grupo de Tío, que había acompañado a Miralissa hasta Avendoom, habían escapado con vida de las Tierras Desiertas.

—¡Qué catástrofe! —exclamó el posadero agitando las manos—. ¿Cómo ha podido suceder tal cosa?

—¿Por qué no nos acompañáis a nuestras habitaciones, maese Pito? —sugirió Egrassa.

—¡Oh! —dijo el posadero al comprender que había tocado un tema espinoso—. Os ruego humildemente que disculpéis mi curiosidad. Seguidme, nobles caballeros. Ya he llevado a su habitación a uno de vuestros compañeros. ¡Y le he servido cerveza!

—¿A quién le has dado una habitación, buen hombre? —preguntó Markauz con suspicacia, mientras entornaba los ojos y se llevaba una mano a la espada.

—¿Es que he hecho algo malo? —preguntó el posadero con consternación, parándose donde estaba como una estatua—. Se presentó aquí, dijo que venía con vuestro grupo y…

—¿Quién era? —lo interrumpió el conde Alistan.

—¡Pues yo, mi señor Alistan, yo! —dijo Bocazas mientras salía de la puerta de la posada con una jarra de cerveza en la mano.

—¡Oh! —dijo Arnkh con una brusca inhalación—. ¡Eres tan rápido como un relámpago engrasado! Te esperábamos esta tarde.

—¿Cómo está la chica? —preguntó Ciendelámparas al pasar junto a Bocazas, pero desapareció por la puerta de la posada sin esperar a oír su respuesta.

—¡Que no he ido a ver a ninguna chica! —protestó Bocazas débilmente.

—Ya. Has ido a recoger setas —dijo Marmota mientras seguía a Mumr al interior.

—¡Pasad, caballeros, pasad! —dijo Pito, de nuevo dueño de la situación—. ¡Todas las habitaciones están listas!

Kli-Kli miró al grupo con sus ojos azules y preguntó:

—A nadie le importa que me quede en el cuarto de Harold y Ciendelámparas, ¿verdad?

Como es natural, a nadie le importó. Todos conocían ese viejo refrán: cuanto más lejos duermas de un trasgo, más tranquilo será tu sueño. Si Kli-Kli no andaba por allí, no tendrían que preocuparse de que se les cayera encima un cubo de agua en el peor momento posible.

—¿Vienes? —preguntó Kli-Kli parado junto a la puerta, mirándome.

—Ajá —murmuré, y entré.

El salón principal de la posada era tan grande como la plaza de una ciudad. Arañas con velas bajo el techo, sillas sólidas de respaldo tallado, bancos largos y mesas recias. De una de las paredes colgaba un enorme búho tallado, hecho de un solo tocón de madera. Una escalera al segundo piso, una barra para las bebidas y una gruesa puerta de roble que daba a la cocina.

—¿Tenéis muchos huéspedes, maese Pito? —preguntó el conde Markauz mientras se quitaba los guantes de piel y los arrojaba sobre la mesa más próxima.

—No, aparte de vosotros —dijo el posadero sin un parpadeo.

—¿Y cómo es eso? —preguntó el capitán de la guardia enarcando una ceja con sorpresa—. ¿Tan mal marcha el negocio?

—¡No os preocupéis, mi señor! —dijo el posadero con una sonrisa astuta—. La tresh Miralissa ha pagado los gastos de la posada de los dos próximos años.

—Decidimos convertir El Búho Sabio en lo que los humanos llamáis un cuartel general —dijo Egrassa para aclarar las palabras de Pito—. Mi prima pagó a maese Pito para que no aceptara más huéspedes y así nos sentimos perfectamente a salvo.

—Maese Pito —dijo Mumr apoyándose en su enorme espadón—, ¿qué tal un poco de cerveza?

—¡Desde luego! —respondió el posadero con voz aguda—. Pero os ruego que os sentéis, buen señor, y apoyéis ese espadón vuestro sobre una mesa para no arruinar la belleza del establecimiento.

—Y un baño para acompañar la cerveza —intervino Tío.

—Y un cochinillo —añadió Panal.

—¡Todo estará listo en cinco minutos, literalmente! —dijo el posadero mientras acudía corriendo a dar instrucciones al personal.

Yo me encaminé a la mesa más lejana, me apoyé dichosamente en el respaldo de una silla y, tras un momento de titubeo, saqué los planos de Hrad Spein. Aún no había podido estudiar con detenimiento los planos del profundo laberinto funerario. Pero al fin tenía un momento para echar un buen vistazo a los pergaminos que tanto me había costado conseguir.

—¡Harold, deja de mirar esos papeles! ¡Ya tendrás tiempo para hacerlo! ¿Vienes con nosotros?

—¿Adónde? —pregunté levantando los ojos hacia Kli-Kli.

—A llevar a Hallas al barbero.

—Tampoco vamos a acompañarlo en su último viaje. ¿Para qué me necesitáis?

Kli-Kli se acercó, lanzó una mirada conspirativa a su alrededor y susurró:

—Dice Deler que el gnomo está asustadísimo. Puede que tengamos que sujetarlo.

—Pues entonces llevaos a Panal —dije tratando de librarme del bufón—. Es lo bastante grande para sujetar a cinco gnomos. Y yo le tengo demasiado aprecio a mi dentadura como para dejar que Hallas se dedique a sacarle brillo a sus puños en ella.

—Panal no levantaría el trasero del banco en este momento por nada del mundo —dijo el trasgo con tono de decepción—. Arnkh, Ciendelámparas y Marmota van a salir a dar un paseo por la ciudad, y los elfos y Alistan no están aquí. Andan muy ocupados buscando provisiones para la próxima etapa del viaje. Y Bocazas y Tío le van a dar a la cerveza hasta que revienten. ¿A quién se lo voy a pedir salvo a ti?

—A Anguila —dije meneando la cabeza en dirección al moreno garrakano.

—Ya viene con nosotros.

—¿Y no crees que será suficiente con él?

Después de un viaje tan largo, no ardía precisamente en deseos de ir a ninguna parte.

—¡Vamos, Harold, deja de complicar las cosas! Deler ha pedido que vengas, específicamente.

Lancé un gruñido al trasgo, pero aun así recogí los papeles de la mesa, los envolví en drokr y volví a guardarlos en mi mochila.

—¡Vámonos! —siseó Hallas al ver que Kli-Kli y yo llegábamos a su lado.

—Harold —dijo Miralissa con una voz suave como un ronroneo—, no te olvides de dejar la ballesta en la posada.

¡Por un h’san’kor! ¡Me había olvidado por completo de mi pequeña preciosidad!

Realmente no deseaba separarme de mi muy cara y muy útil herramienta. Sin mi ballesta a la espalda me sentía desnudo e indefenso.

—Y deja también el cuchillo —dijo Ell al ver que le entregaba el arma a Tío.

—Sí, Harold —confirmó éste—, tendrás que olvidarte también del cuchillo.

—Te daremos algo un poco menos llamativo. ¿Qué te parece un tenedor? —propuso Kli-Kli con una risilla.

—Pero ¿por qué tengo que dejar el cuchillo? —pregunté, haciendo caso omiso de la broma de Kli-Kli, mientras miraba al k’lissang de ojos amarillos de Miralissa.

—Para los guardias sería como un trozo de carne para los sabuesos imperiales. Es más largo de lo permitido.

A regañadientes, tuve que dejar también mi cuchillo al cuidado de Tío.

—Panal —le dijo Marmota al segundo de Tío—, échame mi mochilla. No me parece bien que Harold salga a las calles desarmado. —Cogió la mochila cuando se la arrojaron, hurgó en su interior y sacó un bizcocho seco, que depositó en las zarpas de Invencible y, mientras éste comenzaba a mordisquearlo con deleite, volvió a buscar en la mochilla y extrajo de allí un puñal con una vaina sencilla y desgastada.

—Toma, llévate esto.

Cogí el arma y saqué de la vaina la mitad de la hoja.

—¿Sangre de rubí?

—Ajá. Factura caniana. Un acero de primera.

—¡Ooh, mirad! ¡Igual que la espada de Alistan! —exclamó el bufón con un silbido de admiración al ver el fulgor rojizo que despedía la hoja.

—Gracias, Marmota —dije mientras, muy a mi pesar, le devolvía el arma al guerrero—. Realmente es un acero soberbio, pero es demasiado llamativa. ¿No tienes algo más sencillo?

—Por armas no será. Ten, toma la mía —dijo Ciendelámparas mientras me ofrecía un puñal.

—Con esto será suficiente —dije con un gesto de agradecimiento y, acto seguido, me ceñí el arma a la cintura.

En caso de que hubiera algún contratiempo, tenía una navaja en un bolsillo secreto, así como un arsenal entero de trucos mágicos que había comprado justo antes de salir de Avendoom.

—¡Kli-Kli! —dijo Alistan acercándose al bufón—. ¿Seguro que no llevas algo que no debieras?

El aludido adoptó un aire ofendido, como si acabaran de acusarlo de alta traición, y se abrió las solapas de la oscura capa para enseñar un ancho cinto del que colgaban cuatro cuchillos arrojadizos, dos a la izquierda y dos a la derecha. En todo el tiempo que habíamos estado viajando, no podía recordar una ocasión en que hubiera sacado uno solo de ellos de la vaina.

—¿Eso es todo? ¿No llevas nada más escondido?

—Estoy tan vacío como una botella de vino en manos de un borracho —respondió Kli-Kli con tono sincero.

—Muy bien —dijo Alistan. Al parecer daba crédito a las palabras del trasgo—. Pero recuerda que puedes meterte en un lío si te pasas de listo con los guardias.

—No lo olvidaré —dijo el bufón con una expresión que evidenciaba que Alistan no necesitaba recordarle la falta de sentido del humor de los soldados.

El trasgo comenzó a hurgar en sus numerosos bolsillos y sacó un ovillo de cuerda enrollada. Yo recordaba que se había jactado ante nosotros de la terrible magia de los trasgos que ocultaba. Pero hasta el momento, lo único que había conseguido sacar de él era un revoltijo de cuerda y varios nudos. Al reparar en mi mirada, Kli-Kli me guiñó alegremente un ojo.

—¡Cuidado, cuidado! ¡Las chispas llegan hasta el tejado!

—Avísame cuando vayas a probar esa cosa —le dije—. Echaré a correr y no pararé hasta el reino de al lado.

El bufón me lanzó una mirada que dejaba muy claro que su fe en mí se había desmoronado para toda la eternidad, antes de volver a guardar el ovillo de cordel en su bolsillo.

—Tengo ganas de ver tu cara, Harold, cuando desencadene mis poderes chamánicos.

—¡Marmota! —dijo el taciturno Anguila, mientras se desabrochaba las vainas que alojaban a sus dos «hermanos»—. Cuida bien de ellos.

—Claro, viejo amigo, claro —respondió Marmota a la vez que cogía las dos armas de manos del garrakano.

* * *

—¡Vámonos ya, Harold, si no quieres que expire de dolor de muelas aquí donde estoy! —refunfuñó el gnomo mientras salía de la posada.