Diego viene a recogernos a las ocho y media en punto, a pesar de lo tarde que nos acostamos anoche. Tenemos que ir en coche hasta Puerto Vallarta, donde por la noche asistiremos a una fiesta a la que Martín ha sido invitado y por la tarde tiene un programa de radio. Es un trayecto largo, por eso salimos tan temprano.
Martín está muy contento porque el empresario que lo contrató anoche para el show ha quedado tan satisfecho que le ha propuesto hacer una semana temática, la semana de Martín Mazza. Tendría que actuar jueves, viernes, sábado y domingo y cobraría por cada uno de los días casi el doble de lo que cobró anoche, así que Martín está encantado. Bueno, y Diego también, que como representante se lleva un tanto por cierto de todo lo que hace. Si no hubiésemos venido con las fechas tan ajustadas, ambos se estarían haciendo de oro porque además ayer en la sala había dueños de otras discotecas que también manifestaron su deseo de contratarle. Así que en un par de meses, cuando el libro esté en la calle, Martín vendrá a hacerse las Américas de forma literal, porque a este paso, no va a dejar títere con cabeza.
El clima por la noche es más llevadero, pero por la mañana el calor es asfixiante. El coche que Diego ha alquilado para hacer los desplazamientos tiene el aire acondicionado estropeado y aunque llevamos todas las ventanillas abiertas, el aire que entra en el coche es caliente y no nos ayuda a sofocar el calor tan pegajoso que hace en tierras mexicanas.
El hotel que nos ha reservado Diego es el Grand Velas, un hotel bastante bonito y confortable, aunque bastante impersonal, tipo grandes cadenas.
—Chicos, yo tengo que arreglar unos asuntos pero regreso a buscarlos ahorita, para la hora de comer —nos dice Diego—. Descansen o si lo prefieren vayan a pasear y así conocen un poco la ciudad.
Optamos por la segunda opción, porque así al menos podremos decir que hemos paseado por México porque el viaje que tenemos está tan ajustado de horario, que no hemos podido disfrutar como en Nueva York, que incluso estuvimos de compras.
Pedimos en la recepción del hotel un mapa y una chica nos indica los lugares más interesantes de la zona. Caminamos y caminamos bajo un sol sofocante hasta que encontramos un mercadillo de artesanía y decidimos perdernos por sus puestos y mezclarnos con la gente del lugar, porque esa es la única forma de conocer realmente una ciudad: viviéndola.
En uno de los puestos una señora muy mayor y sin ningún diente vende los tapices que ella misma teje; en otro un señor vende fruta, pero no la típica fruta que puedes comprar en España, es decir, nada de peras y manzanas, aquí todas las frutas son tropicales. Dos puestos más allá, hay un señor que trabaja la madera y te hace la talla de tu propia cara por apenas veinte pesos mexicanos que, al cambio, es una miseria. Martín dice que quiere hacerse una de recuerdo, así que se sienta donde el señor le indica y efectivamente en veinte minutos tiene su talla. El parecido con la realidad es bastante difuso pero bueno, al menos es divertido.
Yo hago fotos de todo, al igual que en Nueva York, quiero tener el recuerdo de cada una de las maravillas que hemos visto, de cada uno de los lugares que hemos visitado. Además, las fotografías también sirven como documentación para el libro, porque así puedo recordar los pequeños detalles como los colores de los ponchos que llevan aquí algunas mujeres.
Cuando Diego regresa nos lleva a comer a un fantástico restaurante en pleno centro de la ciudad. Nos dice que a pesar de ser de los más caros, que pidamos lo que queramos que nos invita él, que quiere ser un buen anfitrión. Miramos la carta y aunque hay cosas que tienen una pinta estupenda, tanto Martín como yo, acabamos pidiendo una ensalada de frutas porque necesitamos algo que nos refresque y lo que menos nos apetece es comer algo caliente con ese calor tan sofocante machacándonos todo el día.
—¿Veis esa chiquita de allá? —pregunta Diego mientras nosotros asentimos con la cabeza— Es Rosana Castro, es una estrella de los culebrones en toda América Latina. Y allá en la mesa del fondo que está junto a la vidriera, está Walter López, que es un cantante de rancheras de toda la vida. A mi mamá le encanta —nos cuenta.
—Vaya, parece que esto está repleto de famosos —dice Martín.
—Sí, la media de los sueldos aquí en México es bastante baja así que una familia digamos humilde, no tiene plata suficiente para venir a comer aquí —explica el señor Mendoza.
—¿Tan caro es? —pregunto.
—Si lo comparas con el euro no, pero para el nivel de vida de aquí, bastante.
A mí la verdad es que tanto repetirme lo caro que es el dichoso restaurante me quita un poco el hambre, más que nada porque me siento mal, y eso que he pedido una de las cosas más baratas que había en la carta. Diego, sin embargo, ha pedido langosta y champán. Tanto Martín como yo estamos bebiendo agua; lo que necesitamos es hidratarnos todo el rato.
El encuentro en la radio va bastante bien, es una entrevista muy interesante donde a Martín lo tratan con mucho respeto.
Volvemos al hotel a ducharnos y cambiarnos de ropa. Nos preparamos para la fiesta, para la que Diego nos ha alquilado un par de chaqués. Martín Mazza tiene que entregar un premio en una gala de cine y, por supuesto, el que tiene que entregar es el premio a la mejor película erótica. Como tenemos tiempo antes de irnos, bajamos al spa del hotel a que nos den un buen masaje porque estamos atrofiados de tanto sudar como cerdos. Martín se da un masaje con algas y yo uno de chocolate porque en el folleto que tienen en recepción dice que es revitalizante y es justo lo que necesito.
Qué sensación tan rica tener todo el cuerpo, incluso los genitales, embadurnados en chocolate mientras unas buenas manos profesionales te lo van extendiendo por todo el cuerpo. La chica que me da el masaje es tan buena en su trabajo que me hace fantasear con que llega el cambio de turno y viene a sustituirla un fornido compañero, que tras una breve mirada de vicio y deseo sobre mi cuerpo desnudo, comienza a masajear mi culo con unos largos y gruesos dedos cubiertos de chocolate. Me meto tanto en la fantasía que suerte que estoy boca abajo, porque se me ha puesto la polla tan dura que casi me duele, y habría sido bastante violento que aquella mujer hubiese tenido que presenciar aquello.
—Separe las piernas —me dice. Yo obedezco, pero cuando siento como sus manos masajean mis huevos me pongo un poco tenso y no sé cómo reaccionar.
—Tranquilo —me dice—. Relájese y déjeme hacer.
—Pero… ¿esto también entra en el masaje? —pregunto desconcertado.
—Usted pidió un masaje completo, ¿no?
—Sí, pero no sabía que también entraba el masaje de huevos —le digo.
—Y el de próstata —me explica.
—Ah no, eso sí que no. Creo que el masaje se ha acabado aquí —aviso mientras me pongo de pie, abro la puerta y salgo corriendo por el pasillo sin percatarme que aunque llevo todo el cuerpo embadurnado en chocolate, estoy desnudo.
—¡Martín, Martín! —grito por el pasillo—. ¿Dónde estás?
—Aquí —me contesta con voz de ultratumba.
Abro la puerta que tengo delante pensando que es de ahí de donde sale la voz, pero al entrar me encuentro con una señora que pesa más de cien kilos, completamente desnuda, con las tetas desparramadas cada una para un lado y un coño lleno de pelos larguísimos que alguien debería recortarle, porque está claro que con esa panza ella hace mucho que no se lo ve. La señora, al ver que la puerta se abre, se sienta en la cama y empieza a chillar, entre otras cosas porque además de que ella está desnuda, un tío disfrazado de conguito con la picha colgando ha entrado a interrumpir su sesión. Al sentarse puedo apreciar además de la caída de sus tetas, que tiene toda la cara llena de agujas.
Pido disculpas y salgo corriendo y vuelvo a llamar a Martín a voces. Cuando por fin encuentro la puerta correcta, al abrirla me encuentro el premio en mis narices. Martín está tumbado boca a abajo mientras una señora de unos cuarenta y muchos años tiene su puño metido hasta la muñeca dentro del culo de mi jefe.
—Khaló, ¿qué haces desnudo y embadurnado de crema de cacao? —me pregunta Martín con cara de estar en los cielos y con un tono de voz en el que casi susurra.
—¿Y eso me lo dices tú, que te están rellenando como a un pavo? Para que luego digan que los mexicanos son unos retrógrados.