Cuando me despierto tengo un dolor de cabeza insoportable. Miro el reloj y nos hemos quedado dormidos, así que despierto a Martín deprisa y corriendo y en menos de cinco minutos estamos cogiendo un taxi en la puerta del hotel que nos lleva directos al aeropuerto. Por el camino apenas hablamos ni de lo que pasó la noche anterior ni de nada en especial. Estamos tan cansados…
Una vez en el aeropuerto vamos corriendo a facturar las maletas y una vez hecho, a buscar la puerta de embarque. Cuando llegamos, después de dar vueltas y vueltas por unos gigantescos pasillos, los pasajeros ya están a bordo y un altavoz nos reclama por megafonía. Llegamos justo en el último momento y por los pelos. Menos mal, porque Martín tiene que hacer un show en México esta misma noche, así que perder el avión habría tenido resultados nefastos. Lo que yo no entiendo es cómo va a tener fuerzas y cuerpo para montar el numerito.
Una vez dentro, volvemos a cerrar los ojos para intentar recuperar las horas de sueño que perdimos anoche por estar follando hasta altas horas de la madrugada. Cuando cierro los ojos, puedo recordar la sensación de tener a Martín dentro de mí, y me parece algo extremadamente sensual, pero me he dado cuenta que realmente no estoy enamorado de él. Tenemos una química innegable, eso está claro, y una vez que hemos follado y se ha eliminado esa barrera invisible que nos impedía tocarnos por miedo a lo que pudiese pasar, creo que nuestra relación va a mejorar en muchos aspectos, porque ya no nos preocuparemos tanto de no hacer cosas que puedan hacer daño al otro. Porque ambos tenemos claro que el único sentimiento que hay entre los dos es el de la amistad y el cariño que produce trabajar en equipo de una forma tan intensa, pero nada más. Ahora espero que nuestra relación no pase por más baches y podamos comportarnos de verdad como dos colegas y consigamos hablar las cosas con total sinceridad, por el bien del proyecto que tenemos en común.
Lo raro es que desde que me he despertado no paro de pensar en Fran, porque me he dado cuenta de que aunque irse a la cama con Martín es increíble, con él es algo totalmente diferente, porque el polvo con Martín me ha saciado las ganas para siempre, pero con él quiero repetir desde el mismo momento en que acabo de eyacular. Es una dependencia total y absoluta de su compañía, de sus besos, de su cuerpo. Me gustaría saber si él piensa lo mismo, si desde que nos vimos la última vez me ha echado de menos, si alguna vez se ha planteado tener algo conmigo, algo diferente a lo que ya tenemos o al menos si está dispuesto a planteárselo. Creo que cuando vuelva a España intentaré hablar con él, es lo más justo para los dos. No voy a dejar pasar la oportunidad de estar con alguien especial simplemente por orgullo. A veces el orgullo hay que metérselo en el culo, como tantas otras cosas, y ceder. Agachar la cabeza y tragar. No hay más remedio.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, estamos a punto de aterrizar. Martín bosteza y luego se abrocha el cinturón de seguridad tal y como nos indica la azafata. Diez minutos después, estamos en la cinta esperando las maletas. Las nuestras salen de las primeras, pero con todo lo que nos hemos comprado en Nueva York parece que pesen diez veces más que cuando las hicimos en Madrid.
Me llama la atención lo extremadamente amable que es todo el mundo en el aeropuerto, tanto policías como azafatas. Su forma de hablar es diferente, aunque hablan en español, por supuesto, su forma de pronunciar es como más melosa, más dulce, y a mí me encanta, para que voy a negarlo.
Martín me hace señas para que le eche un ojo a un policía que hay apoyado en la pared cerca del mostrador de reclamaciones. «¡Viva México!», pienso al ver a ese hombretón con el que no me importaría tener algo más que palabras.
—¿Todos los hombres son así? —le pregunto a Martín.
—Nos vamos a poner las botas —dice frotándose las manos mientras sonríe como si fuese un niño travieso.
A la salida, Martín me dice que busque a alguien con un cartel con su nombre porque tienen que venir a recogernos. Efectivamente, un señor de pelo canoso como de cincuenta y pocos años sostiene un cartel donde puede leerse el nombre de mi acompañante.
—Hola, soy Martín Mazza —le dice al tipo que sostiene el cartel.
—Tanto gusto, señor. Yo soy Nicolás y soy el encargado de llevarlos a su hotel donde don Diego se reunirá con ustedes sobre las ocho.
—Muchas gracias.
—No hay de qué, el gusto es mío —insiste este educadísimo chófer que nos han enviado.
Mi jefe y yo nos miramos, y asombrados por la amabilidad de este hombre, sonreímos. Nos subimos al coche y mientras Nicolás nos lleva al hotel y nos hace de guía y durante todo el trayecto. Desde el aeropuerto hasta el hotel, pasan unos cincuenta minutos. No sabemos si es lo que se tarda realmente o es que nuestro nuevo amigo nos ha hecho un tour para que conozcamos un poco la ciudad.
México D.F. es una impresionante maraña de edificios y hormigón. Una ciudad gigantesca donde el ser humano se siente como insignificante frente a tanto rascacielos. Si Nueva York se define por ser cosmopolita y elegante, México es el concepto de urbe llevado al extremo.
El calor es casi insoportable, muy húmedo, y no paramos de sudar desde que nos hemos bajado del avión.
—En cuanto llegue al hotel me voy a pegar un duchazo —le digo a Martín.
—Sí, yo también. Este calor me está dejando pegajoso.
—No se apuren por este calor, en un par de días se habrán acostumbrado —explica Nicolás—. ¿Van a estar mucho por acá?
—En D.F. sólo esta noche. Después iremos a hacer un show a Guadalajara, Monterrey, Puerto Vallarta… —le cuenta Martín.
—¿Son ustedes músicos? —pregunta el chófer.
—No exactamente.
—Como usted dijo que hacía shows… —vuelve a insistir.
—No me llames de usted, que no soy tan viejo —le dice Martín.
—Lo siento señor, aquí es costumbre. Entonces, ¿qué es lo que tú haces?
—Hago espectáculos de porno en vivo, soy actor porno —comenta Martín orgulloso.
Nicolás cambia la expresión por la cara y observamos como horrorizado nos mira por el espejo retrovisor. Parece que no le ha sentado muy bien lo que le ha dicho Martín. Cuando llegamos al hotel ni siquiera se baja del auto, como él habría dicho, para ayudarnos con las maletas. Es más, en cuanto ve que hemos cerrado el maletero, arranca sin siquiera despedirse, dejándonos allí con dos palmos de narices, diciéndole adiós a la nube de humo que ha dejado su tubo de escape. Hay que ver lo mal que le ha sentado al pobre hombre la profesión de Martín.
Estamos en Ciudad de México, en pleno corazón de México D.F. y ante nosotros se encuentra el The ST. Regis, un enorme rascacielos del cual no podemos ver la última planta porque se pierde entre las nubes y la polución de la ciudad. Un chico bajito nos atiende en recepción de una forma muy correcta y nos da una habitación doble, que una vez más tendremos que compartir. La habitación es bastante grande, y lo mejor es la bañera, que es enorme. Primero pasa Martín y luego yo y nos tumbamos en calzoncillos, cada uno en su cama, porque la habitación tiene dos camitas en vez de cama de matrimonio. La temperatura es muy agradable, pero porque hemos puesto el aire acondicionado nada más entrar, sino sería imposible. Me asomo por la ventana y puedo ver los coches pequeñitos, como si fuesen de juguete. Luego me vuelvo a la cama y dormimos un poco, todavía falta un buen rato para que Diego, el chico que le lleva los asuntos a Martín en México, venga a buscarnos.