Estamos sentados cada uno en un sofá, Martín viendo un espectáculo de variedades y yo intentando escribir un poco todo lo que había pasado durante el día para que no se me olvidara ningún detalle, cuando se pone de pie y dice que le apetece salir de fiesta.
—¿Ahora? —pregunto sin creerme realmente lo que está proponiendo.
—Tampoco es tan tarde. No son ni la diez. Ya estamos duchados y todo, sólo tenemos que vestirnos.
—La verdad es que no me apetece mucho salir —le digo.
—Khaló, es el último día que vamos a estar en Nueva York, mañana volamos a México. Tenemos que aprovechar nuestra última noche.
—Pero mañana estaremos muertos para el viaje —objeté intentando quitarle esa idea de la cabeza.
—El avión no sale hasta las dos y media, tenemos tiempo de dormir más que de sobra. Además, dormiremos en el avión y ya está. Para ti mejor, porque así no te da el pánico cuando estés encerrado.
—Eso es un golpe bajo —le digo.
—No, te lo digo en serio. Si estás cansado, en cuanto te sientes en el avión y te tapes con la mantita vas a caer rendido —intentaba convencerme Martín.
—En serio, me da mucha pereza.
—Como quieras. Yo voy a salir.
Martín cambia el canal de televisión y pone uno con videos musicales para animarse un poco mientras se viste, aunque los que cantan son raperos mayoritariamente. Como no conoce ninguna canción, se pone a canturrear él. Nunca lo había oído cantar. Llevo no sé cuantos días escuchando que está grabando un disco, pero todavía no lo había oído cantar y la verdad, no es que sea Pavarotti, pero tampoco está tan mal; yo me lo esperaba peor. Abre el armario y comienza a probarse ropa delante del espejo como si fuese una quinceañera y dejando todo lo que se ha probado hecho un churro encima de la cama.
—Está bien, me has convencido —le digo.
—¿Qué? No te oigo —grita desde el baño.
—Que me has convencido, que me voy de fiesta contigo.
—¡Genial! Verás como lo pasamos en grande.
Rebusco entre mi ropa y al final me decido por una camiseta lisa de lo más simple. Cuando Martín me ve me prohíbe salir así y me hace probarme todas sus camisetas. Al final me decido por una con las mangas muy cortas, que es de una tela muy rara pero muy fresquita de color rojo sangre. Siempre me gustó ese color. Él elige una camiseta blanca con unas letras, también en rojo, que dice: «If you want me, you have to pay».
—¿Vas a salir con esa camiseta? —le pregunto.
—Claro, ¿no te gusta?
—Me parece un poco provocativa la frase.
—Entonces está perfecto. ¡Antiguo, que eres un antiguo! —me dice mientras con una mano me revuelve el pelo.
—Vale, tú ve como quieras, pero si luego nos para la policía y nos acusa de prostitución o algo así, tu tendrás la culpa —le digo.
—¡Pero cómo eres de exagerado!
Entro al baño y me lavo los dientes mientras Martín vuelve a bañarse en perfume.
—Como te sigas echando colonia de esa forma, vas a parecer un actor porno de poca monta —le grito.
—Envidia es lo que tú tienes. ¿Tienes la llave de la habitación?
—No, ¿no llevas tú la tuya?
—Sí, pero cógela —me dice.
—¿Para qué?
—¿Qué pasa? ¿Que si me sale un plan piensas venirte con nosotros o qué?
—Pensé que íbamos a pasarlo bien —le respondo.
—Y es lo que vamos a hacer, pasarlo bien.
Cogemos el metro y nos vamos a la zona gay de Nueva York. Lógicamente, un martes por la noche no es que haya mucho ambiente y mucho menos para dos extranjeros que no conocen la ciudad, así que vamos a los sitios míticos que conocemos de oídas. Para empezar, nos cuesta bastante encontrar la zona, ya que está todo un poco disperso. Cuando llegamos, apenas se ve gente por la calle y es que no sabemos a qué hora salen aquí en Nueva York. Propongo buscar el Stonewall porque ya que estamos allí, no podemos irnos sin conocer el bar donde, de alguna forma, comenzó todo.
La verdad es que me da mucha pena el aspecto del local hoy en día. No tiene nada del encanto con el que yo esperaba encontrarme. El bar está literalmente vacío cuando llegamos. Un camarero viejo en la barra y una travesti casi dormida, le hace compañía sentada en la barra. Al vernos aparecer por la puerta la travesti da un salto y comienza a hablar por un micrófono que tiene en la mano y que no le había visto antes. Me parece tan lamentable la escena, que le pido a Martín que me lleve a otro sitio, me da igual donde, pero que me saque de allí.
Andando y andando damos con la famosa Gay Street, que resulta ser una calle más, donde no hay nada del otro mundo. Otro bar vacío y otro y otro y otro más, y cuando ya estamos a punto de desistir y volvernos a casa, encontramos uno con unos ventanales enormes a través de los cuales se puede apreciar un cuadro gigantesco, con tres maricas con barba vestidas de folclóricas. Nos miramos y entramos sin pensarlo. En la entrada un armario ropero de cuatro puertas y calvo como una bola de billar nos da las buenas noches, nosotros contestamos de igual modo. Al traspasar el umbral de la puerta, lo hacemos también en el tiempo, porque la decoración de aquel sitio es tan kitsch que casi parece que estemos de nuevo en los ochenta o principios de los noventa. La barra que es circular está en medio de la sala y mientras Martín pide un par de cervezas, yo diviso el panorama, que es digno de ello.
Al lado de la barra hay un piano donde toca un señor mayor, que parece Tony Leblanc. Alrededor del piano, y cantando canciones de Barbra Streisand y Celine Dion hay cuatro o cinco señores. Pero lo curioso y antiestético de la escena es que dos de ellos van vestidos completamente de cuero. Uno incluso lleva un pantalón de esos que deja al aire los cachetes del culo, y no digo que sea antiestético porque el señor a pesar de sus años tenga un mal culo, sino porque no entiendo cómo puede alguien cantar canciones de Barbra Streisand, hacerlo divinamente, vestido de aquella forma.
Nos sentamos al final de la sala donde hay unos sillones antiguos, ninguno igual a otro. Es como si los hubiesen reciclado de otros bares o incluso los hubiesen cogido de la calle. Aquel lugar tiene encanto, pero un encanto que no te lo da el diseño, ni la buena decoración. Te lo da el paso del tiempo, del tiempo real, y la sensación de estar a gusto que se siente cuando se entra por la puerta, a pesar de que la media de edad superase al menos en veinte años a la nuestra.
Doy un trago a la cerveza y voy al baño a mear. Una vez más, aquel lugar vuelve a sorprenderme porque a pesar de las considerables dimensiones que tiene la habitación, tan solo hay un retrete en medio de la sala, pero sin puerta y sin nada. Eso y un espejo en una de las paredes. Me siento como en un programa de cámara oculta, pero aun así orino, qué remedio. Mientras lo hago, un señor entra al baño y sin esperar que yo termine, se saca la picha allí en medio y se pone a mear junto a mí. La situación es un tanto ridícula, sobre todo porque luego entra otro más y con toda la normalidad del mundo, hace lo mismo. Este último me mira el rabo y luego me sonríe. No sé si por educación o porque le ha gustado lo que ha visto. Pero yo termino de mear, me la sacudo con todo el cuidado que puedo de no salpicar a aquellos señores y me voy sin lavarme las manos ya que no hay ni un triste lavabo donde hacerlo. Le cuento a Martín lo que me ha ocurrido y se descojona.
—¿No te parece que este sitio es un poco raro? —le pregunto.
—Hace un rato decías que tenía encanto —me replica.
—Sí, y lo tiene.
—¿Entonces?
—¿No crees que la gente aquí es un poco mayor?
—En algún sitio tendrán que reunirse —me dice quitándole importancia al asunto.
—Ya, pero al que está cantando junto al piano se le ve el culo.
—Khaló, no puedo creer que después de haber visto como esta mañana tres skins se corrían en mi cara, vayas a tener ahora prejuicios porque a un señor de cincuenta o sesenta años se le ve el culo.
—No son prejuicios, solamente me parece raro. Y en el baño sólo hay un retrete en medio de la sala y ahí he meado junto a dos tipos que me sonreían. ¿Eso tampoco te parece raro? —le pregunto.
—Mira a tu alrededor, somos los más jóvenes, es normal que quieran ligar contigo. Relájate y déjales ser felices aunque sea por un rato pensando que pueden conseguirlo.
—¿Pero cómo eres tan creído? A veces no te soporto —le digo entre risas.
Un señor con gafas y el pelo blanco se dirige hacia nosotros con una bandeja y dos cervezas más.
—No mires ahora, pero creo que ese camarero que viene hacia nosotros lleva un tutú de danza —me dice Martín.
—¿Un tutú?
—No mires, no seas tan descarado.
—Dios mío, es un tutú —repito mientras a Martín y a mí nos entra un ataque de risa que no podemos parar. El hombre del disfraz se acerca a nosotros y se presenta. Nos dice que se llama George, que es nuestro camarero y que las dos cervezas que nos trae son cortesía de un hombre que está apoyado al final de la barra, que lleva una camisa de flores tipo hawaiana. Le damos las gracias y Martín empieza a tirarle besos en agradecimiento por las cervezas. No podemos parar de reírnos. Martín coge su cerveza, se levanta y se acerca al tipo que toca el piano y le dice algo al oído. El músico asiente y comienza a tocar unos acordes que no puedo reconocer a pesar de lo familiares que me resultan. Martín vuelve a dar un trago a su cerveza, luego se sube al piano y se pone de pie. Cuando todo el mundo lo está mirando, comienza a cantar:
I made it through the wilderness
somehow I made it through
Didn't know how lost I was
Until I found you…
No me lo puedo creer, Martín está subido encima del piano de un bar de daddys, cantando el Like a Virgin de Madonna mientras un montón de palmas y voces lo corean. Cuando llega el estribillo, todo el bar está en pie bailando alrededor del piano mientras Martín canta y contonea sus caderas provocando al personal.
—Come on, everybody! —dice como si estuviese dando un concierto en Las Ventas. Y lo peor es que la gente le hace caso y todo el bar canta el estribillo junto a él:
Like a Virgin
Touched for the very first time
Like a virgin
when your heart beats next to mine
Martín me hace señas para que me suba con él al piano, pero me da tanta vergüenza que me siento incapaz. Cuando acaba la canción, todo son palmas, vítores y felicitaciones. La gente se lo está pasando tan bien que piden que cante otra canción y es que parece que entre cerveza y cerveza, no se dan cuenta de los gallos que suelta a veces, ni de como se inventa la letra cuando no se acuerda. El caso es que están tan encantados, que el camarero del traje de bailarina nos dice que si nos subimos los dos juntos a cantar otra canción nos invita a otra cerveza. Martín me mira avisándome con la mirada de que no puedo fallarle, así que me bebo lo que me queda de un trago y le digo a nuestro músico si puede tocar otra canción. Nosotros nos miramos y nos reímos pero cuando empieza a sonar la música de la canción que le he pedido nos convertimos en dos cantantes semi-profesionales y empezamos a cantar alternando nuestras voces.
Some boys kiss me, some boys hug me
I think they're o.k
If they don't give me proper credit
I just walk away
Al principio mi voz sale tímida, pero poco a poco voy cogiendo confianza y perdiendo la vergüenza y aunque así tampoco canto bien, al menos no me importa hacer el ridículo. La gente está súper entregada y nos miran embobados como si fuésemos lo mejor que ha pasado en ese bar durante años. Y probablemente lo hayamos sido, pero no porque nos creamos que estamos buenos ni nada de eso, sino porque cuando entramos hace un rato, se respiraba esa tranquilidad que se respira en los sitios donde nunca pasa nada.
Hace un rato, nos parecía que era un sitio transgresor porque tenía un único retrete para todo el público o porque su camarero, que además de tener artrosis, reuma y vete a saber cuántas cosas más, va vestido con la ropa típica de hacer ballet. Sin embargo para ellos lo más transgresor de todo es que vengan dos extranjeros del quinto pepino a subirse al piano a cantar canciones de Madonna, ¿se puede ser más predecible?
Cause we're living in a material world
And I am a material girl
You kow that we are living in a material world
And I am a material girl.
Cuando empezamos a cantar el estribillo, Martín señala la frase de su camiseta y lo más fuerte de todo es que los que están en primera fila empiezan a engancharnos en la cinturilla del pantalón billetes de cinco dólares. Yo empiezo a reírme y dejo de cantar, Martín está en su salsa siendo el centro de atención y explotando esa vena de exhibicionista que Dios le ha dado y que tan buena carrera le ha hecho conseguir en el porno. Yo, aunque soy más tímido, pienso que estamos en un país donde nadie nos conoce y que tampoco está mal que nos desmadremos un poco, así que mientras seguimos cantando, me desabrocho el primer botón de los vaqueros y nuestro público empieza a cambiar los billetes de cinco dólares por los de veinte. Al terminar la canción, nos bajamos del piano y George, nuestro amable camarero, está esperándonos con una bandeja donde lleva dos cervecitas bien frías. Martín y yo brindamos y nos sentamos donde estábamos antes de empezar el numerito para contar el dinero que hemos ganado.
—Doscientos ochenta y cinco dólares —dice Martín.
—¿En serio? —pregunto casi atragantándome— Lo llego a saber y enseño más carne.
—Pero bueno, señor Alí, se está convirtiendo en un desvergonzado —me regaña Martín como si fuese mi madre.
A los pocos minutos el bar ha vuelto a la tranquilidad de siempre. En el piano vuelve a sonar Barbra, pero la gente está pendiente de nosotros, deseosos de que volvamos a revolucionarnos.
Un señor con traje se nos acerca y nos da unas tarjetas. Por lo visto es un tío con mucha pasta que nos invita a una discoteca que tiene, donde esa misma noche hay una fiesta de la espuma. Charlamos un rato y a pesar de su aire arrogante parece simpático.
Algo contentos por el dinero que hemos sacado de extra y sobre todo por el alcohol ingerido, nos despedimos de los nuevos amigos que hemos hecho. Nos preguntan que de dónde somos y cuando decimos España, todos empiezan a gritar casi al unísono.
—Espania, Espania —dice uno sin saber pronunciar la ñ.
—Olé, olé —dice otro que está borracho como una cuba.
—Toro, torito —grita otro.
—Why don't you sing an Spanish song? —dice el señor que lleva toda la noche tocando el piano.
—¿Qué ha dicho? —le pregunto a Martín.
—Que quiere que le cante una canción española.
—Pues nada, lánzate. Total, una canción más, una canción menos, tampoco va a pasar nada —le digo.
—¿Y cuál canto?
—No sé… Ya está: canta la del torito. Como antes lo estaban diciendo por ahí…
—Yes, yes, torito, torito —grita el mismo que lo dijo antes, que parece que no sabe otra palabra en español.
—Está bien, allá voy —dice Martín—. Silence please. I am gonna sing an Spanish song —dice con la lengua medio tonta por la borrachera—. Ese torito, ay torito guapo, lleva botines y no va descalzo. Ese torito, ay torito guapo —grita.
Una vez más somos los reyes del local y tenemos que despedirnos uno por uno de todos los integrantes de aquella fiesta del IMSERSO porque todos quieren agradecernos lo bien que se lo han pasado. Al salir nos despedimos del armario ropero que sigue vigilando la puerta y mientras cantamos juntos la del torito, pero ya en plena calle, Martín me dice:
—Have you seen?
—¿Qué te pasa en la boca? —le pregunto.
—Ay, que ya mezclo los idiomas. ¿Has visto cómo se llama el bar?
—No.
—The Monsters —me dice.
—¿Los monstruos? —pregunto.
—Sí.
—Pues le viene que ni «pintao» —le digo con un ramalazo andaluz propio del desfase de la noche.
Medio borrachos, nos dirigimos hacia la fiesta de la espuma a la que nos ha invitado el caballero trajeado.