A las siete y media suena la alarma del móvil y esta vez sí que es de verdad. Se acabaron las vacaciones. Ya hemos gastado el único día libre que teníamos. En dos horas vienen a recogernos para llevarnos a plató. Normalmente el cine porno se graba en Los Angeles, pero por lo visto han encontrado unas localizaciones aquí en Nueva York y quieren rodar varias escenas. Además, Martín tiene que hacerse varias sesiones de fotos.
Nos damos una ducha rápida y bajamos a desayunar al bufé libre que está incluido en la reserva que hizo Martín. El comedor del hotel está en la tercera planta. Cuando el ascensor se abre, aparecemos en lo que parece una antigua mansión donde todo está decorado con un gusto exquisito y está cuidado hasta el más mínimo detalle. Es curioso, porque a pesar de estar en un hotel americano, esa sala rezuma un aire británico muy sofisticado. Encima de la falsa chimenea, una pantalla plana gigante, donde podemos ver las noticias mientras desayunamos. El menú es bastante variado, algo muy diferente de lo que estamos acostumbrados a desayunar en España. Hay huevos revueltos, hamburguesas, salchichas… Al otro lado de la sala, una máquina dispensadora de zumos con los sabores más exóticos que se pueda imaginar. Yo me lleno un vaso de zumo de manzana y Martín de naranja. Cojo un cuenco y lo lleno de cereales de colores en forma de circulitos, como los que desayunaban los personajes de mis series favoritas cuando era más joven. La decepción es aplastante al comprobar que a pesar del colorido están totalmente insípidos. En general, toda la comida del buffet es bastante insípida. Los zumos son los únicos que parecen saltarse la norma. Opto por tostarme un par de rebanadas de pan de molde y pasar de tanta hamburguesa y tanta mierda. Necesito desayunar bien porque el día promete ser bastante duro. Cuando el pan está a mi gusto, cojo una tarrinita de queso de untar y otra de mantequilla de cacahuete, porque está claro que no puedo irme de allí sin probarla.
Martín sólo se toma el zumo porque como tiene que rodar una escena, no quiere ir con el estómago lleno. Además, todavía no sabe si tendrá que hacer de activo o de pasivo.
Subimos a la habitación a terminar de arreglarnos y cuando bajamos en la puerta del hotel nos está esperando la limusina. Por el camino Martín va muy callado. En la radio suenan Antony and the Johnsons.
—¿Qué piensas? —le pregunto a Martín.
—Nada, observaba el paisaje —me contesta.
—¿Te gusta Nueva York? —insisto.
—Mucho. Creo que no me importaría vivir aquí una temporadita.
—Sí, es alucinante.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Sí, claro. Dispara —le digo.
—¿De verdad te enamoraste de tu hermano?
—¿Cómo?
—En Estoy Preparado decías que habías sentido un sentimiento muy fuerte por tu hermano y que probablemente se había ido acrecentando a modo de tortura con el tiempo, porque no era correspondido. Me gustaría saber que hay de cierto en eso.
—Martín, eso es algo muy difícil de explicar. Tienes que ponerte en el contexto y la situación que yo viví. Descubrí que me gustaban los hombres la primera vez que vi a mi hermano desnudo cuando sólo tenía nueve años y a esa edad las cosas que haces las haces con toda la inocencia del mundo y ni se te pasa por la cabeza el hecho de que pueda estar mal.
—¿Y la cárcel?
—¿Qué le pasa? —pregunto.
—¿Cómo fue esa experiencia?
—Espantosa. Realmente espantosa. Y no se la recomendaría ni al peor de mis enemigos. Uno siempre se recupera de un fracaso sentimental, de una decepción amorosa, de los amigos que se van, de la pérdida de un ser querido… Pero no de haber estado en la cárcel, porque allí dentro crees volverte loco. El tiempo no pasa y aunque pase tampoco importa porque no hay nada que hacer. Sólo esperar cumplir tu condena. Y eso es desesperante, porque nadie es capaz de pasarse años esperando sin más y no perder la cordura. A veces, por la noche, cuando todos dormían, se oían cosas raras.
—¿Gente follando?
—No. Gente gritando, gente llorando, gente suplicándole a Dios que se los llevaran de una vez porque ellos no tenían el valor suficiente para hacerlo por su cuenta. No sabes lo que perturba despertarte cada noche con los gritos de un preso distinto pidiendo clemencia.
—Bueno, pero ya ha pasado.
—Sí, pero aun así te persigue porque no puedes olvidarlo. Al principio, cuando salí, tenía pesadillas y me seguía despertando en mitad de la noche, creyendo que estaba oyendo los mismos gritos. Y lo peor no es sólo eso, sino que eres un inadaptado social. Estás marcado de por vida y aunque, como en mi caso, se demuestre que eres inocente, la gente siempre te mirará con recelo. Y más a mí, que soy moro, maricón y ex-presidiario —le digo intentando cambiar el tono de tristeza que estamos dándole a la conversación.
—Es verdad. A veces se me olvida que eres un maldito moro —me dice Martín bromeando.
—Pero serás cabrón…
—No, es cierto. A veces me sorprende como siendo árabe, habiéndote criado en un ambiente tan hostil y habiendo pasada tantas penurias como tú mismo contaste en el libro, tengas una mentalidad tan abierta.
—Precisamente eso es lo que me ha dado una mente tan abierta, las cosas que me han pasado. Ahora tengo una filosofía: vive y deja vivir.
—Tienes toda la razón del mundo —responde Martín.
—Bueno. Y tú, ¿qué? —pregunto cambiando de tema.
—¿Qué?
—¿Vas a contarme la verdad de tu historia?
—¿Qué historia? —me pregunta riéndose.
—Martín: cuando hablas de tu juventud, de tu colegio del Opus, de la opresión familiar y todo eso, no me creo que fuese eso lo que te obligase a huir.
—Yo no huí —me dice.
—Creo que el modo en que te fuiste a Londres era más huyendo de algo o de alguien que de tu entorno.
—Puede ser… —asiente con un toque de añoranza en sus ojos.
—Lo sabía. Sabía que había algo más.
—Tengo que admitir que no me había dado cuenta de que estuvieses haciendo tan bien tu trabajo.
—Me has subestimado desde el principio.
—¿Tú crees? —me pregunta Martín intentando desviar la atención de la conversación.
—Eso no importa. Así que no me cambies de tema y desembucha.
—Está bien. Déjame hacer memoria —dice cerrando los ojos para concentrarse—. Cuando tenía catorce años llegó al colegio un niño nuevo. Se llamaba Joaquín, pero su familia, también de rancio abolengo, se empeñaba en llamarlo con el diminutivo, haciendo así que Joaquín, con catorce años y los huevos llenos de pelos, pasase a ser Joaquinito, motivo suficiente para ser el hazmerreír en un colegio donde, además de ser el nuevo, aparentemente también era el más frágil y delicado.
»Recuerdo que era muy pálido, tanto que casi le daba un aspecto enfermizo y debilucho. Pero tenía unos ojos verdes como nunca en mi vida he vuelto a ver otros igual. Era bastante larguirucho y sobre su labio superior descansaba una leve pelusilla que con el paso del tiempo se convertiría en un frondoso bigote. En esa edad en la que los cuerpos empiezan a cambiar, ese chico todavía se veía a medio hacer. Recuerdo perfectamente como en el baño nos enseñábamos la polla unos a otros. “Mira, a mí me está saliendo mucho pelo”, decía uno. “Pues yo la tengo dura todo el día”, decía otro. Y así nos pasábamos el día en un colegio donde sólo había chicos y teníamos las dudas y curiosidades propias de la edad. Todo el colegio le dio de lado a Joaquín, también porque él no supo integrarse. Porque hay admitir que Quino, que es como yo empecé a llamarlo, era raro de cojones. Pero pronto nos hicimos inseparables. Cuando las clases acabaron y llegó el verano, no te imaginas cuánto lo eché de menos. Hasta el punto que me pasé la mayor parte del tiempo encerrado en mi habitación recordando las cosas que hacíamos juntos. Yo no sabía muy bien qué me pasaba, pero cada vez que pensaba en Quino, acababa empalmado. Los niños de mi clase decían que les pasaba cuando pensaban en las tetas que tenía la hija de la panadera, o cuando pensaban en una prima que tenían en el pueblo. A mí únicamente me pasaba cuando pensaba en él. Por supuesto no dije nada a nadie, pero empecé a sentirme un bicho raro. Yo no sabía qué era ser gay, ni homosexual ni nada de eso, pero si que escuchaba en las comidas familiares que Fulanito o Menganito debían ser fusilados por maricones. Al principio no sabía lo que era, hasta que un día mi padre me lo explicó. De mala manera, pero me lo explicó.
»Cuando empezaron las clases, volví a reencontrarme con mi amigo. Nunca en la vida me había apetecido tanto regresar a ese asqueroso colegio donde los curas nos impartían lecciones a base de fuerza bruta; si al preguntar no sabíamos la respuesta, mano extendida y reglazo que te crió.
»Quino y yo éramos absolutamente inseparables y sin darme cuenta yo también me fui aislando del resto de mis compañeros. Era como si no necesitase a nadie más. Pero esto hizo que pronto empezasen las habladurías y los comentarios y a esa edad es precisamente cuando más daño hace. En el recreo toda la clase corría detrás nuestra gritándonos que éramos unos maricones y como en mi casa había aprendido que eso era algo terrible, por lo que debían como mínimo fusilarte, comencé a pelearme con todo aquel que se metiese conmigo o con mi amigo. Todos los días había gresca. Un día llegaba a casa sangrando por la nariz, otro con el labio reventado, otro con un cardenal en el ojo y así hasta que volvió a acabar el curso, empezó el verano y volví a separarme de mi amigo.
»El curso siguiente, Quino apareció cambiado. Su cuerpo se había desarrollado. Su espalda y sus hombros se habían ensanchado. La palma de sus manos ahora era enorme, igual que sus dedos, que extendidos podían tocar el infinito. Su mandíbula se había cuadrado y sus pectorales estaban mucho más definidos. El ridículo bigotillo ya no adornaba su cara y su mirada ya no era de niño, sino de hombre. Un hombre que me impactó nada más verlo.
»Creo que ese mismo día cuando llegué a casa me masturbé por primera vez. Cerré los ojos y pensé en Quino desnudo. Nos habíamos visto desnudos cientos de veces, pero el hecho de que su cuerpo hubiese cambiado tanto, me hizo pensar que también lo habría hecho su rabo. Con la excusa de darme un baño, me encerré y llené la bañera con agua y espuma. Me eché gel de baño en una mano y empecé a frotarme mi miembro de arriba a abajo, como había oído decir a mis compañeros que hacían. Inmediatamente me invadió una sensación muy placentera. La mano resbalaba arriba y abajo mientras yo me mordía el labio para no gemir de placer. A los pocos minutos una sensación parecida a cuando te vas a mear empezó a recorrerme. Era algo mucho más intenso, pero sentía como desde lo más profundo de mis cojones, algo quería salir. Sin importarme mucho si era pis o no, me dejé llevar, y cuando pequeñas gotitas de lefa empezaron a caer sobre mi pecho y abdomen, creí morir de placer. Nunca se me olvidará esa primera paja. Me enjuagué la mano que estaba llena de espuma y toqué mi semen. Era muy pegajoso y olía raro. Con los dedos me lo llevé a la boca y saboreé un poco. Me dio asco.
»Influenciado por la religión inculcada en un colegio tan estricto, me sentí mal inmediatamente por lo que había hecho, porque seguro que era pecado así que cerré los ojos y recé un padrenuestro para que Dios me perdonara por mis pecados. Al terminar, mi polla todavía seguía medio morcillona y al frotármela para eliminar los restos de semen, empezó a ponerse dura de nuevo. Acaricié levemente mis testículos y la sensación fue tan gratificante que instintivamente abrí las piernas y las apoyé en los filos de la bañera. Mi mano rozó mi culo. Pasé la yema de los dedos por aquella cueva arrugada y totalmente casta y mi cipote terminó de empalmarse y ponerse casi más duro que antes. Volví a echarme gel de baño en la mano y comencé a frotar contra mi culo. Me gustaba tanto lo que estaba sintiendo, que empecé a introducir uno de mis dedos, como para limpiarme bien por dentro, pero lo único que conseguí, fue ponerme más cachondo aún. Así que me hice otra paja.
»—¿Otra paja? —le pregunto asombrado.
»—Claro. A esa edad te pasas la vida empalmado y piensas en sexo cada dos segundos. Tienes las hormonas revolucionadas y tu cuerpo te pide más a cada rato. He llegado a hacerme hasta seis pajas en un día. El caso, y volviendo a la historia que estaba contando, es que empecé a pensar en Quino a todas horas, pero ya no era de esa forma idílica que lo hacía antes. Ahora pensaba en él de una forma sexual, donde le hacía todo tipo de guarradas que se me ocurriesen. Estar a su lado comenzó a ser un tormento. Un agradable tormento, podíamos decir, porque cuando estábamos juntos lo pasábamos bien y aunque quisiese tocarlo a todas horas, me contenía y guardaba las formas. Pero cuando nos separábamos y cada uno se iba a su casa, se apoderaba de mí una angustia que me hacía desear que llegase el día siguiente para que volviésemos a vernos. Me esforzaba tanto en impresionarlo que competíamos en las notas y pronto llegamos a ser los mejores de la clase. Mis padres estaban encantados con mi nuevo amigo porque me había llevado por el buen camino y me estaba ayudando a sacar muy buenas notas. Lo que ellos no podían ni imaginarse es que habían dejado entrar en casa al mismo demonio, porque me estaban poniendo a la tentación delante de mis narices. Un día estábamos en mi habitación jugando a las peleas y estábamos revolcándonos por el suelo uno encima del otro. Con el cambio, Quino era mucho más alto y fuerte que yo, así que cuando se me puso encima, ya no pude moverme. Nos quedamos quietos mirándonos por un segundo. Callados, sin decir nada. Yo casi podía sentir su respiración sobre mi cara y en mi bajo vientre una presión que se me clavaba.
»—Se te ha puesto dura —le dije y él asintió y se bajó los pantalones y los calzoncillos y me la enseñó. Tenía una polla tremenda. La mía se puso dura al instante de ver la suya. Por supuesto, no se podían comparar en tamaño. Quino sugirió que tumbados en el suelo nos hiciésemos una paja y así lo hicimos. Cada uno cogió su herramienta y se la empezó a menear hasta que acabamos eyaculando casi a la vez. Mientras nos pajeábamos nos mirábamos y nos sonreíamos. Sentir la respiración agitada de mi amigo sobre mi cara o ver como su cara se entumecía por la excitación son cosas que volví a recordar en la soledad del baño miles de veces. Visualizar la cara de placer de Quino mientras eyaculaba era lo único que hacía que yo me excitase. Cansado de intentar probarlo pensando en las tetas de la hermana de Samuel o en el culo de María, decidí dejar de preocuparme porque aunque fuese el único al que le pasaba pensando en su amigo Quino, ya tendría tiempo de preocuparme cuando me muriese y fuese al infierno. Mientras tanto quería disfrutar.
»A partir de ese momento, las batallas fueron mi juego favorito, porque sabía que acabaríamos uno encima del otro, restregando nuestros cuerpos adolescentes rebosantes de lujuria. El juego, además, me permitía poner la mano en sitios donde normalmente no era decoroso. Así podía rozarle el culo o los genitales sin que protestase, porque podía parecer algo fortuito por la pelea. Al final siempre acabábamos los dos empalmadísimos y haciéndonos una paja.
»—Creo que hoy se me ha puesto más dura que nunca —dijo Quino un día—. Mira, toca. Y con toda la naturalidad del mundo con que lo propuso yo toqué.
»—Joder, es verdad, pues la mía también se ha puesto muy dura ¿Quieres tocar? —dije mientras él asentía con la cabeza.
»—¿Te ha hecho alguna vez una paja una chica? —me preguntó.
»—No.
»—Yo siempre que me masturbo pienso en Lucía y en las tetas que tiene y como se le mueven cuando camina —me dijo.
»—Sí, Lucía está muy buena —asentí un poco por no llevarle la contraria.
»—A mí tampoco me ha masturbado ninguna chica —me dijo—. Oye, se me ocurre una idea.
»—¿Qué idea?
»—¿Y si tú me masturbas a mí y yo te masturbo a ti? Cerraremos los ojos y pensaremos que nos lo está haciendo una chica y así será lo mismo —me dijo mientras yo me quedaba pensativo sin saber qué hacer, a pesar que lo estaba deseando. Pero Quino cogió mi polla y empezó a manosearla de arriba a abajo. Yo hice lo mismo con la suya y haciendo trampas, pues tenía los ojos entornados, veía como nos pajeábamos mutuamente. El nabo de mi amigo era muy grande para su edad. No estaba circuncidado como yo y tenía el vello púbico muy largo. Rodeé aquel miembro con mis manos y lo moví muy despacio, porque estaba disfrutando tanto ese momento que no quería que acabase.
»—Más rápido. No pares, no pares —dijo Quino unos segundos antes de correrse. Cuando su semen salió disparado contra su pecho, yo seguí moviendo la mano. Los últimos chorreones me cayeron encima. Estaba muy caliente. Recuerdo la temperatura de su leche y fue justo sentirla en mi mano y el orgasmo vino también a visitarme a mí, pues mi amigo no había dejado de masturbarme a pesar de que él se hubiese corrido.
»Nos vestimos y Quino se fue corriendo a casa, probablemente avergonzado por lo que habíamos hecho. Pero yo, una vez en el baño, lamí mi mano para saborear su lefa; quería saber si sabía como la mía.
»Esa noche, antes de dormirme, me masturbé al menos tres o cuatro veces más porque no podía olvidarme de aquella aventura. A partir de ese día, empezamos a experimentar en todas partes donde estuviésemos ocultos de la mirada de los demás. En los baños del colegio, en mi casa, en la suya, en los baños del parque… Cualquier momento era bueno para tocarnos el uno al otro y explorar juntos nuestros cuerpos. Yo fantaseaba a todas horas. Lo hacíamos con una mano, con la otra, cambiando el ritmo, con las dos manos a la vez… Cualquier idea era buena.
»Un día estábamos en el baño del colegio encerrados durante el recreo y empezamos a tocarnos las pollas. Nos las sacamos y empezamos a sobárnoslas. Yo comencé a contarle que cuando me duchaba a veces me metía algún dedo en el culo porque eso me daba mucho gusto y a Quino inmediatamente se le ocurrió la idea de meterme la polla en el culo. Sinceramente, yo se lo conté como un secreto que un amigo le cuenta a otro amigo, pero por aquella época era tan inocente que ni me planteaba la posibilidad de que una polla se pudiese meter en el culo, y mucho menos una de aquel tamaño. Así que le dije que no, que me daba miedo y que probablemente hacer eso fuese pecado, que si quería nos seguíamos pajeando y ya está. Y es lo que hicimos o mejor dicho, lo que estábamos haciendo cuando se abrió la puerta y el padre José nos pilló con los pantalones por los tobillos y con la mano de cada uno puesta en la polla del otro.
»—Pero ¿qué estáis haciendo desgraciados? Tenéis al demonio dentro de vosotros —nos gritó mientras yo lloraba superado por la situación y se llevaba a Quino cogido de una oreja a su despacho mientras gritaba que le iba a sacar el diablo de dentro. Yo me quedé agachado en cuclillas en el baño mientras podía oír los gritos de dolor de mi amigo al fondo del pasillo. Era unos gritos de desesperación, así que pensé que de verdad lo estaba exorcizando. Cuando sonó el timbre para volver a clase, Quino no regresó. Ni a esa clase, ni a la siguiente. Al rato pude verlo como su madre se lo llevaba de la mano y a él le costaba andar.
»Por la tarde fui a su casa como tantas otras veces. Me abrió la puerta él mismo.
»—¿Qué haces aquí? —me preguntó.
»—He venido para ver cómo estabas.
»—Estoy bien —me dijo de una forma tosca y seca que no era propia de mi amigo.
»—¿Qué ha ocurrido en el despacho? Te he oído gritar.
»—Me ha sacado el demonio de dentro. Ahora estoy limpio.
»—¿Cómo lo ha hecho? —pregunté intrigado—. Tal vez debería sacármelo a mí también.
»—Cuando he llegado al despacho me ha tapado los ojos con un pañuelo y me ha hecho apoyar las mayos sobre su mesa y separar las piernas. Me ha bajado los pantalones y la ropa interior y he sentido como me metía algo en el culo.
»—¿En el culo?
»—Sí, en el culo —me dice desde el marco de la puerta.
»—Déjame entrar —le pido.
»—No. El padre José le ha contado a mi madre lo que estábamos haciendo y está muy enfadada. Dice que va a meterme a cura.
»—¿Cómo?
»—Qué quiere que me haga cura porque dice que así limpiaré mi honor y el de mi familia. Porque los curas no pueden ser maricones, porque ellos son siervos de Dios.
»—¿Quién es, Joaquinito? —pregunta su madre acercándose por el pasillo.
»—Nadie, mamá. No te preocupes —le grita—. Ahora debes irte, no quiero que vuelvan a castigarme. Te veo mañana en el colegio y hablamos.
»Pero Quino no volvió a clase al día siguiente, ni el otro, ni el de después, ni nunca más. Cada tarde iba a su casa y la criada me decía que el señorito no estaba. Lo llamaba por teléfono y su madre me decía que no podía ponerse. Yo le dejaba mensajes, le dejaba recados, pero nunca me los devolvía. Hasta una carta le escribí un día, pensando que su madre no le tendría también el correo controlado. Pero me equivoqué. Y poco a poco me fui cansando y dejé de llamar, dejé de ir a buscarlo, dejé de escribirle y comencé a esperar. A esperar y esperar. Pasaron los días y nada pasaba, sólo el tiempo. Dejé de estudiar, de comer, de salir… Me pasaba el día llorando en mi habitación porque le echaba de menos y aunque no sabía bien por qué era, estaba enamorado de Quino hasta las trancas. Las malas notas y mi desgana me hicieron tener problemas en casa. Cada vez que mi padre me veía llorando por algún rincón me decía que parecía una maricona. “Los hombres no lloran”, me repetía una y mil veces. Y una y mil veces que a mí me entraba por un oído y me salía por el otro.
»Me esforcé por aprobar todas las asignaturas y cuando ese año acabé el colegio, me planteé lo de irme a Londres. Necesitaba poner tierra de por medio, necesitaba volver a recuperar el norte perdido. Necesitaba volver a ser yo. Y así lo hice.
—Vaya, es una historia muy bonita, pero muy triste —le digo.
—Efectivamente, Khaló. Tienes toda la razón del mundo —me dice Martín.
—¿No volviste a ver a Quino?
—Años después, cuando ya estaba estudiado la carrera, vi un día en el periódico una esquela donde aparecía el nombre de su madre y me presenté en el velatorio.
—¿Y pudiste verlo? —pregunto ansioso por conocer si la historia tiene un final feliz.
—Sí. Estuve hablando con él, que estaba muy cambiado. Es cierto que habían pasado unos años, pero había perdido mucho pelo. Esos bonitos ojos verdes que tenía cuando lo conocí estaban sumergidos en un mar de tristeza y amargura. Su cara parecía tener muchos más años de los reales y su ropa era una sotana negra que le llegaba casi hasta los pies. A pesar de lo que se había estropeado y a pesar de la ropa que llevaba, cuando le estreché la mano para darle el pésame, volví a sentir la misma electricidad y la misma química sexual que cuando éramos pequeños. Era como si no hubiese pasado el tiempo. Volví a creer, por un instante, que éramos esos chavales que se conocieron en el colegio con catorce años. Pero ya no era así, el tiempo había pasado y había hecho mella en nosotros. «Lo siento mucho Quino», le dije mientras le estrechaba la mano y él levantaba la cabeza abriendo mucho los ojos.
»—Hace años que nadie me llama así —me dijo intentando descubrir a los niños que fuimos en el reflejo de mis ojos.
»—Lo sé. Ha pasado tanto tiempo. Pero no he dejado de acordarme de ti ni un solo día —le dije mientras él se levantó de la silla en la que estaba sentado, apartado de todos, y me abrazó.
»—Siento que una causa tan triste sea la que nos ha vuelto a reunir.
»—Te escuché todas y cada una de las veces que viniste a casa a buscarme —me dijo llorando—. Supe todas y cada una de las veces que llamaste por teléfono y no me dejaron contestar.
»—No llores, por favor, que no puedo verte así.
»—Mira mi vida, es un asco. No sé ni quién soy —me contó. He hecho todo lo que mi familia ha querido siempre. ¿Y ahora qué?
»—Ahora tienes toda la vida por delante. Tenemos toda la vida por delante.
»—Ya es tarde —se lamentó Quino—. No puedes imaginarte como te quise, ni cuanto sufrí por tu culpa. Tenía la esperanza que vinieses a rescatarme, igual que me habías rescatado de los macarras del colegio en tantas ocasiones, pero un día te cansaste de insistir y desapareciste.
»—Hice todo lo que estaba a mi alcance, fui a buscarte, te llamé por teléfono, te escribí cartas… No sabía qué más hacer, tampoco tú hiciste nada que me diese alguna señal, pensaba que estabas enfadado conmigo, que me odiabas, que como el padre José te había sacado el demonio ya no sentías igual que yo… No te imaginas la de cosas que pasaron por mi cabeza.
»—Maldito hijo de puta —me dijo llorando y llevándose las manos a los ojos.
»—¿Qué?
»—No puedo olvidar ese maldito día, que acabó siendo el primero de muchos.
»—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
»—Pues que el padre José me tomó como su pupilo desde ese día. Habló con mi familia para ingresarme en un monasterio donde primero debería purificar mi alma por lo que me habían pillado haciendo contigo y luego él, personalmente, se encargaría de sacarme el dichoso demonio de dentro. Las primeras veces, fue más disimulado pero luego ya no le importaba y ni siquiera me vendaba los ojos. Me desnudaba y mientras levantaba su sotana y me cubría con ella la espalda, se aprovechaba de mí con la excusa de que debía sacarme el demonio, con la certeza de que era un niño inocente y asustado y nunca diría nada.
»—¿Quieres decir que te violaba?
»—He perdido la cuenta de cuantas fueron… Cada una más terrible que la otra y eso ha sido mi vida hasta que él murió. Luego me enviaron de misionero a Sudáfrica y allí estoy ahora trabajando y ayudando a esa pobre gente. Me voy mañana otra vez.
»—Quino, no puedes irte. Otra vez no. Tenemos que recuperar el tiempo perdido.
»—Ya es muy tarde, Pedro, demasiado tarde. Las cosas ya no son como eran.
»—Pero yo te sigo queriendo.
»—Y yo. Pero también te odio porque en parte eres uno de los culpables de que me ocurriese lo que me ha ocurrido.
»—No es justo, Quino.
»—Eso es lo único que he aprendido en la vida, que por muy justo y misericordioso que dicen que es el de ahí arriba, parece que la tiene tomada conmigo.
—Fue la última vez que lo vi —dice Martín secándose las lágrimas—. Sus palabras me hicieron tanto o más daño que todo el tiempo que estuve sin saber de él, y eso me llevó en picado de nuevo a la mala vida —me dice sonriendo—. Está comprobado que al final soy una persona muy autodestructiva —me dice mientras lo abrazo para que se desahogue. El coche se detiene y el chófer nos indica que hemos llegado.