New York, New York

Nueva York me sorprendió desde el primer día. Estamos tan habituados a ver determinadas calles o edificios en tantas películas que cuando paseamos por ellas nos sentimos parte de un decorado, aunque sea una calle real, no importa. Aquí todo es a lo grande: las calles, las avenidas, los edificios… Nos hemos alojado en la planta veinte de un maravilloso rascacielos de la cadena Marriot, ubicado en la 42 con la Sexta, es decir, en plena selva neoyorquina. No se puede estar más en el centro. La habitación es gigantesca; yo he vivido en apartamentos más pequeños. Tiene una cocina bastante apañada, por si algún día queremos hacer de comer, aunque lo dudo mucho. Al menos yo no pienso cocinar. En la sala dos sofás enormes y una cama de matrimonio de esas que pueden dormir varias personas juntas y no tienen por qué tocarse en toda la noche de lo grande que es. Nada más llegar, Martín se ha echado sobre la cama y después de comprobar lo cómoda que era, ha empezado a saltar en ella, como si tuviese quince años. Yo, mientras tanto, descorro las cortinas para apreciar la belleza de la ciudad desde la altura y no tengo palabras para describir tantas maravillas. Como tenemos el resto del día libre, hemos decidido ir a dar una vuelta y ver algunas cosas como el MOMA o la Estatua de la Libertad.

Martín ha traído una guía con la que poder orientarnos, así que tal y como hemos hablado en el avión, decidimos irnos hasta el sur de la isla de Manhattan, para poco a poco ir subiendo en una ruta que ya tenemos marcada compuesta principalmente de edificios representativos, museos y cosas así. Cogemos el metro y es lo más complicado que he visto en mi vida, porque cada línea está compuesta de varias letras y aunque van todas en la misma dirección, no todas hacen las mismas paradas. Nos reímos de la suerte del principiante cuando nos damos cuenta que como buenos novatos, nos hemos equivocado de letra, pero descubrimos que esa línea hace parada en Brooklyn y que podemos atravesar el puente a pie desde el otro lado y luego seguir con nuestra expedición. Las vistas del puente son maravillosas y todo el rato nos hacemos fotos, como dos catetos que salen del pueblo por primera vez, pero es que es tan bonito, que yo quiero llevármelas de recuerdo. El puente tiene un carril para peatones y otro para bicis, por lo que de vez en cuando, además de admirar el paisaje, nos alegramos la vista con algún chulo sudoroso que está haciendo deporte. Martín no se corta un pelo y les grita: tío bueno, macizo, como si fuese un albañil que piropea a una chica al pasar. Lo mejor de todo ha sido cuando uno de los que pasaba ha girado la cabeza y le ha llamado maricón.

Martín se ha quedado tan cortado que no hemos podido evitar descojonarnos. Aquí todo el mundo habla español, o spanglish, mejor dicho.

Después de varias horas paseando, de visitar la Estatua de la Libertad, de coger el barco que nos lleva a la isla de al lado, para luego a la vuelta poder sacar una bonita foto de Nueva York desde el mar con todos sus edificios apuntando al cielo, de visitar el Metropolitan, que es el museo más imponente que he visto en mi vida, y recorrernos todas las tiendas que nos han llamado la atención, hacemos una parada para comer y, ya que estamos en América, qué mejor que comida basura, que para eso son los reyes. Comemos en un McDonald's que encontramos y después de comer como cerdos para reponer fuerzas, nos vamos andando tranquilamente hasta la zona de Broadway, que está a un par de cuadras del hotel. Aquí todo se mide por cuadras porque la ciudad está perfectamente cuadriculada. Las calles no tienen nombres o al menos nombres tal y como los entendemos en España. Allí no hay una calle que se llame Hortaleza o Barbieri o Gravina…, no. Aquí están numeradas. «Voy a la Quinta», por ejemplo… Y para saber la altura a la que vas, utilizas la otra calle que tiene como intersección. Por ejemplo nuestro hotel está en la Sexta con la 42, eso significa que está en la Sexta Avenida, a la altura de la calle 42. Así explicado puede parecer un poco de lío, pero es el sistema más fácil que he visto en mi vida para orientarse. Muy práctico, sobre todo porque al estar todo cuadriculado encuentras las cosas en un segundo y no tienes que estar preguntando.

Broadway es realmente alucinante. Una avenida enorme repleta de edificios majestuosos decorados con carteles publicitarios llenos de luces. Las tiendas son realmente espectaculares y las hay de cualquier cosa que te puedas imaginar. Nosotros las vamos recorriendo todas y cuando nos gusta algo, tiramos de tarjeta. Al rato ya vamos cargados de bolsas con todo tipo de camisetas, souvenirs y regalos que nos hemos comprado. Hay tiendas de juguetes, de chocolates, de discos, de libros, de DVDs… Hasta de la MTV hay una tienda, donde por cierto Martín se ha comprado una camiseta bastante chula. La tienda de juguetes tiene una noria gigante dentro y la de discos, tres o cuatro plantas donde un DJ te pone una música increíble y no puedes evitar estar bailando mientras buscas por ejemplo algún single de Madonna o alguna rareza de cualquier cantante que te gusta, por no hablar de los cientos de discos que hay aquí editados de gente a la que no tenemos acceso porque normalmente no llegan en nuestro país.

De regreso al hotel estamos tan cansados que hemos dejado de sentir los pies. Suerte que llevamos zapatos cómodos porque casi nos hemos recorrido la isla de Manhattan andando de cabo a rabo. Estamos literalmente muertos, así que decidimos comprar algo de comida e irnos al hotel y cenar allí tranquilamente, con los pies en alto y totalmente relajados. Nueva York está repleto de pequeñas tiendecillas donde tienen un montón de platos para elegir. Coges un envase transparente, echas dentro todo lo que te apetezca y después lo pagas según el peso. Nosotros llenamos antes el ojo que la tripa, así que nuestras improvisadas fiambreras pesan una tonelada cada una. Nos damos una ducha bien caliente, nos sentamos a degustar la cena y, a pesar del hambre que tenemos y la variedad de platos escogidos, es imposible saborearla porque no sabe a nada.

Cuando nos tumbamos estoy tan derrotado que no puedo pararme a pensar ni tan siquiera que voy a dormir en la misma cama que Martín. Tal es el agarrotamiento de mis músculos que no hay lugar para la tensión sexual.

La cama es increíblemente cómoda, tierna, mullidita… es el paraíso. La almohada es más de lo mismo, porque al apoyar la cabeza, notas como se hunde levemente para amoldarse a las formas de cada uno. Es tumbarnos y no nos da tiempo ni a darnos las buenas noches: caemos rendidos.

—Khaló, apaga la alarma del móvil —me dice Martín mientras me zarandea para hacerme despertar de mi letargo. Extiendo la mano y machaco el móvil por obligarme a despertarme, pero me doy cuenta que lo tengo apagado y que está en silencio.

—Martín no es el móvil lo que suena —le digo algo extrañado empezando a preocuparme.

—¿Qué? —pregunta desconcertado a medida que la alarma se hace más persistente.

—Creo que viene del pasillo —observo. Y antes de que me dé tiempo a decir nada más, Martín está en calzoncillos en el pasillo para ver qué pasa. Mientras se aleja puedo ver su fantástico culo enmarcado en sus slips negros y su tatuaje. Una voz habla por megafonía diciendo que ha saltado el detector de incendios pero que ha sido una falsa alarma, que no nos preocupemos. Nosotros lo hacemos, al menos yo lo hago, porque con mi inglés básico no estoy seguro de haber entendido correctamente. Martín me tranquiliza y me da un beso en la mejilla que me hace sonrojarme y sentir como un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Nos volvemos a meter en la cama, pero no puedo dormirme. No sé si por los nervios del falso incendio o porque ahora, algo más descansado, mi cuerpo es consciente de que tengo al buenorro de Martín Mazza metido en mi cama, en slips. Y yo estoy con la polla dura y muchas ganas de guerra. Hago caso omiso de mis deseos e intento dormir, pero me es imposible, ya que empiezo a escuchar un montón de sirenas que se aproximan al hotel.

—Martín, ¿oyes eso? —pregunto.

—Sí.

—Pues no te quedes ahí, haz algo —le grito mientras me levanto de la cama y descorro las cortinas para asomarme a la ventana. En los bajos del hotel cuento hasta cinco camiones de bomberos y me entra el pánico porque creo que vamos a morir achicharrados. Martín llama a recepción, pero nadie le coge el teléfono. Dos segundos después explican por la megafonía del hotel que la central está conectada con los bomberos y en cuanto salta la alarma, ellos reciben el aviso y vienen automáticamente, que no nos preocupemos, que ha sido una falsa alarma. Martín me abraza por la espalda y me dice que no me preocupe. En el cachete de mi culo puedo sentir como al abrazarme, aplasta sus genitales contra mí. Cuando nos vamos a la cama. Martín vuelve a abrazarme. Me rodea con sus brazos para que me tranquilice y a pesar que sentir su rabo pegado a mi culo a mí me la pone dura, él cae profundamente dormido a los pocos segundos, tal y como indica su respiración. Mientras duerme, me preocupo, porque esa serie de gestos, esos detalles como el de cogerme la mano en el avión, o abrazarme mientras duermo para que no tenga miedo, pueden hacer que mi deseo por este hombre, que hasta ahora era de lo más cerdo, se convierta en un sentimiento más profundo y es justo lo que no quiero. Porque no me importaría pegarme un buen polvo con él, pero de ahí a enamorarme hay un buen trecho y no es lo que quiero.