Llegada accidentada

Una de las cosas que más me preocupa de mi viaje a Nueva York es que no me entienda con la gente por culpa del idioma, porque la verdad es que mi nivel de inglés es muy básico. Así que antes de aterrizar le hago jurar a Martín que no se separará de mí en ningún momento. Él reacciona con una de sus coñas típicas, sugiriendo que así nos daremos calorcito el uno al otro. Cuando ve que yo le sigo coña pregunta si también vamos a ducharnos juntos. Visualizo la escena en mi mente al instante, pero lo que nos damos el uno al otro no es jabón en la espalda precisamente.

A pesar de las ocho horas de vuelo, tengo que admitir que no se me ha hecho pesado. Entre los escarceos de Martín, la comida y las pelis que nos han puesto, el tiempo se pasa rápido, o al menos mucho más de lo que yo me esperaba. El aterrizaje es bastante limpio, apenas notamos cuando las ruedas tocan suelo, pero aun así yo respiro aliviado. Eso de estar encerrado herméticamente a miles de pies de altitud es algo que todavía me supera. Si alguna vez vuelvo al psicólogo, lo tendré en la lista de prioridades a tratar, aunque con el tour que me voy a hacer detrás de este actor porno cuya existencia desconocía hasta hace unas semanas, puede que supere yo solo la fobia a volar.

Los aeropuertos son feos, y más si estás acostumbrando al de Barajas, que es relativamente nuevo. Cuando nos bajamos del avión todos los pasajeros vamos en masa recorriendo los distintos pasillos que nos llevan hasta las ventanillas donde tendremos que sellar el pasaporte. Durante el vuelo hemos rellenado unos formularios que parecían de coña pero que por lo visto los americanos se toman muy en serio, donde te preguntan cosas como si tienes planeado matar al presidente, si llevas armas de fuego en el equipaje o si contienes un peligroso virus que pueda afectar a la población. Martín y yo nos morimos de la risa mientras contestamos a este tipo de cuestiones que por lo visto son necesarias para permanecer en el país. Parte de esa tarjeta luego te la grapan al pasaporte y el día que regresas, te la quitan.

En una sala enorme, al final del pasillo ese que recorremos todos juntos como si fuésemos ratas de laboratorio que intentan encontrar la salida del laberinto, hay unos mostradores por los que tenemos que pasar individualmente y un señor con cara de pocos amigos y un estadounidense, que no creo que entiendan ni ellos mismos de como pronuncian, te hace depositar las huellas de ambas manos en una pantallita y luego te hace una foto. Increíble pero cierto, nos están fichando a todos, como si fuésemos criminales. Yo entiendo que después de lo que pasó con las Torres Gemelas hayan aumentado las medidas de seguridad, pero esto me parece casi ofensivo.

—Nos toca —me dice Martín.

Pasamos al mostrador que nos ha indicado una chica rubia cuyo tono al hablar imponía mucho más que su uniforme. Por suerte nos tocan dos mostradores contiguos, así Martín podrá ayudarme si yo no entiendo algo de lo que me pregunten. El señor que me atiende es bastante amable y no tiene ningún problema en hablarme más despacio cuando le explico que soy extranjero y no domino el idioma. Un par de preguntas básicas del tipo de dónde voy a alojarme, si he venido sólo o cual es motivo que me ha traído a Nueva York. Contesto a todo con una enorme sonrisa en los labios a pesar de los nervios y sin necesitar la ayuda de Martín que aunque ya ha sellado, está esperando a que yo acabe. Cuando creo que ya está todo en orden y me van a poner el deseado sello en el pasaporte, me dice ese señor tan amable y cuya cara no voy a olvidar en mi vida que hay un pequeño problema con mi pasaporte porque mi nombre y apellidos coinciden con los de un peligroso asesino que se ha fugado del país y, aunque está seguro que no soy yo y que todo debe ser un error, tengo que esperar un momento mientras lo comprueban. Me convierto en un manojo de nervios y le cuento a Martín lo que ocurre mientras nos guían hasta la sala de espera. Cuando vamos a sentarnos, a Martín lo echan diciendo que lo suyo está todo correcto y no puede estar ahí, que recoja las maletas y espere fuera del aeropuerto. Casi me pongo a llorar en ese momento. Me pide que me tranquilice y que no me preocupe por nada, que esto es un mero trámite, que mientras arreglan el papeleo va a recoger las maletas y me espera fuera fumándose un cigarro.

Me sientan en una sala donde hay una chica que tiene pinta de llevar allí un buen rato, porque parece que hasta se ha quedado dormida, cosa que no me alienta mucho, porque puede ser señal del tiempo que voy a pasar yo también. En una silla de ruedas, un cubano se caga en la puta madre que parió a no sé quién, porque habla tan rápido que no consigo entenderlo, y en el mostrador dos policías gordos tipo Homer Simpson le amenazan con que cierre la boca o será peor, por supuesto todo en inglés.

Un poli negro, gordo hasta decir basta, me mira con cara de pocos amigos y luego mira la foto de mi pasaporte. Repite la acción un par de veces. Como veo que no dice nada más, pienso que leer me tranquilizará un poco, así que me pongo a releer las notas para el libro de Martín. Leo dos líneas y entiendo una palabra. No soy capaz de concentrarme.

What is your name? —me vuelve a preguntar el poli cuyas costuras están a punto de estallar.

Contesto amablemente y me dice que pase a una habitación contigua cuya puerta está cerrada. Antes de entrar me cachean y me obligan a dejar fuera una mochila que llevo como equipaje de mano, donde, entre otras cosas, llevo todos los apuntes del libro. Una vez dentro, escucho como cierran con llave desde fuera.

La sala está totalmente vacía, lo único que hay es una silla justo en el centro de la misma. Aquella situación me da tanto miedo que no puedo evitar ponerme a llorar. Mi primera intención es aporrear la puerta para que me dejen salir porque no he hecho nada. Miles de preguntas se agolpan en mi cabeza, algunas tan absurdas como qué pasaría si, por alguna casualidad, mi pasaporte español no fuese válido o si tal vez había cámaras en el avión y me han oído reírme de las preguntas del cuestionario. Por muy en serio que se lo tomen, no es para que me encierren en esa sala de torturas, porque si no, que me expliquen para que sirve una sala donde lo único que hay es una silla.

Me siento en una esquina y apoyando los codos en las rodillas me desahogo. Lloro cuanto puedo. Lloro hasta que escucho que de nuevo se abre la puerta. Miro hacia arriba con la esperanza que ya esté todo arreglado y me pueda ir, pero para mi desgracia, el poli que me ha encerrado no viene con cara muchos amigos.

—Desnúdate —me dice gritándome en inglés y yo puedo sentir como su saliva golpea mi cara al pronunciar cada una de las letras.

Le pido por favor que me deje marcharme, le intento explicar que todo debe ser un error, pero en vez de hacerme caso, me estampa una bofetada que me pone la cara del revés. Su reacción es tan violenta que me cago de miedo y aunque casi lo hago también de forma literal, me contengo y empiezo a desvestirme.

—¡Vamos, coño, no tengo todo el día! —me vuelve a gritar. Y aunque esa es la libre traducción que yo hago en mi mente de lo que acaba de decirme, no debo de andar muy desencaminado por el tono en que lo dice. Yo me quito la ropa mientras no puedo parar de llorar, en silencio, pero sin parar de llorar. Por más que lo intento, no puedo.

—Deja de llorar como una jodida niña —me dice mientras me da otra bofetada que me tira al suelo. Me pongo de pie y sigo llorando, no puedo evitarlo. Noto que un caño de sangre baja por uno de los orificios de mi nariz, pero me duele tanto que ni siquiera puedo distinguir cual es. Me vuelvo a poner de pie y vuelve a levantar la mano para volver a pegarme y yo, totalmente asustado, me meo encima. Noto como un líquido caliente me empapa los vaqueros y me chorrea por la pierna formando un charquito en el suelo junto a uno de mis pies. El policía me mira con cara de asco y vuelve a pegarme. Cuando me levanto del suelo me vuelve a gritar para que me termine de quitar la ropa.

Pienso en los treinta mil euros que me van a pagar por el libro y me doy cuenta de que no es suficiente para soportar aquella tortura. Seguro que Martín piensa que estoy aquí tranquilamente en una sala de espera y no puede ni imaginarse lo que me están haciendo mientras él se fuma el cigarro. No sé cuánto llevo aquí encerrado. No llevo reloj y no sé cuánto tiempo ha pasado, pero probablemente el suficiente como para fumarse un paquete entero.

Mientras, aquella masa grasienta empieza a reírse a carcajadas. Me mira, se ríe y mientras me grita que le da asco la gente que es como yo, me vuelve a tirar al suelo. Luego me escupe y me da un par de patadas con esas botas que lleva, que me dejan el estómago hecho trizas. La sangre salpica contra los azulejos blancos de la pared cuando vuelve a patearme y sin que yo pueda controlarlo sale despedida de mi boca. Vuelve a escupirme. No entiendo cómo Martín podía explicarme los placeres de la humillación un momento antes. Una palabra que tiene un significado peyorativo nunca puede traerte nada bueno.

My name is Jack —me dice el mismo que me está dando de hostias. En otro tipo de encuentros probablemente le habría dicho lo encantado que estaba de conocerlo y probablemente, con lo seguidor que soy del mundo oso, hasta le habría encontrado algún detalle por el que valiese la pena pegarme un revolcón con él. Pero en aquella situación lo único que se me ocurre decirle es que si me va a matar, que lo haga de una vez. Pero de nada sirve, porque o no sabe, o no quiere entenderme.

Mi buen amigo enciende un cigarro y da una calada tan intensa que consume una buena parte del cigarrillo que ha encendido. Luego me echa el humo en la cara.

Do you want to smoke?—me pregunta. Yo contesto que no moviendo la cabeza.

Are you sure? —vuelve a insistir y yo vuelvo a negar con la cabeza.

Ok, you win —me dice mientras me apaga el cigarro en el hombro y siento con la fuerza con que me machaca encima la colilla y como luego su dedo se hunde cerca de mi clavícula haciéndome que me retuerza de dolor. La nariz no para de sangrar y aunque ya no estoy llorando deseo que lo que tenga que pasar ocurra cuanto antes. Observo al hijo puta que me está destrozando de arriba a abajo y veo que de uno de sus bolsillos laterales cuelga algo que parece de látex. Jack se da cuenta lo que estoy mirando y con una sonrisa de satisfacción decide pasar a la siguiente fase. Del bolsillo saca unos guantes, de esos que utilizan los médicos y los enfermeros en los hospitales y me estremezco de pensar lo que va a hacer con ellos cuando escucho el ruido que hacen al estirarlos para ponérselos. Esta nueva Gilda, versión torturadora de extranjeros, vuelve a reírse a carcajadas. Me hace abrir la boca y me mete los dedos dentro, me levanta la lengua, me mira los dientes como se les hace a los caballos cuando inspeccionan su dentadura. El guante sale manchado de sangre. Luego me levanta los brazos y me mira en las axilas. Posteriormente me hace separar las piernas y delicadamente me inspecciona los genitales, que están tan encogidos por la paliza y el miedo, que parecen los de un niño pequeño.

—Espero que no estés escondiendo nada porque lo voy a encontrar —me dice casi susurrándome al oído, mientras vuelve a estirarse de la parte de abajo de los guantes y puedo volver a escuchar ese ruido tan molesto que ya me hace intuir donde pretende buscar este cabrón.

Efectivamente. Dicho y hecho. No me da tiempo ni a relajarme cuando siento como uno de los enormes dedos de este hijo de puta se pierde dentro de mi culo. El grito de dolor es tan intenso que creo que hasta Martín ha podido oírlo fuera del aeropuerto. Saca el dedo, lo mira, lo inspecciona y luego lo huele. El cabrón vuelve a sonreír y acto seguido vuelvo a sentir otra vez un intruso en mi culo. Con la otra mano, me indica que esta vez me ha metido dos. El dolor es desgarrador así que intento relajarme y pensar en algo que me haga mucho más llevadero el sufrimiento. Pienso en Fran, en Martín, en mi vecino al que todavía espero poder follarme algún día. Pienso en el dependiente del video-club, en el amigo de Martín, en la gente que me rodea… El dolor se va acrecentando, tanto, que tengo que apoyarme en la pared para no caerme de bruces contra el suelo. Una vez más, saca de mi culo los cuatro dedos que tenía metidos y están manchados de sangre. Los mira, los inspecciona y luego los huele. Sin avisar, el puño entero.

Nunca he sido un culo estrecho, pero digamos que siempre he hecho las cosas poco a poco. Me encanta que me follen y que me abran bien el culo. Pero en este caso, sentir cómo un puño se abre paso dentro de ti es casi una tortura. No se parece en nada a lo que le hice yo a Fran el día que lo estaba grabando en video. Este caso es distinto; Jack me está reventando por dentro porque casi puedo sentir como juguetea con mis tripas mientras yo me muero de dolor. Vuelvo a mirar y me ha introducido hasta el antebrazo. Mi hemorragia parece una cascada. Me desmayo en el acto, no sé si porque no puedo soportar más el dolor o porque soy realmente aprensivo, pero lo hago.

—Khaló, despierta —me dice Martín.

—¿Qué? —pregunto desconcertado al verlo.

—Estamos llegando. Abróchate el cinturón que vamos a aterrizar.

—¿Estaba soñando?

—Sí.

—Ha sido horrible.

—Respira tranquilo. Sea lo que fuere, ya ha pasado.