Un vuelo movidito

Cuando viajé de Marruecos a España lo hice en barco. Cuando me escapé de casa de mi tío en la costa y viajé a Madrid, lo hice en autobús, y no me subí por primera vez a un avión hasta que fui a visitar a mi familia, muchos años después. Yo ya no era un niño, pero recuerdo perfectamente el miedo que me daba volar. Al sentarme, me apreté el cinturón tan fuerte que casi no podía ni respirar y cuando el avión comenzó a recorrer la pista para coger velocidad para levantar el vuelo, apreté tan fuerte los puños, víctima del miedo que produce la ignorancia y el temor que da hacer algo por primera vez y totalmente solo, que me clavé las uñas y me hice sangre. El vuelo apenas duraba un par de horas, pero he de reconocer que las azafatas se portaron muy bien conmigo y estuvieron muy atentas.

Ahora, volvía a estar subido en un avión y el miedo era distinto. Primero, porque ya no viajaba solo, ni era la primera vez que lo hacía, y segundo, porque me había programado una enorme cantidad de preguntas para Martín para ir entretenido todo el vuelo e intentar así, de alguna forma, apartar mis temores aunque sólo fuera un rato.

Cuando aquel pájaro de metal, del que dicen que es el medio de transporte más seguro, comienza a moverse, un cosquilleo casi doloroso me sube desde el estómago hasta la garganta. Cierro los ojos y me siento como si fuese aquel muchacho de hace años, a pesar de todo lo que he cambiado. Sin embargo, no puedo evitar volver a cerrar los puños muy fuerte y me pongo tan tenso que mi cara refleja lo mal que lo estoy pasando. Unos sudores fríos me caen por la frente y la espalda mientras rezo a todos los dioses que me han enseñado que existen, a los de la religión que me inculcaron mis padres cuando era pequeño, y a los que he aprendido a respetar en mi nueva patria. A decir verdad, no sé si existe Dios, Alá, Buda o como lo queramos llamar, pero en esos momentos pensar que va a estar protegiéndote es lo único que te hace sentirte mejor.

Martín, que se da cuenta de lo mal que lo estoy pasando, me coge la mano. El contacto de su piel tocando la mía me hace olvidar mi miedo momentáneamente y no es por un tema sexual, sino porque me sorprende tanto este gesto, que a decir verdad nunca me habría imaginado, que automáticamente dejo de pensar en la angustia. Es la primera vez que realmente demuestra un aprecio hacia mí. Ha sido un gesto muy humano y es de agradecer. Al ver mi cara de asombro me dice que no me preocupe, que no pasará nada. Siento que realmente le importo como persona, que me valora, no sé… Cuando vuelvo a la realidad y miro por la ventana, las casitas se ven tan pequeñas que no parecen de verdad, parece que forman parte de una maqueta.

Voy sentado en el asiento de ventanilla y Martín a mi lado. Estamos en el lateral izquierdo, justo en una de las salidas de emergencia, por lo tanto tenemos un buen hueco entre el asiento de delante y el nuestro y podemos estirar las piernas sin problemas de molestar a nadie. En el centro del avión hay una hilera de tres y en el lateral derecho otra de dos. Hemos tenido suerte.

El capitán se presenta por los altavoces y nos habla de las condiciones favorables de viento y demás, por lo tanto está previsto que lleguemos dentro del horario establecido. La azafata pasa repartiendo mantas, tapones para los oídos y un antifaz rojo sangre bastante útil, por si a alguien le molesta la luz para dormir. Cuando llegamos a la altura establecida, la señal de los cinturones de seguridad se apaga, indicando que podemos llevarlos desabrochados. Cuando me aburro de mirar por la ventana, empiezo a currar en mi libro.

—Estoy esperando —le digo a Martín que tiene los ojos entornados y aún me sigue sujetando la mano.

—Pues te quedan ocho horas de vuelo para seguir esperando —me dice con una sonrisa irónica.

—¿No piensas contarme lo que ha ocurrido con el auxiliar? —le digo exaltado soltándole la mano.

—¿Ya no tienes miedo? —me pregunta desconcertándome.

—Cada vez menos —le respondo avergonzado.

—Pobrecito. Tenías una cara… Se notaba que lo estabas pasando mal.

—Martín, ya nos vamos conociendo, así que no te vayas por los cerros de Úbeda y cuéntame que ha pasado.

—Nada, que se la he chupado.

—¿Se la has chupado? —pregunto arrepintiéndome al instante del volumen tan alto que he utilizado porque medio avión está mirando para nosotros.

—¿Quieres no chillar tanto?

—Lo siento. Pero mira, así no pensarán que soy un terrorista —le advierto.

—Vaya tonterías que dices.

—Te lo digo en serio. Antes —le digo casi susurrándole mientras lo miro a los ojos muy fijamente como si fuese a contarle un gran secreto o la resolución de un terrible enigma—, cuando el auxiliar te dijo lo del pasaporte, todos se quedaron mirando muy extrañados. Y cuando el piloto dijo que el vuelo se estaba retrasando porque faltaba un pasajero, sentí como todos miraban hacia mí y que creían que por ser árabe, era un terrorista o iba cargado de bombas.

—No tiene sentido.

—¿Cómo que no?

—Porque si hubieses llevado el cuerpo repleto de bombas como tú dices, te habrían retenido a ti, no a mí —me explica.

—Eso es muy cierto.

—¿Cómo supiste que me lo estaba montando con él? —me pregunta curioso.

—Al principio no me di cuenta, pensé que realmente había algún problema, pero una vez sentado en el avión me di cuenta que te había llamado Mr. Mazza.

—Pensé que no hablabas inglés.

—Lo básico para entenderlo y mantener una conversación facilita. Y ahora no vuelvas a cambiar de tema y cuéntamelo todo —le repito mientras sigo susurrando.

—Me ha llevado al baño.

—¿Al baño? Qué cutre. Yo pensé que te había llevado a una sala VIP o algo —protesto.

—¿De verdad crees que en los aeropuertos hay salas VIP para que los auxiliares se follen a los pasajeros? Cómo se nota que eres escritor, vaya imaginación.

—¿Entonces? —pregunto algo molesto.

—Me ha parecido de lo más morboso. Nada más entrar en el baño ha empezado a comerme la boca, sin mirar si había más personas o no. Se notaba que al tipo le daba tanto morbo la situación como a mí, y es que no puedo evitar ponerme cachondo cuando alguien me reconoce.

—Vaya, sí eres raro. A mí no me pasa eso con mis admiradores —le digo.

—Pero es distinto. Si alguien lee un libro tuyo y se masturba, lo hace con la historia que tú cuentas, pero ellos en la cabeza se inventan sus propios personajes. En cambio, cuando ven una peli mía y se masturban lo hacen conmigo, con mi cuerpo, con la excitación que les produce lo que yo estoy haciendo, no sé si me explico.

—Perfectamente, así que sigue.

—El caso es que hemos empezado a besarnos como locos. El muy cabrón tenía unos labios tan gruesos y una boca tan grande, que casi creí que iba a tragarme en una de esas veces que paraba para respirar. Tenía los dientes perfectamente alineados y de un blanco reluciente que casi te deslumbraba al mirarlos. Me ha metido en uno de los habitáculos con retrete y ha cerrado la puerta. Me ha empujado contra la pared y luego se ha echado encima de mí. Los brazos de aquel hombre eran como de bisonte. No sé, cada uno de sus bíceps era como uno de mis muslos. Le he quitado la camisa y he descubierto unas tetas grandes y firmes, duras y unos pezones negros como el carbón, pero con muchas ganas de que jugasen con ellos. No he podido resistirlo, ha sido desabrocharse y lanzarme a comerle esos pectorales que tantas horas de gimnasio le habrá costado conseguir. Tenía muy poquito pelo. Cuando le he quitado la camisa, me he dado cuenta de las enormes venas que recorrían los músculos de su brazo. En uno de ellos, creo que en el izquierdo, tenía un tatuaje, pero su piel era tan oscura, que apenas podía apreciarse.

»El estómago de ese hombre era de acero y no he podido evitar pasar la lengua por aquella escalera de chocolate que me estaba llevando directamente al fruto prohibido. Me he arrodillado y he restregado mi cara por aquel pantalón de uniforme, quería sentir sus caricias antes de probar su sabor así que como si fuese un gatito en celo, me he restregado por su entrepierna, que sentía cada vez más dura y gorda estampada contra mi jeta. Cuando ya no podía más, le he desabrochado el cinturón, luego el botón del pantalón y he bajado la cremallera. He vuelto a acercar mi cara para sentir el olor que desprendían aquellos genitales. He aspirado tan fuerte que casi se lo arrebato para siempre. Después he dejado caer sus pantalones hasta los tobillos y he visto como quedaban arrugados contra el suelo y por sus piernas subían hasta media espinilla unos calcetines azules, de esos tipo ejecutivo. La tela de un boxer azul oscuro era lo único que me separaba del manjar que estaba a punto de degustar, así que decidí eliminar esta barrera. Cuando los bajé, me quedé mirando. No podía hacer otra cosa más que adorar, al menos durante un segundo, aquella maravillosa obra de arte. Porque aquel pollón parecía que lo hubiese esculpido el mismísimo Miguel Ángel con sus manos.

»A mí siempre me ha hecho mucha gracia eso que dicen de que chuparle la polla a un negro es como comerte una morcilla, pero es que hay que admitir que es cierto. Este cabrón tenía una polla enorme, por los rasgos de su cara y su cuerpo, era evidente que iba a ser pollón, pero yo no podía imaginar que tanto. Aquel cipote era como una mala jugada del destino porque si no era tan grande como un brazo, poco le faltaba. Era tan grande, que crecía y se ponía dura, pero no se levantaba. Yo creo que haría falta la sangre de dos o tres personas más para poder levantar aquel bicho. Estaba circuncidado, pero al ser una polla de color, le daba al glande un tono más claro, como de chocolate con leche, mientras que el resto era chocolate puro, de ese que es tan amargo. Y así sabía, porque también es cierto que cada raza tiene su olor y a mí el olor de un buen negrazo me pone a mil. Allí estaba yo de rodillas en el baño, con aquel monstruo que no paraba de crecer, cuando su dueño desesperado me dice: “What are you waiting for?”. Así que para no hacerlo enfadar cierro los ojos y abro la boca todo lo que puedo. Aun así, no puedo más que meterme el glande en la boca. Mira que me he comido pollas en mi vida, y más desde que trabajo en el mundo del porno, pero nunca ninguna como esa. Mientras chupeteaba aquel glande como si fuese la bola de un cucurucho, sentía como mi culo se iba dilatando solo, me daba tanto morbo verme empotrado contra la pared mientras ese hijo de puta me taladraba la garganta, que se me empezó a abrir el ojete de lo caliente que me había puesto. El negro probablemente cansado de que todo el mundo tenga la misma reacción cuando le ve la herramienta, me ha sujetado la cabeza y ha empezado a mover la cadera. Primero poco a poco, pero cuando ha visto lo enseñada que tengo mi garganta y que se dilata igual que si yo fuese el hombre sable del circo que tanto miedo me daba cuando era pequeño, ha empezado a follármela más fuerte, sin importarle que del esfuerzo me han empezado a llorar los ojos y hasta los mocos se me han salido. A pesar de mi maestría, un par de veces he sentido una arcada, pero aun así, lo he agarrado por los huevos, que aunque no estaban mal de tamaño, si que se veían pequeños en comparación con aquella mutación. La otra mano la he puesto en el culo que era redondo y respingón, como los que salen siempre en la tele bailando salsa. Tenía la piel tersa y suave, y al tocar y sentir su dureza podía imaginarme qué tipo de sentadillas hacía para ejercitarlo.

»El sudor del auxiliar chorreaba contra mi cara. Bajaba por la suya, luego la barbilla y justo utilizando uno de sus pezones como trampolín, se estrellaba contra mi cara. Yo estaba completamente encendido por eso cuando me sacaba la polla entera de la boca y me metía sus enormes dedazos y los cerraba dentro para meterme el puño también en la garganta yo no podía hacer otra cosa más que pedir más, porque estaba en mi salsa, porque me había sacado de la cola por ser quien era y por supuestísimo, porque yo iba a demostrarle que si en mis películas soy bueno en persona gano mucho.

»Ha hecho conmigo lo que le ha dado la gana. Me ha pegado alguna que otra bofetada, me ha tirado del pelo mientras se la chupaba y una de las veces que me ha vaciado la boca, incluso se ha atrevido a escupirme dentro, pero yo le demostraba que aunque tuviese una polla de infarto soy insaciable, y lo tragaba al instante. Al final, el agujero que coronaba aquel glande, que al igual que todo el miembro, también era de un tamaño desmesurado, ha empezado a expulsar chorros y chorros de una espesa leche blanca, que han salpicado los azulejos del baño, mi cara y mi garganta, porque ha salido de una forma tan inesperada que ni tiempo me ha dado a reaccionar. El sabor de la lefa de un negro es como el olor que los caracteriza, amargo, pero muy sabroso. Yo siempre he sido muy devoto de todo lo que sale de una polla, porque si me encanta comer rabo saborear su néctar es el summum de la exquisitez. Me encanta todo lo que sale de un cipote y me habría encantado que me hubiese meado allí, contra la pared y que mientras su pis caía por la comisura de mis labios y mojaba toda mi ropa, me hubiese dado un buen par de bofetadas, de esas que convierten la humillación en el mejor de los fetiches. Para mi desgracia, no ha sido así y el muy maricón se ha guardado el rabo sin ni siquiera limpiárselo de los restos de semen y babas que le chorreaban hasta las pelotas y mirando el reloj ha dicho algo así como: “Oh my god, it's too late”.

—¿Y se ha ido sin más? —le pregunto desconcertado.

—¿Qué querías? ¿Que se casase conmigo?

—No, pero al menos que te hubiese echado una manita para terminar tu también.

—Pues sí, porque la verdad es que me ha dejado tan caliente como hace mucho que no estaba. Estoy por meterme en el baño del avión y hacerme un pajote.

—Perdón, disculpe que le moleste —dice el pasajero que está junto a Martín, separado por un estrecho pasillo.

—¿Sí? —pregunta Martín.

—Sé que soy un descarado, pero no he podido evitar oír su historia. Yo ya le había reconocido hace un rato en la cola para facturar y quería decirle que estaría encantado de «echarle esa manita» que usted reclamaba —dice el desconocido.

—¡Qué fuerte! —exclamo pensando que esto parece una broma de la tele de esas de cámara oculta.

Martín le echa un vistazo al tipo que debe tener unos treinta y cinco años y sin meditarlo mucho le responde:

—Te espero en el baño.