Comienza la gira americana

Martín, que parece que heredó la puntualidad inglesa cuando estuvo viviendo en Londres, viene a recogerme a las siete y media de la mañana, tal y como habíamos hablado el día antes por teléfono.

Llevo media casa dentro de la maleta, pero es que no puede ser de otra forma. Necesito mucha ropa para ir a todos los actos que tenemos programados, porque no quiero repetir modelito y parecer un muerto de hambre. Con el dinero que me ha pagado Martín por adelantado me he comprado algún capricho: un par de camisetas, unos vaqueros, unas zapatillas, etc… Aun así, estoy seguro que Martín llevará tres maletas más que yo. En un bolso de mano llevo el portátil para escribir, además de mi cuaderno, mis papeles y mis notas para terminar de encauzar un libro que, vuelvo a repetir, me está costando mucho más de lo que yo pensaba.

Escribir este libro me está ayudando a salir de ese vacío mental en el que me encontraba. Y es que no hay nada peor que el hecho de que un escritor se quede en blanco, porque entonces no tiene nada que hacer. Sin ideas, no hay libro. Gracias a Martín he vuelto a recuperar las ganas de hacer cosas, de escribir, de volver a destacar con esta nueva novela…

A pesar de la hora, el aeropuerto está atestado de gente. La facturación es una cola insufrible e interminable que no entiendo cómo no organizan de otra manera para que no se haga tan pesada a los que vuelan. Facturamos y vamos a desayunar algo. Todavía falta un buen rato para que el avión despegue. Yo tomo un zumo y Martín un café con leche y unas tostadas. Me apetece algún dulce, pero las napolitanas tienen pinta de llevar ahí muchos días, más que nada por lo secas que parecen estar. Pasamos por las tiendas del aeropuerto y Martín compra un par de perfumes aprovechando que cuestan mucho más baratos que en cualquier otra tienda de la ciudad. Yo compro un par de revistas.

Volar no me da miedo, pero me causa respeto, mucho respeto, sobre todo un vuelo tan largo. Estaremos casi ocho horas para cruzar el océano Atlántico. Lo bueno es que, como cogemos el avión a primera hora de la mañana, con el cambio horario, a pesar de las horas de vuelo, llegaremos a Nueva York por la mañana temprano; así podremos aprovechar el día. Estoy tan nervioso que estoy por tomarme un par de güisquis e ir durmiendo la mona todo el trayecto; así no me entero del viaje. Dicen que los accidentes de avión son los menos improbables pero después de que los telediarios nos hayan bombardeado con el accidente de Spanair a todas horas y gracias también a los capítulos de Perdidos, uno se plantea cualquier cosa, menos que va a salir todo bien.

Martín me ve tan nervioso que me abraza para intentar tranquilizarme.

—No te preocupes, hombre —me dice—. Ya verás como casi ni te enteras.

Y me vuelve a abrazar tan fuerte que casi me incomoda porque de nuevo una cosquilla en el estómago vuelve a recordarme lo mucho que me gusta este hombre y las ganas que tengo de poder echarle un buen polvo. Pero como me he prometido a mí mismo que esto no puede ser, pues decido abrazarlo yo también con la misma inocencia que él me está abrazando a mí.

—¿Llevas el pasaporte? —me pregunta para distraerme y así hacer que me olvide un rato del avión.

—Sí, claro.

—Toma. Aquí están los billetes. Éste es el mío, que está a nombre de Pedro, y aquí tienes el tuyo, Khaló.

—Pensé que facturabas como Martín Mazza.

—No, tienes que facturar con el nombre que aparece en tu DNI —me explica.

—Se me haría tan raro que alguien se dirigiera a ti como Pedro —le digo.

—Sí, a mí también me ocurre. Este maldito personaje me tiene tan poseído que ya me he olvidado de quien era antes de crearlo —me dice entre risas—. Aunque también tengo que admitir que hay momentos en los que se agradece el poder tener un poco de intimidad y pasar por una persona anónima.

Martín es un tío discreto, pero a pesar de todo, llama la atención, a veces sin que él mismo se lo proponga, pero ocurre. Es un tío llamativo y yo creo que es esa mirada mezcla de ingenuidad y picardía, el secreto de su atractivo. A veces lo observo, cuando él cree que nadie lo hace, y aunque es tan normal como el resto de los mortales, tiene algo que lo hace destacar, debe ser el brillo de su estrella.

Por megafonía anuncian la puerta de embarque y nosotros, que ya la habíamos visto en los monitores, nos disponemos a hacer cola. Al principio de ésta aguarda un auxiliar negro que no mide menos de dos metros, rapado y con una espalda como de armario ropero. Su nariz de rasgos anchos y duros sólo nos hacen pensar, a Martín y a mí, que no podemos dejar de comentar ni quitarle el ojo de encima, en lo grande que debe de tener la polla. Él, serio y seco, recoge la tarjeta de embarque de los pasajeros a la vez que comprueba sus pasaportes. Todos los que están delante nuestro van pasando sin problemas, pero justo cuando llega a Martín, el señor de dos metros y con cara de mal genio se nos queda mirando fijamente. Comprueba su pasaporte, su billete y vuelve a mirarlo a la cara. Así hasta tres veces. Después le levanta levemente la manga de la camiseta justo en el brazo en el que lleva el tatuaje.

I'm sorry, Mr. Mazza, but there is a little problem with your passport and you have to come with me —le dice en un inglés americano que casi me cuesta entender y que viene a decir algo así como: «Lo siento señor Mazza, pero hay un pequeño problema con su pasaporte y tiene que acompañarme».

Of course, darling —le responde Martín mientras con una sonrisa de satisfacción me pide que le coja sitio en el avión.

Yo, que no entiendo nada, me subo al avión, tal y como me indica el auxiliar que ha venido a sustituir al que se ha marchado con mi jefe. Sin embargo, si en el billete de Martín, el nombre que aparece es el nombre real, ¿por qué este hombre lo ha llamado señor Mazza? Y entonces se me ilumina la bombilla y me doy cuenta de lo estúpido y lo ingenuo que puedo llegar a ser; el auxiliar lo ha reconocido. Le ha pasado lo mismo que cuando estuve en la clínica de cirugía estética. Ha reconocido al actor porno Martín Mazza y probablemente ahora lo tenga a cuatro patas en alguna sala VIP mientras le da por el culo y finge ante el resto de los miembros de la compañía que está comprobando su pasaporte. Hay que joderse, qué cabrón.

Una voz anuncia que el despegue va a retrasarse unos minutos porque están intentado solucionar un pequeño problema con un pasajero. Los miembros de la fila que estaban detrás de nosotros miran hacia mí como si yo supiese algo o mucho peor, como si fuese un peligroso terrorista islámico. De repente, la cortina se abre y un sudoroso Martín hace acto de presencia en el avión, sentándose a mi lado y abrochándose el cinturón a toda prisa porque, tal y como vuelven a indicar por los altavoces, vamos a despegar. «Este viaje promete ser muy interesante», pienso mientras las ruedas comienzan a levantarse del suelo.