Un dolor en el cuello, que me cuelga de mala manera, me hace despertar. La habitación está oscura a pesar que ya ha amanecido. Me estiro todo cuanto puedo y me masajeo para que desaparezca ese desagradable dolor. No hay nada peor que dormir en el sillón de un maldito hospital. Aunque sea un hospital como éste, que casi parece de lujo. Nunca he soportado el olor tan nauseabundo que lo habita. Huele a enfermo, a epidemia, a muerte…
Levanto un poco la persiana para que entre el sol y observo a Martín. Sigue dormido. Está dormido desde que cayó desmayado en el escenario de aquel antro. Los médicos lo han tenido en observación durante todo el tiempo. Vigilo su gotero y está casi vacío; tengo que avisar a la enfermera para que se lo cambie.
Así dormido parece un ángel. Como si nunca hubiese roto un plato. Parece un niño pequeño. Se ve tan guapo… Me pregunto qué estará soñando porque una media sonrisa ilumina su cara. Siento ganas de besarlo. Me encantaría hacerlo, pero me contengo. No quiero que sea así, robado.
Martín empieza a revolverse en la cama y poco a poco abre los ojos, parpadeando hasta que consigue acostumbrarse a la luz.
—Buenos días bello durmiente —le digo.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital.
—¿Y eso?
—¿No recuerdas nada? —le pregunto.
—No. Lo último que recuerdo es que estaba en el escenario follando. ¡Dios! me va a estallar la cabeza. ¿Cuánto llevo aquí?
—Pues has dormido más de treinta horas seguidas.
—Joder, eso sí que es una buena cura de reposo —me dice sonriendo.
—Nos tenías muy preocupados. Vaya susto nos diste.
—¿Por qué hablas en plural? —me pregunta.
—Porque el chico que actuó contigo también estaba muy preocupado.
—Pues no lo veo por aquí —me reprocha.
—No. Se fue a casa a descansar después de que lo viese el médico.
—¿Y tú? ¿Has estado aquí todo el tiempo?
—Alguien tenía que hacerlo.
—¿Y por qué tú?
—Así podía meterle mano al libro, que lo tengo muy abandonado.
—Muchas gracias —me dice agachando la cabeza—. Debí haberte hecho caso.
—No, gracias a ti.
—¿A mí? —me pregunta sin entender nada.
—Sí, porque la otra noche me hiciste entender muchas cosas.
—¿Cómo qué?
—Pues a entender un poco tu mundo, el mundo en general, a los seres humanos…
—Me duele mucho la cabeza para que te pongas tan profundo —me dice.
—Además quería pedirte disculpas —le digo.
—No hay nada que disculpar —me dice.
—Sí Martín, te dije cosas horribles.
—Horribles pero ciertas. Además, tampoco yo estuve muy fino.
—La verdad es que no —le digo con una sonrisa.
—Bueno será mejor cambiar de tema, porque la verdad yo ya de esto ni me acuerdo —me dice entre risas— y ahora vete a buscar a la enfermera y que me traiga algún calmante o algo que no aguanto este dolor de tarro.
—Pero. ¿No has tomado ya suficientes drogas? —le digo bromeando.
—Khaló —me dice poniéndose muy serio—. No quiero que pienses que soy un yonqui, ni un drogadicto, ni nada de eso.
—No he dicho que lo piense.
—Es cierto que de vez en cuando me he metido alguna raya, cuando salgo de fiesta o cuando estoy con mis amigos. Pero no es lo habitual. Es algo muy esporádico. Es más, no es que esté precisamente a favor de las drogas —dice mientras una mirada melancólica invade su rostro.
—¿Te encuentras bien?
—Siéntate y toma nota. Voy a contarte algo que quiero que incluyas en el libro —me dice pensativo.
—Voy. Por cierto he pensado un título. ¿Qué te parece Cuando todos duermen?
—Cuando todos duermen… —repite en voz alta como analizándolo.
—Se me ocurrió mientras tú estabas durmiendo. Estaba intentado estructurar un poco toda la información que tengo para el libro y me di cuenta que la mayoría de tus aventuras pasan cuando todos duermen. Primero porque son aventuras de cama y por supuesto se duerme en la cama y segundo porque cuando alguien ve una película o una foto tuya, sueña con poder estar contigo. Y eso se hace cuando se está dormido.
—Me parece bien.
—Martín Mazza es como un superhéroe que sale por la noche a recorrer la ciudad en busca de pollones solitarios a los que poder rescatar —le digo entre risas.
—Pero qué bestia eres…
—Bueno vamos al lío. Soy todo oídos —le indico con el cuaderno en la mano.
—Lo que voy a relatarte ocurrió cuando yo tenía apenas veinte años —me cuenta misterioso—. Cansado del colegio del Opus donde me había criado y de lo estricto de mi entorno familiar, decidí hacer un viaje. Quería aprender idiomas, así que pensé que Londres podría ser un buen sitio. Te hablo de mediados de los noventa, cuando Londres era la capital de la modernidad y para ser alguien tenías que destacar allí. Todavía en mi cabeza no existía la idea de dedicarme al porno. Es más, mi experiencia sexual era más bien escasa y la poca que tenía había sido casi toda con mujeres que, aunque no me satisfacían totalmente, me ayudaban a quitarme el calentón propio de la edad.
»En casa no se tomaron muy bien la idea de mi viaje. Mi familia se opuso. Pero yo siempre he luchado por lo que he deseado, así que cogí los pocos ahorros que tenía y allí que me fui.
»Cuando me bajé del avión y pisé aquel aeropuerto enmoquetado supe lo que era la libertad. De repente éramos yo y mis circunstancias, nadie más. Estaba en un país extranjero donde nada ni nadie iba a pararme. Estaba dispuesto a comerme el mundo, aunque un poco más tarde me daría cuenta de que tal vez el mundo estaba a punto de comerme a mí. Londres es una ciudad fascinante. Caminar por aquellas calles era como estar dentro de alguna película o alguna serie de esas que, aunque se ruedan en platos, siempre regalan alguna imagen de la ciudad para separar las escenas.
»Cuando llegué alquilé una habitación barata que encontré en las afueras. La libertad me sentaba tan bien que me daban ganas de salir todas las noches, por lo que el poco dinero que llevaba ahorrado pronto desapareció. Pero no me importaba porque era lo que yo quería. Quería vivir mi propia vida. Así que busqué trabajo y cuando no hablas inglés tienes que currar un poco de lo que te dejen, así que hice casi de todo: friegaplatos, camarero… Aquellos trabajos de mierda me daban lo justo para pagarme un sitio donde dormir, las copas, y algo de ropa. Tengo que admitir que es cierto que fue duro. Pasé de ser un niño pijo, pues no hay que olvidar que mi abuelo además de ser íntimo de Franco fue el Marqués de Alvarado, a ser uno más. En Londres yo no me distinguía por mi rango social, ni por la fortuna de mi familia. Allí sólo tendría el futuro que yo me labrase, con mis manos o con lo que fuera.
»Salía de fiesta todo lo que podía, siempre que podía. Había días que incluso me iba a trabajar sin dormir. Pero es que cuando estaba bailando en la pista, me sentía el rey, el amo, y me creía capaz de hacer cualquier cosa en ese momento. Me sentía valiente, que era justo lo que nunca me había sentido bajo ese yugo opresivo que marcó mi educación y mi familia. A base de salir fui haciendo amigos. A algunos todavía los conservo hoy en día. A otros nunca he vuelto a verlos.
—¿Me estás hablando de un amor? —le pregunto.
—Calla y escucha —me dice mientras se concentra para continuar la historia—. Una noche que salí de fiesta con unos colegas conocí a Fernando, un chulazo de impresión que decía ser el encargado de una de las discotecas más importantes de todo Londres en ese momento. Efectivamente era el encargado, pero el encargado de pasar la droga y abastecer a todos los miembros de la sala que estuviesen buscando cualquier tipo de sustancia psicotrópica que los hiciese volar. A pesar de lo feliz que me sentía en esa nueva ciudad, también debo reconocer que me sentía muy solo. Mi idioma todavía no tenía un buen nivel, por lo que al final siempre me acababa relacionando con otros españoles que encontraba por allí.
»Fernando me dijo dos tonterías y me sedujo. Ahora que ha pasado el tiempo, me pregunto si fue él realmente o las circunstancias que rodeaban mi vida. Yo era un niño bien que había abandonado voluntariamente una vida fácil y sin preocupaciones económicas para ser la persona que quería ser que, entre otras cosas, era homosexual. La sensación de vivir mi sexualidad con total plenitud es algo que no sé explicar ni siquiera hoy. Nada de besos a escondidas, nada de presiones familiares, nada de nada… Si me apetecía besarme con John, podía hacerlo. Si me apetecía que William me la chupase, no había ningún problema y si me apetecía que Fernando fuese mi novio, tampoco.
»Fernando nunca fue especialmente cariñoso, pero sí que sabía lo que yo necesitaba oír en cada momento, así que sabía cuando tenía que decirme que me quería, aunque realmente no sé si alguna vez lo hizo. Sabía cuando tenía que abrazarme y lo más importante de todo, sabía cómo tenía que follarme. Con veinte años, yo era bastante inexperto. Las pollas que me había comido podía contarlas con los dedos de una mano y casi todo lo que sé hoy en día me lo enseñó él. Juntos vivimos lo mejor de Londres, sus lujos y sus miserias.
»Mi chico tenía un apartamento bastante céntrico y a los pocos meses me fui a vivir con él. Era una casa vieja, bastante destartalada, pero a mí me parecía fabulosa, ya que en ella vivía junto con el que creía el hombre de mi vida. Soñaba y soñaba y, como en los mejores sueños, pensaba que iba a ser para siempre. Si cierro los ojos casi puedo sentir el primer beso que nos dimos. Apasionado y caliente. Casi puedo volver a sentir la presión de sus labios contra los míos. A decir verdad, no sabes cuánto me duele recordar todo esto, más que nada porque a veces luchamos toda la vida por conseguir un sueño y cuando lo alcanzamos se convierte en una terrible pesadilla. La peor que hayamos podido imaginar nunca.
—Podemos hacerlo en otro momento —le dije.
—No, tenemos que hacerlo ahora. Quiero sacármelo de una vez y quiero que aparezca en el libro, así quedará clara mi postura ante las drogas. ¿Por dónde iba? Sí, ya recuerdo. Cuando empecé a salir con aquel hombre mi círculo social se amplió de forma ilimitada. No sólo eso, también mi sueldo y mi trabajo, pues conseguí curro en aquella discoteca, a veces pinchando, otras bailando, pero no faltaban cosas que hacer. Llevábamos varios meses saliendo cuando me di cuenta que Fernando se dedicaba a trapichear. Para mí fue una decepción increíble descubrir que tanto él como todos los que me rodeaban vivían sumergidos en el mundo de la droga. Tras muchas peleas y muchas discusiones, recuerdo un día que estábamos en casa tumbados en el sofá. Mi chico me llevó al dormitorio entre besos y arrumacos a los que no pude resistirme. Dos minutos después, estábamos desnudos y empalmados sobre la cama, dispuestos a echar un polvo memorable.
»Fernando tenía una polla realmente preciosa, de esas que no son grandes ni gordas, pero tienen el tamaño justo para volverte loco. Estaba circuncidado como yo, pero su polla era realmente bonita. Muy recta, muy firme, y lo que más me gustaba de ella es que se mantenía dura incluso después de haberse corrido varias veces. Cuando le estaba chupando la polla, Fernando me dijo que tenía una sorpresa para mí. Abrió el cajón de su mesita de noche y sacó una bolsita transparente con un polvo blanco. La abrió y echó todo el contenido a lo largo de su rabo. Yo me quedé impactado mirándolo, porque no entendía por qué hacía eso ni qué tenía que hacer yo.
»“Sé que estás a punto de caer”, me dijo. “La tentación es fuerte, así que prefiero que la primera raya te la metas conmigo, con mercancía de primera, antes de que lo hagas con cualquiera en un sucio baño”, me dijo mientras hacía un turulo con un billete de no recuerdo cuántas libras y me indicaba como debía esnifarlo por la nariz. Toda la vida había estado en contra de la droga, había dicho que no mil veces, pero ahora me lo estaba ofreciendo el hombre de mi vida, alguien que me decía que me quería, alguien que supuestamente no dejaría que me ocurriese nada malo. Así que, inocente y curioso, accedí. Y ese fue el principio del fin.
»Aspiré profundamente y sentí como aquel polvo blanco me llegaba directamente a la cabeza. En mi boca pude sentir un sabor amargo y cómo la lengua se me quedaba algo más reseca, pero el subidón que me proporcionó fue tan salvaje, que comencé a chuparle la polla con el mismo ansia que un mendigo come cuando lleva muchos días sin hacerlo. Aquel día en el que confundí libertad con libertinaje me convertí en una marioneta a las órdenes de Fernando. Cuando me penetró, sentí que estaba subiendo al mismo cielo. Nunca en mi vida había experimentado tanto placer a la hora de echar un polvo. Ni en el mejor de mis sueños habría imaginado tanto placer y claro, después de aquello, los polvos sin coca, como que no me decían nada.
»La droga dejó de estar escondida y empezó a circular libremente por casa. Los tíos a los que mi novio les pasaba, también empezaron a entrar y salir del piso sin cumplir ningún tipo de horario ni condición. Aquella casa se convirtió en un nido de ratas, de muertos vivientes que se arrastraban por un poquito de “vida”. Había veces que Fernando estaba fuera y yo era quien tenía que atender a sus clientes. Aquel supermercado clandestino empezó a consumirme a mí poco a poco. Mi vida en Londres no era la que me había propuesto y estaba dentro de un círculo vicioso del que no podía salir porque tenía la coca tan a mano, que cuando algo me atormentaba, pues me metía una rayita para evitar comerme la cabeza y ya está, asunto arreglado. La vida junto a Fernando era fácil porque él me daba cuanto yo necesitaba: casa, comida, sexo y drogas.
»Por supuesto la coca no fue lo único que probé al lado de este hombre. Nos metíamos tripis en la disco, fumábamos crack para estar tirados en casa y llegó un momento en el que estábamos todo el puto día colocados. A ratos, yo era consciente de lo lamentable y patética que era mi vida, así que me propuse hacer algo, que tenía que irme de allí. Pero no era fácil y aunque intenté hacerlo muchas veces, siempre fracasaba.
»Fernando se fue un par de días de la ciudad porque tenía un “negocio” entre manos con el que, según él, íbamos a ganar mucho dinero. Yo le decía a todo que sí, para no discutir. Era perfectamente consciente de que se follaba a todo lo que se movía, a pesar del celo tan excesivo que tenía puesto sobre mí. Casi tuve que dejar el trabajo en el mundo de la noche, porque no soportaba que los tíos buenos se acercasen a la cabina a pedirme una canción cuando estaba pinchando, o que me mirasen cuando estaba bailando. Un día un chico se me acercó al podio donde yo estaba bailando y me dio un papel con su número de teléfono. Cuando acabé mi turno y me cambié de ropa, me salí a tomar el aire y fumarme un cigarro. En el callejón de al lado dos tíos estaban dándole una paliza. Fernando había enviado unos matones para dejar claro que yo era de su propiedad y que nadie podía ni debía acercarse a mí. A mí eso me asustó muchísimo, sobre todo porque al ver esa facilidad para enviar a alguien a ocuparse de otro, me hizo pensar que en cualquier momento, cuando yo empezase a estorbar, me los enviaría a mí. ¿Quién iba a preocuparse de un marica españolito si me ocurría algo? Probablemente la policía pensaría que era un ajuste de cuentas o algo así y cerrarían el caso… Empecé a tenerle miedo a Fernando. Mucho miedo. Tanto, que hacía cualquier cosa que me ordenaba, sin poner ninguna pega, por miedo a que pudiese hacerme algo. Ya había visto de lo que era capaz y no quería tener que presenciarlo de nuevo y mucho menos, experimentarlo en mi propia piel.
»Recuerdo que la noche que volvió, yo estaba durmiendo. Estaba desnudo, como siempre, porque no solíamos dormir con pijama y me despertó una lengua, deseosa de juerga, insertada en mi ojete. Cuando levanté la cabeza, tenía varias rayas hechas sobre mis cachetes y entre lengüetazo y lengüetazo, las esnifaba descontroladamente. Aquella comida de culo me empezó a poner muy cachondo, así que fui incorporándome hasta conseguir ponerme a cuatro patas, para facilitarle el trabajo. Sobre la mesilla, había un espejo con más droga, así que decidí darme un homenaje mientras me agasajaban con aquella degustación anal. Fernando me tapó los ojos con un pañuelo que no me permitía ver nada y poco después, sentí como una polla intentaba abrirse paso dentro de mí. Estaba realmente cachondo, pero aún así, aquel nabo era mucho más grueso de lo que mi culito estaba acostumbrado a tragar, así que me costó un poco. Con las manos me abría los cachetes para que pudiese entrar más fácilmente. Mientras lo hacía pensaba que Fernando se había puesto un cockring y por eso se le había puesto el rabo tan gordo. Una vez más, fruto de mi ingenuidad y mi inocencia, perdí la partida, porque cuando aquella polla entró hasta lo más profundo de mi alma otra empezó a abofetearme la cara. Al principio me asusté, pero el hecho de que un desconocido me estuviese follando y que yo ni siquiera pudiese saber quién era, hizo que me pusiese tan verraco que si no llego a controlarme, me habría corrido en ese mismo momento. Por el tamaño pude reconocer que la polla de Fernando era la que me estaba follando la garganta, pero la otra, aun hoy, no sé a quién pertenecía. Culeé con las mismas ganas que chupé el rabo que me invadía la boca y casi me rozaba en la campanilla. Mi nabo estaba muy duro, tanto que no paraba de chorrear. Mi culo sentía como entraba y salía aquella longaniza gigante que me estaba reventando y partiendo el ojete en dos, como más me gusta.
»Lo interesante y lo morboso de aquella situación era la mezcla de miedo y deseo que me provocaba. Estaba tan colocado que me encontraba a su entera disposición. Podían haber hecho conmigo lo que les hubiese dado la gana. Y eso era lo que me gustaba: que me estaban usando, casi humillando… Y a mí me excitaba. Lo espeluznante fue pensarlo cuando ya se me había pasado el calentón; entonces fue cuando me di cuenta de lo peligroso que era el juego al que estaba jugando.
»Fernando se salió de mi boca y se colocó debajo de mí. Me obligó a meterme otra raya y justo después de oír como ellos también esnifaban, sentí la presión de sus dos pollas contra mi ojete. Nunca jamás me había planteado la posibilidad que me entrasen dos pollas a la vez en el culo. ¡Por Dios bendito, tenía veinte años! Cuando sentí como aquellos rabos me invadían y cómo se restregaban uno contra el otro dentro de mí, creí morir de placer. Cuando se cansaron de follarme, se corrieron sobre mi espalda y hasta que pasó un rato y oí la puerta, Fernando no me dejó quitarme el pañuelo de los ojos.
»“Espero que te haya gustado el regalito que te he traído”, me dijo mientras me ofrecía el turulo para meterme otra raya que, por supuesto, yo me metí. Cuando fui al baño a ducharme y vi como me sangraba la nariz me asusté. Me asusté muchísimo y entonces pensé en mi padre, en mi familia, en mi colegio, en mis amigos… Había huido de ellos para convertirme en ese ser que se reflejaba en el espejo, delgado y demacrado, que no podía cortar la hemorragia nasal de ninguna forma. Bajo la ducha lloré y lloré. Nadie puede hacerse una idea de cuánto lloré. Nadie. Maldije y blasfemé todo cuanto pude, pero no me sirvió de nada, porque yo era el único que podía arreglar aquello. La droga estaba destrozando mi vida.
»Mientras el agua caía sobre mi espalda comencé a preguntarme qué habría ocurrido si alguno de ellos hubiese perdido el control, o si le hubiese dado por pegarme una paliza… No sabía quién era ese tío que había metido Fernando en mi cama. Igual era uno de esos yonquis que circulan por aquí y que estarían dispuestos a hacer cualquier cosa por un gramo de coca. Igual era uno que vete tú a saber si estaba o no sano y si me había contagiado alguna mierda. En ese momento, odié tanto a Fernando como lo quise y cuando cerré el grifo y salí de la ducha, lo hice con la firme convicción de marcharme de allí.
»No sé cuanto rato estuve en el baño, pero cuando salí, mi camello personal dormía profundamente así que metí en una maleta las cuatro cosas más importantes que necesitaba y me largué de allí. Le dejé las llaves encima de la mesa del salón. No dije adiós, ni dejé una nota, nada…
»Salí de allí sin rumbo fijo, sin nada que hacer, ni un sitio donde ir. Pero cuando el frescor de la noche me fue despejando la cabeza y cuando los efectos de la droga se fueron pasando, sentí que había actuado mal y decidí volver. Si volvía antes de que Fernando se despertase no habría problema, podría hablar con él, empezar de cero, comenzar de una forma diferente… Pero esa tarde el destino me tenía guardada otra sorpresa más: cuando me acerqué a mi barrio la zona estaba acordonada por la policía y dos tipos enormes sacaban a Fernando de nuestro edificio. Nuestras miradas se cruzaron un segundo y tal vez él pensó que yo lo había delatado, pero no fue así, yo era demasiado imbécil para hacerlo, por no mencionar lo encoñado que estaba con él.
»Con Fernando preso mi permanencia en Londres era un verdadero sinsentido, así que cogí un taxi y le pedí que me llevase al aeropuerto mientras miraba por la ventanilla y con lágrimas en los ojos me despedía de la ciudad que me había visto renacer, la ciudad que me había regalado una libertad que se me había quedado grande. Pasé la noche en el aeropuerto sin saber si volverme o no a España. A primera hora de la mañana compré un periódico y leyendo el artículo de la detención de Fernando donde contaban lo grave que era el asunto, me di cuenta de que además de haber aprendido mucho más inglés del que yo suponía, había llegado la hora de volver a España.
—Qué historia tan tremenda —le dije.
—Eres la primera persona a la que se la cuento tal y como fue.
—¿Estás seguro que quieres que aparezca en el libro? —pregunto.
—Sí, porque puede que haya alguien que, conociendo mis errores de juventud, no se deje embaucar de la misma forma que yo lo hice.
—¿Tuviste mono cuando volviste a España?
—No tuve mono por la droga, tal vez algo de angustia o nervios, pero no mono. Por la droga, no. El mono lo tuve por Fernando, porque durante mucho tiempo no pude sacarlo de mi cabeza. Lo veía en todas partes. Su rostro estaba en el de todo el mundo y más de una vez me desperté gritando a medianoche porque pensaba que había vuelto para vengarse.
—¿Qué habría pasado si no te llegas a marchar? —le interrogo curioso.
—Pues que probablemente habría ido a la cárcel con él. En el periódico decían que además de camello, Fernando era un matón.
—¿En serio?
—Sí.
—Joder, pues fuiste muy valiente al dejarlo.
—Sí, eso creo.
—¿Cuando volviste a tomar drogas?
—Estuve mucho tiempo sin hacerlo porque me daba mucho miedo. Cuando conseguí superar todo el miedo de las pesadillas y empecé a hacer porno volví a verme tentado por alguna rayita de vez en cuando pero, ya te digo, nada serio. Todo muy ocasional. Por eso quiero que te quede claro que aunque esté en el hospital por un tema de drogas, yo no soy un yonqui ni un toxicómano ni nada por el estilo. Las cosas hay que naturalizarlas y llamarlas por su nombre. Una vez que todo se desmitifica y superas los tabúes, es mucho más fácil controlar eso que llamamos «prohibido». Pero te repito que no estoy haciendo ningún tipo de apología de las drogas. Bastantes problemas me trajeron en su momento. Mira donde me podían haber llevado.
—Me parece una postura muy coherente —le digo admirado y casi sintiéndome orgulloso de que fuese lo suficientemente listo como para poder salir de un mundo que no trae nada bueno.
—Sí, pero ahora ve a buscarme esa maldita pastilla, que me sigue doliendo mucho la cabeza.