Comienzan los secretos

El sonido del móvil me saca de mi letargo. Miro el reloj de la mesilla y enfadado, me pregunto quién puede llamarme a las ocho menos cuarto de la mañana. Al otro lado de la línea está Martín para indicarme que ha habido cambio de planes en la agenda.

—El show de esta noche pasa a mañana —me dice.

—¿Y eso?

—Porque esta noche tenemos una fiesta de un canal de televisión.

—¿Tenemos? —pregunto.

—Sí, tú tienes que venir.

—¿Y no podemos hablar de esto un poco más tarde? Mira qué hora es.

—No, imposible. Yo salgo en diez minutos para un rodaje.

—Pero eso no estaba en la agenda que me diste —le recrimino.

—Lo sé.

—¿Y no te parece que es mucho más interesante que te acompañe a eso que a la fiesta? A mí al menos me parece más productivo para el libro.

—Sí, puede que tengas razón —me contesta pensativo—. Paso a recogerte en veinte minutos.

—Que sean treinta. Déjame al menos darme una ducha para despejarme.

Doy un salto de la cama y me voy directo a la ducha. Hace un día bastante bueno, así que me ducho con agua casi fría, que dicen que es muy buena para la circulación. Me miro al espejo y tengo unas ojeras imposibles. No estoy acostumbrado a llevar esta vida de estrella y no sé cuánto más aguantaré. Me pongo ropa cómoda, cojo mi cuaderno para tomar notas y bajo corriendo escaleras abajo. Nunca he visto como se graba una peli porno y puede que tenga su morbo. Un coche oscuro me recoge y dentro, además del chófer, está Martín que lleva unas gafas de sol enormes que le tapan media cara.

Doy los buenos días a ambos y le pregunto cómo se encuentra. La enorme resaca y la falta de sueño son las culpables de aquella mala cara.

—Espero que no te molestase lo que ocurrió anoche en mi casa —me comenta sin mirarme a la cara.

—¿Molestarme? ¿A mí? No entiendo por qué —le contesto haciendo como que estoy apuntando cosas. El ambiente está enrarecido. Ninguno nos miramos a la cara, es como si nos diese vergüenza.

—Como no participaste… —respondió.

—Vaya, no sabía que quisieseis que participase —le contesto con un subidón de ego y bastante asombrado.

—A los chicos les extrañó.

—Estaba intentando oír lo que decían en el programa, que al fin y al cabo era para lo que me habías hecho ir tan urgentemente.

—¿Lo viste? —pregunta curioso.

—Está comprobado que alguien tiene que hacer el trabajo sucio —le contesto con una sonrisa de reproche en los labios.

—Bueno, para eso te pago —contesta con un desdén cargado de superioridad.

—Claro señor, yo soy su esclavo.

—Khaló, no seas susceptible. Sabes que no quería ofenderte. Y volviendo al tema importante, ¿qué es eso tan malo que dijeron?

—Pues primero dijeron que te habías operado la nariz, los pómulos, la barbilla…

—Se les olvidó mencionar los párpados.

—¿Qué? ¿Entonces es cierto? —pregunto anonadado.

—Sí, me he hecho unos pequeños retoques, pero no creo que sea nada malo. Hoy en día la cirugía está al alcance de todo el mundo.

—Ya veo… —contesto algo cortado.

—¿Qué ocurre?

—Pues que yo había preparado este comunicado para enviarlo a todas las televisiones para desmentir la noticia.

—Déjame ver —dice curioso mientras lee en voz alta—. No sirve.

—Sí, ahora me doy cuenta.

—Antes de hacer nada, es mejor que me lo consultes. No quiero verme en más problemas de este tipo.

—¿Entonces lo del señor mayor que salió en el polígrafo diciendo que te había pagado para que follaras con él?

—Tendría que ver al señor, pero probablemente también sea cierto. Ya te dije que yo en esta vida he hecho casi de todo.

—Me sorprendes.

—¿Por?

—Porque hablas de todos los temas con una naturalidad que me asombra —le respondo.

—Lo que me sorprende a mí es que tú, siendo el escritor erótico más conocido, seas en el fondo tan puritano —me dice entre risas.

—El otro día no me contestaste a una pregunta.

—¿Qué pregunta? —me interroga Martín.

—Si todavía te prostituyes.

—Pues oficialmente no. Pero si mañana aparece un caballero que me paga una cantidad que yo creo razonable, seguramente lo haré —me explica.

—¿Cuánto es una cantidad razonable?

—Señor Alí. ¿No le han enseñado que hablar de dinero es de mala educación? —pregunta irónico Martín.

—Sí, pero imagino que también lo es dejar intacta una cena que me ha costado preparar —le repito sintiéndome atacado y como intentado defenderme.

—No se lo tengas en cuenta a los chicos, ellos sólo comen arroz hervido y pollo.

—¿Y eso?

—Es la dieta de los gimnasios, así subes en volumen.

—Nunca te he visto comer eso —le reprocho.

—Porque yo a veces tiro de esteroides.

—Quién me mandará preguntar —le digo sorprendido por su sinceridad una vez más.

—Ahora vamos a trabajar un poco. Voy a contarte algo que me pasó en una de mis operaciones y que puede que quede muy bien en ese libro que estás escribiendo.

—Soy todo oídos.

—Para que entiendas un poco lo que ocurrió, primero debo explicarte que me encontraba ingresado en una clínica de cirugía estética. Lógicamente, no te diré cual para evitarnos problemas. Era mi primera operación de párpados…

—¿Primera? —le pregunto angustiado— ¿Cuántas te has hecho?

—¿Vas a callarte de una puta vez?

—Sí, perdona. Vamos a lo importante.

—No sé si has oído alguna vez eso que dicen de que cuando te falta un sentido los demás se te agudizan. Tengo que decirte que es cierto, doy fe. Cuando me operaron de los párpados tuve que estar algunos días con un vendaje en los ojos que me impedía ver nada. Me pasaba las horas sentado en una camilla, con el ruido de la tele de fondo y el trinar de los pajarillos que se oía desde mi habitación. Nadie me hacía compañía porque a nadie dije que iba a pasar por quirófano; quería comprobar si mis amigos, al volver a verme, se daban cuenta del pequeño retoque que me había regalado a mí mismo.

»Por aquel entonces yo ya hacía porno. No estaba empezando, pero tampoco era tan conocido como lo soy ahora. Había trabajado con Chichi LaRue y con alguna casa más, pero ya te digo que todavía no era tan popular. Todos los días pasaba a verme el médico, para ver cómo iba el postoperatorio y durante el resto del día, me cuidaba un enfermero, al que llamaremos Agustín, por ejemplo, que tenía la voz más masculina y viril que he oído en mi vida.

»Cuando eres ciego temporalmente y estás desprovisto de visión, que como sabes es el sentido que más utilizamos los hombres para excitarnos, cualquier cosa te sirve para suplir esa falta. A mí la voz de aquel hombre me ponía tan burro como si estuviese viendo un enorme rabo lleno de venas. No podía evitarlo, desprendía una sensualidad… Su olor también era fantástico. Recuerdo que olía siempre muy fresquito, como a colonia de bebé o algo así y a mí me encantaba. Cuando sus manos me rozaban para cambiarme los vendajes, podía sentir lo suaves que eran e inmediatamente, imaginaba esos dedos largos y gruesos hundidos en mi culo. Yo tocaba su cara (“me gustaría saber como eres”, le decía) y con la excusa de la curiosidad, lo sobaba todo cuanto podía. Yo no sabía si ese enfermero era marica o no, aunque algo en mi interior, además de desearlo, lo intuía. Así que un día, decidí entrar en acción.

—¿Qué hiciste? —le pregunto con los ojos abiertos como platos mientras voy escribiendo todo lo que sale de su boca, sin tan siquiera mirar el cuaderno.

—Le pedí que me ayudase a levantarme de la cama. Dije que quería asomarme a la ventana para respirar un poco de aire, que quería sentir los rayos del sol en mi cara. El bueno de él accedió de inmediato y cuando fue a ayudarme, me agarré muy fuerte a su torso. Restregué su cuerpo contra el mío de una forma bastante descarada y pude sentir que al igual que mi rabo, que bailaba al son que más le gustaba bajo un camisón muy fino de una tela que parecía papel, el suyo empezaba a ponerse morcillón bajo su uniforme. «Esta es la mía», pensé, y fingiendo un tropiezo puse mi mano justo en su aparato, que había llegado a todo su esplendor. A partir de ahí fue todo rodado porque primero la tuve en mi boca. No te imaginas la alegría que da comerte esa pedazo de polla justo en un hospital donde la comida es tan insípida e insulsa. Fue como poner un punto de color en mi dieta. Aquel hijo de puta tenía una polla tremendamente gorda, con unas venas gigantescas, sobre toda una, que recorría todo su miembro. El vello púbico lo tenía muy largo y aunque normalmente es algo que no me gusta recuerdo que en ese momento me dio bastante morbo. Su glande olía a sudor, a pis, a excitación, a sexo… Aquella situación me puso tan caliente, que no me hubiese importado que me hubiese meado allí mismo. Uf, sólo de pensarlo se me pone morcillona.

—Joder… —le digo.

—Mira toca —me dice cogiendo mi mano y poniéndola sobre su polla que más que morcillona parece un chorizo de cantimpalo de lo dura que se ha puesto. Yo la retiro rápidamente al sentir aquella dureza.

—El caso es que se la seguí chupando con toda la fuerza y las ganas que pude. Aceleraba el ritmo y me la metía entera, hasta la campanilla y cuando sentía que sus huevos se retraían para correrse, bajaba la velocidad y la intensidad de las caricias. Lo tuve así un buen rato. Con la punta de mi lengua, abría el agujero por donde meaba, y por el que salía un líquido pre-seminal abundante y muy sabroso. Cuando llevaba un buen rato mamándosela, me dijo que no podía más y cuando yo pensaba que se iba a correr, lo que hizo fue empujarme contra la cama, arrancarme el dichoso camisón de papel y sentarse encima de mi polla. Sin lubricante y sin nada, pero el muy cabrón estaba tan caliente que la polla le entró sin problemas. Normalmente soy pasivo, disfruto mucho siendo pasivo, pero cuando me encuentro a otro pasivo tan cerdo como yo, me pongo muy cachondo. Sentir como mi polla le rompía el esfínter y como él se iba sentando en ella hasta que los cojones hicieron de tope, me puso muy cachondo. Agustín empezó a botar encima de mi nabo y podía sentir como cada vez que se clavaba, hacía un movimiento de caderas para sentir todo lo dentro que la tenía. La presión que hacían en mis huevos aquellas sentadillas me estaban llevando al éxtasis. Además sentía como su polla al subir y bajar sobre la mía, golpeaba mi abdomen y mi pubis y aquellos pollazos en el torso, estaban provocando que mi leche no tardase en salir disparada. Después de estar un buen rato follándome, le avisé de que iba a correrme, entonces se levantó y se volvió a clavar pero más fuerte. Mi lefa salió a borbotones. No sé cuantos chorros salieron, pero yo la noté espesa y abundante; llevaba sin eyacular desde que entré en la clínica. El enfermero seguía culeando gritando lo mucho que le gustaba sentir como lo estaba llenando por dentro. Sus gritos se convirtieron en gemidos y un enorme chorro de lefa me cayó sobre los labios. Estaba caliente, muy caliente. Por inercia abrí la boca, por si podía recoger alguno más, pero el segundo lo sentí en el pecho, cerca del pezón izquierdo y el tercero en el ombligo. Mientras se estaba corriendo, el cabrón apretaba el culo tan fuerte, que casi pensé que me iba a reventar el rabo.

—¿Y luego que pasó? —le pregunto mientras intento esconder mi enorme erección bajo el cuaderno de notas.

—Me limpió y me dio un camisón nuevo. Luego me dijo que probablemente al día siguiente me retirarían las vendas algunas horas, para que me fuese acostumbrando de nuevo.

—¿Y volvisteis a follar?

—No. Y además, cuando pude verlo, resultó que no era mi tipo para nada.

—¿Y qué hiciste?

—Pues recordar para siempre uno de los polvos más morbosos que he echado en mi vida, porque aunque el tipo no fuese muy guapo, el momento, la situación, su voz, su polla… todo eso fue lo que me sedujo de él.

—Es increíble. Es una buena historia, muy morbosa. Yo creo que esto en el libro va a quedar fenomenal.

—Sí, pero lo mejor no fue eso.

—¿Entonces?

—Cómo era una clínica privada bastante lujosa, cuando te daban el alta, todo el equipo médico y los enfermeros que te habían atendido iban a tu habitación a despedirte.

—¿Y qué tiene eso de especial? —pregunto sin entender nada.

—Pues que cuando me despedí de él, al estrecharme la mano me dijo: «Ha sido un placer, señor Mazza» y me guiñó un ojo.

Yo lo miro atónito pero sin entender que tiene eso de especial.

—Khaló, ¿no lo entiendes? Martín Mazza es mi nombre artístico, no es el real. No es el nombre con el que me había inscrito en la clínica, lo que ocurre es que el enfermero me había reconocido de alguna película que había visto.

—Joder, qué cabrón… Ahora lo entiendo.

—Sí. Y suerte que yo ahora tengo que rodar una escena porno, porque si no, no sé como bajaría esto —dice mientras se sujeta la polla, que se intuye bajo la tela, empalmadísima.

—Pues sí, menos mal —le respondo.

—Lo que más curiosidad me genera es saber que vas a hacer tú para bajar la tuya —me dice con una sonrisa maliciosa en la cara haciéndome entender que por mucho que intente taparme con el cuaderno, el muy cabrón se ha dado cuenta que yo también estoy muy empalmado.