Una fiesta improvisada

Cuando salgo a la calle estoy tan furioso que sería capaz de romper cualquier cosa. ¿Cómo se puede ser tan gilipollas? ¿Cómo el hecho de que alguien haga porno puede afectarles tanto a los demás? Ni que por hacer porno fuese a follarse todo lo que se mueve… Voy rumbo a casa, con un mosqueo de mil demonios, el culo hecho trizas y unos rugidos que me salen del estómago que indican el hambre que tengo. No he comido nada en todo el día. Me compro algo en un sitio de comida rápida y mientras me lo estoy comiendo, leyendo un periódico que alguien se ha dejado olvidado en la mesa, recibo un mensaje de Martín diciéndome que tiene que hablar urgentemente conmigo y que me pase por su casa.

El día ya ha sido suficientemente duro para mí como para que me tenga reservada una sorpresa más. Aun así, saco fuerzas de flaqueza de donde puedo, me termino la hamburguesa, recojo la mesa y pongo rumbo a esa casa cuyo ascensor sube hasta el mismo salón. Aunque en metro sólo son un par de paradas, decido ir andando para despejarme un poco. Cuando llego, Martín está sentado delante del ordenador muy angustiado porque ha recibido una llamada de un tío con el que follaba hace unos meses, que trabaja en el programa al que él tenía que ir esa noche como invitado especial, y le ha dicho que van a sacar unas imágenes que no le favorecen nada. En cualquier otro caso, cualquiera pensaría que lo han pillado desnudo, o follando con otro o cualquier cosa así, pero siendo Martín un actor porno eso o es precisamente lo que menos le preocuparía. Así que la preocupación es doble porque no sabe por qué tiene que preocuparse.

—Ya verás cómo no es nada —le digo para intentar tranquilizarlo.

—Más te vale, porque te recuerdo que tú serás el único culpable.

—¿Tienes algo para comer en este palacio? —pregunto.

—¿Me estás oyendo?

—Sí, pero tengo hambre. Ya sé que he metido la pata, pero te repito que lo único que quería era defenderte y ayudarte. No sabía que iba a pasar todo esto.

—En la cocina.

—¿Qué?

—La comida. Está en la cocina. La tercera habitación a la derecha después de cruzar el pasillo.

Me adentro por aquel laberinto de muebles que son verdaderas antigüedades y observo cualquier mínimo detalle que pueda servirme para obtener cualquier tipo de información que pueda ayudarme con el libro. La cocina es enorme, con pocos muebles. Quizá no sean pocos muebles sino que sólo lo parezca por el tamaño de la habitación.

Abro el frigorífico, que es un combi de esos de dos puertas, y miro que hay dentro. He visto supermercados con menos comida de la que este hombre guarda ahí dentro. Me pregunto si no se le pone mala viviendo aquí él solo.

—He decidido que voy a hacer una fiesta —me dice Martín que aparece de improviso en la cocina.

—¿Hoy? ¿Ahora? Tú estás mal de la cabeza.

—Sí, llamaré a unos amigos y nos reuniremos aquí para ver todos juntos el programa y así nos reímos un rato. Seguro que si estoy con ellos es más fácil pasar el mal trago.

—Tiene sentido —le respondo.

—¿Sabes cocinar? —me interroga.

—No soy un manitas, pero me defiendo.

—Pues ayúdame a preparar algo decente que dar de cenar a estos cabrones.

Nos ponemos manos a la obra y no tardan en empezar a llegar los invitados. Es increíble como todos los amigos de Martín están cortados por el mismo patrón, al menos físicamente. No se puede decir que haya ninguno feo, o canijo, o gordo. Todos poseen un fabuloso cuerpo de gimnasio, van vestidos y peinados a la última y muchos de ellos, al igual que él, también son actores. Me presenta a más de veinte personas pero, como siempre, no me quedo con los nombres. Las caras nunca se me olvidan, pero con los nombres tengo un verdadero problema. Nunca los recuerdo.

La fiesta es un verdadero despropósito porque la comida apenas se toca, pero de alcohol hay barra libre. Apenas pinchan un par de veces la ensalada, y el resto de cosas se queda allí, presenciando la reunión de amigos.

Cuando se acaban las cervezas, pasamos al ron, y luego a la ginebra y cuando también se acaba, pasamos al güisqui. Yo hago como que bebo para que ellos no se sientan cohibidos, pero en realidad vacío mi copa en las macetas para no emborracharme y poder así estar bien despierto para poder tomar notas para el libro. Los únicos que se dan cuenta de mi trampa, son los dos perrillos que tiene Martín, pero afortunadamente no hablan.

Esta es, probablemente la única posibilidad de ver a Martín Mazza en su verdadero ambiente, junto con sus amigos y a su aire, haciendo y diciendo las cosas que normalmente dice y hace, lo que viene a significar Martín Mazza en estado puro.

Todo el rato hablan de lo bueno que está Fulanito del gimnasio y que Menganito se la ha chupado a Futanito en la sauna y luego han hecho un trío con Morenito. Por supuesto yo no me entero de nada, pero lo apunto todo. Ya me preocuparé luego en casa de ordenar un poco las notas e intentar sacarle algo de provecho a toda esta conversación.

El alcohol provoca una increíble exaltación de la amistad y después de repetirme varios de los que me han conocido esta misma noche lo buena gente que soy y cuanto me quieren, deciden que esto ya no es suficiente, así que directamente pasan a mayores: la coca hace acto de presencia. No sé quien lo propone, ni quien la ha traído, pero en menos que canta un gallo, hay un montón de rayas preparadas encima de la caja de un CD que va pasando de mano en mano. Casi todos los integrantes de aquel grupo de musculosos, incluido Martín, aspiran por la nariz un poco de ese polvo blanco que les otorga muchas más ganas de juerga de la que ya, por lo visto, han traído de casa. Los más tímidos, que no están dispuestos a drogarse allí, delante de todos, hacen excursiones al baño en pequeños grupos. Van dos, luego tres, pero cuantas más veces lo visitan, más contentos salen. Por un momento pienso que en el retrete hay una fiesta paralela.

Martín sugiere que se metan todos en el jacuzzi. Así que dicho y hecho. Pronto la casa se convierte en un armario saqueado puesto que hay ropa por todas partes. La mayoría se desnuda completamente para meterse en el agua y los que se quedan en calzoncillos pronto los acaban perdiendo, porque los otros se los quitan. Hay un momento en el que me habría encantado tener una cámara de video para grabar todo aquello. Están tan metidos en lo suyo que pronto hacen caso omiso de mi presencia, y yo, cuaderno en mano, me siento como Félix Rodríguez de la Fuente estudiando a una de sus especies favoritas.

Estoy en la casa de un actor porno, rodeado de unos cuerpazos de infarto que se desnudan a toda velocidad para meterse en el agua junto a los demás, pero lo curioso de la escena es que a pesar del colocón y de la prisa que llevan por deshacerse de la ropa, no pierden la sensualidad a la hora de quitársela. Eso o que yo que soy el que menos ha bebido y por supuesto, el que seguro que no se ha metido nada, y estoy pillando un calentón de mil demonios a base de ver rabos, culos y tetas de los mejores actores porno del momento.

La fiesta se descontrola bastante. Martín lleva en la cabeza los calzoncillos de no sé quién. Uno empieza a comerle la boca a otro y el otro al de la moto, así que desde el sofá, cuaderno en mano, presencio aquella orgía en la que por supuesto habría participado de no ser porque todavía tengo el culo en carne viva por culpa de Fran y porque, al fin y al cabo, yo estoy aquí porque Martín me ha llamado preocupado. He venido un poco para consolarlo, pero ahora se está consolando él mismo con sus amiguitos y de qué forma, porque lo que está haciendo con ese rabo no es ni medio normal. Está claro que yo no pertenezco a su círculo ni soy uno de ellos. Yo soy a quien ha pagado para que escriba el libro, nada más, así que será mejor que me limite a realizar mi cometido.

El programa hace especial hincapié en todas las operaciones que se ha hecho Martín: que si nariz, que si pómulos, que si labios… Hay que reconocer que el ensañamiento es brutal e innecesario. Él en ese momento tiene dos pollas en la boca, así que tampoco me molesto en incordiarlo porque pienso que se lo debe estar pasando muy bien y no quiero cortarle el rollo. El salón es un mar de gemidos que chapotean amontonados en un jacuzzi mientras yo, pegado a la tele, intento escuchar lo que dicen. Y lo apunto todo, lo que veo y lo que oigo, porque todo es información.

Más tarde sacan a un señor mayor en la tele y le hacen la prueba del polígrafo. El resultado, que tiene toda la pinta de estar amañado, dice que ese hombre ha pagado a Martín Mazza por acostarse con él. Tampoco me parece nada tan escandaloso. Al fin y al cabo, esa misma mañana me ha admitido que se había prostituido alguna vez. Una salpicadura blanca sobre la tele me hace volver a la realidad de aquella sala porque mientras yo estoy absorto en un programa de lo más freak, a mi alrededor veinte maromos como veinte armarios se dan por culo unos a otros. Gimen tan fuerte que yo estoy agachado al lado de la tele para poder oír. Los vecinos de al lado deben pensar que hay una matanza o algo en esta casa, aunque conociendo a Martín y la forma tan natural en la que todo ha salido rodado, estoy seguro que esto no es la primera vez que pasa. Como me gustaría que esas paredes y esos muebles, que me observan desde la serenidad que da el paso del tiempo, pudiesen hablar para contarme realmente todo lo que saben. De ahí sí que saldría un buen libro.

Cuando el programa acaba, apago la tele y vuelvo a mirar hacia la orgía. Las dos pollas que antes se estaba comiendo Martín, ahora se lo están follando a la vez. Sonrío y pienso que probablemente esa imagen en televisión sí que sería escandalosa.

Cojo mi cuaderno y me voy sin decir nada. No quiero interrumpir la fiesta y de todos modos, tampoco siento que me vayan a echar de menos.