Noel cerró la puerta del maletero con un golpe seco y firme. Al fin lo tenía todo. Después se montó en el coche, arrancó y transitó por las calles de la ciudad con absoluta calma, ajeno por completo a la agresividad que lucían algunos de los conductores que circulaban a su alrededor.
Antes de recalar en la tienda había desayunado con Leo en una cafetería cercana a la consulta. Todo parecía haber vuelto a la normalidad tras la muerte de Antonio Saladro —a efectos legales, Gabriel Morthe—, pero aún recordaba el intenso frío que se había adueñado de él esa noche, un frío que todavía no le había abandonado; aquellas esfinges paralizándolo con su vacía mirada y el rostro de Leo desencajado por el horror cuando descubrió que aquel hombre no era en realidad Rogelio Bao.
Aquellas imágenes aparecieron como una ensoñación, como un invitado inesperado a la hora de cenar. Entonces supo que él la había engañado y que Leo no estaba fuera de la ciudad como suponía. Aún le turbaba la facilidad con la que había logrado acceder a su mente, casi sin proponérselo. Sólo tuvo que relajarse y poco a poco fueron floreciendo los pequeños detalles que lo condujeron al parque. Ni siquiera era la primera vez que veía ese lugar en sus visiones. Saladro solía ir allí con frecuencia. No le fue difícil dar con él.
En cambio, los recuerdos posteriores a su llegada al recinto se habían diluido haciéndose cada vez más difusos. Sólo eran pequeños flases confusos e inconexos. Se veía a sí mismo con la piedra en la mano a punto de golpear el cráneo de Antonio Saladro, dudando si sería capaz de hacerlo y, al mismo tiempo, asustado por si no conseguía desarrollar la fuerza necesaria para partirle la cabeza. Una cosa era cascar una nuez y otra muy diferente abatir un cráneo humano. Cuando esos recuerdos se agolpaban de nuevo en su cabeza regresaba aquel desagradable temblor y el aguijón del miedo.
Pero lo hizo. Y ahora él estaba muerto. Y no sentía arrepentimiento por ello. Volvería a actuar de igual modo si fuera necesario, si era necesario.
También recordaba con una creciente sensación de irrealidad la llegada de la policía y el traslado de ambos al hospital. Allí habían atendido a Leo de las contusiones y los arañazos que se había producido durante la huida, y a él —según le contaron— del estado de shock en el que se hallaba sumido. Recordaba cómo Leo, despreocupándose de sí misma, le sostenía la mano y le susurraba palabras reconfortantes al oído. Palabras que no recordaba con exactitud, pero que le alentaban en esos terribles instantes.
Rememoraba las interminables tandas de preguntas que se desencadenaron una vez que se repuso y las explicaciones que dio —que ambos dieron— para justificar la muerte de Gabriel Morthe. Noel era perfectamente consciente de que no habían dicho toda la verdad, ambos lo eran. Como bien había comentado Saladro, nadie en su sano juicio les habría creído. Se limitaron a explicar su presencia en el parque esa noche y cómo Noel había actuado guiado por el deseo de salvarle la vida a la mujer que amaba. Maquillaron los hechos y las cosas no salieron mal. A fin de cuentas, no tenía antecedentes y el muerto había resultado ser un peligroso criminal. «Todo en orden», les dijo paradójicamente el juez. «Pueden marcharse hasta nuevo aviso».
Sin embargo, no era cierto. No todo estaba en orden. Había algo que lo corroía desde aquella noche y que volvía a resurgir cada vez que se observaba en un espejo, como acababa de ocurrir al mirar por el retrovisor para comprobar si había coches detrás antes de incorporarse a la carretera. Ahí continuaba ese extraño brillo en sus ojos, un brillo desconocido, turbador y familiar al mismo tiempo.
Desde entonces no había pasado una sola noche en la que no abriera aquel libro que había escondido detrás de otros en el que se narraban las andanzas de La Poderosa en la tierra de los faraones. ¿Quién era esa persona que sonreía al evocar viejas correrías en El Cairo si él no había pisado jamás Egipto? ¿Quién se congratuló tanto cuando ese gato se coló en el salón de su casa? Saladro estaba muerto. Debería haber desaparecido. Pero de algún modo seguía allí, compartiendo su cuerpo y su mente.
«Al final sólo puede quedar uno», le había revelado Saladro a Leo. Ella no la había entendido, pero Noel había empezado a comprender el significado de aquella enigmática sentencia.
«Y uno es lo que queda», se dijo.
Pero ¿quién? ¿Cuál de los dos?
Noel abandonó la carretera y tomó el desvío de siempre. Ya casi había llegado. Poco después aparcó el coche frente a la casa. Dentro no había nadie. Ni siquiera Anita, a la que había dado el día libre. Porque nadie debía sospechar lo que iba a hacer, especialmente Leo, a la que le había mentido cuando le dijo que hoy comería con sus tíos.
Descendió del coche, abrió el maletero y extrajo una caja y una bolsa con las compras que acababa de efectuar. Después, se dirigió a la caseta del jardinero. Era de madera y estaba bien conservada. Al abrir la puerta le recibió una agradable mezcla de olor a flores y tierra mojada. Había una luz envidiable para practicar la jardinería, pero él había venido a otra cosa. Una vez dentro despejó la mesa en la que reposaban los utensilios que a diario empleaba el jardinero para desarrollar su labor y colocó los suyos.
Entonces lo vio aparecer. Ahí estaba otra vez ese maldito gato negro, justo en el umbral de la puerta. Corrió para evitar que se colara y trató de cerrarla, pero el felino fue mucho más hábil y cuando quiso reaccionar ya estaba dentro. Maulló en actitud de reproche y de un salto se encaramó sobre la mesa para ver qué se cocía. Noel lo apartó de allí con brusquedad. No estaba dispuesto a permitir que ese bicho le estropeara su plan.
Se suponía que Saladro debería de estar en el infierno o donde diablos fuera que a las personas como él les correspondiera estar, pero había una pequeña parte que aún permanecía en su interior y que cada día que pasaba se hacía más fuerte y conquistaba palmos de su alma. Había que atajar el mal antes de que él consiguiera obnubilar su mente.
Ignorando la presencia del gato, que le miraba desde una esquina sin atreverse a acercarse después del manotazo recibido, extrajo su móvil del bolsillo y efectuó una corta llamada al servicio de emergencias para solicitar la presencia de una ambulancia. Habló con calma y explicó con claridad lo que había pasado.
A partir de ese instante el tiempo correría más deprisa —o ése era al menos su deseo—, aunque sospechaba que aquellos minutos se volverían eternos. Luego extrajo de la bolsa las cuerdas, la cinta de embalar y las tijeras. Abrió la caja y desempaquetó la reluciente sierra circular que, sin embargo, había probado concienzudamente en la tienda con la ayuda de un vendedor, la más ligera que existía en el mercado, pero cuya potencia no desmerecía a otras mucho más voluminosas. Aquélla le permitiría cortar imprimiendo gran fuerza y precisión sólo con presionar un interruptor.
Con toda la frialdad de la que fue capaz —no mucha dadas las circunstancias— se quitó la cazadora de ante y la arrojó a un rincón. También se deshizo del jersey negro de cuello vuelto hasta quedarse desnudo de cintura para arriba. Para entonces, pese al frío reinante en el cobertizo, el sudor había comenzado a resbalar por su frente como una fina película transparente y no tardó en apoderarse del resto de su cuerpo. Una vez más, la tensión y la angustia que lo embargaban sólo podían compararse con la que sintió al conocer la noticia de la muerte de sus padres y la pequeña Sandra.
«Sé que vosotros me comprendéis», se dijo para infundirse valor.
Rápidamente volvió a centrarse en la tarea que debía realizar. Tenía que darse prisa, no podía perder el tiempo en divagaciones. La ambulancia llegaría muy pronto.
Cogió las cuerdas y con la mano izquierda, la suya, se ató a la mesa firmemente el brazo del otro por dos sitios. Aquel soporte no podría haber sido más adecuado. Tenía en los bordes varios agujeros que el jardinero utilizaba para colocar tiestos con plantas que, irónicamente, luego trasplantaba a otros más grandes. Cuando acabó, aseguró los amarres con la cinta. Aquella operación le llevó un buen rato y le sirvió para verificar algo que ya sabía, que no era tan sencillo hacer según qué cosas con una sola mano.
Entre tanto, el gato había vuelto a subirse a la mesa y le observaba en silencio acercándose cada vez más a Noel. Sin embargo, cuando oyó el rugido de la sierra retrocedió asustado y lo hizo aún más cuando Noel blandió la sierra hacia él en actitud amenazante.
Al sentir la potencia de aquella herramienta cerca de su carne, convertida ahora en poderosa arma, Noel estuvo a punto de flaquear, de mandarlo todo al garete. La mano que sujetaba la sierra comenzó a temblar y pensó que simplemente iba a desplomarse, pero soportó el tormento sólo por Leo y sus tíos.
«Vamos, vamos, no lo pienses. Hazlo de una vez».
Habría cerrado los ojos si hubiera podido permitirse ese lujo, pero si lo hacía quizá cometería una carnicería aún mayor de la que se proponía.
Afuera del cobertizo se escucharon voces. Eran las de los servicios sanitarios a los que él mismo había avisado.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí! —gritó hasta desgañifarse.
Acercó la sierra al brazo con decisión y lo siguiente que se escuchó fue un aullido de dolor.
Cuando aquellos hombres entraron en el cobertizo no dieron crédito al espectáculo que se mostraba ante sus ojos. En sus largos años de profesión han visto casi de todo. Menos eso. Noel aún estaba consciente. Su cuerpo y su cara estaban cubiertos de salpicaduras de sangre. Su sangre. La sierra estaba en el suelo, aún en marcha. La mano colgaba de la mesa, prisionera de las cuerdas, mientras Noel la miraba con fijeza.
—Un torniquete. ¡Rápido! —gritó alguien.
Mientras uno de los médicos se lo practicaba, otro se acercó para liberarlo de la cuerda que aún sujetaba su brazo a la mesa.
—Pero ¿por qué ha hecho esto? —le preguntó con la cara desencajada.
Noel no respondió. Estaba demasiado mareado para hacerlo, pero todavía le quedaron fuerzas para esbozar una sonrisa mientras contemplaba cómo Apofis se marchaba del cobertizo por una de las ventanas. Jamás volvió a verlo.