Capítulo 48

A medida que pasaba el tiempo, la angustia y la desesperación se adueñaban de mi espíritu. No en vano tenía la convicción de que Saladro iba a matarme, igual que había hecho con el resto. Con suerte, acabaría tendida en el suelo con el cuello rajado y una nota de ofrenda a la diosa leona junto al pecho. Eso suponiendo que no se le ocurriera violarme antes, lo cual, después de oír sus palabras, no podía descartar del todo. Ya imaginaba la cara de Care Ramos cuando tuviera que cubrir el suceso.

El único consuelo que me quedaba era saber que al menos Noel estaba vivo. Sólo por mi familia y él luchaba aún contra un destino aterrador. Debía escapar de aquel parque como fuera, pero no veía la ocasión ni la forma de hacerlo. Él continuaba teniendo la navaja en la mano muy cerca de mi vientre. Sin embargo, no todo estaba perdido. Mientras siguiera con su monólogo —y no parecía dispuesto a detenerse— existía una pequeña posibilidad de distraerle y huir. Había descubierto que cuanto más inmóvil permanecía, más se relajaba, así que opté por quedarme estática, como las esfinges que nos vigilaban en la oscuridad, mientras él continuaba desgranando su increíble historia.

—Aquella noche Sekhmet me reprobó mi egoísmo —prosiguió Saladro—. Me dijo que era un ingrato y que no seguiría ayudándome a menos que cambiara de actitud. Entonces reparé en mi deplorable comportamiento y me dirigí a ella con humildad para preguntarle qué podía hacer para enmendar mi error y complacerla.

—No, si ahora va a resultar que es usted una hermanita de la caridad —dije con sarcasmo.

—Una hermanita de la caridad, no. Un elegido. Ella me había escogido por un motivo, que yo ignoraba por aquel entonces. La Poderosa me prometió salud a cambio de sumisión y absoluta devoción. Y acepté el trato. No tenía nada que perder. Puede creerlo o no, pero la realidad es que durante años me mantuvo a salvo de la enfermedad. Me concedió un tiempo extra que los médicos calificaron de «milagro». Ni siquiera contraje un simple resfriado, cuando debería haber muerto hacía tiempo. Me dijo que me preparara, que leyera sobre ella y su cultura y que cuando llegara el momento de actuar me avisaría. Y lo hice. Poco a poco me fui apasionando por el Antiguo Egipto, hasta que, a petición suya, viajé al País del Nilo. Allí, mi señora por fin me reveló mi misión. Quería una ofrenda de sangre. Un niño, un inocente, y yo la correspondí. Así comenzó todo.

—Y se ha dedicado a matar a personas amparado sólo en ese burdo pretexto.

—¡Ella exigía tributos! —gritó alterado.

Estaba claro que no le gustaba que le llevaran la contraria. No debía enfurecerlo, eso podría ser aún más peligroso.

—¿Y por qué eligió a Madame Ivy? ¿Lo hizo por puro azar?

—En absoluto —contestó recobrando la compostura—. Si bien es cierto que al principio seleccionaba las víctimas que me parecían más débiles, aquellas que constituían un menor riesgo para mí, con el tiempo decidí que, ya que me había comprometido con La Poderosa, lo mejor era escoger a personas molestas. ¿Para qué perder tiempo y energía con gente que no aportaba nada a mi causa?

—¿Y, si puede saberse, qué le habían hecho la vidente y ese pobre mendigo?

—No espero que lo comprenda. Todas aquellas experiencias con La Poderosa me transformaron en un ser supersticioso y desconfiado. Aunque dudo que ella supiera algo, esa vidente y sus malditos vaticinios podrían volverse en contra de mí. No quise arriesgarme y me deshice de ella. Con el indigente ocurrió algo parecido. Aunque no lo crea, aquel desheredado estaba muy cerca de la verdad, tanto que llegó a asustarme.

—Permítame que lo dude. Usted es más frío que un témpano de hielo —comenté con un mohín de incredulidad—. ¿Y qué pasó con el cirujano? ¿Va a decirme también que lo asesinó porque era un sensitivo?

—No, desde luego que no. Pero era bueno, condenadamente bueno en lo suyo, y poco después de realizarme el trasplante comenzó a recelar. No sabía con exactitud qué buscaba, pero intuía que algo no iba bien y me hacía incómodas preguntas, cada vez más comprometidas. Había que atajar la situación. Puede decirse que murió por un exceso de profesionalidad.

—Bonita excusa —comenté echando una disimulada mirada hacia la navaja. Comprobé que la había bajado un poco sin darse cuenta.

Mi comentario lo irritó de nuevo.

—¡No se burle! —exclamó alterado—. Yo soy la prueba viviente de que existe algo al otro lado y que es posible regresar de allí.

Prácticamente había bajado el filo de la navaja. Tenía que provocarlo aún más, aunque eso pudiera costarme la vida. ¿Qué podía perder? De todas formas iba a matarme.

—Eso dígaselo al resto de los trasplantados. Ninguno, excepto Noel, fue capaz de aguantar en su cuerpo una parte de usted. ¿O también los mató?

—No. Ellos tomaron su decisión. No les hice nada. Eran débiles y se dejaron arrastrar por las circunstancias. No soportaron la presión, no fueron capaces de asimilarme. Eran mis hermanos, pero al final sólo puede quedar uno.

—¿Uno? ¿Y qué me dice de Noel?

—Ah, Noel, Noel, Noel. Realmente está enamorada de ese hombre. Con él es distinto, a él lo necesito… aún. Los otros eran unos desgraciados, unos muertos de hambre. Quién sabe si al fin y al cabo no les he hecho un gran favor. Pero Noel tiene algo que quiero. ¿Sabe? En el fondo somos mucho más parecidos de lo que usted cree. Lo sé, ambos lo sabemos. Y yo quiero recuperar mi posición económica —dijo enigmático.

—Noel no se parece en nada a usted. Él es una buena persona. Y si su diosa es tan poderosa —dije intentando provocarle una vez más—, dígame, ¿dónde estaba cuando se precipitó escaleras abajo y se rompió el cráneo? ¿O fue ella quien le empujó?

—¡No se atreva a mancillar su nombre! —bramó poniéndose en pie—. Creí que era usted una persona interesante, pero me he hartado de sus impertinencias. Ya es hora…

No le dejé tiempo de acabar la frase. Valiéndome de su ofuscación y de que había colocado la navaja lo bastante lejos de mi cuerpo, aproveché el momento para salir corriendo, no sin antes lanzarle una patada en la entrepierna con todas mis fuerzas. Le oí lanzar un gruñido de dolor. Sabía que eso no iba a detenerle por mucho tiempo, pero al menos lo mantendría fuera de juego unos minutos.

Corrí en medio de la oscuridad para salvar mi vida. Sabía que existía otra salida que daba a la calle Bell, pero aún se hallaba muy lejos. Con la lluvia de la noche anterior el parque se había convertido en un auténtico barrizal. La tierra estaba resbaladiza y había charcos diseminados por el suelo. Giré la cabeza para comprobar si Saladro me seguía y, pese a la escasa luz, me pareció distinguir su silueta en movimiento recortada entre los árboles.

Sólo escuchaba los acelerados latidos de mi corazón y mi respiración entrecortada. Estaba a punto de desfallecer, pero no podía permitir que el miedo me paralizara. Aunque mis piernas temblaran no podía aminorar el ritmo que les había impuesto. Atravesé la explanada que había junto al lago. Hasta las esfinges parecían haberse confabulado contra mí y me vigilaban de cerca con sus pétreas miradas. Podía sentirlas igual que el viento, cada vez más frío, en mi cara.

Aceleré aún más el paso hasta que mis piernas, poco acostumbradas a la carrera, tropezaron con una inoportuna rama y me di de bruces contra el suelo. Tardé unos segundos en reaccionar y volver a levantarme. Tenía la ropa mojada y manchada de barro, y las medias rotas. En la caída, uno de mis zapatos había salido despedido hacia alguna parte, lejos de mi campo de visión. No perdí el tiempo en buscarlo. Me quité el otro y continué corriendo descalza.

Para entonces ya tenía a Saladro casi encima, podía escuchar sus pasos, aunque el barro le impedía avanzar con la velocidad que habría deseado. En la carrera pasé rozando unas zarzas que me arañaron las piernas y manos como clavos lacerantes. Emití un gemido de dolor, pero continué huyendo tras liberar mi falda, que había quedado enganchada entre los afilados pinchos.

Al cabo de unos minutos sentí que alguien me empujaba y caí de nuevo contra el frío suelo. Ahí acabó mi arriesgado intento de fuga. No había salido bien.

—¡Hija de puta! ¿Adónde creías que ibas? Te voy a rajar como a una alimaña.

Saladro estaba fuera de sí. Giró mi cuerpo con violencia para que pudiera verle de frente y comprendí que todo había terminado. Saladro sostenía la navaja a pocos centímetros de mi cuello, mientras sonreía al ver el horror reflejado en mi rostro.

—Voy a disfrutar de este momento. En ese instante me pareció observar la presencia de una sombra alargada detrás de él. Acto seguido se escuchó un golpe seco y firme y el cuerpo de Saladro se derrumbó sobre mí como un fardo de patatas, con la navaja a sólo unos centímetros de mi ojo.

La sombra era Noel. Aún mantenía en la mano la gruesa piedra con la que lo había golpeado.

—Noel, ¡Gracias a Dios! —grité tratando de apartar de mí el cuerpo inerte de Saladro.

Pero Noel no reaccionaba. Seguía allí de pie con la piedra manchada de sangre en su mano, contemplando la escena como si acabara de salir de un trance.

Yo seguía en el suelo, intentando recuperar el resuello, incrédula por haber escapado de una muerte segura. Cuando reaccioné, acerqué mi mano al cuello de Saladro para comprobar si aún respiraba. Estaba muerto.

Entonces me levanté. Noel seguía sin moverse, estático como las esfinges del parque, con la mirada perdida. Me aproximé a él, le quité la piedra sin que opusiera resistencia y, aliviada, me fundí con él en un cálido abrazo.

—Te quiero —susurré a su oído—. ¿Cómo nos has encontrado?

Noel no respondió, pero su cuerpo temblaba como una hoja y sus ojos estaban nublados por las lágrimas.

—Él sabía de mí, pero yo también de él —musitó en un sollozo ahogado.