Capítulo 47

Eran poco más de las diez cuando arranqué el coche de Noel hacia rumbo desconocido. Nos despedimos tras acordar que no mantendríamos contacto —ni siquiera telefónico— hasta que la pesadilla acabara.

Debía prestar atención. La carretera estaba resbaladiza y plagada de hojarasca. La noche anterior se había desencadenado una fuerte tormenta de la que ni siquiera me había percatado. Claro, tenía otras preocupaciones mucho más acuciantes como para que eso me importara.

Noel había pasado el resto de la noche tratando de convencerme de que separarnos era lo mejor para ambos, en especial para mí y, al final, aunque era lo último que me apetecía, comprendí que lo que planteaba era necesario. Quizá estuviera en lo cierto, pero me fastidiaba dejarlo solo, y más en las angustiosas circunstancias en las que se veía envuelto. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Engañarlo y quedarme? Me había asegurado que se sentiría más tranquilo si sabía que no estaba en la ciudad y que, por lo tanto, no corría riesgo alguno.

Llevaba recorridos más de trescientos kilómetros cuando paré para estirar las piernas y comer algo caliente. Hacía frío y no llevaba ropa de abrigo. Había sido todo tan precipitado… Me dirigía hacia el norte y ya empezaba a notarse el cambio de temperatura. Con el pelo hecho un asco a causa del fuerte viento, me metí en el primer bar de carretera que encontré, me senté a una mesa y telefoneé a Teresa. Le pedí que anulara todas las citas de la tarde y las de los tres próximos días.

Estaba preocupada. Y se encargó de hacérmelo saber tras una sarta de reproches. Le comenté que me había surgido un imprevisto —lo cual era cierto— y que no me había quedado más remedio que abandonar la ciudad. Tal y como me había rogado Noel, no le revelé dónde estaba en aquel momento ni hacia dónde me dirigía, entre otras razones porque ni yo misma lo sabía. La pobre no entendía nada, pero era preferible así. Cuantas menos personas lo supieran, tanto mejor. Ya habría tiempo para explicaciones más adelante.

Pedí un plato combinado, un clásico de la casa. Huevos fritos con patatas y jamón, y un café bien cargado. Empezaba a necesitar una bebida estimulante; la falta de sueño comenzaba a hacer mella. Tras pagar, fui al baño y me observé desapasionadamente en el espejo. Como era de esperar, tenía una cara horrible. Las ojeras surcaban mi rostro y hasta juraría que tenía una nueva arruga junto al ojo. Me mojé la cara con agua fría y me sentí un poco más despierta para continuar trayecto. A esas alturas aún no sabía dónde iba a pasar la noche.

Llevaba un rato al volante cuando sonó el móvil. «Número oculto», figuraba en la pantalla. Sabía que no era Noel, pero podía tratarse de algo importante, así que aminoré la marcha, accioné las luces de emergencia al tiempo que detenía el vehículo en el arcén y atendí la llamada.

—¿Leo Sánchez Flores? —preguntó una voz masculina y profunda, casi radiofónica.

—Soy yo.

—Verá, no nos conocemos —la voz titubeó—. Soy Rogelio Bao.

«¿Bao? ¿El detective?».

—Sí, sé quién es usted —respondí cortante. Aún le guardaba cierto rencor por haberse inmiscuido en mi vida de la manera que lo había hecho—. ¿Quién le ha dado mi número?

—Señorita, soy detective privado, ¿recuerda?

—Claro, claro, qué tonta. Dígame, ¿qué desea?

—Estoy tratando de localizar al señor Villalta, pero no coge el móvil ni tampoco atiende el teléfono en su casa. Por un casual, ¿no sabrá dónde se encuentra?

—Pues no, no tengo ni idea.

—Entonces, ¿no está con usted?

—Ya le he dicho que no.

—Vaya —dijo con voz de fastidio—. Es urgente que hable con él. Creo que corre un grave peligro.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Como usted sabe, trabajo para él. Me contrató para que hiciera unas averiguaciones y resulta que he descubierto algo que no le va a gustar nada. Si me he atrevido a llamarla es porque sé que a ustedes les une algo más que una simple amistad.

«Joder, este tío lo sabe todo».

Me quedé callada, sin saber cómo reaccionar, durante unos segundos, y Bao no los desaprovechó.

—Si no lo localizo pronto, puede que ocurra una desgracia.

—¿Puede explicarme lo que pasa? —dije con creciente nerviosismo.

—En realidad no debería, pero creo que dadas las circunstancias a él no le importará. ¿Podríamos vernos dentro de una hora?

—¿Una hora? —de pronto recordé que estaba a más de trescientos kilómetros de la ciudad—. Es un poco precipitado.

—Es importante, créame.

—Ahora es imposible. Estoy fuera de la ciudad, pero podría estar de vuelta hacia las ocho. ¿Conoce usted un parque que hay cerca de la plaza Marconi?

—¿Uno con muchas esfinges?

—Sí.

—Perfecto. La espero a las ocho. Por favor, no se retrase. Ahora voy hacia la casa del señor Villalta. Quizá logre dar con él antes de esa hora. De ser así, la telefonearía para decírselo. En caso contrario, estaré esperándola a la entrada.

—Oiga —dije antes de que colgara—, ¿no puede anticiparme algo?

—No sé exactamente qué sabe usted sobre el asunto que estoy investigando para el señor Villalta —dudó.

—Lo sé todo.

—Bien —carraspeó haciéndose el interesante—. En ese caso, sabrá que me había encargado que localizara al receptor del corazón.

—Sí, estoy al tanto.

—Pues ya sé de quién se trata y también he averiguado algo realmente curioso. El cirujano al que asesinaron fue el que operó a esa persona.

Al oír aquellas palabras el corazón me dio una punzada.

—Pero, descuide, se lo contaré con detalle esta noche, no conviene hacerlo por teléfono.

Tan pronto colgué me incorporé a la carretera. Aceleré con violencia, presa del nerviosismo, hasta divisar un cambio de sentido. A Noel no iba a gustarle que hubiera modificado los planes, así que preferí no comentarle nada. De todas formas —lo había dicho Bao—, no había forma de localizarlo y era posible que su vida estuviera amenazada. No podía quedarme de brazos cruzados a la espera de un desenlace fatal.

No me consideraba una persona valiente. Siempre optaba por esconder la cabeza debajo del ala, como cuando me acusaron de copiar en aquel examen de tercero. Pese a que no era cierto, no hice nada por defenderme. Me quedé bloqueada. No sé por qué dejé escapar aquella oportunidad y acepté el suspenso sin presentar batalla. Tampoco reaccioné cuando me enteré de que Alberto era un hombre casado. Al conocernos, no me había mencionado ese pequeño «detalle» y cuando lo descubrí no supe actuar en consecuencia. En lugar de mandarlo al infierno, continué con la relación, cosa de la que me arrepentí cientos de veces.

Pero esta vez iba a ser diferente.

Conduje de vuelta como una fugitiva que lucha por huir de la justicia, saltándome las normas de circulación más elementales, poniendo en riesgo mi vida para llegar a tiempo a la cita con Bao.

Alcancé la ciudad un poco antes de lo esperado. Cuando entré en el parque, Bao no estaba. Había pasado toda la tarde pendiente del teléfono por si el detective telefoneaba para decirme que había conseguido hablar con Noel, pero su llamada no se produjo.

Nada más atravesar la puerta del parque, maldije mi falta de previsión a la hora de escoger el lugar del encuentro. Comenzaba a hacerse de noche y el viento soplaba con fuerza provocando que las hojas de los árboles bailaran una alocada danza en todas direcciones. Con lo bien que habríamos estado en cualquier cafetería, ¿por qué había elegido un recinto al aire libre? Le había dicho el primer sitio que me había venido a la cabeza. Sólo a mí se me podía haber ocurrido tamaña estupidez.

Poco después Bao apareció enfundado en un abrigo negro que se me antojó demasiado elegante para un detective. No sé por qué, ya que nunca había conocido a ninguno, pero me imaginaba a un hombre modesto con una vestimenta poco llamativa. ¿No formaba parte del trabajo de los investigadores privados pasar desapercibidos? Supuse que era él porque no había nadie en el parque excepto nosotros, ni siquiera el vendedor de perritos calientes que acostumbraba a estacionar su carro junto a la puerta principal del formidable emplazamiento.

Me aposenté en un banco a hacer tiempo y al verme me hizo una seña para que continuara sentada mientras él alcanzaba mi posición.

—Veo que es usted muy puntual —dijo tendiéndome la mano.

Llevaba unos guantes de piel a juego con el abrigo. Rogelio Bao era un hombre alto y fornido, de ojos oscuros y almendrados. Tenía el pelo recogido en una coletilla que le daba un aire informal y el rostro perfectamente afeitado, excepto una cuidada perilla.

—Hace un poco de frío, ¿no cree? —dije estrechando su mano.

—Mal día, sí. ¿Por qué no nos adentramos un poco? Creo que hay una cafetería en el interior del parque.

—Buena idea —secundé levantándome como impulsada por un resorte.

Marchamos en silencio, custodiados por las imponentes esfinges hasta llegar al kiosco. Para ello tuvimos que sortear numerosos charcos, pues el suelo estaba embarrado. Una vez allí, comprobamos que estaba cerrado, así que nos sentamos en un banco al abrigo de un viejo roble. No era cuestión de desandar el largo camino recorrido, aunque no pude evitar una mueca de fastidio en mi rostro.

—Bueno, supongo que si está aquí es porque no ha conseguido localizar a Noel —comenté rompiendo el hielo.

—En efecto, no he podido. Como le dije, fui a su casa, pero nadie abrió, así que le dejé una nota en la puerta. Con franqueza, estoy preocupado.

—Dígame, ¿qué es eso tan importante que ha descubierto?

Bao rebuscó algo en uno de los bolsillos de su abrigo y extrajo un papel. Dudé que pudiera leerlo con la exigua luz que había.

—Aquí lo tengo todo. Me ha costado más de lo previsto, pero al fin he averiguado la identidad del receptor del corazón de Saladro. Se llama Gabriel Morthe, pero no se haga ilusiones. La mala noticia es que se encuentra desaparecido desde que el cirujano que le practicó el trasplante fue asesinado, que casualmente no es otro que el hombre que apareció muerto junto a un árbol en un descampado.

—Joder —espeté sin poder contenerme.

Trató de desdoblar el papel para continuar con su explicación, pero como los guantes se lo impedían, se liberó de ellos y prosiguió.

—El hecho de que se encuentre en paradero desconocido es desde luego una mala noticia, ya que ese hombre tendría que estar sometido a rigurosos controles médicos, al menos los primeros meses después de la intervención. Y, como ya habrá supuesto, debe de existir un motivo muy poderoso para que haya decidido saltárselos.

—Sí, claro. Eso es lo que me preocupa. ¿Cree que pudo ser él quien lo asesinó?

No contestó. Pese a la escasa luz, me pareció percibir un brillo extraño en la mirada de Bao. El detective jugueteó con el papel hasta convertirlo en un delgado canutillo mientras yo lo observaba.

—¿Y qué podemos hacer? ¿Acudimos a la policía? —pregunté sin ocultar mi desasosiego—. Temo que encuentre a Noel antes que nosotros.

—Se trata de una situación complicada, señorita. Porque lo que ha ocurrido no tiene mucha lógica y la policía no creerá una palabra de todo ello.

Bao hablaba sin mirarme a la cara, más pendiente del dichoso papel.

Entonces lo vi.

Su anillo me resultó vagamente familiar, pero en ese instante, agitada por Noel, no le presté atención.

—No sólo es él quien está en una situación comprometida. Usted también.

—¿Yo?

—Sabe demasiado. Más de lo aconsejable —dijo clavando sus ojos en los míos.

Entonces estrujó el papel y lo arrojó al suelo con violencia. Sólo entonces reconocí el anillo de Saladro. No podía ver bien la inscripción, pero estaba segura de ello. Al instante me vi presa de una angustia indescriptible, que dejó paso a una sensación de vértigo. Aunque traté de disimular el horror que me asaltaba, fue imposible. Era demasiado tarde. Él lo había percibido.

Sonrió maliciosamente.

—Usted no es Bao, ¿verdad? —acerté a preguntar mientras trataba de apartarme de aquel hombre.

—Yo no haría eso —comentó ladeando la cabeza.

Para entonces Saladro había sacado una navaja de grandes dimensiones del bolsillo. La oscuridad no me impidió ver el brillo de su afilada hoja. Estaba demasiado cerca de mí como para escapar.

—¿No contaba con esto? No me extraña —dijo con ironía mirando su anillo—. Mi hermana tampoco. La pobre no podía sospechar que su hermano muerto iría a visitarla para recuperar lo que era suyo. Con este nuevo cuerpo no me reconoció, claro. Siempre pensé que era demasiado confiada con la gente, y demasiado bocazas también. Ni siquiera Bao, el sagaz detective, pudo imaginárselo cuando le rebané el cuello hace unas horas.

Mis ojos se abrieron reflejando el pavor que se había apoderado de mí en pocos segundos.

—¿Y Noel? ¿Lo ha matado a él también? —no pude evitar un quebranto en mi voz.

—Eso es lo que más la inquieta ahora, ¿verdad? Usted le quiere. ¿Quién iba a decirle que acabaría enamorándose de una parte de mí? Puede estar tranquila. Noel está bien, de momento. Como le digo, es parte de mí, un hermano de sangre. ¿Sabe? Él logró transmitirme su interés por usted hasta que yo mismo sentí la necesidad de conocerla. Por eso la telefoneé. ¿Le gustaron mis llamadas?

—¿Qué llamadas?

—Sé que las horas que escogí no eran muy apropiadas, pero tengo el sueño cambiado.

Entonces recordé las llamadas anónimas que había recibido hacía unos meses, en las que sólo se escuchaba música de fondo y que entonces supuse que había realizado Noel.

—Ayer mismo volví a hacerlo. ¿Recuerda mi mensaje en el contestador de su móvil? Claro que esta vez no lo hice impulsado por un sentimiento romántico, digámoslo así, sino porque usted se ha convertido en un estorbo. Sabe demasiado de mí y yo de usted. ¿Aún rememora nuestra noche de sexo? Fue un placer, pese a la presencia de nuestro común amigo Noel. Aunque era yo quien lo manejaba en todo momento, si él no hubiera estado, habría procedido de otro modo. Los triángulos nunca han sido mi fuerte, prefiero el cara a cara, como ahora.

Me sujetó del brazo. Traté de desasirme, pero fue imposible. Aquel hombre era demasiado fuerte.

—No quiera irse tan pronto —dijo con fingida cortesía—, aún no he terminado con usted. ¿No siente curiosidad por saber cómo regresé del otro lado? Me decepciona siendo psicóloga. No creo que se le presente una ocasión como ésta de entrevistarse con un regresado.

—Sé que hizo un pacto de sangre —dije procurando ganar tiempo. Pretendía distraerle para provocar que bajara la guardia.

—Eso está mejor, mucho mejor. Veo que ha hecho los deberes. Sabe lo del ritual. Me halaga. Eso quiere decir que ha pensado en mí. ¿Sabe? De pequeño era un niño enfermizo. A decir verdad, los médicos no apostaban mucho por mí. Mataba el tiempo leyendo cuanto caía en mis manos. Imagínese, había pocas diversiones para un muchacho que se pasaba todo el día postrado en la cama. Fue a través de un libro como la descubrí. La Poderosa me proporcionó el consuelo que necesitaba. Aquella fascinante mujer-león era la dueña y señora de la salud que a mí me faltaba.

En ese momento se oyó un crujido. Él interrumpió su monólogo y me obligó a permanecer en silencio. Pero, por desgracia, ya no se volvió a escuchar nada.

—Seguramente habrá sido una ardilla. Hay muchas en este parque. ¿Sabía que era mi preferido cuando lo escogió para nuestra cita? Seguro que no. No importa. Le decía que me encomendé a ella con devoción, y me curó. No pretendo que alguien de su formación comprenda esto, pero así fue. Los médicos no daban crédito. Sin embargo, tan pronto recobré la salud me olvidé de ella. Sólo tenía ganas de vivir y recuperar el tiempo perdido que el Creador me había arrebatado. Pero, en cambio, ella no se había olvidado de mí y una noche regresó. Se me presentó en toda su majestuosidad y me dijo que si hacía lo que me pedía me ayudaría hasta el final.

—¿Pretende que me crea eso?

—Fue durante un sueño. A estas alturas ya debería saber que no todos los sueños son iguales.

—Está usted enfermo, eso es lo único que sé —le espeté con desprecio.

—Eso y que hoy estoy aquí con usted, después de haber sido enterrado hace siete meses.