Capítulo 46

De camino al coche, Noel me tendió sus llaves.

—¿Puedes llevarlo tú? Te indicaré el camino hasta mi casa.

Noel estaba pálido y el sudor cubría su frente. Tenía una mirada extraña, lúgubre, como si se sintiera atenazado por un funesto presagio y a la vez limitado por su estado físico.

—¿Vamos mejor al hospital? Llamaré al doctor Miríada —sugerí encendiendo mi teléfono móvil. Lo había mantenido apagado toda la tarde para evitar interrupciones.

—No, por favor, hazme caso. Se me pasará, me ha ocurrido otras veces. Son los malditos inmunosupresores. Ojalá pudiera dejar de tomarlos.

—Pero tu mano está ardiendo y tiembla. ¿No estarás sufriendo una crisis de rechazo? —aventuré.

—Estoy bien, Leo —dijo escondiéndola dentro del amplio bolsillo de su gabardina.

En ese momento comenzaron a escucharse pitidos que anunciaban nuevos mensajes en mi teléfono. No hice caso de ellos y me subí al coche. Noel montó en el asiento del copiloto, recostó su rostro contra la fría ventanilla y me indicó qué dirección debía tomar.

Salí de la habitación donde descansaba Noel procurando no hacer ruido. Luego cerré la puerta. Al llegar le había preparado una sopa caliente de pollo y, aunque a regañadientes, me había permitido acostarlo en la cama.

Su casa me resultaba totalmente desconocida. Al contrario que la mía, era enorme. No imaginaba cómo sería la vida en un lugar tan amplio y lujoso como aquél. La casa parecía no tener final. Una a una fui abriendo las puertas que encontraba a mi paso hasta que di con una habitación que disponía de una mesa de estudio. Antes tuve que atravesar un largo corredor, un gimnasio, un jacuzzi y hasta una sala de proyecciones.

Bajo el brazo llevaba la carpeta que me había prestado Yáñez-Bernal. Encendí una potente lámpara que tenía una lupa incorporada —lo que habría dado por tener una de aquéllas para realizar mis informes grafológicos— y me senté dando un suspiro. Aquella situación me recordaba a mis tiempos de estudiante, cuando acudía a la biblioteca pública porque en casa de mis padres no tenía una mesa de trabajo en condiciones, sólo que esta vez no correría a casa para cenar. No estaba dispuesta a levantarme de la silla hasta haber encontrado una solución para el problema de Noel.

Antes de meterme en faena escuché los mensajes grabados en el contestador del teléfono móvil.

Había tres: uno de Teresa anunciando una cita con un paciente para la semana siguiente, otro en el que sólo se oía una musiquilla de fondo y un tercero de Ignacio Mares.

Me centré en este último. Ignacio había recibido el dibujo que le había enviado y me avanzaba su significado. Tras escucharlo pensé en llamarle, pero después de consultar mi reloj decidí que no eran horas de telefonear a nadie. El arqueólogo me explicaba que lo que le había mandado era el nombre en jeroglífico egipcio de la diosa Sekhmet, de La Poderosa.

Me quedé pensativa.

Ella, la diosa leona, parecía ser la clave de todo. Por muy descabellado que resultara, cada vez estaba más convencida de que Saladro había realizado un pacto de sangre o un extraño ritual para retornar a este mundo y que a su regreso había ido dejado un reguero de cadáveres, muerte y destrucción. Me estremecí al comprobar cómo todos esos sucesos habían modificado mis creencias y derrumbado mi cientificismo como un gigantesco alud que se lleva una aldea a su paso.

Observé la mesa de trabajo de Noel. Para ser sincera, aunque estaba colada por él hasta los huesos, no sabía mucho sobre aquel hombre. Desconocía a qué se dedicaba, si es que se dedicaba a algo aparte de administrar su considerable fortuna, y cuáles eran sus aficiones. Había lápices de colores y rotuladores por todas partes, así como hojas con dibujos a medio concluir y me sorprendió especialmente descubrir que la mayoría contenía elementos egipcios.

Me hice un hueco entre todos aquellos útiles de dibujo y abrí la carpeta. En ella había recortes de prensa en los que se mencionaba la memoria celular. Quería profundizar en algo que había dicho Yáñez-Bernal, quien había comentado que gran parte de los casos tenían como protagonistas a receptores de corazones, lo cual, al menos a mí, me daba mucho en qué pensar.

¿Era casual que el único receptor que aún seguía con vida, aparte de Noel, fuera el del corazón y que éste, además, hubiera desaparecido sin dejar rastro? Sospechaba que no. ¿No sería él quien había ido dando muerte a todas aquellas personas bajo la siniestra influencia de Saladro?

Me recogí el pelo con una goma y tomé una cuartilla en blanco de un montón que había sobre la mesa, decidida a recapitular todo lo que sabía. Primero apunté los nombres de las víctimas. Entre ellas estaba el cirujano cardiovascular amigo de Miríada. Lo que antes me había parecido una terrible casualidad cobraba ahora un significado siniestro. Tal vez no se tratara de una víctima al azar y hubiera sido escogida por un motivo concreto. ¿Pero cuál?

Leí los casos que Yáñez-Bernal tenía guardados en su archivador. Había algunos bastante sorprendentes, por ejemplo, el de un joven violinista de 17 años que había sido asesinado en plena calle. Su corazón había ido a parar a un hombre de 47 años al que poco después empezó a entusiasmarle la música clásica, pese a que ésta nunca había estado entre sus preferencias. Decía que su corazón se estremecía al oírla.

Había otro especialmente interesante, el de una mujer que había recibido el hígado de un joven suicida. Ella no sabía nada acerca de su donante. Poco después de la intervención sus gustos en las comidas cambiaron radicalmente. Más adelante comenzó a apasionarse por las técnicas de defensa personal y se matriculó en una academia para aprenderlas. Extrañada por su comportamiento, intentó obtener información sobre el donante. A pesar de que le fue negada, dos años después dio con su familia y comprobó que aquellos nuevos intereses eran parte de los de Howie, su joven donante.

En cierta ocasión, le refirió a la familia un sueño que había tenido en el que veía una escena casi cinematográfica que no acertaba a comprender. En ella estaban presentes un chico y una chica. Ésta de origen latino. Ella llevaba una blusa a rayas. La hermana de Howie se asustó al escuchar su descripción, porque, según le confesó, su hermano se había suicidado delante de su novia, que era de origen latino. Ese día la pobre muchacha llevaba puesta una blusa de esas características.

También leí sobre Cheryl Johnson, una británica de 37 años que, tras recibir un riñón en 2007, afirmaba haber adquirido una cultura que no se correspondía con ella. Según esta vigilante de seguridad, que trabajaba en un estadio de fútbol, antes del trasplante sólo leía novelas de escaso interés y era una gran aficionada a las telenovelas, pero a raíz de la intervención había empezado a interesarse por Austen y Dostoiesvski, así como por los documentales sobre el Antiguo Egipto, que antes no veía jamás, pues la aburrían.

Curiosamente, esta mujer había recibido con anterioridad otro riñón, que su cuerpo rechazó, y ya entonces, según su propio hijo, había apreciado fuertes modificaciones en el carácter de su madre. ¿Podría ser esta mujer, como creía Yáñez-Bernal, un ejemplo de que el fenómeno de la memoria celular estaba íntimamente ligado a la sensibilidad del receptor? ¿Era Noel un sensitivo en potencia que había logrado reprimir sus intuiciones por miedo a ser tildado de loco?

Seguí leyendo y descubrí que otra de las hipótesis que se barajaban en torno a las causas que provocaban que los receptores poseyeran recuerdos de sus donantes tenía que ver precisamente con los inmunosupresores que tanto detestaba Noel pero que, al mismo tiempo, eran indispensables para evitar el rechazo. Al parecer, algunos cirujanos pensaban que esas vivencias se producían como consecuencia de los fuertes fármacos que los trasplantados se veían obligados a ingerir cada día, pero a mí esa teoría me parecía endeble y superficial, ya que si fuera así esas experiencias serían más cotidianas. Pasé buena parte de la noche intentando hallar una solución para el caso de Noel, pero a medida que pasaban las horas me invadía el desaliento. Lo primordial era localizar al receptor del corazón y mientras éste no apareciera sería difícil averiguar si mis sospechas eran ciertas.

Noel se despertó bañado en sudor, taquicárdico, como otras veces, excepto que en esta ocasión no había un vago recuerdo en su cabeza, sino una irreal sensación de presente. Aún en la oscuridad comprobó que su mano palpitaba acompasada con el ritmo de su inquieto corazón, y que ahora era ella la que dominaba su voluntad.

Todo estaba en completa quietud, en absoluto y aterrador silencio. Noel sólo escuchaba el golpeteo de su corazón cada vez más acelerado, clamando que se dejara mecer por la voluntad del otro.

Noel se resistió. Se echó a un lado y se apartó cuanto pudo de Leo, pero su melena castaña y suave parecía empeñada en enroscarse en su mano como los brazos de una estrella de mar. La apartó con delicadeza, cuidando de no despertar a su compañera, que respiraba relajada. Podía sentir su delicioso perfume tan cercano que por un momento pensó que estaba despierta. Se incorporó un poco para cerciorarse de que no era así.

Todo en orden.

Dormía desnuda, en posición fetal, con la cabeza girada hacia él. Haciendo acopio de lo poco que le quedaba de su propia voluntad, se levantó y fue al lavabo, desoyendo la voz interior que le ordenaba que se quedara allí para acabar el trabajo.

Se lavó la cara y la nuca para despejarse y permaneció varios minutos sentado sobre la taza del váter, desnudo, tiritando de frío, sin saber qué hacer, luchando por librarse de la poderosa presencia que lo dominaba. Tenía ganas de gritar, pero en lugar de ello comenzó a tararear una vieja canción de los Temptations, cuya letra ni siquiera recordaba que supiera. Era una forma de ganar tiempo hasta que se marchara, pero él no estaba dispuesto a ceder, así que antes de llegar al estribillo no pudo soportar más aquel martilleo en la mano.

Se levantó, regresó a la habitación con paso decidido y cogió su almohada. Dudó un segundo antes de colocarla sobre la cabeza de ella, pero finalmente cedió ante la voz.

La falta de aire no tardó en hacerla reaccionar. Podía oír sus gritos ahogados, acallados por la gruesa almohada de viscoelástica.

—Cállate de una vez, ¡puta!

Pero ella no obedecía, así que ejerció más y más presión hasta que dejó de oírla, de escuchar sus lamentos de niña malcriada.

Se despertó de golpe, con los ojos alerta y la angustia metida en el cuerpo. No se atrevía a mirar hacia el otro lado de la cama. Se imaginaba el horrendo espectáculo que le esperaba. Leo, la mujer de la que se estaba enamorando sin remisión, sin vida, con el rostro cubierto por la almohada y el cabello desparramado como una muñeca rota.

Muerta. Asesinada por él o por el otro, poco importaba eso. Sin vida, al fin y al cabo.

Con lágrimas resbalando por sus ojos, decidió enfrentarse a la verdad y encendió la luz. No había nadie. Con gran alivio comprobó que Leo no estaba allí. Aún no había regresado junto a él como le prometió que haría en cuanto terminara de revisar los papeles de Yáñez-Bernal. Se había retrasado más de la cuenta y quizá eso le había salvado la vida.

Se levantó de un salto y corrió como un poseso por toda la casa llamándola a gritos. Lloraba y reía al mismo tiempo, como si hubiera perdido el juicio o como si lo hubiera recobrado de forma repentina. Daba igual. Únicamente quería abrazarla y sentir de nuevo su tacto, su suave perfume a flores silvestres y escuchar su voz diciendo que todo estaba bien, que sólo había tenido una horrible pesadilla.

Parecía un fantasma.

Me llevé un buen susto al verle aparecer entre las sombras, gritando y temblando como un niño muerto de miedo. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas y el corazón a punto de salírsele por la boca.

—¿Qué haces? ¿Qué pasa? —pregunté alarmada levantándome de la silla.

—Quie-re matar-te. Ha es-tado a pun-to de lograr-lo —su voz sonaba entrecortada, exhausta por la carrera.

Pensé que iba a darle algo.

—Noel, tranquilízate. Vamos.

Me quité su bata y se la coloqué por encima de los hombros. Me la había puesto para estar más cómoda y sentir su olor. Pero él sólo quería abrazarme y besarme. Se aferraba a mí como una lapa a una roca, sin soltarme, como si temiera perderme.

—¿Qué dices, cariño? ¿Te encuentras bien? Ahora mismo nos vamos al hospital —dije desasiéndome, dispuesta a llevarle a la fuerza si no me dejaba otra alternativa.

—No, espera. Tienes que escucharme. Esto es serio. Quiero que te vayas.

—Sí, claro. Nos vamos los dos. Al hospital. Ve a la habitación a vestirte. Mientras, llamaré al doctor Miríada.

—No, joder. Mírame y escucha con atención —dijo cogiéndome por los hombros, obligándome a sentarme en un sofá que había junto a la mesa de estudio.

Estaba totalmente fuera de sí.

—Noel, me estás asustando.

—Ha vuelto a hacerlo y esta vez va a por ti. Quiere eliminarte.

—¿Quién quiere eliminarme? —pregunté aún sin comprender.

—Saladro. Ahora sé que no estaba equivocado. Por eso he estado tan raro toda la tarde. Sabía que tramaba algo. Te quiere muerta. No sé por qué, pero le estorbas. Supongo que piensa que eres un obstáculo en su camino, que sabes demasiado. Tienes que marcharte.

—¿Adónde pretendes que me vaya? Son las tres de la madrugada.

—No lo sé, ni quiero saberlo, porque él volverá a utilizarme para llegar a ti, así que es mejor que no me lo digas. Vete lejos, lo más lejos que puedas, mientras resuelvo este asunto. Cuando acabe con Saladro volveremos a estar juntos, te lo prometo. Entre tanto debes desaparecer. No le digas a nadie adónde vas. Mejor aún, no le digas a nadie que te marchas. Simplemente, vete. Llévate mi coche, si quieres.

—No pienso ir a ninguna parte, por lo menos esta noche. No tengo intención de dejarte así. ¿Te has visto? Estás muy alterado y me da miedo que puedas hacer cualquier tontería.

—¿Cualquier tontería? —repitió con ironía—. No tienes ni idea de lo que ha podido pasar esta noche.

Entonces me contó lo que había ocurrido.

Me abracé a él sin saber qué decir o pensar. Me sentía bloqueada, confundida y asustada. Había sido un sueño, sí, pero todos los crímenes con los que había soñado habían sido reales. Quizá tuviera razón y ambos estuviéramos en peligro.

Me llevó a la cocina y me preparó una tila. Él se sirvió otra, ya un poco más calmado. Ahora era yo quien parecía un manojo de nervios.

—Es más fuerte que antes. Empecé a darme cuenta después del suicidio de Marcel. Ha tratado de utilizarme —hablaba deprisa, como si alguien le hubiera dado cuerda—. Quería que te matara, que hiciera el trabajo sucio, que acabara contigo. Por eso debes irte. No será por mucho tiempo. Bao me dijo que estaba detrás de una pista importante y que no tardaría en dar con la identidad del receptor que falta. Sólo puede ser él quien está haciendo esto. Creo que Saladro sin nosotros no podría vivir. No al menos físicamente.

—¿Y qué harás cuando lo encuentres? —pregunté alarmada.

—No lo sé, pero ya me las ingeniaré. Él sabe de mí, pero yo también sé de él. Últimamente, cuando menos me lo espero, me asaltan imágenes, retazos de lo que hace. Veo a un hombre desconocido pasear por la calle, tomándose un refresco en una cafetería o acariciando la cara de una niña en un parque. Es siempre el mismo hombre. Antes no lo entendía, pero ahora sé que es a él a quien veo.

—Noel esto es una locura y tengo miedo. Miedo por ti.

—Por eso debes hacerme caso. Márchate fuera de la ciudad. Hoy ya no volverá, así que descansaremos y mañana a primera hora te irás.