Capítulo 45

La noticia cayó como un mazazo, en especial para Noel, que había depositado grandes esperanzas en nuestro encuentro con Roberto Marcel. Creía que el intercambio de experiencias podría ayudarles a comprender un poco mejor lo que estaba ocurriendo en sus vidas. Sin embargo, tras su inesperada muerte se abrían nuevas incógnitas.

El otro trasplantado —el único que quedaba con vida aparte de Noel— parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra. Ni siquiera sabíamos cuál era su nombre y, aunque Bao hacía cuanto podía para averiguar su paradero introduciendo por toda la ciudad a sus hombres como las patas de una tarántula, de momento no disponíamos de información alguna para localizarlo. A pesar de sus esfuerzos por disimularlo, Noel era presa de una mezcla de impotencia y desesperación patente en cada gesto, palabra y suspiro que emitía su cuerpo.

Después de sopesarla, optó por una vía muy poco ortodoxa y que a mí, en particular, me incomodaba profundamente. Se empeñó en visitar a un conocido experto en parapsicología. En realidad era psiquiatra, pero se había especializado en todos aquellos fenómenos que excedían las fronteras conocidas de la mente.

—Es una pérdida de tiempo, una estafa —repliqué comenzando a recoger los cacharros del desayuno.

Quería que mi punto de vista quedara bien claro.

—Es amigo de mi tía desde hace muchos años, no es un timador como Madame Ivy. Ni siquiera nos cobrará.

—Hay algo mucho peor que eso —le interrumpí—, que te meta ideas raras en la cabeza y eso es justo lo que pasará. Ya sabes que no soy partidaria de mezclar la ciencia con la superchería.

—¿Se te ocurre alguna idea mejor?

Se llevó las manos a la cabeza con pesimismo, despeinándose el cabello aún mojado. No pude evitar fijarme en lo atractivo que resultaba cuando ni siquiera se lo proponía. Me miró con gesto sombrío y prosiguió su argumentación.

—¿Es que algo de lo que ha ocurrido puede englobarse en el sacro terreno de lo científico? La ciencia, como tú dices, no ha conseguido dar una respuesta a lo que me está pasando, a los cambios que se están obrando en mi mente y mi cuerpo sin que yo pueda hacer algo para controlarlos. Tan sólo pretendo agotar todas las vías posibles.

Entonces me refirió lo que le había sucedido la noche anterior frente al espejo del baño.

Enmudecí.

¿Qué podía decirle?

—Sé que la conexión que existe entre nosotros, entre Saladro y yo —la voz le tembló al pronunciar el nombre del muerto— es mayor que antes. Vas a pensar que es de locos lo que voy a decir, pero creo que de alguna forma él fue capaz de entrar en mí cuando murió Marcel. Mi cuerpo lo rechazó, pero él regresará, porque ahora ya sabe cómo hacerlo. Y si aún no lo ha hecho es porque quizá existe algo que se lo impide.

Sí, parecía de locos, pero sabía que no era un chiflado. Entre ambos habíamos acumulado un buen número de evidencias para las cuales, sin embargo, no teníamos explicación de clase alguna, lo cual no significaba que estuviera de acuerdo en visitar a un parapsicólogo.

—Noel —dije acariciándole el pelo—, mi formación profesional me impide aceptar explicaciones sobrenaturales, y tú lo sabes mejor que nadie.

—Lo sé. Claro que lo sé, pero olvídate por un momento de lo que te dicta la razón e intenta ver un poco más allá —contestó cogiendo mi cara entre sus manos—. Tan sólo quiero que esto se detenga y poder continuar con mi vida como cualquier persona normal. No pido tanto. Quiero ser como los demás, como cualquier otro.

Al fin cedí.

A la postre, nada de aquello era normal. ¿Y quién era yo para oponerme a sus deseos, para cerrar esa puerta, por muy desacertada que me pareciera?

Poco después de terminar de desayunar, Noel se marchó a la rehabilitación tras dejarme antes en el portal de la consulta. Tenía algunos asuntos pendientes que atender. Entre ellos enviarle a Ignacio Mares el dibujo escaneado que Noel había realizado en el posavasos. Quizá él conociera su significado.

Quedamos en vernos a la hora de comer. El doctor Yáñez-Bernal nos recibiría en su casa para la sobremesa.

Noel apareció al filo de las dos y media y fuimos a almorzar a uno de sus restaurantes favoritos. Al ojear la carta me sorprendió comprobar que Il Trovatore no era un local de precio exorbitante. Me alegré, porque el ambiente era mucho más distendido y porque nuestra visita al Marlington había debido de costarle una pasta.

Ya sentados, después de haber ordenado la comida, le pregunté por la rehabilitación. Noel parecía un poco desanimado. Su respuesta no me tranquilizó. Contestó con un «bien» que me supo a «mal».

—¿No ha ido bien? —indagué.

—Es que ya no le encuentro mucho sentido. De hecho, estoy pensando en dejarla.

—¿Cómo puedes decir algo así? —dije tomando su mano trasplantada entre las mías—. Sabes que no puedes hacer eso. Perderías la movilidad que ya has recuperado y el trasplante no habría servido de nada. Con todo lo que has pasado, no es el momento de tirar la toalla.

—Nunca la he sentido mía y ahora, después de saber lo que sé sobre su verdadero propietario, menos aún.

—Vamos, no puedes rendirte ahora. Todo esto pasará muy pronto. Lo sé.

—¿Cómo puedes estar segura? A veces, ni yo mismo sé quién soy.

La casa del doctor César Yáñez-Bernal no era tan lúgubre como había supuesto. A simple vista, el único detalle que hacía presagiar que nos encontrábamos en el piso de un amante del misterio era un cráneo humano. Si alguien me hubiera preguntado, habría jurado que era auténtico.

Yáñez-Bernal adivinó mis pensamientos y me sacó de mi error.

—Por su cara de espanto deduzco que piensa que no se trata de una reproducción. Puede relajarse. No es de verdad, es sólo un adorno —dijo sosteniéndolo entre sus manos con delicadeza.

A continuación volvió a colocarlo en su sitio, sobre la mesa de su estudio, y nos invitó a sentarnos en dos butacas negras que había frente a ella. Él hizo lo propio después de servirse un café de una añeja cafetera que había sobre un improvisado mueble-bar rodeado de libros y recortes de periódico amarillentos, mientras Noel y yo nos decantábamos por refrescos.

Las paredes estaban forradas de volúmenes de todo tipo. Psicología, psiquiatría, parapsicología, ovnis, fantasmas y otras materias —a cual más extraña— coexistían en aparente armonía en aquel particular espacio. El doctor Yáñez-Bernal era, sin duda, un hombre culto, mucho más de lo que yo había sospechado. Debo reconocer que le había juzgado antes de tiempo, y no bien precisamente.

Su pelo cano y alborotado casaba con el marrón profundo de sus ojos. Y sus ropas, negras como el azabache —chaleco incluido— le proporcionaban un aire enigmático.

El doctor Yáñez-Bernal había alcanzado grandes cotas de popularidad tras la publicación de una serie de libros sobre experiencias cercanas a la muerte y en especial después de la emisión de su serie Los muertos toman la palabra, en la que se analizaban todo tipo de cuestiones sobre el mundo espiritual. A pesar del título sensacionalista y poco objetivo del programa —que no había elegido él, según nos confesó, sino la productora—, Yáñez-Bernal trataba de guardar un liviano equilibrio entre creencia y razón, y siempre terminaba la emisión de sus programas con la misma intrigante frase: «¿Creer o no creer? Ésa es y será la gran cuestión».

Al comienzo de su trayectoria profesional, el hecho de que un psiquiatra se interesara por cuestiones tan inaprensibles como la supuesta existencia del alma y su ulterior pervivencia tras la muerte le había granjeado la animadversión de buena parte de sus colegas, que no veían con buenos ojos que perdiera su tiempo investigando lo que ellos consideraban añagazas sin fundamento alguno. Por otra parte, algunos pretendidos videntes, curanderos y tarotistas lo rechazaban por considerarlo una seria amenaza, pues, paradójicamente, pensaban que era demasiado riguroso en sus planteamientos, lo que, a su entender, podría poner en peligro sus lucrativos negocios.

Sin embargo, con el paso del tiempo, el doctor Yáñez-Bernal acabó por convertirse en un pez solitario que navegaba entre dos aguas, un buque insignia en el mundillo de la parapsicología que no había renunciando a pasar consulta como psiquiatra.

—Espero que tu tía se encuentre bien —comentó Yáñez-Bernal dirigiéndose a Noel.

—Está perfectamente e incluso te diría que te manda recuerdos, pero no sería cierto porque ella no sabe que estamos aquí, así que te agradecería que no le comentaras nada de esta conversación y también que trataras este asunto con la mayor discreción. No quiero preocuparla.

—Bien —dijo el psiquiatra mientras extraía de uno de los cajones de la mesa una caja de madera que custodiaba una pipa—. En ese caso, actuaré como lo hago con cualquiera de mis pacientes. Tienes mi palabra de que todo cuanto aquí se hable quedará en el ámbito estrictamente privado.

Noel sonrió por primera vez en toda la tarde.

Yáñez-Bernal lo conocía desde niño. La amistad que mantenía con su tía se había prolongado a través de los años porque ambos compartían intereses comunes por la pintura y la música. De hecho, cuando Noel perdió la mano, su tía pidió al doctor que llevara su caso, pero éste se negó aduciendo su excesivo conocimiento del paciente. Que le tratara él, según explicó, más que una ayuda podría convertirse en un obstáculo para su recuperación. Sin embargo, fue Yáñez-Bernal quien sugirió que consideraran la opción de una prótesis avanzada, un sabio consejo que Noel no quiso escuchar, incapaz de aceptar las trágicas consecuencias de su accidente, hasta que no le quedó otro remedio. Noel me había contado todo esto durante la comida y también el sincero aprecio que sentía por aquella singular persona.

Debido al conocimiento que el doctor Yáñez-Bernal tenía sobre Noel, resultaba absurdo plantear un caso hipotético y no contar la verdad o, al menos, parte de ella. Aquel hombre no era estúpido y no tardaría en relacionar los hechos que íbamos a referirle con su trasplante, así que Noel le desveló parcialmente el motivo de nuestra visita. Le contó que sabía detalles sobre su donante, cosas que nadie le había revelado y que sentía su presencia en determinados momentos. Omitió pormenores como que había averiguado su identidad así como todo lo concerniente a los asesinatos y el trágico final de casi todos los receptores. Yáñez-Bernal le escuchaba con atención mientras preparaba su pipa. Lo hizo con inteligencia, sin atosigarle, dejándole que se expresara con total libertad, intercalando tan sólo algunas interjecciones para animarle a continuar cuando Noel se quedaba atorado al escuchar el aterrador relato de los últimos meses de su vida.

Cuando Noel finalizó, miró a Yáñez-Bernal con preocupación y formuló una única cuestión que resumía todos sus temores.

—¿Has oído hablar de algún caso similar? Y no te hago esta pregunta como psiquiatra, sino como experto en sucesos misteriosos.

Yáñez-Bernal se tomó su tiempo antes de responder. Permaneció en silencio analizándonos. Lo sabía porque a veces yo actuaba de igual manera en mi consulta. Le pegó varias chupadas a su pipa convirtiendo el despacho en una nube de humo espeso y dulzón mientras nos escudriñaba, intentando adivinar qué pasaba por nuestras cabezas.

—Supongo que no has oído hablar de la memoria celular ni de la energía L. De otro modo, no me habrías hecho esa pregunta.

Noel negó con un gesto de cabeza.

—Es un tema delicado y complejo —añadió sin dejar de observarnos como si nos estuviera radiografiando.

El alcance de su mirada me resultaba insondable, era de ésas que te atraviesan hasta el cogote. Todo lo contrario que sus ademanes, suaves como el tacto de una pluma.

—No hay mucho escrito sobre ello. Aún hoy existe un férreo tabú en todo lo referente a los trasplantes, pero, respondiendo a tu pregunta, existen varios casos bien documentados de personas trasplantadas que han experimentado una sintomatología parecida a la que has descrito. Obviamente, todavía se conocen pocos. De otro modo, la ciencia ya se habría ocupado de ellos.

—¿A qué sintomatología se refiere? —pregunté con curiosidad.

—Hablo de sueños, recuerdos, cambios en las preferencias, sobre todo en la alimentación, y también de experiencias aún más complejas que han llevado a esas personas a querer conocer detalles sobre sus donantes para buscar respuestas.

Noel y yo nos miramos por el rabillo del ojo, sin decir nada.

—Sorprendentemente, algunas de estas personas dicen saber, sin que nadie se los haya comunicado, los nombres de sus donantes. Éste es el caso de una bailarina neoyorquina, Claire Sylvia, que en la década de los noventa escribió un libro e hizo pública su extraordinaria experiencia. Se armó un gran revuelo, ya lo creo. Ella le dedicó su obra, Baile de corazones, a Tim, su donante, que falleció a consecuencia de un accidente de motocicleta.

En ese momento me pareció advertir que Noel tragaba saliva con dificultad.

—Recibió un doble trasplante de corazón y pulmones porque padecía una enfermedad poco común, una hipertensión pulmonar primaria. Si no se hubiera sometido a la operación indudablemente habría muerto. De hecho, Claire fue la primera persona trasplantada de corazón y pulmones de Nueva Inglaterra, así que su caso fue sonado. Desde el primer momento ella soñó con Tim y poco después de la operación comenzó a apreciar cambios en sus gustos. Sentía predilección por la cerveza, la mantequilla de cacahuete, el chocolate, los pimientos verdes y el pollo frito cuando antes apenas los probaba. Poco después llegaron las preguntas sin respuesta, porque, según ella, había alguien más en su cuerpo y mente y desconocía cómo iba a encajar ese hecho. Sufrió una crisis de identidad. Tenía la impresión de que nunca estaba sola, de que su donante no había abandonado del todo su antiguo corazón. Cuando regresó a su casa, todo le parecía ajeno, el mobiliario, sus amigos y hasta su propia familia y, pese a encontrarse bien físicamente, no era capaz de asimilar el trasplante.

El doctor hizo una pausa para atender a su pipa, que parecía haberse apagado y Noel aprovechó la circunstancia para hacer una nueva pregunta.

—¿Acertó en sus sospechas? Quiero decir que si su donante se llamaba Tim.

—Eso es, en mi opinión, lo más interesante de todo —contestó el doctor volviendo a encender la pipa—. Sus sueños se volvieron cada vez más violentos. Estaba asustada, así que buscó un grupo de apoyo a trasplantados y descubrió que no era la única a la que le ocurría lo mismo, que había personas con vivencias similares. Claire quería averiguar si sus intuiciones eran ciertas, pero los médicos, lógicamente, se negaban a facilitarle información sobre el donante y sobre la familia del chico fallecido. Le decían que se olvidara de todo, que tenía que sentirse agradecida de estar viva y centrarse en su recuperación. Una noche conoció a un sensitivo y le contó lo que le pasaba. Por increíble que os parezca, fue gracias a su ayuda como dio con la esquela de Tim. Más adelante localizó a sus familiares y pudo constatar que sus intuiciones eran del todo exactas.

—¿Cuántos casos hay registrados? —pregunté dando un sorbo a mi refresco.

—No soy un experto en esto. Que yo sepa, cerca de un centenar y otros tantos que nunca llegaremos a conocer, ya que algunas de las personas que viven este tipo de transformaciones, sienten también una mezcla de agradecimiento y culpabilidad. Se consideran tan afortunadas por haber recibido un corazón, unos pulmones o un hígado que no quieren hacer o decir nada que pueda herir las sensibilidades de las familias de sus donantes. Y, por otra parte, la mayoría de los médicos a quienes les confían su secreto se afanan en restarles importancia. No quieren enfrentarse a la comunidad médica y decir: «Señores, esto está pasando, averigüemos la causa». Puede que también teman que la gente deje de hacerse donante y que se pierdan por el camino órganos que podrían salvar vidas.

Desde luego Yáñez-Bernal tenía razón al referirse al asunto como «delicado» y «complejo».

—Y, según su opinión, ¿qué explicación tiene este fenómeno? —quise saber.

—Mentiría si dijera que sé cuál es. Nadie puede aseverarlo. Tan sólo tenemos hipótesis. Nada más. Las personas que se han molestado en estudiarlo, entre otros, el neuropsicólogo Paul Pearsall, ya fallecido, el profesor de psicología y psiquiatría Gary Schwartz y su colega Linda Russek, aún continúan investigándolo. Pearsall, por ejemplo, ha tomado como referencia las investigaciones de Schwartz y Russek y se ha centrado en las experiencias de trasplantados de corazón, ya que esta vivencia es estadísticamente mucho más elevada en receptores de este órgano. Pearsall publicó un libro titulado El código del corazón que no sentó nada bien a la comunidad científica. Ésta llegó a acusarlo de obstaculizar el proceso de donación de órganos. En él habla de la memoria celular y la energía L. Pearsall piensa que cada una de los 75 billones de células del cuerpo humano dispone de información almacenada que es depositada a través de la conducción cardiaca de la energía L, una infoenergía sutil, cuya existencia aún no ha sido probada. En otras palabras, la información almacenada, la memoria del donante —dijo enfatizando la palabra «memoria»— sería transportada mediante la energía del corazón y circularía dentro de las células del nuevo cuerpo provocando los recuerdos y las sensaciones en el receptor del órgano.

—Pero, de ser así —intervine haciendo de abogado del diablo—, ¿por qué este tipo de experiencias sólo se producen en casos aislados y no en todos los trasplantes? No tiene mucha lógica.

—Si se supiera habríamos resuelto el enigma y no estaríamos hablando de hipótesis —matizó—. Desde luego, existen otras muchas opciones, como la posesión espiritual, pero son teorías aún más aventuradas. Sin embargo, hay casos que sorprenden, como el de una adolescente australiana trasplantada de hígado cuyo grupo sanguíneo cambió después de la intervención que le fue practicada.

—¿Cómo es posible? —preguntó Noel mientras se servía agua de una jarra que había sobre la mesa.

Sudaba, y estaba nervioso. Trataba de aguantar el tipo, pero a mí no se me escapaba el leve temblor de sus manos.

—El equipo de médicos que la atendió aún trata de explicárselo. La joven recibió un trasplante hace cinco años y a día de hoy ha adquirido el grupo sanguíneo y el sistema inmunitario que tenía su donante. De hecho, actualmente no precisa tomar tratamiento inmunosupresor alguno. Los médicos creen que tiene que ver con que el hígado recibido era muy joven y la niña receptora tenía pocos glóbulos blancos, pero no lo saben a ciencia cierta.

Noel me miró con gesto sorprendido.

—Sin embargo —prosiguió Yáñez-Bernal—, uno de los casos más extraños que se conocen es el de una niña estadounidense de ocho años que recibió el corazón de otra de diez que había sido asesinada. Poco después del trasplante, la pequeña empezó a tener sueños recurrentes sobre el asesino de su donante. Decía que sabía quién era. Su madre la llevó a una psiquiatra y ésta, si bien al principio se mostró escéptica, al cabo de un tiempo se rindió ante las numerosas evidencias y los pormenores que conocía aquella niña. Describió a la perfección su rostro, sus ropas, el arma homicida empleada y el lugar donde se produjo el crimen. Después de mucho pensarlo, la psiquiatra y la madre de la niña acudieron a la policía. Gracias a estas descripciones se investigó el caso a fondo y se logró atrapar al asesino. ¿No es del todo sorprendente?

Ambos asentimos y continuamos en silencio. Aquel hombre era una enciclopedia andante cuya prodigiosa memoria y lo que nos estaba contando nos inquietaba aún más.

—Hay otro caso también muy llamativo que salió en la prensa y que a mí me da mucho que pensar —dijo el doctor haciendo memoria—. Ocurrió en Georgia en 2008. Fue una extraña tragedia. Años antes, Sonny Graham necesitaba desesperadamente un corazón, mientras que Terry Cottle se disparó en la cabeza dejando viuda e hijos. Los únicos datos que Graham sabía de su donante eran su edad y que se trataba de un varón. Como les pasa a muchos receptores, quiso localizar a la familia para mostrarle su agradecimiento, pero se le negó dicha información. Sin embargo, él seguía empecinado y algún tiempo después lo consiguió. Entonces inició una relación epistolar con Cheryl, su viuda, y, tras conocerse, se enamoraron perdidamente y se casaron. Debido a lo insólito del caso, Graham salió en los periódicos y explicó que cuando conoció a Cheryl sintió algo muy especial, como si la conociera de siempre. Todo iba bien hasta que cuatro años después —ninguno de sus amigos se explica por qué— decidió poner fin a su vida en el garaje. Se descerrajó un tiro en la garganta con una escopeta.

Al oír el desenlace del caso, Noel se revolvió incómodo en su butaca y a mí se me formó un nudo en el estómago.

—¿Y qué pasó con la bailarina? —preguntó Noel buscando alguna luz de esperanza en todo aquel terrible entramado.

—Consiguió integrar a Tim en su vida. Según ella, no le quedó otra, porque nunca terminó de irse del todo.

Se desencadenó un silencio turbador en el despacho. Miré hacia la ventana. La luz que nos había acompañado durante buena parte de la tarde se había esfumado. Luego volví la cabeza hacia el doctor y formulé en alto una pregunta que —intuía— Noel no se atrevía a hacer.

—Doctor, ¿y usted qué piensa sobre este asunto? Quiero decir, ¿cuál es su posición como experto en estos temas?

Yáñez-Bernal acababa de encender una nueva pipa, la tercera en lo que iba de tarde. Después de exhalar el humo con un gesto, que me pareció más un suspiro, respondió.

—No lo sé. Antes me preguntó por qué este tipo de experiencias espirituales afectan a algunos trasplantados y no a otros. Eso es algo que me intriga tanto como a usted. Quizá, y sólo es una suposición mía, algunos receptores son más sensibles que otros. Siguiendo esta premisa, podría darse el caso inverso, que algunos donantes sean más sensibles que otros. Y también podría darse la coincidencia de que donante y receptor lo sean. Si mal no recuerdo, Noel —dijo apartando sus ojos de mí y fijándolos en los de él—, tuviste una experiencia insólita cuando eras más joven. Me acuerdo porque tu tía me llamó alarmada. Pasó algo cuando tus padres y tu hermana, que Dios los tenga en su gloria, fallecieron. ¿Es cierto?

Noel le miró con desconcierto, como un niño que ha sido cazado cometiendo una falta.

—Sí… —titubeó—. Pero fue hace muchos años, justo antes del accidente. Supe que no debía subirme a ese coche, que iba a pasar algo terrible.

—Tal vez ahí se encuentre la respuesta que buscamos.

—Pero… —protestó Noel.

El doctor continuó hablando.

—Creo que todos estos años has reprimido muchas de tus emociones. Por dolor y miedo a que aquello volviera a producirse. Tal vez ahora todo eso haya aflorado de golpe, sin contar con la posibilidad de que tu donante también fuera una persona sensible a los fenómenos espirituales. Porque no sabemos nada de él, ¿verdad?

Por su tono de voz deduje que intuía que no le habíamos contado todo, sólo una versión sesgada del asunto que nos preocupaba.

—César —dijo Noel incorporándose en la butaca—. ¿Crees que es posible que alguien regrese de la muerte tras haber practicado un ritual de sangre?

Su respuesta no pudo ser más desconcertante.

—Me gustaría poder contestarte con rotundidad, decirte que no hay nada al otro lado. Las cosas serían más sencillas sin que mediaran inquietudes espirituales, pero yo al menos no estoy seguro de que no exista nada después. Noel, ¿tienes algo más que contarme? —preguntó Yáñez-Bernal tras una pausa—. Me gustaría poder ayudarte, pero si no confías en mí plenamente será imposible.

Después de oír su respuesta, Noel se había levantado de la butaca pensativo y daba cortos paseos por la habitación, quizá sumido en oscuros pensamientos, como si no estuviéramos presentes, mientras Yáñez-Bernal y yo nos dirigíamos furtivas y desconcertadas miradas.

A continuación cogió su gabardina y se pertrechó con ella, dispuesto a marcharse.

—¿Por qué no os quedáis a cenar y me contáis lo que os preocupa de verdad?

—Noel, creo que el doctor tiene razón —dije incorporándome. Fui hacia él y jugueteé con las solapas de su gabardina—. Estaba equivocada —le expliqué con voz queda—. Él sabe infinitamente más que nosotros. ¿No crees que deberíamos seguir escuchándole?

—No me encuentro bien —contestó cogiéndome con su mano trasplantada. Entonces reparé en el calor que desprendía. Le tomé la otra y observé que la temperatura de ésta era normal.

—Tal vez debamos ir al hospital a que te echen un vistazo.

—No es necesario. Se me pasará enseguida, lo único que necesito es irme a casa.

Yáñez-Bernal nos miraba incómodo desde su asiento, sin comprender lo que ocurría. Yo tampoco era capaz de entenderlo. Seguramente, era cierto que estaba enfermo, pero tenía la impresión de que había algo más, algo que no se atrevía a decir y que nos ocultaba a ambos.

—Doctor —dije acercándome a su mesa—. ¿Podría facilitarme alguna información escrita sobre la memoria celular?

Noel no se encuentra bien, pero me parece muy interesante lo que nos ha explicado y querría seguir leyendo sobre ello.

Noel también se aproximó hacia el médico.

—César, te agradezco muchísimo tu amabilidad. Me has ayudado más de lo que crees, pero ahora tenemos que irnos. Te llamaré otro día para quedar.

Yáñez-Bernal asintió un tanto confuso. Después se levantó y rebuscó entre sus papeles hasta dar con una abultada carpeta.

—Aunque parezca que todo está un poco desordenado —manifestó refiriéndose al conjunto del despacho—, sé perfectamente dónde se encuentra cada cosa. Por favor, avisadme si puedo hacer algo. Noel, para tu tranquilidad te diré que es probable que lo que te está sucediendo sea algo pasajero y que pronto tu situación vuelva a normalizarse. Por favor, no lo olvides.

—Eso espero —dijo abrazándole con afecto sincero.