Capítulo 44

Cuando los diminutos puntos de luz de la ciudad fueron progresando, indicándonos que nuestra escapada había finalizado, sentí una punzada de desasosiego en el estómago. No quería separarme de Noel, sobre todo sabiendo que lo estaba pasando mal. Aunque hacía esfuerzos por no hablar de todo lo ocurrido, su rostro no ofrecía lugar a dudas: estaba soportando un verdadero calvario. Y yo no quería que pasara por ese trance solo. Deseaba que supiera que podía contar conmigo, que disponía de todo mi apoyo. Tras nuestra visita a Emma Saladro ambos sabíamos que aunque Antonio estuviera oficialmente muerto, como todos suponían, eso no era cierto. No al menos del todo. De algún modo inexplicable y —aunque me costara reconocerlo— sobrenatural, había conseguido burlar a la muerte rasgando el sutil velo que nos separa de los difuntos.

Sólo cuando ya nos aproximábamos al portal de mi casa retomó el tema para determinar cuál sería nuestro siguiente movimiento. Después de sopesarlo, ambos estuvimos de acuerdo en que había que hablar con Roberto Marcel, el receptor del hígado de Saladro, aunque, debido a su compleja situación, quizá no nos permitieran verlo. El hecho de que estuviera ingresado en un centro de salud mental podría entorpecer aún más las cosas. Noel estaba convencido de que si se hallaba en un sitio así era por culpa de Saladro y, después de todo lo que había escuchado de boca de su propia hermana, empezaba a creer que estaba en lo cierto, que siempre lo había estado.

Tras darnos un beso de despedida, que me supo a poco, Noel insistió en que bajara del coche, pero me negué.

—Créeme, es lo mejor para todos —comentó bajando la cabeza y ocultando el rostro entre las solapas de su cazadora.

—¡No estás en condiciones de conducir! —le espeté con rotundidad—. Y, además, no quiero.

—Ya me encuentro mucho mejor, puedo llevar el coche hasta mi casa. No deseo ponerte en peligro. Nos veremos mañana después de la rehabilitación. Pasaré a buscarte aquí o iré a la consulta, donde tú quieras.

—No estoy en peligro —insistí—. ¿Se puede saber por qué piensas eso?

—Porque lo sé. Y él lo sabe todo, como yo sé que él está buscando el modo de llegar a ti.

—Pues quédate conmigo esta noche y no te separes de mí. ¿Quién podría protegerme mejor que tú?

—No lo entiendes. En estos momentos yo también soy un peligro… Lo soy porque no puedo controlarlo.

Le rocé la cara y el pelo con ternura, tratando de persuadirlo. Después de algunas caricias cedió y entró conmigo al apartamento. Nada más traspasar la puerta, comenzamos a besarnos, primero con timidez y luego apasionadamente. Le bajé la cremallera de la cazadora, se la quité y me abracé a él temiendo que cambiara de opinión y decidiera marcharse. Pero no lo hizo. Me retuvo con suavidad por las muñecas y excitado me atrajo hacia sí. Entonces pude oír los latidos de su corazón, que empezaba a acelerarse, igual que el mío. Me volvió a besar y sin soltarme me condujo hasta el dormitorio.

Allí nos dejamos caer sobre la cama e intercambiamos tímidas sonrisas y confidencias. Poco a poco me fui desnudando, pero mis pantalones ajustados se negaban a deslizarse del todo. Noel me ayudó a quitármelos entre risas mientras yo besaba su cuello y me envolvía con el olor de su perfume penetrante y sutil al mismo tiempo. Él seguía vestido, así que quise ayudarle a quitarse la camisa. Uno a uno fui desabrochando los botones que me impedían llegar a su cuerpo y a continuación pude contemplar por primera vez su torso desnudo y esculpido. Se notaba que en el pasado había practicado deporte, aunque no en exceso, tal y como a mí me gustaba. Detestaba los cuerpos de culturista. Sin embargo, cuando quise liberarle del todo de la prenda, de manera inesperada, se retrajo y se apartó de mí.

—Apaga la luz —solicitó haciendo gala de una timidez que desconocía.

Me bastó una mirada para descubrir lo que pasaba por su cabeza. Intuía que sentía pudor e inseguridad a causa de su mano cuajada de cicatrices.

Obedecí sin decir nada, sin dejar de mirarle un solo instante.

Después, con la oscuridad como aliada, tomé su brazo y comencé a acariciarlo y a besar su mano mostrando toda la delicadeza y el cariño que sentía hacia él, quería que supiera que no me importaba en absoluto que aquélla no fuera su mano. Al principio, Noel se quedó paralizado, como si temiera abandonarse y perder el control de la situación, pero después se desinhibió y me correspondió con nuevos besos cada vez más ardientes y apasionados. Lentamente, me atrajo hacia él y se tendió sobre mí y aunque no había luz suficiente para aseverarlo, al llevar mi mano a su boca intuí que había vencido sus resistencias, pues sonreía.

Ambos nos fundimos en un tierno abrazo y comenzamos a hacer el amor despacio, como dos adolescentes que se enfrentan a su primera vez. Después, exhaustos, quedamos tendidos en la cama y nos dormimos.

Noel se despertó sobresaltado, cubierto de sudor y sumido en una inexplicable angustia. Sentía que su corazón iba a escapársele del pecho y al instante le vino una fuerte arcada que a duras penas pudo reprimir.

Se levantó sin hacer ruido, tratando de no despertar a su compañera, que sin apercibirse de nada dormía a su lado, y salió de la habitación. Cerró la puerta tras de sí procurando no hacer ruido.

Todo estaba oscuro. Noel se apoyó en la pared porque las piernas apenas lo sostenían y la tanteó en busca de un interruptor que le devolviera la luz que horas antes había rechazado por considerarla invasora. Al cabo de pocos segundos dio con uno que había en el pasillo. Aquella casa le era por completo ajena. Acostumbrado como estaba a la suya de grandes dimensiones, ésa era pequeña, así que no tardó en hallar el baño.

Entró a tientas. No había tiempo para buscar la luz. Las náuseas eran ya incontrolables. Accedió a la taza del retrete a trompicones y descargó el vómito que había acallado al menos dos o tres veces. Arrodillado, desnudo, como estaba sobre las frías baldosas del suelo, advirtió que tras arrojar el mal fuera de su cuerpo éste se relajaba, pero sólo hasta la siguiente arcada, que fue aún mayor.

Cuando acabaron los vómitos, sentía escalofríos, las rodillas le temblaban y la mano prestada le ardía como si alguien hubiera aplicado sobre ella compresas de agua caliente. Su cabeza parecía querer estallar allí mismo.

Se levantó maltrecho, como si le hubieran golpeado con un madero y, ya con el estómago colocado en su sitio, buscó la luz para mojarse la cara y la nunca con la esperanza de que aquella desazón finalizara cuanto antes. La encendió y se observó en el espejo. Durante unos instantes la imagen que éste le devolvió no era la suya, sino la del muerto, que le sonreía con malignidad desde el otro lado del cristal. Aterrado, se tapó el rostro negándose a seguir contemplado su reflejo e hizo tiempo antes de volver a mirarse.

Se había ido, pero ¿por cuánto tiempo?

El reloj de pared que había junto al espejo marcaba las 3:45 de la mañana.

Cuando me desperté, Noel no estaba junto a mí. Alargué el brazo con la esperanza de encontrarlo al otro lado de la cama, pero mi mano sólo tropezó con su almohada vacía. La olí para cerciorarme de que lo que había ocurrido la noche anterior no había sido un sueño y apuré el aroma a él que aún perduraba.

Era real; Noel había pasado la noche conmigo. Tendría que enterarme de la marca que usaba para comprar un frasco para cuando él no estuviera en casa.

Me levanté desnuda y fui al baño. Esperaba hallarlo dándose una ducha, pero allí no había nadie. Tampoco estaba en la cocina. Me puse una bata y fui al salón, donde lo encontré vestido colocando las tazas del desayuno. Había comprado pan, cruasanes y naranjas, con las que había preparado sendos zumos que reposaban sobre la mesa en copas de cristal. También había mermelada de albaricoque y mantequilla. Alimentos todos ellos que, desde luego, no habían salido de mi frigorífico, en el que sólo había leche, queso y algo de fruta.

—Buenos días, Leo.

—¿Qué haces levantado tan temprano, y vestido? —pregunté acercándome a él para darle un beso.

—Habría preferido quedarme en la cama contigo, pero tenía que bajar al coche a por la medicación. Menos mal que suelo llevar pastillas de repuesto en la guantera. Después, pensé en prepararte el desayuno, pero no había nada decente en la nevera. No sé qué sueles desayunar, así que he comprando un poco de todo —contestó separando una silla para que me sentara.

—Gracias. Tiene muy buena pinta. ¿El zumo lo has hecho tú?

—Sí. Espero que te guste. Y también he telefoneado a Bao.

—¿Al detective? ¿Para qué?

—Para que avise a su contacto en el hospital psiquiátrico y nos facilite el acceso a Roberto Marcel.

—Es una gran idea, pero me temo que no será fácil.

—Estoy esperando su llamada de un momento a otro. Ese hombre es un descubrimiento. Cuando todo esto acabe, le bonificaré con un plus.

—No me hace mucha gracia que sepa toda nuestra vida —repuse mientras untaba mantequilla sobre una tostada.

—Bao es de confianza. Además, no sabe todo sobre nosotros, únicamente algunas cosas. Y ha resultado ser de gran ayuda —comentó bebiendo un poco de zumo.

—Tienes razón. Quizá estoy condicionada por lo que he visto en las películas.

En ese momento sonó el móvil de Noel.

—Es él —informó antes de descolgar.

Le escuché hablar con Bao durante dos o tres minutos y a medida que se desarrollaba la conversación observé cómo su rostro adquiría un gesto de intranquilidad.

—Gracias por avisarme. Céntrese ahora en localizar al receptor del corazón y, por favor, avíseme cuando sepa algo —dijo antes de colgar.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿No nos permiten verlo?

—Me temo que vamos a tener que cambiar de planes.

—Imaginaba que no nos dejarían hablar con Marcel. En esas clínicas son muy estrictos.

—No es eso —explicó cabizbajo—. Ha muerto. Se suicidó la pasada madrugada. Se ahorcó con sus propias sábanas.