La angosta carretera secundaria por la que transitábamos estaba completamente encharcada. Minutos antes nos había sorprendido una inesperada y violenta tromba de agua, la cual me había obligado a levantar el pie del acelerador para evitar que nos saliéramos de la calzada.
Noel prefería que fuera yo quien condujera su potente deportivo, porque la medicación le había revuelto el estómago.
—Me pasa a veces. Los malditos inmunosupresores me dejan mal cuerpo —comentó mientras me cedía el asiento del conductor y se acomodaba en el del copiloto.
Yo no estaba muy ducha que digamos en el arte de llevar coches tan potentes. Acostumbrada al Renault de mi padre, aquél me venía muy grande. Esa máquina aceleraba como un demonio y me costaba hacerme con el control, sobre todo en las curvas.
Según las indicaciones del mapa, la casa de Emma Saladro no podía hallarse ya lejos, pero de momento el paisaje que se nos ofrecía no daba pista alguna de que allí hubiera una vivienda de grandes dimensiones. Imaginábamos que la hermana de Antonio Saladro viviría en una gran residencia, ya que ambos sabíamos que su familia gozaba de una aventajada posición económica, igual que Noel. Al abandonar una de las curvas que presentaba aquella nada aconsejable carretera, divisamos una finca que bien podría ser el lugar que buscábamos.
—¿Será ahí? —preguntó Noel sin soltar mi mano.
La había cogido con la suya, con la buena, nada más abandonar la ciudad, lo que me había permitido disfrutar de su reconfortante contacto durante todo el trayecto.
—Si el mapa no nos engaña ésa debe de ser su casa —contesté al tiempo que aceleraba un poco para llegar cuanto antes.
Ya a las puertas de la finca, antes de descender del vehículo, trazamos la estrategia a seguir. Ambos sabíamos que quizá aquella mujer no estuviera por la labor de recibirnos, así que optamos por dirigirnos con maneras suaves y delicadas. A fin de cuentas, había perdido a su hermano hacía sólo unos meses y revelarle los verdaderos motivos de nuestra visita podría ser un grave error.
—Sobre todo —comenté mirando embobada sus profundos ojos verdes—, no hagamos que se sienta presionada. Eso sería contraproducente.
—Tú eres la psicóloga —respondió guiñándome un ojo.
Después volvimos a besarnos y regresaron a mí todas las emociones que había experimentado la noche anterior en el Marlington. Habría deseado permanecer en ese coche el resto del día, los dos solos, pero aquélla no era precisamente una excursión romántica. Ambos éramos conscientes del sórdido motivo que nos había conducido allí. Teníamos que averiguar todo lo que pudiéramos sobre el difunto Saladro. Tanto Noel como yo deseábamos acabar con esa pesadilla cuanto antes y sabíamos que no podríamos hacerlo a menos que diéramos con todas las claves de aquel extraño asunto.
Descendimos del coche y atravesamos la verja de la finca sin dificultad. No había guardas, perros u obstáculos tales como empinadas vallas, tan sólo un letrero en la verja que sirvió para anunciarnos que no nos habíamos equivocado de lugar: La Buganvilla, rezaba un desvencijado cartel olvidado por el tiempo y la desidia.
Caminamos juntos en silencio hasta llegar a la puerta principal de La Buganvilla. Una vez allí, Noel la golpeó con una aldaba con forma de águila.
Nadie respondió.
El ambiente estaba húmedo después de la fuerte tormenta y comenzaba a hacer frío. Tras llamar varias veces empezamos a sospechar que no había alma alguna en aquella casa o que si la había no estaba dispuesta a recibir a dos desconocidos que se habían colado sin más en su propiedad.
Cuando estábamos a punto de marcharnos, escuchamos una voz de mujer que provenía del exterior de la casa.
—¿Quiénes son ustedes?
Nos giramos y vimos a una mujer vestida con ropas viejas y un sombrero de ala ancha que caminaba hacia nosotros. En una mano llevaba una cesta de mimbre con verduras y en la otra unas tijeras de podar.
—Buenas tardes. Buscamos a Emma Saladro. ¿Es usted? —preguntó Noel.
—Soy yo. ¿Y ustedes quiénes son?
No parecía molesta por el hecho de que hubiéramos traspasado los límites de la finca, aunque sí sorprendida.
—Mi nombre es Leo y él es Noel. Nos gustaría hablar con usted —repuse tendiéndole la mano.
—¿En qué puedo ayudarles? ¿Se han perdido?
—No —dijo Noel—, hemos venido desde la ciudad sólo para charlar con usted. La habríamos llamado antes, pero no teníamos su teléfono, únicamente esta dirección.
La mujer depositó la cesta en un rincón del porche, se quitó los guantes amarillos que llevaba y le tendió la mano a Noel. Él reaccionó bien. Se quitó el suyo y le estrechó el miembro que había pertenecido a su hermano. Si la mujer se percató de las marcas que había en su mano, evitó hacer comentario alguno que pudiera incomodar a Noel. Acto seguido la mujer hizo lo propio conmigo y nos invitó a pasar.
Emma Saladro era una mujer castaña de tez clara y grandes ojos marrones. Tendría unos 45 o 46 años y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo.
La casa era más grande de lo que parecía por fuera. El salón estaba decorado con flores secas de lavanda y olía a fresco. El mobiliario, de madera rústica casi en su totalidad le daba un toque campestre a la vivienda, que disponía de un gran ventanal desde el cual se dominaba buena parte de la finca.
Después de despojarse de su chubasquero verde nos condujo a la cocina.
—¿Quieren café? —preguntó acercándose a una vieja cafetera que había en la encimera.
Ambos asentimos. La mujer sirvió tres generosas tazas y las calentó en el microondas. Después, sirvió el azúcar y la leche, nos entregó una a cada uno y bebió un sorbo de la suya.
—Vengan conmigo —dijo sin quitarle ojo a Noel—. Estaremos más cómodos en el salón.
Le miraba de manera extraña, sin cortarse lo más mínimo, como si su cara le sonara de algo pero no supiera de qué.
En el salón nos llamaron la atención dos enormes ojos azules alertas que nos observaban con sumo interés desde un rincón. Pertenecían a un gato negro que descansaba sobre una mesa. Emma se sentó en una butaca y nos invitó a tomar asiento en un sofá marrón de pana que había enfrente de ella. Seguimos sus indicaciones y al cabo de dos o tres segundos el gato abandonó su puesto de vigilancia y se encaramó a las rodillas de Noel como si lo conociera de toda la vida.
—Se ve que le ha caído bien —comentó sorprendida mirando alternativamente a Noel y al gato—. No suele adoptar esta actitud con desconocidos.
—¿Es suyo? —preguntó Noel mientras el minino se restregaba contra su mano con delicadeza.
—No, en realidad era de mi hermano.
—Se llama Apofis. ¿No es cierto?
El rostro de Emma Saladro se desencajó y el mío también. ¿Dónde había quedado la sutileza que habíamos convenido?
—¿Cómo sabe usted eso? ¿Conocía a mi hermano? Porque si es así, ya pueden marcharse por donde han venido —le espetó revolviéndose incómoda en su butaca.
—No se inquiete —intervine para disipar el enrarecido ambiente que se había creado—, no lo conocíamos de nada, pero sí nos gustaría, si fuera usted tan amable, formularle algunas preguntas sobre él.
—Entonces, ¿cómo sabe el nombre del gato? ¿Y por qué el bicho se muestra tan cariñoso con usted?
—He debido de caerle en gracia —se justificó Noel.
—Y sabemos su nombre —me apresuré a decir para que no sonara falso— porque hemos estado haciendo algunas averiguaciones. Tenemos entendido que su hermano murió hace poco más de siete meses. ¿Es así?
—Así es. ¿Qué diablos quieren saber sobre él y por qué?
—Investigamos unos crímenes acaecidos hace nueve años, de los cuales, si no nos han informado mal, su hermano fue sospechoso.
—Es cierto, sí, pero nunca llegó a pisar la cárcel. Debió de asustar tanto a ese pobre diablo que al final reculó y cambió su testimonio. ¿Es que van a reabrir la investigación de esos asesinatos sin resolver?
—Es posible, sí —apuntó Noel—. Por eso queremos hacerle algunas preguntas. ¿Su hermano era aficionado a todo lo relacionado con el Antiguo Egipto?
—Oigan, yo no sé nada. Ya se lo dije a la policía en su momento. A nadie más que a mí le habría gustado que ese mal nacido hubiera acabado dando con sus huesos en la cárcel, pero Antonio era muy inteligente y también un déspota y un desalmado. Maltrató a mis padres hasta que perdieron la salud y se quedó con buena parte de la herencia. Conmigo hizo lo mismo hasta que me marché y se lo dejé todo. Y sí, que yo sepa, quería comprarse una casa en Egipto. Estaba obsesionado con todas esas cosas raras.
—¿A qué cosas se refiere?
—Desde joven tenía su habitación llena de estatuillas egipcias y mierdas de ésas.
A medida que la mujer hablaba, notaba que se me formaba un nudo en el estómago. Noel debía de estar igual que yo o acaso peor. Los detalles que había descrito coincidían por completo con lo que nos explicaba su hermana.
—¿Tenía su hermano un anillo de oro con este símbolo grabado? —aventuré sacando el posavasos con el dibujo de Noel.
Ella lo cogió, se colocó unas gafas que pendían de su cuello y lo examinó durante unos segundos.
—Puede ser. No lo recuerdo muy bien —vaciló al devolvérmelo—, pero podemos salir de dudas.
Entonces, sin más explicaciones, descruzó las piernas, se levantó y fue hasta una cómoda que había junto al ventanal.
La abrió y revolvió los cajones hasta dar con lo que buscaba. Después, se aproximó a nosotros y nos tendió un saquito de terciopelo rojo. Apofis continuaba sobre el regazo de Noel. Se había quedado dormido como un angelito.
—Compruébenlo ustedes mismos —manifestó volviendo a sentarse en la butaca—. Me lo dieron en el hospital poco después de que falleciera.
Noel estaba lívido. Por su cara me di cuenta de que no estaba preparado para enfrentarse a eso, así que armándome de valor tomé el saquito en mis manos y lo abrí despacio. Nunca he creído en esas cosas, pero al contacto con mi piel aquel sello de oro me provocó escalofríos. Tal vez se debían a que sabía que el anillo había sido de un presunto criminal o al hecho de que hubiera estado muchos años en la mano que ahora pertenecía a Noel. No lo sé, pero eso fue lo que sentí. Lo observé con atención y corroboré que se trataba del mismo dibujo que Noel había trazado en el posavasos. Él me miró esperando la confirmación de algo que ya intuía, aunque por mi reacción seguro que adivinó que era el mismo símbolo.
—¿Sabe qué significa? —pregunté intrigada.
La mujer clavó sus ojos en los míos.
—No, nunca he querido saber nada de todo eso, pero sé que tiene que ver con ese maldito ritual.
—¿De qué ritual habla?
Fue Noel quien formuló la pregunta.
—No lo sé —confesó la mujer—. Mi hermano Antonio me daba miedo. No nos llevábamos muy bien que digamos, así que procuraba no meterme en sus asuntos. Era un hombre violento. Lo único que puedo decirles es que aquello debió de ocurrir cuando tenía treinta y pocos años y se marchó unos meses a Egipto. Cuando regresó volvió muy cambiado, y no para mejor. Créanme cuando les digo que Antonio estaba hecho de una mala pasta. No sé de quién la heredó, pero no fue de nosotros. Al regresar llevaba este anillo y desde entonces nunca se separó de él. Un día le pregunté por su significado y me contestó que había hecho un ritual de sangre para protegerse de la muerte. No le creí, claro. Pienso que quizá se lo robó a alguien.
La mujer hizo una pausa para beber un poco de café.
—El día que murió me lo entregaron después de firmar el consentimiento para la donación. No sé más.
—¿Era donante? —preguntó Noel, esperando sonsacarle alguna información adicional.
—Sí, yo sólo estampé mi firma en los papeles, pero él lo tenía muy claro. Siempre le oí decir que si alguna vez moría quería convertirse en donante. Era tan arrogante que hablaba de la muerte como si ésta nunca fuera a tocarle. Para una cosa buena que dejó dicha, no iba yo a oponerme. Pensé que todo lo malo que había sido en vida podría repararlo con ese gesto. Para mí fue un consuelo. Y si ahora reabren la investigación y resulta que al final fue él quien mató a esas personas, al menos se habrá hecho justicia.
Después de un rato, ambos nos levantamos dispuestos a marcharnos.
—Muchas gracias, ha sido usted muy amable —dijo Noel antes de despedirse.
—¿Sabe? Usted me recuerda a él —comentó Emma al tenderle la mano.
Noel se quedó mudo, sin saber qué decir.
—¿En qué? —quise saber.
—En la mirada —respondió la mujer—, por eso le observaba tanto antes. Y en lo apuesto que es. Él también lo era. Tenía la facultad de llevarse a las mujeres de calle. Después las abandonaba sin pudor. Claro que, afortunadamente, usted no es él.
Abandonamos la finca y dejamos a Emma Saladro con sus amargos recuerdos. Ninguno de los dos fuimos capaces de pronunciar palabra hasta que subimos al coche. Francamente, no sabía qué decir. Noel parecía abatido e impresionado por lo que acababa de pasar en aquella casa. Una vez dentro nos abrazamos.
—¿Me crees ahora? —preguntó—. ¿Qué va a ser de mí?
No creo que pueda resistir esto por más tiempo. No quiero acabar como los otros.
—No va a pasarte nada malo. No vamos a permitirlo —dije intentando reconfortar su maltrecho espíritu.
—Sé que he sido un estúpido, que me he comportado mal con la gente que más me quería, pero no soy un asesino y no merezco lo que me está pasando.
Le besé en la frente, en los ojos, algo húmedos por la emoción, y descendí hasta su boca. Permanecimos así abrazados besándonos largo rato. Después regresamos a la ciudad.