Capítulo 42

Cuando quise darme cuenta la mayor parte de los trajes que había en mi armario yacían sobre la cama. No sabía qué ponerme para acudir a mi encuentro con Noel. Después de muchas dudas al final me decanté por un traje negro que —creía yo— contribuía a resaltar mi figura. Al menos eso me habían dicho en alguna ocasión.

Mientras me pintaba los labios y me atusaba el pelo, me preguntaba adónde iría a parar aquel asunto. Por teléfono había percibido a Noel frío y cortante, como si no tuviera ganas de hablar o estuviera enfadado conmigo. Sin embargo, no debía de ser así cuando me había citado en un local de la parte alta de la ciudad en lugar de despacharme por teléfono.

Antes de aplicarme colorete sobre las mejillas me observé atentamente en el espejo. Me vi horrorosa. El corrector de ojeras y el maquillaje no habían servido para mitigar las huellas de cansancio que arrastraba desde hacía varios días ni tampoco para ocultar las imperfecciones de mi cutis.

Pero cuando terminé de arreglarme, después de una labor casi de ingeniería, me sentí medianamente satisfecha con el resultado. Me pregunté si no estaría albergando falsas ilusiones con respecto a Noel. A fin de cuentas no se trataba de una cita, sino de una reunión para aclarar todo cuanto había pasado. ¿A qué venía tanta preocupación por mi aspecto? Probablemente ni siquiera se fijaría en mí. También vacilé a la hora de escoger una prenda de abrigo que casara con mi vestido. No tenía ninguna apropiada, así que opté por un chal de tul que, aunque no protegía del frío, quedaba aparente con mi vestuario. Cogí las llaves del recibidor y el bolso y salí hacia el punto de encuentro presa de una inquietante sensación de inseguridad.

Cuando llegué al club Marlington, Noel aún no había hecho acto de presencia. El maître me condujo con diligencia a una mesa que había reservada a su nombre. A continuación un camarero se aproximó para ofrecerme un cóctel y se marchó dejándome sola en aquel glamuroso local acondicionado con mesas bajas y escasa iluminación. Antes de irse encendió una vela y me hizo una reverencia servil que me pareció ridícula. El entorno no podía ser más propicio para un encuentro de parejas, pero me repetí una y otra vez que la nuestra no era una relación de ésas.

Evidentemente, no estaba acostumbrada a locales como el Marlington, pero, por lo visto, Noel sí, ya que apenas transcurridos cinco minutos, al verle entrar en el club, me dio la impresión de que estaba familiarizado con toda aquella teatralidad que a mí me espantaba.

A medida que se iba acercando advertí que me subía una oleada de calor y que mi corazón se agitaba en mi pecho avisándome de algo que ya sabía: que aquel hombre no me era indiferente. Al aproximarse aprecié un brillo extraño en su mirada que no supe interpretar. Quizá eran imaginaciones mías, pero algo me decía que yo le gustaba. Sin embargo, si sentía algo especial por mí se encargó de disimularlo haciendo gala de una gran dosis de pericia, pues por todo saludo se limitó a extender su mano enguantada, aquélla que había pertenecido al misterioso Saladro. Debo confesar que al tacto me pareció más vigorosa y ágil que su propia mano, lo cual logró sobrecogerme de los pies a la cabeza, porque aunque guardaba un vago recuerdo de ella, siempre me había parecido endeble y hosca.

Tras saludarme, se sentó e hizo algo que me sorprendió. Con parsimonia, recreándose en aquella acción, se despojó del guante que la cubría y colocó su mano sobre la mesa, desafiante, para que pudiera examinarla en detalle. Después, el camarero trajo mi cóctel y uña botella de agua que, a buen seguro, Noel le había pedido antes de sentarse. El hombre depósito las bebidas en la mesa y se retiró con discreción dejándonos a solas.

Quise romper el hielo y decir algo, pero no se me ocurría nada adecuado ni inteligente, tan sólo me limitaba a observarlo intentando adivinar qué pasaba por su cabeza. Permanecimos así unos instantes, sin mediar palabra, mirándonos a los ojos, hasta que el silencio se hizo insostenible.

—Pensé que querías disculparte —dijo al fin sirviéndose agua en una copa.

El tono de su voz parecía conciliador, pero la expresión de sus ojos revelaba lo contrario.

—Tienes razón, aunque creo que no soy la única que debería hacerlo —respondí jugueteando con la pajita de mi cóctel—. Me parece que ha llegado la hora de aclararlo todo.

—Sí, estoy de acuerdo. Empecemos por ti. ¿Por qué fuiste a ver a mi tía?

—Ella no tuvo nada que ver. Por favor, no te enfades con Delia. Quería descartarte como sospechoso, pensaba que eras un asesino. Necesitaba que alguien me facilitara tu escritura, la que tenías antes de que te hicieran el trasplante —expliqué esperando su comprensión—. Tu tía es una mujer maravillosa. No ha sido partícipe de la trama. Ella sólo pretendía ayudarte y, en cierto modo, yo también.

—¿En cierto modo? Te pedí ayuda y me la negaste —me reprobó.

—No estaba en mi mano hacer lo que me pedías, no podía averiguar el nombre del donante. Traté de explicártelo. Tengo mis principios, pero siempre he deseado que fueras inocente. Si hubiera estado convencida de que eras el autor de esos horrendos crímenes, no habría acudido a ella, sino a la policía.

—Ahora sé que eres grafopsicóloga y que también has estudiado pericia caligráfica. Bao me lo dijo, pero sigo sin entender por qué sospechabas de mí.

—Porque la historia que me contaste no se sostenía… —dudé antes de continuar con mi razonamiento. No quería que se molestara—. No se sostiene. Sigo pensando que tiene que haber otra explicación para todo cuanto está ocurriendo. Los muertos, muertos están. No pueden regresar e interferir en nuestras vidas, ya sea a través de un trasplante o por otras causas. ¿Cuántas personas trasplantadas hay en el mundo? ¿Imaginas lo que pasaría si tu hipótesis tuviera algún fundamento? ¿No te das cuenta de que lo que planteas es imposible?

Hice una pausa para tomar aire.

—Después de nuestras sesiones creí que eras tú quien había matado a la vidente y al mendigo y que lo que me habías descrito como pesadillas en realidad eran recuerdos reprimidos. Lo siento, pero era la explicación más lógica, la más sencilla y, por tanto, la más admisible.

—Y por eso decidiste abandonar mi caso y te dedicaste a investigarme.

—Sí. La verdad, no podía seguir llevándolo. ¡Así no te estaba ayudando! Creí que tu patología escapaba a mis conocimientos, que necesitabas a alguien más cualificado que yo.

—Pero tú tenías mi escritura. ¿Por qué no la utilizaste en lugar de involucrar a mi tía con tus tejemanejes?

—¡Lo hice! —protesté—. Y coincidía con la del asesino, a la que había tenido acceso a través de un conocido.

—Carelio Ramos, el periodista de El Observatorio.

—Sí, pero él tampoco sabe nada. Le mentí igual que hice con tu tía. No he jugado limpio, lo sé, pero sabiendo todo lo que acabo de contarte no podía dejar las cosas así y mantenerme al margen. Lo intenté, pero después sucedió lo del cirujano.

Entonces, Noel hizo algo inesperado. Cogió mi mano, clavó sus ojos en los míos y susurró:

—Necesito saberlo todo. La situación ha empeorado desde que te pedí ayuda. Ya no soy capaz de controlar mi vida. El entra y sale cuando le da la gana. Me utiliza. Si no doy con él acabaré como los otros.

Su mano, la trasplantada, aún sostenía la mía. Quizá a otra persona le habría causado rechazo, pero yo no quería que me soltara.

—No va a pasar nada de eso, daremos con una solución.

Entonces le puse al día y le conté todo lo que había descubierto, incluyendo mi conversación con Ignacio Mares. Él me miraba con interés, observando mis ojos, mis ademanes y mi boca. En otras circunstancias le habría besado, pero desconocía cuáles eran sus sentimientos hacia mí, aunque tenía la impresión de que no le era indiferente, que sólo se alejaba por miedo.

Cuando terminé de exponerle mis hallazgos, Noel permaneció en silencio, taciturno, como si sopesara todos aquellos nuevos datos. De pronto bajó la cabeza y fijó su atención en su mano. Ésta temblaba un poco. La apartó de la mía y volvió a ocultarla con el guante.

—¿Por qué haces eso?

—Creo que él sabe que ahora estamos juntos.

—Eso no es posible, Noel.

—¿Y qué otra explicación se te ocurre para todo lo que has leído en esos informes? ¿Tienes alguna mejor?

No supe qué contestar. De puro nerviosismo mordí la pajita de mi cóctel con rabia.

—No tengo ninguna, pero eso no quiere decir que no la haya.

—Tú misma lo has dicho: mi escritura actual coincide con la de Saladro.

—Con la del asesino —le corregí—, no con la del muerto.

—Son la misma persona —insistió apartándose un mechón de pelo que caía sobre su frente—. Lo sé porque llevo parte de él dentro. Fue Saladro quien pidió todos aquellos libros sobre la religión del Antiguo Egipto y utilizó mi tarjeta de crédito para pagarlos; quien pintó la vasija y escribió su nombre varias veces en mi redacción; quien se mete en mi mente cuando puede y distorsiona mis recuerdos. ¿Sabías que tenía un gato que se llama Apofis? Lo sé, y no me preguntes cómo. También sé que tenía un anillo de oro con este símbolo.

Entonces cogió su posavasos, le dio la vuelta y me pidió un bolígrafo. Extraje el que solía llevar en mi bolso y se lo ofrecí. Le vi dibujar algo sobre el cartón. Después, me lo tendió para que lo examinara.

—¿Qué es esto? —pregunté intrigada.

—No lo sé. Espero que tu amigo el egiptólogo sepa de qué se trata. ¿Se lo preguntarás?

—Claro, estamos juntos en esto, Noel. ¿Puedo quedármelo?

Hizo un gesto con la mano indicándome que me lo guardara.

—Sé que Saladro lo llevaba grabado en un anillo. Lo he visto en ensoñaciones. A veces tengo recuerdos suyos, de cosas que no he vivido, que no me corresponden. En otras ocasiones él sueña a través de mí. He visto ese anillo muchas veces en su mano —explicó mirándose el apéndice trasplantado—. Creo que deberíamos hablar con su hermana. Ella podrá confirmar todos estos detalles. ¿Me creerías entonces?

—Sí —manifesté con resignación.

Entonces, Noel hizo algo que me pilló desprevenida. Se incorporó en su asiento, me atrajo hacia él y me besó en los labios.

Fue un beso tímido, dulce y cálido. No recordaba que nadie me hubiera besado de ese modo jamás, ni siquiera en la escuela, cuando me dieron mi primer beso. Todas las dudas que habían atenazado mi corazón se desvanecieron en un solo segundo mientras mi cuerpo se estremecía y sentía un agradable cosquilleo en la boca del estómago. En aquel momento, pese a la amenaza invisible que se cernía sobre nosotros, conseguí olvidarme de toda aquella pesadilla. Sólo estábamos él y yo. No había nadie más a nuestro alrededor. Pero nuestros labios se despegaron demasiado pronto. Aunque Noel no me explicó por qué, intuí cuáles eran sus miedos. Tal vez temía que al igual que él era capaz de conocer detalles de la vida de Saladro, éste podría saber lo que Noel hacía y con quién se relacionaba. Parecía un temor infundado, pero ¿y si no lo era?