Capítulo 41

Me despertó el teléfono. No sabía qué hora era y, por unos instantes, tampoco supe dónde me encontraba. Tenía un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto. Aún tenía las gafas de leer puestas, las cuales me habían dejado unas horrendas marcas rojas en la nariz y las orejas. Tardé un poco en tomar conciencia de que me hallaba en el sofá. Todavía somnolienta alargué el brazo y descolgué el teléfono.

Era Teresa.

Al oír mi voz ronca se disculpó. Al parecer, alguien había traído un sobre para mí en el que figuraban las palabras «urgente» y «confidencial», así que, aunque no tenía que ir a la consulta hasta por la tarde, pensó que debía avisarme. No me hizo falta conocer el remitente para saber de quién procedía. Después de todo, la tía de Noel había cumplido su palabra. Fui a la cocina y bebí un vaso de zumo de pomelo. Tenía la garganta seca, así que me decanté por algo natural. Ya había ingerido suficiente café la noche anterior. Me duché a toda prisa y me vestí con lo primero que encontré en el armario. Me sentía tan confundida que era incapaz de pensar con claridad. La lectura de aquellos dichosos informes había trastocado por completo mi determinación de acudir a la policía, provocando al tiempo sentimientos encontrados hacia Noel. La sorpresa inicial había dejado paso a la indignación. Aquel hombre había vulnerado por completo mi intimidad. Después de atar cabos deduje que la persona que había entrado en mi consulta era Bao, quien, seguramente, también me había estado siguiendo. Pero ¿acaso no había hecho yo algo parecido con mi antiguo paciente? Por otra parte, me sentía aliviada al descubrir que Noel no era el asesino que imaginaba.

¿O me equivocaba una vez más?

Decidí no precipitarme, no tomaría una decisión hasta tener en mis manos una muestra de la escritura de Noel anterior al trasplante.

De camino al despacho recibí un mensaje en el móvil. Era de Paloma. El texto no podía ser más escueto: «Espero que con las luces del día no hayas cambiado de opinión». No contesté y guardé el teléfono en el bolsillo. Habían pasado demasiadas cosas en una sola noche y no había tiempo para explicaciones. Ya hablaría con ella en otro momento.

Ya en la consulta Teresa me esperaba con unos suizos y un café con leche. Por lo visto estaba dispuesta a que engordara los kilos que había perdido por la ansiedad de los últimos días. Cogí uno de la bandeja, lo deposité sobre una servilleta para evitar mancharme los dedos y lo llevé a mi despacho junto con el misterioso sobre de color crema.

Teresa había percibido cambios en mi conducta, pero ignoraba qué los había originado.

—Últimamente estás muy hermética —le oí decir en la lejanía.

Lo primero que hice fue cerrar la puerta. Solté el ordenador y los papeles, y me senté en mi butaca. Después le di un mordisco al suizo y examiné el sobre con detenimiento. No había sido enviado por un servicio de mensajería ordinario. Alguien lo había traído en mano, tal vez el chófer de Delia Villalta o alguien del personal a su servicio.

Por pura deformación observé su escritura. Según se desprendía de ella, no le había caído mal. Mi nombre aparecía destacado bien grande con caligrafía entusiasta. Después observé algunos detalles que me hicieron comprender que esa mujer no se encontraba bien de salud. Detecté sacudidas impropias de su edad. Delia Villalta no era tan mayor como para que las letras temblaran de aquel modo.

Rompí con cuidado el borde del sobre para evitar dañar su contenido y extraje lo que había dentro. Dos cartas: una doblada por la mitad y otra, que —por el tono ligeramente amarillento del papel— juzgué más antigua. ¿Sería esta última la de Noel?

Desdoblé la primera. En efecto, aquella escritura era la misma que figuraba en el sobre. Se notaba que Delia Villalta había tenido una educación bien encauzada. El conjunto armónico de su escritura así lo revelaba. Por sus rasgos concluí que se trataba de una mujer extremadamente inteligente y sensible.

Transcripción:

Att. Sra. Leo Sánchez Flores

Apreciada Leo:

Debe disculparme por haber tardado tanto en enviarle la carta que me pidió, pero me ha sido imposible encontrarla antes. Espero que este material pueda servirle para ayudar a mi sobrino Noel. Por favor, manténgame informada de cualquier avance.

Aunque supongo que no hace falta que se lo diga, le ruego que mantenga en secreto nuestro «plan de rescate». No quisiera que él se molestara conmigo por haber actuado a sus espaldas.

Afectuosamente,

Delia Villalta

Pobre mujer. Imaginaba lo desesperada que debía de estar para facilitarle a una desconocida algo tan íntimo como una carta manuscrita, y más a espaldas de su sobrino. Su firma sencilla y legible terminó de confirmarme algo que ya había intuido al conocerla: que se trataba de una persona sin dobleces de clase alguna. No como yo, que la había utilizado vilmente para conseguir mi objetivo. No podía negarlo, me sentía como una cucaracha.

Aparté la carta de Delia, apuré el café que aún restaba en la taza y le di los últimos bocados al suizo. Quizá tan sólo retrasaba el momento de enfrentarme a la otra carta —la que de verdad me preocupaba— por temor a sufrir un nuevo desengaño.

Finalmente me decidí a leerla.

Transcripción:

Querida tía:

Han pasado casi dos años desde que murieron papá, mamá y la pequeña Sandra. Han sido tiempos duros para todos. Después del accidente que les sesgó la vida, nunca creí que podría llegar a sonreír de nuevo. Sin embargo, gracias a vuestro apoyo, vuestra comprensión y vuestro cariño, hoy me encuentro fuerte para escribir estas líneas y para sonreír de nuevo.

Con vosotros he aprendido el valor del cariño. Me habéis enseñado que la vida se empeña en ponernos pruebas y zancadillas para averiguar nuestra capacidad de aguante, pero tenemos que seguir adelante e ignorar sus envites.

Querida tía, deseo que tengas un feliz cumpleaños. Quiero que sepas que pase lo que pase, siempre estaré aquí para ayudaros en todo lo que podáis necesitar.

Con cariño,

Noel Villalta

A primera vista, la antigua escritura de Noel no era similar a la del Noel trasplantado que conocía. De hecho, parecían realizadas por dos personas totalmente diferentes. Tras su lectura entendí que el documento había sido escrito cuando mi ex paciente era más joven, lo cual, si bien podría explicar el hecho de que se hubieran producido modificaciones en su caligrafía actual, no justificaba cambios tan radicales como los que mostraba la redacción que había analizado.

Me puse manos a la obra e inicié el peritaje caligráfico. Pasé toda la mañana enfrascada en esa tarea sin levantarme del sillón. De vez en cuando hacía pausas para levantar la cabeza y mirar por la ventana. Necesitaba descansar los ojos después de haber pasado la noche prácticamente despierta. Y, sobre todo, precisaba recuperar el sueño y la tranquilidad perdidos.

A eso de la una recibí una llamada de Care Ramos. Quería invitarme a comer para contarme sus últimos hallazgos en torno a los crímenes, pero estaba impaciente por acabar el informe pericial, así que decliné su ofrecimiento.

Pareció decepcionado.

—¿Y no podríamos vernos por la tarde? —sugirió.

—Es que estoy muy liada, Care. ¿Qué es lo que ha descubierto? ¿No podría adelantarme algo?

—Esperaba poder decírselo en persona, pero si está tan ocupada, puedo anticiparle que por fin he averiguado el nombre de la persona que la policía barajó como sospechosa de los crímenes de los que le hablé.

Tardé unos segundos en reaccionar. Suponía que esa persona era Antonio Saladro, pero ¿y si no era él? En el informe de Bao se hablaba, ciertamente, de que Saladro había sido sospechoso de unos asesinatos, pero el detective no especificaba de cuáles.

—¿De quién se trata? —acerté a preguntar.

—Debería decir mejor de quién se trataba. ¡Toda mi investigación se ha ido a la mierda! Y me he quedado sin exclusiva —arguyó molesto al tiempo que resoplaba a través del auricular—. El tipo murió hace varios meses, así que indiscutiblemente no ha podido ser el autor de estas nuevas muertes.

—¿Cuál era su nombre?

—¿Tiene curiosidad, eh? Antonio Saladro. Así se llamaba, pero poco importa ya, porque está muerto y bien enterrado. Tendré que replantearme toda esta historia. Y si no fue él, sólo cabe la posibilidad de que se trate de un imitador, lo cual es preocupante, ya que a menos que cometa un grave error, no creo que tenga intención de detenerse.

Respiré aliviada. Al menos era Saladro. Aquel dato situaba a Noel en una posición menos incómoda. Pero si mi antiguo paciente no era el asesino, ¿quién había ejecutado a esas personas? Me negaba a aceptar la posibilidad de que hubiera vida más allá de la muerte y menos aún la hipótesis de que un difunto pudiera acceder al mundo de los vivos para cobrarse una víctima tras otra. Aquello no tenía sentido alguno.

—Tarde o temprano la policía dará con él —aventuré.

—Sí, pero ¿a cuántas personas más matará antes de que esto ocurra? De eso, precisamente, quería hablarle. De ahí mi interés en que nos viéramos. Debe tener cuidado, y más ahora. La policía, créame, anda muy despistada. Leo, desconozco por qué le atañe tanto este caso, pero, si es por lo que imagino, toda precaución es poca. Llevo muchos años en sucesos y he visto de todo.

—Le agradezco su preocupación, Care, pero puede estar tranquilo, no va a pasarme nada.

El periodista pasó un buen rato intentando convencerme de que fuera cuidadosa y precavida. Debido a mi creciente interés por el tema estaba convencido de que me unía algún tipo de relación con las víctimas, pero yo me sentía más relajada que nunca al saber que Noel no podía estar implicado, sobre todo una vez que finalicé el nuevo informe pericial. Al terminar el cotejo había quedado descartado como sospechoso. Para mi alivio no había rasgos coincidentes.

Definitivamente, la letra del antiguo Noel no guardaba relación con la del Noel trasplantado ni tampoco con la del asesino. Tan sólo me preocupaba una cosa: su actual escritura presentaba demasiadas similitudes con la que aparecía en nota del criminal. ¿Qué explicación tenía eso si no era culpable? ¿Por qué había asimilado como propios los rasgos de una letra que no le correspondía? Al menos para mí era un misterio. Y me perturbaba.

Después de comer y antes de recibir a mi primer paciente, me armé de valor y telefoneé a Noel. No me quedaba otra. Le debía una disculpa.