Habían transcurrido un par de días y aún no había recibido noticias de Delia Villalta. ¿Se tardaba tanto en buscar una carta? Pese a sus buenas intenciones y su actitud abierta y colaboradora, comenzaba a sospechar que la tía de Noel había cambiado de opinión. Quizá —aunque prometió no hacerlo— había hablado con su sobrino y entre los dos habían terminado descubriendo mi argucia.
Me la imaginaba montando en cólera al enterarse del engaño y también la hipotética reacción de Noel al descubrir que estaba siendo investigado por su propia ex psicóloga. Sólo entonces comprendí que había actuado de manera insensata y temeraria, porque, en el supuesto de que Noel fuera un criminal, tal vez acariciara la aterradora idea de eliminarme como a una molesta mosca que se posa en un plato de comida.
Sin embargo, también cabía la posibilidad de que la engañada fuera yo; que Delia Villalta me hubiera ocultado que sabía que su sobrino ya no acudía a mi consulta y que se hubiera limitado a seguirme la corriente para averiguar mis intenciones. Después de abandonar su casa podría haber telefoneado a su sobrino para contarle que su antigua psicóloga andaba por ahí pidiendo muestras de su escritura a la gente. De improviso me sentí invadida por una extraña y creciente sensación de inseguridad, amenazada por un peligro latente, pero tan real como el bocadillo de queso que acababa de comprar en el bar de la esquina. Mi vida, tenía que reconocerlo, se había convertido en un caos. Hacía varias semanas que no me ocupaba de mis propias necesidades, por no hablar de los tres kilos que había perdido de pura ansiedad. Comía mal, dormía peor, tenía abandonada a mi familia y mis amigos y los nervios de punta. De seguir así —deduje—, no tardaría en caer enferma.
Abrí la puerta y deposité las llaves en un práctico vacía-bolsillos que tenía en el recibidor. La casa estaba patas arriba, tal y como la había dejado. Cualquiera que viniera en ese momento podría pensar que habían entrado a robar. Dejé mis cosas sobre la mesa del salón y revisé las llamadas perdidas en el contestador. En él había registrado un mensaje de mi amiga Paloma. Era una de las pocas personas que estaban al tanto de mi relación con Alberto y nuestra reciente ruptura y se sentía inquieta por la falta de noticias sobre mí. Recordé que al contarle lo que había pasado con mi ex me pidió que la llamara cuando quisiera y que confiara en ella en las horas bajas, pero entre unas cosas y otras no lo había hecho, así que me senté en el sofá y marqué su número.
—Ya era hora. Me tenías preocupada —me espetó a modo de saludo—. ¿Estás bien?
No, no lo estaba, pero no porque echara en falta a Alberto, como suponía ella, sino por los últimos acontecimientos que se habían producido en mi vida, los cuales me sobrepasaban. Sabía que era inútil mentirle, me conocía demasiado bien y tenía tendencia a comportarse igual que una madraza.
—¿Con sinceridad? No estoy muy animada.
—¿Por qué? ¿No me digas que Alberto te está puteando? Lo imaginaba.
Alberto nunca le había caído en gracia. Al parecer, había sido capaz de ver todos los inconvenientes de mantener una relación con un hombre casado y se había encargado de enumerármelos cientos de veces.
No respondí. No sabía si debía decirle lo que de verdad me estaba sucediendo.
—¿No habrás vuelto con él? Por favor, dime que no lo has hecho.
—No, tranquila. No estoy con Alberto. Ya te dije que lo nuestro se había acabado definitivamente. Han pasado algunas cosas, pero no tienen nada que ver con él.
—¿Estás en casa?
—Sí, acabo de llegar. Perdona que no te haya llamado antes. Sé que te dije que lo haría, pero ya me conoces, soy un desastre.
—¿Has cenado? ¿Por qué no nos vemos y charlamos un rato?
—No, aún no he cenado, pero es tarde y tú estarás cansada.
—Estás de suerte. Mañana no tengo que madrugar. Venga, anímate. Podemos quedar en Chusky’s. Ahí se come bien.
Eché una ojeada al bocadillo de queso que aún reposaba sobre la mesa junto al bolso y la chaqueta y la idea de convertirlo en mi cena no me sedujo lo más mínimo. Como yo tampoco tenía que madrugar al día siguiente, porque mi primer paciente no estaba citado hasta las cuatro, pensé que no me vendría mal la compañía de Paloma y de paso cenar algo caliente.
—De acuerdo, me has convencido. Nos vemos en Chusky’s dentro de media hora —dije antes de colgar.
Chusky’s era una cervecería que servía platos típicos alemanes: salchichas con puré, codillo con chucrut, ensaladas y quesos variados, entre otras especialidades. Cuando llegué, Paloma ya había cogido una buena mesa junto a la pared. El local, escasamente iluminado, tenía mesas de madera de lo más pintoresco, parecidas a las que había observado en la fiesta de la cerveza en algún reportaje emitido por televisión. Aquello, más que un restaurante, parecía un pub, pero era acogedor y a ambas nos gustaba.
—Te he pedido una cerveza —dijo Paloma después de darme dos besos.
La conocía desde la infancia. Era una persona alegre, vital y decidida. Aquel día llevaba un traje de chaqueta color berenjena que armonizaba a la perfección con su cabello pelirrojo, largo y ondulado. Tenía los ojos azules y la tez blanca y cubierta de pequeñas pecas. Su nariz, un poco aguileña, no era escandalosamente prominente y en conjunto resultaba agradable.
Durante el trayecto había meditado sobre si debía hacerle partícipe de mis quebraderos de cabeza. Por una parte, quería desahogarme y contárselo todo, pero, por otra, no deseaba implicarla en un asunto tan desagradable como aquél, cuyas ramificaciones ni yo misma era capaz de entrever.
Después de hablar un rato sobre banalidades, pedimos un codillo a medias y brindamos por mi nueva soltería, pero Paloma me conocía bastante bien y sabía que me ocurría algo.
—¿A qué viene esa cara? ¿No estarás pensando en volver con él? —preguntó mientras cortaba un trozo de codillo.
—Que no… Quédate tranquila.
—¿Entonces qué es? Sé que te pasa algo. Lo veo en tu cara.
—Llevo unos días agotadores.
—Vamos, Leo —comentó clavando sus ojos en los míos al tiempo que soltaba el tenedor—. Es algo más que cansancio, a mí no me engañas.
No estaba segura de querer explicárselo, así que esquivé su interrogatorio como pude y me mantuve firme hasta los postres. Llegadas a éstos, me derrumbé frente a una tarta de chocolate y se lo conté todo. Su reacción no se hizo esperar.
—¿Estás loca? —me espetó alzando un poco la voz—. Tienes que ir a la policía de inmediato. Ese tío puede ser peligroso.
Hice un gesto con la mano para que bajara la voz, la gente nos miraba de reojo, sobre todo tras salir a colación la policía.
—Pero ¿y si es inocente? —susurré—. No puedo hacer algo así sin estar segura, podría acarrear consecuencias terribles para él.
—¿Y si no lo es? ¿Piensas esperar a que te mate para comprobarlo? ¿Es que quieres acabar degollada en cualquier descampado de las afueras de la ciudad?
—Hablas así porque no lo conoces. Noel no parece un asesino y te recuerdo que soy psicóloga. Algo sé sobre esto.
—Ni quiero conocerlo. ¡Por Dios santo! ¿Tú te escuchas? Realmente estás colada por ese tío. Cuando me dijiste que habías roto con Alberto no podía creer que por fin hubieras dado ese paso. Él era una mala influencia para ti, pero esto… ¡Esto es mucho peor!
Me miraba horrorizada, como si hubiera perdido el juicio, y quizá no fuera desencaminada.
—¿Cabe la probabilidad, remota pero posible, al fin y al cabo, de que lo que me ha contado sea cierto?
Ni yo misma daba crédito a las palabras que salían de mi boca.
—Joder, Leo. Aun en el caso de que así fuera, cosa del todo improbable, por no decir absolutamente imposible, peor me lo pones. Eso significaría que dentro de él hay un asesino, un puto muerto, fantasma o lo que quiera que sea, que se dedica a matar la a gente sabe Dios por qué antojadizo motivo. ¿Es que no lo ves? ¿Por qué no vamos a la comisaría ahora mismo y que sea la policía quien decida?
—Ya te he dicho que no puedo hacer eso sin estar segura del todo. Primero tengo que hacer ese informe pericial, suponiendo, claro está, que su tía no se haya ido de la lengua y quiera darme la carta.
Paloma me miró primero con severidad y después con preocupación.
—No quiero tener una amiga muerta. ¿Me oyes? Prométeme que por lo menos pensarás en lo que te he dicho y harás algo al respecto.
—Quizá tengas razón —repuse bajando la guardia—. Te prometo que mañana iré a la policía —dije al fin.
Sí, era posible que mi amiga estuviera en lo cierto. Aquel asunto había escapado a mi control. No era una heroína, ni tampoco pretendía serlo. Para eso ya estaba la policía.
Abandonamos Chusky’s a eso de la una y media y Paloma se empeñó en llevarme a casa en coche.
—No hace falta, en serio. Cogeré un taxi —dije acercándome al borde de la acera para observar si se aproximaba una luz verde.
—De ningún modo. Te llevo, y más sabiendo que hay un maniaco por ahí suelto —me espetó mientras abría el vehículo con el mando a distancia—. Anda, sube.
Paloma aprovechó el trayecto para hablarme de su nuevo novio, un profesor de filosofía que había conocido en una exposición de pintura postimpresionista y quedamos en vernos otro día para que me lo presentara. A esa hora no había tráfico, así que llegamos enseguida. Después de darle las gracias, descendí del coche. Ya me disponía a entrar en el portal, cuando oí la voz de Paloma llamándome desde el interior del vehículo.
—Espero que cuando te despiertes mañana no hayas cambiado de opinión, recuerda tu promesa.
—No creo que eso pase —la tranquilicé—, pero lo único que quiero ahora es descansar, estoy agotada.
Paloma arrancó su viejo Ford y giró a la derecha. A lo lejos pude escuchar la música de la radio. Caminé hacia el portal al tiempo que extraía la llave del bolso, pero cuando estaba a punto de introducirla en la cerradura una mano enguantada me retuvo del brazo.
—¿Lo has pasado bien, Leo?
Reconocí su voz de inmediato y se me heló la sangre. Era Noel, el hombre al que pocas horas después pretendía denunciar. Era la primera vez que me tuteaba. Su voz me pareció burlona. Intenté zafarme, pero me lo impidió.
—¿Tienes prisa?
Su mirada había cambiado, no parecía la misma que tenía cuando visitaba mi consulta y que tanto me fascinaba. La de ahora era fría y penetrante, y mucho más sombría. Sentí que los pelos se me erizaban y el corazón me golpeaba con fuerza en el pecho. El miedo se apoderó de mí y comencé a temblar.
—¡Suéltame!
No sólo no lo hizo, sino que me sujetó aún con mayor fuerza.
—Antes tenemos que hablar. Sé que estuviste en casa de mi tía. ¿Qué buscabas allí? Si mal no recuerdo, hace tiempo que dejé de ser tu paciente.
No contesté y haciendo acopio de valor le pegué un codazo en la mano trasplantada. Debí de lastimarle, porque emitió un gruñido y de inmediato aflojó la presión que ejercía sobre mi brazo, circunstancia que aproveché para abrir la puerta y salir corriendo. Sin embargo, evitó que ésta se cerrara y corrió detrás de mí. Por mi parte, no me entretuve en coger el ascensor y subí por la escalera todo lo rápido que pude.
—¡No te escapes! ¡Aún no he terminado contigo! —le oí gritar.
A pesar de los tacones, subí hasta el tercer piso en tiempo récord. Él venía detrás, podía oír el ruido de sus zapatos ascendiendo por la escalera, pero, por suerte, me dio tiempo a entrar en mi apartamento y cerrar la puerta como si al otro lado hubiera una amenaza nuclear.
—Por favor, ábrela —le escuché decir desde el otro lado—. Sólo pretendo aclarar algunas cosas.
No sabía qué hacer. No tenía intención de abrir, pero tampoco era capaz de despegarme de la puerta. Tan sólo me limitaba a oír su respiración entrecortada por la carrera.
—¿A qué fuiste a casa de mi tía?
—Noel, márchate. Voy a llamar a la policía —amenacé a la par que buscaba el móvil en mi bolso. Sin embargo, estaba demasiado alterada y no era capaz de hallarlo, y él no parecía dispuesto a irse.
—Sé que has estado indagando sobre mí. ¿Por qué? ¿Crees que soy un asesino? Te equivocas, pero cada vez me resulta más difícil controlarlo. Yo también he estado investigando, por eso sé que fuiste a casa de mi tía. Además, he averiguado otras cosas de las que no tienes ni idea.
—Si no te largas en este preciso instante, pediré ayuda. No me obligues a hacerlo.
—De acuerdo —dijo Noel con voz de fastidio—. Ya me voy, pero creo que antes de llamar a nadie deberías leer esto.
Entonces deslizó algo por debajo de la puerta. Al principio no entendí qué era, pero después me percaté de que se trataba de una carpeta azul de plástico. En su cara frontal había un logotipo con un halcón blanco.
Me agaché y la recogí no sin experimentar cierta aprensión, como si en vez de papeles contuviera ántrax, y oí el ruido de los zapatos de Noel bajando por la escalera. Se había ido.