Capítulo 38

Acababan de servirnos té y unos deliciosos bombones rellenos de crema de menta. Tomé uno y me lo llevé a la boca. En un instante su intenso sabor se extendió rápidamente por mi lengua. Aquéllos, junto con los de avellana, eran mis preferidos, pero no estaba allí por los bombones, ni tampoco por el excelente té.

La mujer huesuda de pelo cano y moño apretado que se sentaba enfrente no podía ser más afable y atenta conmigo, pero yo seguía en guardia sin atreverme a exponer el motivo de mi visita. La cuestión era demasiado delicada y mentir tampoco estaba entre mis costumbres, así que tenía los nervios a flor de piel y la garganta seca. Temía su reacción si llegaba a descubrir el engaño al que iba a someterla.

Por lo que a mí respecta, no entendía qué hacía en aquel lugar ni tampoco en qué momento había empezado a perder la cordura. ¿No había tenido suficiente con el informe pericial caligráfico? Cualquier persona en su sano juicio le habría otorgado la importancia que merecía. En cambio, me había aferrado a una insignificante posdata al final de la redacción de Noel y ahora, en vez de estar en la sala de espera de una comisaría, me hallaba sentada en aquel magnífico salón con columnas de mármol de Carrara y sofás de estilo imperio.

Por un segundo pensé en levantarme, pedirle perdón y decirle que todo había sido un lamentable malentendido. Pero, por algún raro motivo, mi falda parecía como adherida con pegamento a aquella vetusta y majestuosa butaca Luis XVI.

Me había jurado y perjurado que haría una prueba más, una sólo, y que después, si todo seguía casando, acudiría a la policía para informar de mis descubrimientos, lo cual revelaba que aún albergaba una leve esperanza de que fuera inocente. Ahí donde todo apuntaba a lo contrario, me empeñaba en pensar en su honestidad.

La posdata decía algo que podría ser revelador: «Mi escritura ha cambiado bastante desde el trasplante. No sé si será capaz de entenderla. A veces ni yo mismo puedo hacerlo».

Al releerla recordé que hizo hincapié en ello al entregarme su escrito y, aunque al principio no le otorgué importancia alguna, ahora mi intuición —ésa de la que había huido durante buena parte de mi vida— presidía mis actos. Sabía de sobra que la escritura de las personas no suele experimentar cambios sustanciales de la noche a la mañana, pero ¿y si Noel había dicho la verdad? ¿Y si no mentía? No podía acusarle sin estar absolutamente segura de ello.

El caso es que cegada por una irracional corazonada, me había propuesto conseguir una muestra de su escritura anterior al trasplante a fin de cotejarla con las otras.

¿Un plan descabellado?

Sí, y suicida también. Sin embargo, a estas alturas resultaba absurdo lamentarse, así que me recliné en el respaldo del asiento, me armé de valor y después de dar un sorbo a mi té, rompí el hielo.

—Le agradezco mucho que me haya recibido. Sé que es atrevido por mi parte pedirle esto —titubeé al dirigirme a Delia Villalta.

Sus ojos eran grandes y cautivadores. Me recordaban un poco a los de Noel, aunque los de él eran menos rasgados. Al fin y al cabo, aquella mujer era la hermana del padre de mi ex paciente, era lógico que entre ambos existiera algún parecido.

—¿En qué puedo ayudarla? —dijo prestándome la máxima atención.

—Ya sé que le va a parecer poco ortodoxo, pero me pregunto si usted conserva alguna carta manuscrita de Noel y, en el caso de que así fuera, si sería tan amable de prestármela. Por supuesto, se la devolvería intacta.

—¿Una carta de mi sobrino? —preguntó sin ocultar su confusión.

—Sí, eso es lo que necesito, pero tiene que ser de fecha anterior al trasplante —maticé.

Era consciente de que estaba jugando con una bomba de relojería que podía explotar en mis manos en cualquier momento. Un paso en falso me situaría en una posición delicada.

—Está en lo cierto, parece un poco irregular. ¿Para qué la necesita?

Al menos no se había negado.

—Como sabe, Noel es mi paciente —mentí con tanta convicción como remordimiento. Aquella mujer no se lo merecía—. Tan sólo pretendo ayudarle. Desde que recibió el trasplante no se ha mostrado muy comunicativo. Seguramente, usted ya ha debido de notarlo. Y estoy convencida de que una carta o cualquier material escrito podría servirme para conocer la evolución psicológica de su sobrino.

Ya sólo podían pasar dos cosas: que pusiera el grito en el cielo y llamara a seguridad para que me echaran a patadas o que se tragara el embuste.

—No acabo de comprender. ¿De qué forma podría ayudarle algo así? —sondeó.

Me sentí aliviada. Estaba claro que Noel no le había contado que ya no era mi paciente.

—Aunque la mayoría de la gente no lo sabe, las emociones quedan reflejadas en la escritura. Es lo que los grafólogos llamamos «impactos emocionales». Por increíble que parezca, los pequeños temblores, las enmiendas, las tachaduras y los titubeos que se observan en un escrito pueden revelar detalles sobre su autor.

—Creía que usted era psicóloga especialista en sueños, no grafóloga —me interrumpió.

—Y lo soy, desde luego —aduje en mi descargo—, pero además he cursado estudios de grafopsicología. La grafología me sirve de gran ayuda en el desarrollo de mi trabajo.

—Ya me hago cargo. Y cuando habla de «impactos emocionales», ¿a qué se refiere exactamente? ¿A un lenguaje oculto o algo así?

—Podríamos denominarlo de ese modo, sí. Se trata de un cúmulo de detalles casi imperceptibles que nos sirven para adentrarnos en la vida emocional del paciente, especialmente cuando éste, por algún motivo, no quiere colaborar.

—Ya entiendo, ya. Y dígame, ¿por qué tiene que ser una carta de fecha anterior al trasplante? ¿No le vale una reciente?

—Porque ya dispongo de una redacción que escribió después de la operación. Lo que pretendo ahora es analizar ambos escritos en conjunto para detectar posibles huellas emocionales.

Me quedé callada a la espera de que Delia Villalta sopesara lo que acababa de explicarle y secretamente crucé los dedos.

—Me da reparo reconocerlo, pero es cierto que mi sobrino ha cambiando desde que le hicieron el trasplante, y mucho. Estoy preocupada, la verdad. Aunque le quiero como a un hijo, a veces me cuesta comprender qué pasa por su cabeza —explicó compungida—. A veces se muestra intransigente, otras extremadamente reservado y agresivo. Y él, créame, no era así. Que Dios me perdone, pero nunca debió someterse a esa intervención. Hay ocasiones en las que es peor el remedio que la enfermedad, y creo que ésta es una de ellas.

—Por eso precisamente he pensado en solicitarle a usted la carta. Sé que si se la pido a él no accederá a dármela.

—¿De verdad cree que podrá ayudarle con eso? Discúlpeme, pero no creo mucho en la grafología.

Deseaba que así fuera, que su antigua escritura fuera muy diferente a la que ya conocía.

—No puedo aseverarlo, pero le prometo que haré todo lo posible.

—En ese caso, la buscaré y se la haré llegar cuanto antes. Pero, debe prometerme algo.

—Lo que usted diga.

—Que no le contará nada sobre este asunto a Noel. Temo su reacción si se entera.

—Precisamente iba a pedirle lo mismo. Si Noel llega a saber que hemos hablado a sus espaldas, perderá la confianza en ambas. Y nosotras, a fin de cuentas, sólo pretendemos ayudarle.