Salí corriendo del «parque de las esfinges» en dirección a la consulta. Necesitaba comprobar algo. Como si de una macabra broma se tratara, el destino había introducido en mi camino una nueva pieza del rompecabezas.
Una vasija.
¿Cómo era posible que un objeto tan simple como aquél lograra alterar mi ánimo y mi ritmo cardiaco de ese modo?
Me sentía perdida, y lo peor es que sabía que no volvería a estar tranquila hasta que examinara la redacción de Noel y comprobara que lo que mi antiguo paciente había dibujado junto al nombre de «Toni» no era una maldita vasija. Sin embargo, algo me decía que mi preocupación era más que justificada.
Entré corriendo como un mastodonte. Ni siquiera saludé a Teresa, que se quedó boquiabierta al verme pasar sin detenerme. Me introduje en mi despacho y me encerré a cal y canto. Todavía con la respiración agitada por la carrera busqué el expediente de Noel y su primera redacción y me senté a esperar un milagro que no llegó.
Ahí estaba la endiablada vasija. No podía haber sido otra cosa. Tenía que ser una puñetera pieza de cerámica, a la que, por cierto, no había dado importancia alguna cuando la había visto por primera vez.
¿Qué significaría?
¿Sería una casualidad que el criminal hubiera grabado un símbolo similar en el entrecejo de Madame Ivy? ¿Otra más?
Con las manos temblorosas y el pulso acelerado tomé la fotocopia a color de la nota que me había facilitado Care Ramos, la misma que había dejado el criminal sobre el cuerpo de sus víctimas, y la cotejé con la escritura de Noel.
—¡Joder! —exclamé llevándome las manos a la cabeza.
Teresa llamó a la puerta con suavidad, sin atreverse a traspasar el umbral.
—Leo, ¿estás bien? —la oí preguntar.
—Sí, sí —mentí para tranquilizarla—, es que me he pillado un dedo con el cajón.
—¿Necesitas ayuda?
—No hace falta.
* * *
Imagino la cara de sorpresa que debió poner mi padre cuando le pedí el teléfono de su amigo Ignacio Mares. Por lo pronto, como si no se fiara de mí, me sometió a un pequeño interrogatorio.
—¿Ignacio? ¿El egiptólogo? —preguntó incrédulo.
—Sí, papá, el egiptólogo.
—¿Y para qué lo quieres?
—Para consultarle una cosa.
—¿Y qué, si se puede saber?
—Es algo sobre un caso que estoy llevando. Y no, no se puede saber.
—Pero soy tu padre.
—Sí, pero ya sabes que no puedo hablar sobre mis pacientes —dije dando por zanjada la disputa.
Accedió a regañadientes, si bien antes me hizo prometer que no le dejaría en ridículo ante su amigo.
—Es un hombre muy ocupado. Espero que no le hagas perder el tiempo con tonterías.
Ignacio Mares era un hombre encantador. Lo recordaba perfectamente porque había venido en muchas ocasiones a merendar a casa. Siempre pedía té y, aunque ya debía de rozar los 75, tenía una amplia sonrisa de niño pícaro. Después de retirarse dedicaba su tiempo a escribir libros sobre Egipto.
—¡Mi queridísima Leo! —exclamó al abrir la puerta—. ¡Qué grata e inesperada sorpresa!
Nunca había estado en su casa, así que no pude evitar una mueca de asombro cuando me enseñó todos sus viejos recuerdos de la época en la que dirigía prestigiosos equipos de excavación en Egipto. Quizá por eso permanecía soltero, porque detestaba sentirse enjaulado. Le encantaba pasar largas temporadas en aquel país. Allí tenía una preciosa residencia junto al Nilo, donde —sospechaba mi padre— tenía una concubina que cuidaba de él a cuerpo de rey.
Ignacio me invitó a pasar a un salón forrado de estanterías y libros sobre el Antiguo Egipto. Sus ojos azules, usualmente ocultos por unas gafas cuya montura se me antojó moderna para un enamorado de lo vetusto como él, contrastaban con su pelo cano. Que nadie se lleve a engaño, detrás de su vestimenta informal y en apariencia poco estudiada se escondía todo un conquistador.
Como sabía que le gustaba el té, le había traído uno magnífico con matices de Oriente, que esperaba fuera de su agrado. Ignacio se marchó a prepararlo al tiempo que me invitaba a sentarme en el sofá junto a una falsa momia de tamaño natural. No sin cierto reparo me hice un hueco junto a ella y esperé a que regresara con cara de circunstancias mientras aquel espécimen me «miraba» fijamente. Diez minutos después reapareció con una bandeja en la que había una tetera, dos tazas y un plato con pastas.
Al ver mi cara se echó a reír.
—Querida, Carlinhos no va a morderte, antes tendría que volver del Más Allá.
—¿Así se llama? —pregunté sonriendo.
—Espero que no pienses nada raro por tener esto en casa. Hay a quien le horroriza. A tu padre, por ejemplo. Empezó como una broma hacia los visitantes y ahora lleva tantos años aquí que he acabado cogiéndole cariño. Es un fiel compañero y además nunca disiente sobre nada.
—A mí me gusta.
—Creo que tú a él también —comentó guiñándome un ojo.
Después, sirvió el té.
A pesar de su trato afable, de nuevo se apoderó de mí aquel desagradable vértigo en la boca del estómago. Eran los nervios, seguro. No podía quitarme de la cabeza la dichosa vasija. Antes de salir de casa había escaneado la redacción de Noel y con Photoshop había ampliado y recortado la vasija de marras para poder mostrársela tal y como era. Quería estar segura de no omitir detalle alguno. Asimismo, en un documento de Word había copiado el texto que había escrito el asesino en su nota. Quién sabe, quizá estuviera relacionado.
—Bueno, pequeña Leo, ¿qué es eso tan importante que querías mostrarme? Cuentas con toda mi atención.
Entonces saqué la ampliación de la vasija y se la entregué.
—Necesito saber qué es.
Ignacio Mares examinó el dibujo durante unos segundos. Luego se sirvió un chorrito de leche y un terrón de azúcar.
—Yo diría que es una vasija o un cántaro, pero supongo que si has venido hasta aquí es porque quieres conocer su significado en el contexto del Antiguo Egipto. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas.
—En ese caso, yo diría que es un Ib.
—¿Un Ib? ¿Qué es eso?
—En el Antiguo Egipto, Ib se representaba con el ideograma de una vasija parecida a ésta, que, algunos, debido a su forma, han asociado al corazón. En el Juicio de Osiris, algo así como nuestro Juicio Final —matizó arqueando una ceja—, Anubis tomaba el Ib del difunto y lo depositaba sobre una balanza. En el otro extremo se colocaba la pluma de avestruz de Maat, que simbolizaba la verdad y la justicia. Ib era el centro vital del ser humano y continuaba siéndolo después de que hubiera fenecido. En otras palabras, simbolizaba la conciencia. En él residían los sentimientos y pensamientos, los buenos y los malos, claro. Era una parte del espíritu humano.
Cada vez comprendía menos de todo aquello y el arqueólogo debió de notarlo.
—También era un amuleto mágico protector —dijo incorporándose en su asiento, una cómoda butaca de estilo inglés.
El egiptólogo se dirigió a una de las muchas estanterías que nos rodeaban y cogió un libro de su excelsa biblioteca, lo abrió casi por la mitad y me lo tendió.
—¿Ves? Éste es un amuleto de un Ib.
Aunque interesante, su explicación no había servido para aclarar mis dudas, así que no me quedó más remedio que echar mano del papel en el que había picado el texto que figuraba en la nota del asesino. Quizá aquello tuviera algún sentido dentro de ese contexto, un significado que a mí se me escapaba.
—¿Y qué dirías si escucharas algo así? —dije colocándome las gafas, dispuesta a iniciar la lectura.
Después de escucharme con atención, Ignacio Mares repuso:
—Diría que parece una invocación mágica.
—¿A quién?
—Poderosa Señora era uno de los apelativos de la diosa Sekhmet.
Sekhmet me sonaba vagamente.
—¿Te refieres a la diosa leona?
—La misma. Sekhmet, híbrido entre mujer y león, era una de las deidades más sangrientas del panteón religioso en el Antiguo Egipto. Era la encargada de propagar toda suerte de pestes y epidemias. Por ello se la respetaba y temía al mismo tiempo. Los antiguos egipcios creían que la manera de contrarrestar su furia salvaje era a través de la magia de las invocaciones.
—¿Y en qué consistían esos ritos? ¿Se sabe acaso? —dije sacando mi cuaderno.
—Desde luego. Que se sepa, se degollaban en su honor óryx y ocas. En el Libro de la Vaca Divina se explica el porqué de este comportamiento. Al parecer, hubo un tiempo en el que los hombres quisieron conspirar contra Ra. Para vengarle, Hathor se transformó en Sekhmet y, sedienta de venganza y sangre, se dedicó a aterrorizarlos. Este texto explica que Sekhmet se bañaba con su sangre.
—¿Tan sanguinaria era? —pregunté cada vez más alarmada, pero sin dejar de tomar notas.
—Hasta el punto de que cuando Ra decidió perdonar a los humanos, para aplacar su ira tuvo que engañarla vertiendo vino o cerveza egipcia, en vez de sangre, sobre el campo de batalla. De este modo logró embriagarla y calmarla.
—¿Y el amuleto Ib? ¿Qué tiene que ver con toda esta mitología religiosa?
—A veces sustituían los rituales de apaciguamiento por ofrendas de objetos como el Ib. Ese texto pudo escribirlo alguien que deseaba obtener los favores de La Poderosa.
—¿De qué clase de favores hablamos?
—Sekhmet era, ¿cómo decirlo coloquialmente?, una grandísima cabrona, sí, pero los antiguos egipcios creían que aquel que consiguiera apaciguarla obtendría de ella la fortaleza y el coraje necesarios para vencer tanto a sus enemigos como a la enfermedad.
—¿Puede haber alguien que se crea eso hoy? —pregunté con sorna.
—Hija mía, este mundo está lleno de cosas extrañas, no hay más que ver las noticias. Y te aseguro que no sólo hay personas que piensan que es posible, sino que aún hoy se sigue rindiendo culto a La Terrible.
—Imposible. No puedo creerlo.
—Déjame que te lo explique, querida. Los antiguos egipcios le profesaban culto en los templos o las capillas dedicados a ella. El más conocido era el santuario que había en el templo de Mut, en Karnak. Allí, Amenofis III mandó construir más de un centenar de estatuas de Sekhmet en granito negro. Y, en la actualidad, existe una corriente de adoradores y simpatizantes que afirman haber sentido su «llamada».
—¿Se creen elegidos?
Ignacio Mares se tomó su tiempo antes de contestar. Sacó una elegante pitillera de oro del bolsillo de su americana que tenía el ojo de Horus grabado sobre una de sus caras, la abrió con parsimonia, extrajo un cigarrillo y se lo llevó a la boca. No me ofreció, pues sabía que no fumaba. Después cogió un encendedor de mármol que reposaba sobre la mesa y le prendió fuego. Rápidamente percibí el aroma a tabaco mentolado y me entraron ganas de romper mi abstinencia, pero me contuve.
—Visto así… Ellos piensan que de alguna forma la diosa les ha llamado.
—¿Cómo es esa supuesta llamada?
—La mayoría de las veces a través de sueños en los que se aparece una figura femenina con envoltura leonina. Otras, la cosa no queda sólo ahí. Existen testimonios de personas que afirman haber sentido algo especial al situarse delante de una estatua de La Poderosa.
—¡Venga ya!
—No, no me mires así —dijo soltando una bocanada de humo—. Te estoy contando un fenómeno que, según determinadas personas, supuestos sensitivos, por lo común, está ocurriendo en museos en los que se guarda alguna estatua de la diosa leona, aunque no sé por qué extraña razón, la mayoría de estas experiencias se producen en el Museo Británico de Londres.
—Es que resulta totalmente incoherente.
—Pues, según estas personas, la primera vez que se toparon con la diosa notaron una descarga emocional, una especie de shock que modificó por completo sus vidas. Según cuentan, ni siquiera sabían quién era Sekhmet hasta que ella se presentó. Luego, muchos intentan seguir en contacto, repetir la experiencia, y adquieren estatuillas de la diosa. Yo mismo tengo una —dijo señalando a una figurilla que había en una de las estanterías—, aunque jamás he sentido nada de eso. Observa la foto que aparece en este libro. ¿Sientes algo especial?
—Pues no, ¿qué quieres que sienta?
—No lo sé, dímelo tú.
—¿Y se trata de un movimiento organizado o la gente va por libre?
—Hay de todo. Por ejemplo, existe un templo de Sekhmet en Nevada, en Estados Unidos —dijo haciendo memoria—, donde algunas personas se reúnen para practicar el culto a la diosa. Este grupo de Nevada entronca con la denominada Nueva Era y en este caso concreto es eminentemente feminista y de protesta contra la energía nuclear, pero también hay personas que caminan en solitario y que en secreto rinden pleitesía a La Poderosa.
—Pero son pacíficos, ¿no?
—Los de Nevada lo son, no se meten con nadie… En otros casos, ¿quién sabe lo que cada cual hace de puertas para dentro?