Estaban a punto de dar las once cuando descolgué el teléfono para llamar a Gerardo Miríada. Juro que me había propuesto no hacerlo, pero la intriga me corroía. Quería saber qué había sido de Noel, necesitaba tener noticias de él aunque fuera a través de terceros. ¿Me habrían encontrado ya un sustituto? ¿Habría progresado en su recuperación? ¿Le habría contado las cosas que en su día me había detallado a mí? ¿Le habría hablado sobre la conexión invisible que, según Noel, existía entre él y su donante? ¿Le habría referido sus enigmáticos y desconcertantes sueños? ¿Le habría comentado algo sobre mí? ¿Sería ahora más feliz? ¿Me echaría de menos?
Todo en mi interior eran dudas.
Cuando escuché el tono de voz de Miríada al otro lado de la línea telefónica, de inmediato supe que algo no marchaba de manera correcta.
—Noel está bien —me dijo con un poso de aflicción. No podía verle, pero lo imaginé cabizbajo—. Tengo grandes esperanzas puestas en él. Resulta increíble cómo ha progresado con la nueva mano. Parece haberla integrado a su cuerpo antes de lo que esperábamos, mucho antes que cualquier otro paciente que haya tratado.
Pese a lo positivo de su discurso, su voz parecía la de una persona abatida y su ánimo no era ni mucho menos al que tenía acostumbrados a cuantos lo conocíamos. Miríada era un hombre básicamente positivo. Por eso tuve la impresión de que había ocurrido algo terrible en su vida que nada tenía que ver con Noel.
—¿Seguro que está bien? —pregunté con timidez.
—Oh, sí, desde luego. Está a punto de comenzar una nueva terapia con un psiquiatra. Esperemos que pronto dé sus frutos y logre dejar atrás sus traumas.
Dudé unos instantes.
¿Debía preguntarle? A fin de cuentas, no nos conocíamos tanto y tal vez pensara que me estaba inmiscuyendo en sus asuntos. Aun así, me arriesgué.
—En realidad me refería a usted. ¿Qué es lo que le ocurre, Gerardo? Porque le pasa algo, ¿verdad? Le noto triste y preocupado. Espero que no le importe que le pregunte.
—Bueno, no me gusta hablar mucho de mis problemas —me confesó—, pero, ya que se ha dado cuenta, le diré que acabo de perder a un colega del hospital, alguien a quien de veras apreciaba. Era cirujano cardiovascular. Una eminencia. En fin, no quiero amargarle el día.
—Oh, Dios mío. Cuánto lo lamento. Espero que no haya sufrido mucho —dije pensando, no sé por qué, en una enfermedad.
—Según la policía, todo debió de ser muy rápido, aunque no quiero ni imaginarme cómo estará su mujer. Estaba casado desde hace doce años y tenía dos críos. Aún no he reunido fuerzas para llamarla.
Al mencionar a la policía barajé la hipótesis de un accidente, pero no me pareció apropiado indagar sobre ello. Miríada suspiraba de vez en cuando y hacía pausas al hablar, como si le costara respirar o estuviera a punto de derrumbarse de un momento a otro. Deduje que necesitaba desahogarse, así que le dejé hacerlo. Era una práctica que solía aplicar con mis pacientes. Les dejaba hablar hasta que se sentían más aliviados.
—¿Por qué tuvieron que hacerle eso? —me espetó con rabia contenida—. No le dieron la oportunidad de defenderse, fue una ejecución a sangre fría. Podría habernos pasado a cualquiera de los que trabajamos en este hospital. Quién podría haber imaginado que alguien lo esperaba en el parking. Ayer mismo lo vi. Estuvimos tomando un café y, lo que son las cosas, pensaba en retirarse para pasar más tiempo con su familia.
De pronto, se quedó callado y acto seguido le escuché sollozar.
—Gerardo, ¿estás bien? —pregunté tuteándole por primera vez desde que nos conocíamos.
* * *
Media hora después llegué al hospital.
Quería ayudarle de algún modo. Desde el punto de vista personal, sentía una gran simpatía hacia él. Y en lo profesional se había portado bien conmigo. Siempre que podía me enviaba pacientes. Para mí era una especie de maestro. Por eso me había dolido tanto fallarle con lo de Noel.
No lo pensé dos veces, cogí el autobús y fui al hospital sin imaginarme que su amigo y colega había sido asesinado por la misma persona que había dado muerte a la vidente y al mendigo. De hecho, después de que Miríada me relatara los detalles de la misteriosa muerte del cirujano, sólo cabía sopesar esa hipótesis.
Sin proponérmelo surgió mi faceta de psicóloga y, dejando a un lado mis sentimientos, empecé a pensar como lo que en realidad era. Por los detalles que conocía, el crimen parecía un calco de los anteriores, como si el asesino siguiera un patrón aprendido. Era posible que todo obedeciera a un comportamiento ritual de alguien supersticioso que creía que llevando a cabo este tipo de actos podría acallar su voz interior, que pensaba que cumpliendo una misión se sentiría bien consigo mismo. Pero, seguramente, después de cada crimen la voz le exigía más, le obligaba a buscar nuevas víctimas.
¿Tenía Noel algo que ver con esta nueva muerte? Quise pensar que no, pero a medida que Miríada me contaba los pormenores no podía evitar pensar que todos aquellos asesinatos tenían como nexo a mi antiguo paciente.
Primero había sido la vidente a quien Noel consultó. Después, el mendigo. Aquel pobre hombre también había tenido contacto con él antes de morir. Y, por último, estaba el cirujano cardiovascular, que, si bien no me constaba que tuviera relación alguna con Noel, casualmente trabajaba en el mismo hospital que Miríada, al que mi antiguo paciente acudía a diario para la rehabilitación.
«¿Se habrían cruzado alguna vez por los pasillos del edificio? ¿Habrían llegado a conocerse?», me preguntaba. ¿Simples casualidades? ¿Quién era en realidad el hombre del que me estaba enamorando?
Después de abandonar el hospital, busqué un kiosco y comprobé que la noticia estaba en todos los periódicos, aunque, lógicamente, me decanté por El Observatorio. Como era de esperar, Care Ramos había cubierto la información de la muerte del colega de Miríada.
Ya no se trataba de un mendigo que vivía debajo de un puente, ni de una antigua madame transformada en adivina, sino de un reputado cirujano cuya especialidad eran los trasplantes de corazón. Un suceso así no podía pasar desapercibido ni siquiera en una ciudad como aquélla, en la que los crímenes estaban a la orden del día.
Leí la información con inquietud, verifiqué que los datos que me había facilitado Miríada coincidían con los que publicaba El Observatorio y pensé en llamar a Care Ramos para preguntarle si disponía de alguna información adicional sobre la muerte del cirujano y también para saber si había logrado conseguir una muestra de escritura del asesino, pero tenía que regresar a la consulta para atender a mis pacientes.
Estuve allí toda la tarde. Al igual que Gerardo Miríada, Teresa también estaba un poco alicaída. Aún no le habían dado los resultados de su examen, pero, según me contó, estaba casi segura de haber suspendido. El día que lo tuvo estaba tan nerviosa por culpa del «robo» en la consulta que la pobre se había bloqueado a la hora de responder las preguntas.
A eso de las ocho se marchó y me quedé sola. Tenía que terminar un informe y no quería dejar el trabajo a medias, así que no abandoné la consulta hasta las nueve menos cuarto.
Cuando lo hice había oscurecido y hacía un poco de frío. Me puse la chaqueta e inicié el paso en dirección al metro, pero alguien me lo impidió abordándome por detrás. Al girarme casi me da algo al ver allí a Alberto. Parecía demacrado. Había descuidado su aspecto, cosa que, con sinceridad, me extrañó en él, ya que siempre solía ir pulcro y perfumado.
—Tenemos que hablar —me dijo agarrándome por la muñeca, sin siquiera saludarme.
—No hay nada de qué hablar —repuse zafándome de la presión que ejercía sobre mí y eché a andar ignorando su presencia.
Me siguió y comenzó a caminar a mi lado, a mi ritmo. Esta vez no se atrevió a tocarme.
—Ya sé que no sirve de mucho que te cuente esto ahora, pero sólo he venido a decirte que he dejado a Nuria.
Nuria era su mujer, a la que no conocía pero que, estaba convencida, debía de ser una santa.
Como no manifesté emoción de sorpresa alguna, sino más bien indiferencia, continuó hablando.
—Quise decírtelo antes, pero no he podido hablar contigo. Te he llamado varias veces. Sé que me estás evitando, ni siquiera contestas mis llamadas.
—No te estoy evitando. Es más simple que todo eso, Alberto. Por si no te ha quedado aún claro, no quiero volver a verte —puntualicé sin exaltarme como otras veces y sin dejar de apretar el paso.
—¿Es que no has oído lo que he dicho? ¡He dejado a Nuria! ¿No era eso lo que querías?
—Me alegro por ella. Se merece algo mejor que una relación llena de mentiras y engaños. Lo mismo que yo. ¿Sabes? He tardado en darme cuenta, pero fue revelador verte aparecer del brazo de aquella veinteañera en ese aburrido congreso de psicología. Y ahora estoy segura de lo que no quiero, así que deja de llamarme.
—Te quiero.
Meses atrás habría dado todo por oír juntas esas dos palabras, pero ahora que las había pronunciado llegaban vacuas a mis oídos, sin acertar en mi corazón. Éste ya no le pertenecía.
Me detuve un instante, le miré a los ojos fijamente y sin rabia ni rencor dije:
—Pues yo ya no.
Le dejé allí plantado y continué mi camino. Creo que Alberto no esperaba en absoluto mi reacción. Quizá por eso no trató de retenerme. Sin embargo, al cabo de un rato tuve la desagradable sensación de que alguien me seguía. Pensé en él, pero al girarme no había nadie. Ante la duda y debido a los últimos acontecimientos sucedidos en mi consulta, me subí al primer taxi que apareció y regresé a casa con lágrimas asomando a mis ojos. No era por Alberto por quien lloraba, sino porque durante el trayecto había comprendido que mi historia con Noel era tan imposible como la de Alberto conmigo.