Cuando el 45-H llegó a mi parada, pagué el billete y busqué un sitio junto a la ventana. No fue difícil, apenas había gente en el autobús. Un par de señoras parloteaban justo detrás, pero tenía cosas más importantes en la cabeza que escuchar su conversación. Aun así, tuve que oírla. Una de las mujeres, la que llevaba la voz cantante, se lamentaba de lo desnaturalizado que se mostraba su hijo, que, al parecer, apenas se dignaba a visitarla después del préstamo que le había hecho para pagar la hipoteca.
Su voz estridente me obligaba a seguir sus explicaciones y me impedía concentrarme en mis propios asuntos. Era imposible no oírla. Cuando le cedió la palabra a su acompañante, ésta comenzó a vilipendiar a su nuera, una ingrata, según su parecer, que no le traía a sus nietos a casa porque —le había dicho— había polvo y podían coger una infección.
Decidí cambiar de asiento y me situé cerca del conductor, que era el extremo opuesto a ellas. Aunque tenía la radio encendida, por suerte, no hablaba, ni siquiera para dar las buenas tardes a los usuarios que subían en las paradas.
Más relajada, recordé el artículo que había leído sobre el mendigo asesinado y al cabo de unos instantes una imagen comenzó a cobrar fuerza: la de la nota que el criminal había dejado junto al cadáver. Aquella escritura, por más que quisiera obviarlo, no me resultaba extraña. Había visto una muy similar en mi consulta… la de Noel, mi paciente. Sin embargo —quise convencerme—, nadie podría estar seguro de ello sin realizar un profundo análisis comparativo entre ambas muestras, algo que, debido a las circunstancias, no era posible. A causa de su reducido tamaño, la nota que reproducía el diario no era apta para un estudio pericial caligráfico.
Un error muy común entre la gente no familiarizada con estas cuestiones es confundir la pericia caligráfica con la grafopsicología. La primera, entre otras cosas, sirve para determinar si un sujeto es o no el autor de un manuscrito, mientras que la segunda se encarga de averiguar diversos aspectos relativos al carácter del mismo.
Me sentía impotente.
No contaba con el material necesario para llevar a cabo un estudio pericial. A pesar de que la creencia generalizada es que todo sirve para este tipo de análisis, no es cierto. Es preciso manejar la documentación adecuada, y desde luego una nota reproducida en un periódico no era lo más indicado. No podía establecer comparaciones entre diversos parámetros, como el tamaño o la presión de los escritos. Tampoco sabía si la inclinación de la nota del diario había sido alterada durante el proceso de maquetación o si algunos de sus detalles habían sido modificados para que la imagen quedara «más mona», lo que podría haber propiciado la eliminación de elementos que, si bien carecían de valor para el lector, eran indispensables para el perito calígrafo.
Aun así, todo indicaba que el caso de Noel era mucho más complejo de lo que en principio había imaginado. Dejando a un lado el tema de la escritura, todos los detalles concordaban: Noel había soñado con dos crímenes diferentes, que se habían materializado en la vida real, y ambos, según la prensa, podían estar relacionados entre sí.
¿Una simple coincidencia?
No lo parecía. Era extraño.
Sin embargo, mi paciente era de carne y hueso. Las cosas que me había confiado visiblemente conmovido durante sus visitas a mi consulta, también. Con cada nuevo encuentro me había hecho sentir una ternura y un acercamiento que —aunque intentara negarlo y mostrarme objetiva— habían llegado a interferir en mi trabajo. Había algo en su manera de hablar, en las expresiones que utilizaba y en sus gestos que removía mi interior. En esa lucha interna entre lo profesional y lo personal una serie de terribles y turbadoras dudas empezaron a martillear mi cabeza.
¿Y si no eran sueños? ¿Y si se trataba de recuerdos reprimidos, de actos cometidos durante la vigilia? ¿Y si los pormenores que Noel me había facilitado los conocía porque había estado presente en los escenarios de los crímenes? ¿Y si Noel era un…? ¿Y si estaba sintiendo algo más que una simple atracción por un asesino?
Antes de que pudiera seguir elucubrando en torno a ese argumento me pareció escuchar el timbre del móvil en el interior del bolso. Había elegido uno pequeño para la ocasión. Iba a juego con mis zapatos azules. Lo extraje y vi un número que no figuraba en mi agenda de contactos.
—¿Sí?
—¿Doctora Sánchez Flores?
Al instante reconocí su voz cálida y profunda. Sentí que el corazón me daba un vuelco y noté cómo una oleada de calor se apoderaba de mis sienes, pero fui incapaz de plantearme si las emociones que me asaltaban se debían a la posibilidad de que mi paciente estuviera relacionado de algún modo con los brutales crímenes o a mis incipientes sentimientos hacia él.
—Soy Noel. Perdone que la llame un sábado. Ya sé que me dijo que sólo lo hiciera en caso de emergencia, pero necesito preguntarle algo importante.
—¿Fue usted quien llamó anoche? —le espeté a bocajarro.
—¿Yo a usted? No.
¿Debía creerle? Quise pensar que no mentía.
—Bien, no se preocupe. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle? —mi voz sonó profesional.
—En la consulta me preguntó si conocía a algún Toni. ¿Lo recuerda?
Como para olvidarlo. Había escrito y subrayado ese nombre varias veces.
—Sí, claro. Y recuerdo que me dijo que no.
Noel hablaba de manera atropellada, parecía preocupado y nervioso. De haberlo tenido frente a mí, y en otras circunstancias, le hubiera cogido de la mano para tranquilizarlo.
—Pero no llegó a explicarme por qué me hacía esa pregunta. Ahora necesito saberlo.
—¿Me llama sólo por eso? Con sinceridad, Noel, no me parece una urgencia —dije con toda la frialdad de la que fui capaz. La decepción se apoderó de mí al conocer el verdadero motivo de su llamada.
—Quizá le parezca una tontería, pero ha pasado algo…
—Noel, no sé si es buena idea hablar sobre este asunto por teléfono —le corté sin dejarle acabar—. ¿Por qué no pasa por mi consulta el lunes? Le diré a mi secretaria que le haga un hueco.
—No puedo esperar al lunes —dijo con voz ansiosa—. Necesito aclarar esto ahora. Ya sé que es poco ortodoxo, pero ¿no podríamos vernos hoy?
¿Vernos? ¿Quería verme?
Permanecí en silencio. No sabía qué decir. La idea de una cita con Noel fuera de la consulta me atraía. Sin embargo, no parecía recomendable, y menos después de todas las sospechas que había ido desgranando en torno a él.
—No sé… —dije al fin.
Él insistió.
—¿No podría atenderme unos minutos? Le prometo que no la entretendré más de la cuenta. Pagaré el doble por esta consulta si es preciso.
Tendría que haber sido más inflexible, menos influenciable, pero la curiosidad era más fuerte que mi capacidad de resistencia. Aunque tal vez no se tratara sólo de eso, puede que sintiera la necesidad inconfesable de volverlo a ver.
—Lo cierto es que me dirigía a casa de mis padres y más tarde he quedado con unas amigas —repliqué sabiendo en el fondo que no me negaría.
—Por favor —imploró.
—Quizá podamos vernos entre una y otra cita, pero le advierto que dispongo de poco tiempo —dije cediendo a sus deseos y a los míos.
—Perfecto. Dígame dónde y cuándo.
Le cité en una cafetería cercana a la casa de mis padres. Por precaución era preferible que hubiera gente durante nuestro encuentro, pero habría sido mucho más prudente no haber quedado con él. De camino me sorprendí atusándome el pelo y quitándome la horrible chaqueta que me había puesto para protegerme del viento.
Cuando llegué Noel ya estaba allí, sentado a una de las mesas que había detrás de una columna. Me costó verle. Por un momento temí que no hubiera venido. Llevaba un traje claro que resaltaba su atractivo. Era uno de esos hombres que, sin proponérselo, resultaba seductor, lo que lo hacía aún más interesante. Pese a que no hacía tiempo para ello, escondía sus manos con unos guantes de calado fino.
—¿Por qué lleva guantes en un día como éste? —pregunté tendiéndole la mano.
—Por vergüenza, a veces —contestó mientras apartaba una silla para que pudiera sentarme—. No soporto que la gente me mire.
—¿Y por qué cree que lo hacen? ¿No le parece que llama mucho más la atención con esos guantes?
—Es posible, pero con ellos me siento protegido. Prefiero que piensen que soy un excéntrico a…
Noel se interrumpió, incapaz de concluir.
—¿A dar pena? ¿Se refiere a eso?
—Tal vez.
—Su miedo es lógico —le tranquilicé—, pero tenga en cuenta que las personas no se fijan tanto en esas cosas como usted imagina. Es cierto que la gente mira a alguien cuando es alto, bajo o cojo. Pero no suele hacerlo por pena, sino por curiosidad.
—Usted observó mis manos el primer día que fui a su consulta.
Me sentí halagada al saber que se había fijado en mí tanto como para recordar aquel detalle.
—Es cierto —concedí—. Pero no porque fueran dignas de compasión. Lo que intento decirle es que debe afrontar sus miedos. Es el primer paso para alcanzar eso que llaman «integración». Créame, cuanta menos importancia le dé al asunto menos se fijarán en usted.
—Todo eso que me dice está muy bien y seguro que tiene razón, pero no es eso lo que me preocupa ahora —explicó con voz queda—. Mis temores vienen motivados por otras causas.
El camarero se acercó para averiguar qué deseábamos tomar. Iba repeinado con gomina y llevaba un mondadientes en la boca. Retiré la mirada. Sentía rechazo por los hombres que usaban palillos, por higiénico que fuera ese invento. Por un instante, mis ojos se encontraron con los de Noel y temí quedarme embobada, así que los aparté y busqué la seguridad del servilletero. «Beba Coca-Cola», decía. Mentalmente, repetí tres veces aquella frase antes de levantar la cabeza.
Noel pidió una botella de agua y yo un té con leche.
—¿En qué puedo ayudarle, Noel?
Dilató su respuesta. Acaso buscaba las palabras exactas para explicar lo que sentía o tal vez había leído algo turbador en mi mirada.
—Toni —dijo cabizbajo—. ¿Por qué me hizo esa pregunta?
—¿Por qué quiere saberlo? ¿Es que ha recordado a alguna persona que se llame así?
—No, pero alguien con ese nombre se registró en la Red y utilizó mi tarjeta de crédito para comprar unos libros. No lo sabía cuando hablé con usted.
—¿Quiere decir que le robaron la tarjeta?
—No, eso es lo más extraño. No la he echado en falta. Mi tarjeta está donde siempre, en mi billetera.
El camarero se acercó y depositó las bebidas sobre la mesa.
—¿Y entonces cómo es posible? No lo entiendo —pregunté después de echar un terrón de azúcar en mi té.
—Yo tampoco. Esperaba que usted me aclarara algo.
—¿No será un error?
—Eso pensé cuando recibí todos esos libros sobre Egipto, pero no lo era. Ya lo he comprobado. Y ahora, dígame, ¿por qué me preguntó eso?
—Porque garabateó ese nombre varias veces al final de la primera redacción que le pedí. Por eso pensé que era alguien a quien ya conocía, alguien importante en su vida.
—¿Está segura? No recuerdo haber hecho algo así.
—Pues lo hizo. Puedo mostrárselo si quiere. No en este momento, claro, en la próxima consulta.
Mientras hablaba observé cómo su rostro se transformaba y sus manos temblaban. La angustia se dibujaba en sus ojos, que mostraban una vulnerabilidad impropia de un sujeto despiadado capaz de cometer brutales crímenes. Al menos ante mí, se presentaba como un ser desvalido, atribulado y solitario, necesitado de afecto.
Y dijo algo que no acerté a comprender.
—¿Y si ha sido él? —no pudo evitar un quebranto en su voz.
—¿Él? ¿Quién? ¿De quién habla?
—Del otro.
—No le comprendo, Noel.
—Del donante.