Sólo empecé a ser consciente de que había cometido un grave error cuando, ya en la cama, sonó el móvil. Como es lógico, me alarmé, pensé que les había ocurrido algo a mis padres. Me incorporé y encendí la luz. Eché un vistazo al despertador y comprobé que eran cerca de las cuatro de la madrugada. Salté de la cama y corrí al baño en busca del teléfono. Lo había dejado cargando la batería en el enchufe del secador. Solía colocarlo sobre el mueble del lavabo porque había leído cosas sobre lo perjudicial que puede resultar dormir con el móvil próximo a la cabecera de la cama.
«Número oculto», figuraba en la pantalla.
Detestaba las llamadas sin identificar, pero, debido a lo avanzado de la hora, pensé que sólo podía tratarse de algo importante, así que respondí.
—¿Dígame? —pregunté temiéndome lo peor.
Al otro lado de la línea se produjo un incómodo silencio.
—¿Oiga? ¿Quién es?
Nadie contestó. Al principio sospeché que podía tratarse de mi padre. No se le daba muy bien eso de la tecnología y a veces cuando le telefoneaba, en lugar de atender mi llamada, me colgaba sin proponérselo.
—¿Papá? ¿Eres tú?
Después deduje que no podía ser él. Mi padre no llamaría nunca con número oculto, entre otras cosas porque no sabría cómo hacerlo. Y, además, ¿para qué iba a querer ocultar su número?
Me colgaron.
Pensé que se habían equivocado y regresé a la cama. Sin embargo, ya no pude volver a conciliar el sueño. Es curioso cómo actúa el sueño fisiológico en nuestra vida. Necesitamos dormir varias horas cada noche y si algo, por nimio que sea, altera nuestro ciclo de sueño nos trastoca de tal modo que al día siguiente nos sentimos agotados.
No estaba dispuesta a que esto ocurriera.
Abrí la biografía de Jung por la página 42 y traté en vano de leer algunos párrafos hasta recuperar la serenidad necesaria para desconectar de nuevo de este mundo. Y casi lo había logrado… cuando volvió a sonar el móvil. Corrí de nuevo al baño y contesté, esta vez con voz de pocos amigos.
—¡Diga!
Alguien jugaba con mi paciencia.
—¿¿Quién llama?? —insistí.
Sólo se escuchaba una molesta musiquilla de fondo. Esta vez fui yo quien colgó. Después, apagué el móvil.
* * *
Al día siguiente estaba somnolienta y disgustada, pero al menos era sábado y no tenía que ir a trabajar. Sin embargo, no fue hasta después de tomar un café con tostadas cuando empecé a pensar con claridad.
Qué estúpida había sido.
¿Y si…? ¿Noel? No era una deducción disparatada, sobre todo teniendo en cuenta que hacía sólo unas horas le había facilitado mi número. Me estaba bien empleado por romper una de las reglas de oro: no dar el teléfono personal a ningún paciente. Era un error de principiante que podía costarme caro. De hecho, mi problema era aún más complejo: acababa de darme cuenta de que no consideraba a Noel un paciente más, lo cual —de manera incomprensible— me llevaba a quitarle importancia al incidente de la noche anterior. Tal vez le estaba juzgando de manera injusta y no había sido él. En cualquier caso, sería difícil averiguarlo. Casi era preferible no saberlo.
Me levanté, recogí la taza y el plato con las migas de las tostadas y deposité los cacharros en la pila del fregadero. Después fui al baño y cogí el móvil. Pocos segundos después de encenderlo entró un mensaje anunciando una llamada perdida. Se había producido a las 5:13 a. m. y, de nuevo, desde un número desconocido. Aquello me inquietaba.
No tenía planes hasta por la tarde. A las nueve había quedado con unas amigas para tomar algo y después cenar. Antes iría a visitar a mis padres, así que aproveché para despachar el correo electrónico pendiente y actualizar mi agenda electrónica con las citas para la semana siguiente.
Ya que estaba conectada a la Red, busqué un par de recetas que me había pedido mi madre. Le gustaba experimentar nuevos estilos de cocina, era una de sus aficiones preferidas, y yo solía buscarle recetas de cocina internacional. Navegué por varios portales de cocina y sin saber bien cómo me encontré con la noticia de la muerte del mendigo al que había aludido Noel en la consulta.
De nuevo Noel.
La curiosidad me pudo y cuqueé en el vínculo para conocer los detalles del suceso.
¿CRIMEN RITUAL?
Asesina a un indigente
El pasado viernes un hombre no identificado apareció muerto bajo un puente en el río. El hallazgo se produjo a las 7:30 a. m. cuando una vecina que paseaba a su perro divisó un bulto que, en principio, confundió con un muñeco. Al acerarse se percató de que se trataba de un hombre y alertó del macabro suceso a la policía, que ahora investiga la identidad de la víctima, aunque, al parecer, se trataba de un indigente que vivía debajo del puente, pues también se ha encontrado un colchón y varias bolsas con ropa y otros enseres. Según fuentes policiales, después de golpearle con saña, el asesino cortó el cuello de su víctima y apoyó el cadáver junto a un muro debajo del puente. Después, el criminal realizó con su sangre un extraño dibujo. La vecina que responde a las iniciales S. F. J. ha declarado «todo estaba lleno de sangre. Me asusté mucho. Había una nota junto a ese pobre hombre, pero no me atreví a tocar nada». La policía sospecha que se trata de un crimen ritual. Según ha podido saber este periódico, el contenido de la nota que reproducimos más abajo, podría estar relacionado con otro suceso, aun sin esclarecer, acaecido en un piso de la calle Armadillo, en el que también apareció una nota manuscrita junto al cadáver de Gloria G. S. una mujer que ejercía como vidente y que se hacía llamar Madame Ivy. En lo que va del año nueve mendigos han muerto en la ciudad; cuatro por hipotermia, dos atropellados, dos por caídas accidentales y el último asesinado.
Enigmático mensaje
El texto de la nota hallada junto al cadáver ha desatado toda suerte de especulaciones y rumores. Aunque los investigadores que llevan el caso se muestran prudentes, el contenido del mensaje y el extraño símbolo hallado junto al río indican que puede tratarse de un crimen ritual cuyo significado aún se desconoce.
«¡Oh, tú!, Señora Poderosa,
que este sacrificio sea de tu agrado
y haga que me acojas bajo tu manto».
Me quedé helada. Sentí que el corazón se me encogía dentro del pecho y mis manos aún temblaban cuando pulsé la tecla para imprimir aquella escabrosa noticia. Cuando cesó el ruido de la impresora guardé, acongojada, la hoja en mi cuaderno junto al recorte de Madame Ivy. Aquello empezaba a parecerme un puzzle fragmentado como los que resolvía cuando era niña. Sólo disponía de unas pocas piezas y cuanto más procuraba alejar de mí esos terribles crímenes menos podía quitármelos de la cabeza. Me estaba obsesionando, y ya no sabía si era por el caso en sí o por mi paciente.