Noel parecía disgustado, molesto por alguna razón, y Anita prefirió dejarlo solo. Ignoraba qué podía haber ocurrido, pero estaba cabizbajo y no había dicho una sola palabra desde que había llegado. «Mal asunto». Le conocía lo suficiente para saber que se avecinaba tormenta.
No se equivocaba.
Le observó dar vueltas por la casa, como si el tiempo lo aprisionara, como si algo lo atormentara, y pensó que no era un buen momento para entregarle el paquete. Lo haría cuando lo viera más receptivo. Anita dio media vuelta y se marchó a la cocina a preparar la cena.
Noel descolgó el teléfono e hizo una llamada. Después, salió al mirador y se sentó, meditabundo, a respirar un poco de aire fresco. A esa hora los aspersores estaban en marcha y el olor a hierba mojada consiguió apaciguar su espíritu. Necesitaba tranquilizarse después de un nuevo encuentro con la psicóloga y de haberse esforzado varias horas en la rehabilitación.
Había una gran mesa rodeada con sillas de madera de teca, pero él prefirió recostarse en el balancín. Desde el mirador se dominaba la piscina y buena parte de un jardín impecable. Ésa era la palabra que mejor lo definía. El césped estaba recortado con esmero, los setos dibujaban perfectas formas geométricas, las flores eran tan estilizadas que casi se dirían falsas. No era mérito de Noel. Su madre amaba ese jardín y él había mantenido al jardinero en su puesto todos estos años. No había tenido coraje para despedirlo, igual que al resto del personal que trabaja en la casa. No necesitaba a tanta gente pululando a su alrededor, pero les había cogido cariño.
«¿Por qué mi vida no puede ser como este jardín?», se preguntaba. La mala sombra le había acompañado desde que era un muchacho y hoy la psicóloga había logrado que afloraran todos sus miedos y carencias irracionales. No había hablado del accidente que sesgó la vida de su familia desde hacía años. Lo había evitado a toda costa, como si su excelso patrimonio le fuera en ello. Por más que sus tíos lo habían intentado, Noel se había negado a abrir su corazón y hacerles partícipes de su dolor, había sido incapaz de exteriorizarlo.
Ahora sopesaba si debería dejar de acudir a la consulta de la psicóloga. Miríada le había dicho que Leo Sánchez Flores era una buena profesional, y debía de serlo, pero él no se sentía mejor. «De hecho —pensó—, todo está peor que antes». Su dolor ya no estaba adormecido, los recuerdos habían renacido y la herida que había tapado con parches, no precisamente la de su mano, sangraba por dentro. Quién sabe, quizá era un comienzo para liberarse de sus fantasmas.
¿Debía darle otra oportunidad?
La psicóloga no le creía y sus sesiones lo complicaban todo más aún.
Pero resultó que Leo no le era indiferente. A su pesar, Noel se había fijado en ella. ¿Cómo no hacerlo? Aquella mujer de estatura media, pelo castaño claro, ojos azules vivos y rasgos suaves y delicados no le había pasado en absoluto inadvertida. Sentía cosas por ella. Unas, buenas; otras, no tanto. Cuando era él quien las notaba, le parecía atractiva y deseable. Cuando era el otro, aquella mujer le estorbaba.
Respiró hondo, se relajó.
El otro se había ido, pero era la incertidumbre de no saber cuándo regresaría la que azotaba su mente como una barcaza en medio de una tormenta de sentimientos.
Sus pensamientos iban y venían sin que pudiera hacer nada por evitarlos, su mente viajaba de un asunto a otro con la velocidad de un rayo.
«¿Quién era?».
En aquellos momentos la curiosidad por saber detalles acerca de su donante se había transformado en una necesidad irrefrenable. Creía que si se le permitiera conocer su identidad se sentiría aliviado. Pero no se podía, estaba prohibido. La donación es un ejercicio de anónima generosidad.
En ese momento apareció Anita con un paquete debajo del brazo.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Es para usted, señor. Lo trajeron esta mañana.
Noel parecía desconcertado, no había pedido nada.
—Gracias, Anita.
Se levantó del balancín y se dirigió hacia la mesa. Sobre ella había quedado el paquete de cartón marrón. Venía sujeto con un cordón blanco y tenía una pegatina con el membrete de la librería Torre Quebrada. Su nombre y su dirección figuraban en una etiqueta adhesiva blanca. Noel lo observó con indecisión. Presentía que su contenido iba a perturbarle de algún modo.
«¿Más aún? Imposible», se dijo.
Lo abrió con dificultad. Todavía tenía que recuperar buena parte de la movilidad en la mano y, aunque ya pudiera utilizarla con cierta destreza, albergaba el temor de que se resquebrajara como la cascara de un huevo.
«Eso no va a pasar», le había explicado el doctor Miríada en más de una ocasión.
Apartó el papel burbuja y descubrió su contenido. El asombro se dibujó en su rostro. Eran libros sobre el Antiguo Egipto, pero él no los había pedido. «Dioses y ofrendas en el país de los faraones», rezaba uno de los títulos. Había otro sobre religión y un tercero invitaba a descubrir los rituales mágicos que se practicaban hace siglos en el País del Nilo.
Noel miró la cubierta del primero y observó los ojos vacuos de una diosa con cabeza de león. Sin que supiera por qué su corazón golpeaba con fuerza su pecho. No sabía de quién se trataba, pero le resultó extrañamente familiar y atrayente. Él desconocía todo sobre Egipto, ni siquiera había estado allí, pese a que su ex novia había querido convencerle de que hicieran un crucero por el Nilo. «Son todo piedras viejas y hace mucho calor», se había excusado por aquel entonces.
Estaba claro que se habían equivocado de destinatario. Buscó la factura de compra y comprobó los datos. Eran los suyos. Más aún, el pedido había sido abonado con tarjeta de crédito. En el papel figuraba el teléfono de la librería. En otras circunstancias no se habría molestado en descolgar el teléfono para averiguar qué había pasado, pero esta vez su instinto le obligó a hacerlo.
Esa tarde no había demasiada gente en la Torre Quebrada, sólo curiosos deambulando en torno a las mesas de novedades. Era fin de mes, y se notaba. Pocos compraban. Los libros estaban colocados con picardía en lugares de paso, para que nadie se marchara de la tienda sin echar un vistazo a las últimas novedades.
Cuando sonó el teléfono Ricardo no estaba en su caja, se encontraba colocando una pila de libros de Juanita Merivel, escritora revelación de novela negra, cuya primera obra había alcanzado la séptima edición en tan sólo dos meses.
Cuando el vendedor por fin alcanzó el mostrador, el teléfono seguía sonando.
—Torre Quebrada, ¿dígame? —Había desgana en su voz.
—Buenas tardes. He recibido un pedido de libros en mi domicilio, pero debe de tratarse de un error, porque obviamente yo no los he encargado —explicó Noel al otro lado de la línea.
—Veamos. ¿Tiene el número de pedido?
—Sí, tome nota.
Noel le comunicó el número con voz pausada.
—Se lo repito: 0003479/09.
—Eso es.
—¿Y su nombre, por favor?
—Noel Villalta.
—Espere un momento. Tengo que comprobar los datos.
Noel aguardó unos segundos, que se hicieron eternos, hasta que de nuevo escuchó la voz del vendedor.
—Me temo que no se trata de un error. Alguien hizo este pedido a través de nuestra web, para lo cual hay que estar registrado. Fue hace tres días, pagó con tarjeta y la operación fue admitida por su banco.
—Pues yo no he pedido nada, ni siquiera estoy registrado.
—Tal vez alguien utilizó su tarjeta de crédito —sugirió el vendedor.
—¿Quién? ¿Cómo es posible?
—No lo sé. Permítame unos segundos para comprobar los datos de registro en la web.
Noel esperó mientras le plantaban el Para Elisa de Beethoven. Entre tanto sacó su cartera del bolsillo del pantalón. Quizá le habían robado y no lo había advertido, pero al abrirla todas sus tarjetas estaban dentro colocadas en sus correspondientes hendiduras, como de costumbre. No faltaba ninguna.
—Disculpe la espera, señor Villalta. ¿Conoce a algún Toni?
«Toni».
Noel se sobresaltó. Su corazón volvió a acelerarse. Era la segunda vez que escuchaba ese nombre aquel día. «¿Quién es Toni?», le había preguntado su psicóloga hacía tan sólo unas horas.
—Señor, ¿sigue ahí?
Noel no pudo evitar que su voz sonara trastocada.
—Sí, aquí estoy. No, no conozco a nadie con ese nombre.
—Pues un usuario se registró con él, realizó el pedido con sus datos y pagó con su tarjeta.
—¿Está seguro de que pone Toni?
—Sí, eso es al menos lo que figura en nuestra base de datos.
—Comprendo.
«¿Comprendo?». No comprendía nada.
—De todas formas, si no está conforme con el pedido tiene quince días para devolverlo —informó el vendedor—. Para ello debe conservar el embalaje original y la factura de compra.
—Está bien, gracias.