Capítulo 23

No sé con exactitud en qué momento empecé a sentirme atraída por él, entre otras razones porque cuando ocurrió quise aniquilar ese sentimiento de mi cabeza, pero creo que surgió cuando se acercó a mi mesa para entregarme una nueva muestra de su escritura. Se la había pedido con la vana esperanza de haberme equivocado al analizar la primera.

Fue sólo un instante fugaz, pero algo en su mirada logró turbar mi espíritu y consiguió acelerar mi ritmo cardiaco. Recuerdo que Noel se inclinó un poco hacia mí para darme el papel y el olor de su perfume lo impregnó todo, incluso mi ropa o eso me pareció, porque en instante alguno llegó a rozarme. Sin embargo, después de que hubiera abandonado la consulta, mi blusa y el pequeño receptáculo que era mi despacho continuaban oliendo a su aroma suave, nada agresivo para como suelen gastárselas algunos perfumes de hombre. No supe identificar de cuál se trataba, pero su vago recuerdo me encantaba. El único que había aprendido a distinguir con cierta facilidad era el de Alberto, una esencia muy viril y agresiva, puede que un fiel reflejo de su proyección externa.

—Aquí tiene —me dijo tendiéndome el folio que Teresa le había facilitado al llegar—, aunque insisto en que no sé si será capaz de descifrar mi letra. Ha cambiado tanto desde la operación que ni yo mismo la entiendo.

—Gracias y no se preocupe por eso, Noel. La escritura de uno no cambia tanto como la gente cree —respondí, todavía confusa por las sensaciones que acababa de experimentar.

Aquella situación de desconcierto me hizo meter la pata. No quería en absoluto que mi paciente supiera que tenía conocimientos de grafología y que su escritura iba a ser sometida a análisis. No lo deseaba por dos motivos: para no perder el factor sorpresa y evitar posibles especulaciones sobre mi forma de trabajar. No mucha gente comprende el valor de la grafopsicología ni su gran utilidad. Pero si Noel se había percatado de mis intenciones no dijo nada al respecto.

Uno de los grandes mitos en torno a la escritura tiene que ver con que la inmensa mayoría de las personas piensa que ésta se modifica de la noche a la mañana, como quien cambia de camisa o como fluctúa el ánimo de un sujeto al recibir una noticia inesperada. Pero no es cierto. Salvo raras excepciones, los rasgos básicos de la personalidad no se transforman de un plumazo, sino que perduran mucho más de lo que el profano sospecha. Lo cierto es que los estados de humor se reflejan en la escritura y el ánimo de una persona puede verse alterado por situaciones ajenas a ella, pero las bases sobre las que se sustenta nuestro carácter, una vez que hemos alcanzado un cierto grado de madurez, no se modifican de manera sustancial.

—Yo no estaría muy seguro de ello —comentó ocupando de nuevo su asiento en la butaca que había frente a mi mesa.

El instante seductor había desaparecido.

«Gracias a Dios», pensé aliviada.

Noel había apartado sus ojos de los míos y se había llevado parte de su magia. No podía permitirme perder el control de la situación, así que recuperé la compostura y me centré en el objeto de la consulta, que para eso me pagaba.

—Noel, ¿quién es Toni? —pregunté a bocajarro.

Por su reacción me dio la impresión de que mi paciente no había entendido la pregunta o que desconocía la respuesta.

—¿Toni? ¿Qué Toni?

—No lo sé, esperaba que usted me lo aclarara. ¿Su tío, quizá? —aventuré mientras abría el cuaderno dispuesta a tomar nota de todo.

—Mi tío se llama Damián.

—¿Su padre, tal vez?

—Mi padre no se llamaba así. ¿Por qué lo pregunta? —protestó revolviéndose incómodo en su asiento—. No recuerdo a nadie con ese nombre en estos momentos. Bueno, ahora que lo dice, uno de los aparcacoches del club de campo se llama Antonio.

Observé un leve temblor en sus manos, aunque no supe interpretarlo. Pensé que se había puesto nervioso y no deduje que era por la fuerte medicación que tomaba a diario.

—Tengo entendido que sus padres y su hermana fallecieron hace años en un accidente automovilístico.

La expresión de su rostro no mentía. No se esperaba que su familia fuera a salir a colación.

—¿Se lo ha contado el doctor Miríada?

—No, lo leí en su historial —expliqué jugueteando con mi bolígrafo—. Noel, no pretendo remover nada que usted no desee, pero me gustaría saber qué ocurrió.

—No es un tema de conversación agradable. Supongo que, dado el caso, para usted tampoco lo sería.

—Desde luego, y si prefiere que no lo abordemos sólo tiene que decírmelo.

—No me apetece conversar sobre ello, pero ya que lo ha sacado, hablemos, aunque no veo por qué le interesa tanto mi pasado. ¿Cree usted que puede estar relacionado con mis sueños?

—¿Ha dicho «mis»? ¿Ha tenido alguno más parecido al que me contó?

—Sí, otro más. Y también se ha cumplido —anticipó.

Su manera de hablar, de expresarse, sus ademanes, su mirada, su pulcritud al vestir… nada parecía encajar con lo que revelaba su escritura. Aquello me desconcertaba aún más y reconozco que por unos instantes llegué a plantearme si la atracción que sentía por mi paciente me empujaba a suavizar todo lo negativo que había en su caligrafía, que no era poco.

«Esto es absurdo —me dije—. Lo que debes hacer es centrarte en el caso de una puñetera vez y dejarte de gilipolleces».

Pero sin pretenderlo se había obrado el efecto contrario, porque cuanto más pensaba en sus rasgos acerados, en su escritura lanzada y desordenada, más sensible y agradable me parecía.

—Bueno, vayamos por partes —sugerí intentando poner un poco de orden en mis pensamientos—. Hábleme primero de su familia y después analizaremos su sueño.

—Quizá tenga razón y todo esté relacionado.

—¿Por qué dice eso, Noel?

—Porque, lo crea o no, el día que ellos murieron intuí que algo malo iba a pasar. Por eso me negué a subir al coche y me encerré en mi habitación.

Mi sorpresa fue en aumento.

—Explíqueme eso.

Noel había empezado a sudar. Estaba claro que se sentía incómodo, turbado por tener que hablar de unos recuerdos que no solía compartir con extraños. Antes de proseguir se quitó la americana y se desabrochó el cuello de la camisa, como si le faltara el aire. Aquel día llevaba un elegante traje de corte italiano gris marengo y una camisa azul claro.

—Aquella tarde era yo, y no mi hermana, quien debía acompañarlos al cumpleaños del hijo de un amigo de la familia. El chico tenía más o menos mi edad, pero no quise subir al coche. Salí corriendo.

—¿Por qué lo hizo?

Noel tragó saliva y bebió un sorbo de agua.

—No lo sé. Supongo que me asusté. Sé que se va a reír, pero tuve un terrible presentimiento. No hallaron la forma de hacerme salir de mi habitación.

—¿Una intuición?

Se quedó dos, quizá tres, segundos mirándome a los ojos sin responder. Parecía que estaba en otro lugar, lejos de mi consulta. Después, recuperó el habla.

—Supe que nos íbamos a matar. Eso presentí.

Debió de notar mi escepticismo porque añadió:

—¿No me cree? ¿Piensa que sería capaz de bromear con un asunto así?

—Por supuesto que no, Noel —traté de que mi voz sonara convincente. Se le veía angustiado—. Por favor, continúe, quiero saber el final.

—No hay más que contar. Se hacía tarde y mis padres claudicaron. Decidieron montar a mi hermana pequeña en el coche… Nunca llegaron a la fiesta.

—¿Se siente culpable del accidente?

Noel se tomó su tiempo antes de responder. Observé cómo se soltaba los puños y se remangaba la camisa. Entonces vi las cicatrices. Unas líneas abultadas de color violáceo surcaban su mano derecha. Por primera vez parecía no importarle mostrarlas en público.

—Durante muchos años deseé no haber hecho caso a mi instinto. Era yo quien tenía que haber ido en el coche, no Sandra.

No quise forzar más sus viejos recuerdos y cambié de tema.

—¿Y qué hay de su nuevo sueño? ¿Por qué cree que está relacionado con su familia? ¿Es que acaso ha soñado con ella?

—No, pero es similar al de Madame Ivy. Sería largo de contar, pero el caso es que hace unos meses conocí a un mendigo. No sé ni su nombre. Yo le llamaba «poeta loco». A veces parecía un chiflado; otras, un sabio que vivía desterrado debajo de un puente. Y en mi sueño alguien lo asesinaba.

Le dejé proseguir.

—Esperaba haberme equivocado, pero esta mañana he oído en la radio la noticia de su muerte. Alguien lo golpeó hasta dejarlo inconsciente y después le cortó el cuello con una navaja, igual que en mi sueño —Noel se llevó las manos a la cara con desesperación—. ¡Dios! Si le hubiera ayudado, no habría sido asesinado. Yo podría haberlo hecho, tenía los medios para sacarlo de la calle. Pero no lo hice, soy así de egoísta. Sólo pensé en mí. Supongo que ahora va a decirme que se trata de otra casualidad.

Le pedí más detalles antes de pronunciarme.

—¿Pudo ver el rostro del asesino?

—No —dijo después de beber otro sorbo de agua—. Era de noche y todo estaba envuelto en sombras. Su rostro aparecía difuso.

¿Su rostro difuso? Me pareció extraño que recordara tantos detalles y en cambio no fuera capaz de describir la cara del criminal.

—¿Cómo era su relación con ese hombre? ¿Lo conocía tanto como para saber que se trataba de la misma persona?

—Era él. Todos los detalles encajan. Lo han encontrado bajo el puente del río.

—¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Ha visto una fotografía, algo que lo confirme?

—No. Pero ¿qué otra persona podría ser? ¿Cuántos mendigos viven debajo de un puente?

—Lo ignoro. Tal vez más de uno.

—Ya veo que no me cree —dijo molesto.

—Le creo, Noel. Creo que ha tenido un sueño, pero tiene una explicación racional. Pienso que está condicionado por lo que le pasó cuando era un muchacho, que la muerte de sus padres y su hermana le ha marcado hasta límites que ni usted mismo quiere admitir.

—Y, según su docta opinión, ¿qué explicación tiene?

Su tono era sarcástico, mordaz.

—Seguramente, su inconsciente tomó nota de las condiciones en las que vivía aquel pobre diablo. Usted mismo lo ha dicho: teniendo los medios no hizo nada por ayudarlo. El suyo es un sueño de culpabilidad, no una premonición. Ni siquiera sabemos si se trata del mismo hombre, pero, aunque así fuera, seguiría teniendo una lectura diferente a la que usted hace.

—No sé para qué vengo aquí —dijo al fin incorporándose del asiento—. Usted no puede ayudarme.

—Noel, siente remordimientos por lo que le ocurrió a su familia y está proyectando parte de esa carga en sus sueños. ¿Cuántos años han pasado? Debe aceptar de una vez que sólo fue un accidente. Usted no lo provocó ni pudo hacer nada por evitarlo.

Mi paciente estaba decidido a marcharse. Observé cómo se ponía su americana.

—Escuche, lo crea o no, me está pasando algo extraño. Me quedé dormido en el coche y ni siquiera recuerdo cómo llegué a casa. Desde que fui trasplantado siento que no soy el mismo. Todo ha cambiado. Me siento incapaz de controlar mi vida, mis pensamientos, es como si alguien se hubiera apoderado de ellos. A veces pienso que estoy enloqueciendo. ¿Qué hago si vuelve a pasarme algo así?

—No tiene por qué volver a ocurrir. No hay de qué preocuparse. Debe quitarse esas ideas de la cabeza cuanto antes, no le conducen a nada positivo. ¿Ha hablado con el doctor Miríada sobre ellas?

—No. Y no pienso hacerlo, me sentiría ridículo —Noel parecía desesperado—. Sé que usted no me cree, pero ¿lo haría si la próxima vez la llamo y le anticipo los detalles antes de que se hagan públicos?

Solté el bolígrafo y cerré el cuaderno. Tenía mis dudas. ¿Y si él estaba en lo cierto? ¿Y si aquel hombre que había aparecido muerto debajo del puente era su mendigo? ¿Y si había experimentado otra precognición onírica? Entonces, llevada por un extraño impulso, antes de que tuviera tiempo para meditar una decisión tan arriesgada, hice algo que no había hecho nunca antes y de lo que después me arrepentí. Garabateé mi móvil en una tarjeta y se la tendí. Cualquier grafólogo habría detectado pequeños temblores en los trazos de aquellos números. «Producto de un impacto emocional», habrían concluido.

Por aquel entonces desconocía que no era mi cabeza la que tomaba las decisiones sobre mi paciente, sino mis emociones. Intentaba frenarlas, pero cada vez eran más difíciles de acallar. Había algo magnético que me llevaba a prolongar el contacto con Noel fuera de la consulta.

Un juego peligroso, sin duda.

—La próxima vez que le ocurra algo raro llámeme —le dije sin saber por qué.

Por primera vez en mucho tiempo mis pensamientos no estaban focalizados en Alberto. Había pasado a un segundo plano.