Cuando Noel abrió los ojos casi había olvidado los extraños acontecimientos de la noche anterior. Pero los hechos indicaban que se había quedado dormido sobre el volante y no sabía de qué manera había llegado a casa. Además, estaba ese sueño del «poeta loco». De no ser por la camisa salpicada de sangre que reposaba ahora sobre la butaca de su dormitorio, creería que todo había formado parte de una gran pesadilla; que nunca había estado con sus tíos en la chez ni había conocido a la dulce e ingenua Patricia. Pero las manchas rojas —ya marrones— desperdigadas por su camisa blanca eran tan reales como la medicación que estaba a punto de ingerir.
Noel se introdujo tres pastillas en la boca y las tragó con la ayuda de un vaso de agua. Por fortuna, le habían rebajado las dosis. Era una buena noticia. Al principio la medicación inmunosupresora le había obligado a salir a la calle con una mascarilla. Así había sido al menos durante los primeros meses, porque la función que cumplían los inmunosupresores consistía, precisamente, en aplacar las defensas del organismo para evitar que atacaran al agente extraño que había sido introducido en su cuerpo, al nuevo órgano que se había instalado en su vida. Y ya le habían advertido que tener las defensas al mínimo le iba a convertir en un ser vulnerable a toda suerte de infecciones.
Noel se preguntó si la sangre que había en su camisa procedía de la nariz, como había sugerido en su día el doctor Miríada, o si su origen era otro. No conocer la respuesta le inquietaba, le angustiaba y le hacía sentir horror de sí mismo. Necesitaba pensar que todo había sido un mal sueño, una desafortunada pesadilla generada por la ansiedad que padecía desde que recibió la mano del muerto y con ella un legado de incertidumbre al ignorar quién había sido el otro.
«Un hombre generoso y bueno», le había dicho Miríada en cierta ocasión.
Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si el donante no fue alguien bueno ni generoso?
«¿Qué importa cómo haya sido?», se cuestionó al salir de la ducha. Noel no dejaba de pensar en este asunto, empezaba a obsesionarle. A él le habría dado igual si no fuera por el hecho de que tenía que contemplar a todas horas la mano de alguien a quien no había conocido. Y utilizarla, ejercitarla, notarla. Y cada vez la sentía más. Estaba recuperando la sensibilidad perdida, pero el órgano seguía sin estar integrado en su cuerpo.
«Si está muerto, ¿qué puede importarle que uses su mano? —se repetía para tranquilizarse—. Si no hubiera querido, no se habría ofrecido como donante y si su familia no lo hubiera consentido ahora no tendrías su mano». Y tenía razón, ese trasplante no era como los demás. Debido a lo especial del órgano que había recibido, por todo cuanto implicaba, los familiares debían aceptar expresamente esa donación. No era como un corazón o un hígado. Ese upo de órganos, no visibles, ya se habían convertido en rutina. La mano, no. Sin ser un miembro vital, sin cumplir una función necesaria para que haya vida, era esencial.
Noel se miró la mano. Estaba bien, un poco pálida, quizá, pero las cicatrices se encontraban más atenuadas, aunque sabía que siempre le acompañarían. Había recuperado movilidad. No se parecía a la que había tenido, pero sus progresos eran espectaculares. Lo había dicho el equipo médico de Miríada, y era verdad. Ya podía conducir, coger el teléfono y desarrollar otras muchas funciones que antes le habían sido vedadas. Pero aunque los médicos hablaban de «progreso espectacular», Noel, a veces, la sentía como un pegote, un elemento de un collage que no acababa de encontrar su posición.
Ahí estaban los temblores de nuevo.
Su pulso ya no era el que había sido. La medicación a veces le provocaba temblores fuertes que no podía controlar, así que prefería no ver la mano y se colocaba el guante. En teoría lo hacía para no tocar algo indeseado, pero la verdad era que lo utilizaba como escudo protector, igual que el Capitán América no se separaba del suyo.
Después acudió como cada día a rehabilitación.
Allí callaba, sonreía, se mostraba sumiso y complaciente. Hacía lo que se le pedía. La rehabilitación le ayudaba a no pensar. Por mucho que intentara imaginarlo, nadie podía entender por lo que estaba pasando. Su mano, en perfecto estado. Eso era lo único que debería haberle preocupado, pero vivir así no era tan sencillo.
Después de la rehabilitación se acercó caminando a una gran librería en el centro. Estaba dentro de uno de los edificios más emblemáticos y extraños de la ciudad, la Torre Quebrada, que recibió ese nombre porque su creador se rompió la espalda mientras lo construía a finales del siglo XVIII. Paradójicamente, ese inmueble que se alzaba ante los ojos de Noel no podía ser más sólido ni transmitir mayor firmeza. Sin embargo, Noel se sentía desvalido, a punto de quebrarse, como la espalda del arquitecto.
No podía quitarse de la cabeza la escena brutal en la que aquel hombre golpeaba una y otra vez a ese pobre e indefenso mendigo. «Un deseo reprimido», así despacharía la cuestión la psicóloga que había empezado a visitar. Y eso es lo que Noel deseaba creer.
Después de haberse perdido varias veces y de haber preguntado otras tantas por los libros de temática religiosa, por fin se hizo con un ejemplar de la Biblia. El sueño con el «poeta loco» le había hecho recordar algo. Tenía pendiente la lectura de uno de los episodios del Génesis.
Noel se dirigió hacia la caja y sacó su tarjeta con intención de pagar. La chica que le atendió le sonrió de manera afable, pero demudó su rostro cuando vio la mano del otro. En ese momento no llevaba el guante; hacía calor. Agachó la cabeza con discreción y le tendió el cargo para que lo firmara. Él lo hizo, pero no reconoció su firma. También se había transformado, igual que su vida a raíz del trasplante.
Después salió de la tienda y cruzó de acera. Caminó como una sombra, sin rumbo fijo, no tenía ganas de volver a casa. Necesitaba sentirse parte de la sociedad que le rodeaba, precisaba del contacto con los demás; se sentía solo. El centro parecía un hormiguero. La gente, al contrario que él, sabía adónde se dirigía, o eso parecía a juzgar por el frenesí con el que caminaba. Noel se detuvo unos segundos. Dudó. Al fin se metió en un viejo café de los de toda la vida y pidió un batido de vainilla y una botella de agua. Mientras esperaba, extrajo el ejemplar de la Biblia que había comprado. Era un libro sobrio de cubiertas negras, editado en cartoné. Una cruz dorada ocupaba el centro de la portada.
Lo revisó hasta familiarizarse con él y buscó la parte del Génesis que cuenta la historia de Esaú y Jacob. En el capítulo 25 aparecía narrado su nacimiento. Tal y como el «poeta loco» le había anunciado estos personajes bíblicos eran mellizos.
«Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos saldrán de tus entrañas; el uno será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor».
Así se lo anunció Yaveh a Rebeca, una mujer estéril, esposa de Isaac, cuando fue a pedirle ayuda para poder concebir un hijo. Y el Señor no sólo escuchó su plegaria, sino que le otorgó dos: «Cuando cumplieron los días del alumbramiento, resultó que había dos mellizos en su seno. Salió el primero, pelirrojo, todo él velludo como una pelliza, se le llamó Esaú. Después salió su hermano, con la mano asida al talón de Esaú, y se le llamó Jacob».
Cuando el camarero depositó el batido sobre la mesa Noel ni siquiera se inmutó, continuaba leyendo sin levantar la vista del libro. De momento no había visto nada que pudiera serle de utilidad. De hecho, él nunca había tenido un hermano, sólo a la pequeña Sandra. Pero ella ya no estaba.
Y prosiguió.
Al parecer, ambos niños crecieron sanos y fuertes. Esaú era un buen cazador y el preferido de su padre. Jacob, en cambio, era un hombre tranquilo, cualidad que valoraba mucho más su madre. De este modo se generó una cierta rivalidad entre ambos. Dicha competencia se estableció también porque Esaú, al haber nacido primero, ostentaba la primogenitura, cosa que molestaba a Jacob hasta el punto de querer suplantarle.
Esto sucedió cuando el padre envejeció y perdió la visión. Isaac llamó entonces a su hijo mayor, a Esaú, y le pidió que tomase sus armas y cazase una pieza. Después debía guisarla y traérsela. Así recibiría su bendición. El hijo obedeció, pero Rebeca, que había escuchado toda la conversación, se adelantó y le pidió a su hijo pequeño que le trajera dos cabritos del rebaño familiar para que ella los cocinara al gusto de su padre. A continuación tendría que llevarle los guisos a Isaac.
Y tenía que hacerlo antes de que su hermano Esaú regresara con su ofrenda.
«Mira que Esaú, mi hermano, es hombre velludo y yo lampiño; si me palpa mi padre, me tendrá por un impostor y atraerá sobre mí una maldición en vez de una bendición», contestó Jacob en buena lógica.
Sin embargo, Rebeca tenía todo bien planeado y le convenció para que llevara a cabo el engaño.
Tomó Rebeca los mejores vestidos de Esaú, su hijo mayor, que ella guardaba en casa, y vistió con ellos a Jacob, su hijo menor; y con las pieles de los cabritos recubrió sus manos y la parte lampiña de su cuello. Luego puso los guisos que había preparado y el pan en manos de Jacob, su hijo, el cual se presentó a su padre, diciéndole: «Padre mío». Respondió: «Heme aquí, ¿quién eres tú, hijo mío?». Le contestó Jacob: «Soy Esaú, tu primogénito; he hecho como me dijiste. Levántate ahora y siéntate; come de mi caza para que me bendigas». Dijo Isaac a su hijo: «¡Qué pronto la hallaste, hijo mío!».
Y él contestó: «Yaveh, tu Dios, me la puso delante». Dijo Isaac a Jacob: «Acércate para que te palpe, hijo mío, para comprobar si eres mi hijo Esaú o no». Se acercó Jacob a Isaac, su padre, quien le palpó, y dijo: «La voz es de Jacob; pero las manos son de Esaú». Y no le reconoció, porque sus manos eran velludas como las manos de Esaú, su hermano, y lo bendijo. Después preguntó: «¿De verdad eres tú mi hijo Esaú?». Respondió: «Sí, lo soy».
Noel apuró con una pajita el poco batido que aún restaba en el vaso y respiró hondo. No acababa de entender el sentido de aquella narración, porque si Jacob se había hecho pasar por su hermano para conseguir la bendición del padre y eso tenía algo que ver con su historia, él no tenía hermanos que pudieran suplantarle o a los que suplantar, ni tampoco padre al que agradar.