Capítulo 20

Después de terminar mi jornada en la consulta me dirigí hacia el «parque de las esfinges». Solía hacerlo a menudo, sobre todo cuando el tiempo acompañaba, y aquélla era, sin duda, una tarde deliciosa para pasear o simplemente sentarse en un banco al sol.

Aquel lugar era uno de los más hermosos que jamás había visto. Tras una gran cancela de hierro herrumbroso se escondían unos jardines idílicos y misteriosos, aunque, de manera incomprensible, poco concurridos. ¡Lástima no tener con quien compartirlos! Era cierto que alguna vez había acudido a ellos en compañía de Alberto, pero cada vez que lo hacíamos nos veíamos obligados a abandonarlos, pues él, al parecer, vivía aquejado de varias alergias. No sé si yo era uno de los agentes alergógenos que tanto malestar le causaban o quizá lo que de verdad le provocaba tanto rechazo era que la situación pudiera desembocar en un instante romántico y le pidiera que abandonara a su mujer por mí, cosa que nunca llegué a hacer. En cualquier caso, esos jardines me encantaban y los visitaba siempre que se presentaba la ocasión.

Antes de entrar me hice con el periódico de la tarde y, aunque era un poco pronto para cenar y tarde ya para merendar, compré un perrito caliente en el puesto que había justo antes de cruzar la colosal verja coronada por grandes puntas, como las de la escritura acerada de Noel.

Estaba harta de la consulta y hambrienta. Me había quedado allí toda la mañana y buena parte de la tarde esbozando el informe grafopsicológico y necesitaba un respiro.

No podía quitarme de la cabeza todo lo que había descubierto y, de hecho, si había comprado el rotativo había sido con el ánimo de buscar información sobre el crimen de la vidente, no fuera a resultar que el recorte de prensa que Noel me había facilitado aquella mañana fuera falso, que aquel suceso jamás hubiera ocurrido y que todo se hubiera debido a una simple fantasía de su trastocada mente. De haberse producido, como afirmaba mi paciente, un asunto como aquél tenía mucha miga como para que la prensa lo hubiera dejado escapar de puntillas. Y el recorte, publicado días atrás, apenas contenía información útil, tan sólo algunos datos básicos.

El «parque de las esfinges» en realidad no se llamaba así. Lo denominaba de este modo porque había varios de estos seres mitológicos de inspiración egipcia diseminados por el recinto. Había contabilizado al menos seis, pero sospechaba que había algunos más. Varios de ellos eran muy fáciles de descubrir, como uno del tamaño de un utilitario que actuaba como guardián nada más atravesar el umbral de la puerta, pero otros se encontraban bastante escondidos y había que saber dónde buscarlos.

Inexplicablemente, nadie se había tomado la molestia de colocar un letrero que contara la historia del recinto, así que terminé por crear una que, a buen seguro, nada tenía que ver con la verdadera. Cuando de pequeña accedía a los jardines me imaginaba que cada una de las esfinges escondía una pista y que quien fuera capaz de localizarlas todas se vería recompensado con un tesoro. Sé que es una historia infantil y absurda, pero a mí me gustaba pensar que aquellos monstruos híbridos de humano y león cumplían algún cometido.

Había pasado buena parte de mi niñez jugando en aquel parque. Quedaba razonablemente cerca de la casa en la que años atrás había vivido con mis padres y no distaba mucho de mi consulta, así que consideraba el recinto parte de mi infancia y mi juventud. Casi era mío.

Antes de abrir el periódico me comí el perrito caliente con ansia. No entendía por qué los hacían cada vez más pequeños y su precio era cada vez más elevado. Apenas desapareció en tres mordiscos. Me había quedado igual o peor que antes, pero no sucumbí a la tentación de salir a por otro. A pesar de mis esfuerzos por no mancharme, al final tenía las manos pringosas. La servilleta que me habían entregado en el puesto era de ésas casi translúcidas y enanas que no sirven para nada, así que rebusqué en mi bolso —que, por lo antiguo y grande más bien parecía el baúl de la Piquer— una toallita de limón que me habían dado en algún restaurante. Recordaba haberla metido al menos dos meses atrás junto al montón de objetos inservibles que portaba a diario como una pesada cruz. Me había prometido varias veces hacer limpieza, pero nunca veía el momento. Después, extraje las gafas y empecé a hojear el periódico en busca de alguna información sobre el caso de la vidente asesinada. Y sí, el crimen era real, aparecía destacado con grandes titulares en la sección de sucesos. Al menos en eso Noel no había mentido.

DE MADAME A PITONISA

Nuevos datos sobre el crimen de la vidente.

La policía ha confirmado que Gloria G. S. la mujer que ejercía como vidente y que fue asesinada el pasado viernes, murió ahogada. La autopsia ha revelado que Gloría, más conocida como Madame Ivy, fue estrangulada con un fular o un pañuelo, aunque el arma homicida aún no ha sido localizada.

Gloria G. S. que mantenía una consulta de videncia desde hace cinco años, tenía antecedentes penales por estafa y, según fuentes policiales, anteriormente había ejercido, primero, como prostituta y, después, como madame en un prostíbulo de las afueras de la ciudad. No obstante, su hijo lo ha desmentido. Según ha declarado a este rotativo, su madre «trabajo como planchadora hasta que descubrió que tenía un don». Entonces fue cuando se decidió a montar un consultorio de videncia en su propio domicilio. El crimen, cuyo móvil se desconoce, continua manteniendo en jaque a los investigadores. Por el momento no hay sospechosos, aunque se baraja la posibilidad de que se tratara de una venganza, ya que, según ha revelado un portavoz de la policía, «debido a su actividad profesional y a las numerosas denuncias por estafa que gloria G. S. acumulaba, tal vez un cliente insatisfecho decidiera acabar con ella». Asimismo, también su trabajo con la hipótesis de un crimen ritual, «porque aparecieron algunos símbolos mágicos en la escena del crimen, que están siendo analizados, así como una nota con contenido supuestamente esotérico aunque el criminal podría haber actuado de esta manera para despistar». La policía cree que el asesino utilizo guantes «porque no se han hallado más huellas que las de Gloria G. S. y las de su hijo, que vivía con ella, aunque este no se encontraba en la vivienda en el momento del crimen». Sorprende el hecho de que tratándose de una consulta pública no hubiera otras. Sin embargo, los agentes que llevan el caso han aclarado que «sí se encontraron más huellas, las de los dos últimos clientes que acudieron a consultar su futuro antes del suceso, pero se ha descartado que pudieran haber cometido el crimen, ya que han sido investigados y tienen coartadas sólidas». Según la reconstrucción del suceso, el asesino debió de llamar al timbre para acceder al inmueble o tal vez disponía de una copia de la llave, porque la cerradura no había sido forzada. Se cree que lo tenía todo bien calculado y que echo las cortinas para evitar que algún vecino pudiera descubrirle. Tras consumar el crimen, tuvo la sangre fría de cerrar los ojos de la víctima. Después, apago las luces y abandono la vivienda con total impunidad. Aunque los investigadores aún no lo han confirmado, este periódico ha podido saber que el criminal utilizo un objeto punzante para trazar un extraño símbolo en la frente de la fallecida. La policía ha hecho un llamamiento a la ciudadanía por si los vecinos de la zona observaron algo anormal en las inmediaciones de la calle Armadillo, 13, donde vivía Gloria G. S. de 56 años, pero por el momento nadie parece haber visto nada fuera de lo común.

Tras concluir la lectura del artículo, revisé con incredulidad el periódico. Quería asegurarme de que efectivamente había comprado la edición de la tarde. Tal vez el kiosquero me había entregado por error la de la mañana, pero pronto descubrí que quien estaba equivocada era yo… aquel rotativo acababa de distribuirse y era imposible que Noel lo hubiera leído antes de entrar a mi consulta. Más tarde supe que en los principales periódicos de la mañana tampoco se había publicado información alguna sobre el asunto.

Nerviosa, rebusqué en mi cuaderno las notas sobre el caso y todos los pormenores que Noel Villalta me había proporcionado sobre su sueño y, en especial aquellos detalles que soñó, pero que —según me refirió—, no habían sido publicados. Mientras daba con ellos me maldije por no haberle prestado mayor atención. Estaba tan convencida de que lo que me había relatado tenía una explicación lógica que no presté interés alguno a lo que en ese momento consideré insignificante. Por suerte, tenía la buena costumbre de anotar casi todo, hasta minucias como la ropa que llevaban mis pacientes o si habían cambiado la montura de las gafas.

Sin embargo, durante algunos segundos me sentí desorientada. ¿Lo que había leído en la prensa se correspondía con lo que Noel me había confiado durante la consulta o era mi imaginación la que había adaptado la historia hasta hacerla coincidir?

Las notas no mentían. En ellas estaba la verdad. Y lo cierto era que casi prefería no saberla, porque aquel hallazgo venía a desmembrar la columna vertebral de su caso y de mis creencias. Noel no había mentido, ni siquiera fabulado al hablar de Madame Ivy. Había descrito varios detalles triviales, pero lo suficientemente precisos como para tomar en serio su testimonio. Y, para colmo, todo eso contradecía su perfil grafopsicológico.

El primero de los datos era el del arma homicida. Noel había explicado que el asesino había utilizado un pañuelo de seda y, según la policía, el criminal había empleado un fular o un pañuelo. «Bueno —me dije—, quizá había sido lo primero y no lo segundo». Pero también estaba el asunto de los guantes. Noel había referido, y así lo había apuntado, que el asesino llevaba esa prenda en el momento del crimen. Asimismo, mi paciente había especificado que aquel hombre había llamado al timbre. Y la policía pensaba lo mismo. Eso o que quizá había usado una llave, porque la cerradura no estaba forzada. Y luego estaba aquel detalle sobre los ojos de la víctima, por no mencionar el del símbolo en la frente.

Los sueños premonitorios no existen.

Eso, al menos, era lo que me habían enseñado y lo que había ido comprobando a lo largo de mi carrera profesional. Tampoco es que ésta fuera demasiado dilatada, pero jamás me había topado con un solo caso que pudiera revestir algún aspecto de supuesta paranormalidad.

Hasta ahora.

El caso de Noel venía a refutar mis estudios, creencias y mi propia experiencia, porque o bien Noel barajaba fuentes policiales, cosa que dudaba, o había estado allí —¿en sueños?— para ver lo que ocurría en el interior de la casa de aquella infortunada mujer.