Al despertar me dolía todo el cuerpo. No era de extrañar, había pasado la noche en el sofá. Comprobé que el cuello me crujía como si alguien partiera nueces junto a mi nuca y, para colmo, tenía un fuerte dolor de cabeza.
Cuando llegué a la consulta, Teresa, la amiga de mi sobrina Ángela, ya estaba allí, puntual como un clavo. Teresa era estudiante y necesitaba ganar algún dinero, y a mí me venía muy bien que se encargara de tomar cita a los pacientes. No era mucho lo que le pagaba, pero, a cambio, ella podía dedicar cuantas horas precisara a estudiar. A fin de cuentas a mí sólo me interesaba que hubiera alguien allí para atender el teléfono y tomar los recados. Lo cierto es que era una muchacha despierta y le había cogido cariño, además de que había resultado ser una ayuda muy eficaz en la consulta.
Anteriormente, cuando no podía permitirme tener a nadie que me ayudara, los pacientes parecían extrañados al ver que era la propia psicóloga la que les abría la puerta y concertaba sus citas y a mí me avergonzaba explicarles que no disponía de ingresos necesarios para permitirme una secretaria. Mi presupuesto me daba para vivir ajustadamente y pagar el alquiler de aquel pequeño despacho. Poco más. A veces, a los nuevos les decía que la secretaria se encontraba de baja por maternidad. Por fortuna, las cosas empezaron a mejorar cuando se corrió la voz de que no hacía mal mi trabajo. Aquello me reportó algunos pacientes nuevos y entradas económicas con las que antes no contaba.
—¿Qué tal el congreso? —preguntó Teresa al verme aparecer por la puerta.
—Mejor no preguntes —dije con gesto resignado.
Algo raro debió de notarme en la cara.
—No has dormido bien, ¿verdad? ¿Te preparo un café?
—Sí, por favor, con un chorlito de leche condensada, ya sabes. ¿A qué hora viene el nuevo paciente?
—A las nueve, pero ya ha llegado.
—¿Cómo? ¿Dónde está?
—En tu despacho. Se presentó a eso de las ocho y veinte. Intenté convencerle de que se fuera a desayunar, pero no quiso, así que le hice pasar y le entregué las hojas para que fuera haciendo lo de la escritura.
Todavía eran las nueve menos cuarto. Odiaba que los pacientes se adelantaran a las citas asignadas, una precisaba de tiempo para meterse en el papel de psicóloga.
—Está bien —me rendí—. Cuando tengas ese café entra y pregúntale a él si desea uno.
Hice acopio de fuerzas, respiré hondo y giré el pomo de la puerta. Al verme entrar Noel se levantó y me saludó, pero no hizo amago alguno de estrecharme la mano. Sólo entonces recordé el asunto del trasplante. Lo había olvidado por completo. Intenté que no se notara, pero mis ojos se fueron directamente hacia la mano derecha, la del trasplante. No sé si él lo percibió, porque rápidamente enmendé mi error y desvié la mirada hacia la mesa.
La habitación no podía ser más pequeña, pero tenía una ventana que daba a un patio de manzana, que al menos permitía claridad. Tenía una mesa de oficina con cajones y tres butacas no muy nuevas, todas diferentes, pero cómodas; un flexo y un par de estanterías pegadas a las paredes en las que atesoraba algunos libros de consulta, así como un raquítico archivador en el que guardaba los informes de los pacientes. Había un ordenador primitivo, que rara vez utilizaba. Me resultaba más cómodo usar un portátil de segunda mano con el que iba a todas partes. El conjunto era un poco frío, debido a lo cual había colocado tres plantas sobre el alféizar de la ventana y una más sobre la mesa.
—Siéntese, por favor —indiqué haciéndole un gesto en dirección a la butaca. Entre tanto extraje mi portátil del maletín y lo coloqué encima de la mesa, sin abrirlo.
Noel accedió sin decir una sola palabra. Yo hice lo propio y deposité el historial que me había enviado Miríada encima de una carpeta que contenía un montón de papeles que hablaban sobre trasplantes. Había buscado mucha información sobre el tema tras saber que Noel era trasplantado. Me costó encontrar las gafas dentro del bolso. Como de costumbre, llevaba más objetos de los que utilizaba.
—Usted es Noel Villalta, ¿verdad? —dije mientras me las colocaba.
—Sí, eso es —contestó sin quitarme el ojo de encima.
Me miraba con fijeza, pendiente de todos mis movimientos. En ese instante Teresa llamó a la puerta y apareció con el café.
—¿Le apetece café o té? —le preguntó con una sonrisa.
—No gracias, ya he desayunado, pero si tuviera un poco de agua se lo agradecería.
—Por supuesto, ahora mismo se la traigo.
Antes de comenzar esperé a que mi ayudante trajera una botellita de agua mineral y un vaso de plástico, no quería interrupciones.
—Aquí tiene la redacción que me ha pedido su secretaria —explicó tendiéndome las hojas que le había dado Teresa.
—¿La ha firmado?
—Sí, aunque no comprendo bien para qué necesita esto y tampoco sé si será capaz de entender mi letra. Mi escritura ha variado desde el trasplante. Supongo que será por la medicación que me veo obligado a tomar desde entonces, pero incluso a mí me cuesta descifrar lo que escribo.
Era un procedimiento habitual que seguía con todos los pacientes, quienes desconocían que también había cursado estudios de grafopsicología. Aquellas muestras me eran de gran utilidad. A veces revelaban aspectos de sus vidas que ni ellos mismos se atrevían a imaginar. Sus escrituras, sus firmas y sus rúbricas me servían de guía, de brújula para conocer detalles de su comportamiento, sus anhelos y su estado anímico.
No quise entretenerme mirándola. Había que evitar que pensara que aquello tenía importancia, pero recuerdo que me llamó la atención un dibujo que había trazado en uno de los folios —seguramente por aburrimiento mientras me esperaba—, así como sus barras de las «tes» altas y largas. «Todo un carácter», pensé apartando la hoja de mi vista, como si aquel papel no fuera relevante.
—Simple rutina —repuse mientras él abría la botella y se servía el agua—. Bueno, Noel, cuénteme lo que le pasa.
—Ojalá lo supiera —respondió.
«Empezamos bien», pensé al tiempo que extraía mi cuaderno de notas del primer cajón de la mesa.
—¿No lo sabe?
—No estoy seguro.
—Bueno, pues cuénteme lo que sepa.
—Supongo que el doctor Miríada le habrá informado de que recientemente me he sometido a un trasplante.
—Sí. Y también me ha dicho que desde entonces tiene pesadillas.
—No son exactamente pesadillas, doctora —protestó—. Es mucho peor. Esos sueños parecen tan reales, tan vividos. Si sólo se tratara de pesadillas no estaría aquí, se lo aseguro. A veces pienso que me cuesta distinguir entre la vida real y los sueños. Tengo pensamientos, sensaciones y recuerdos en los que no me veo reflejado.
—¿Y a qué lo achaca usted?
—No lo sé. Todo empezó a raíz del trasplante. En ocasiones, cuando me levanto, no soy capaz de recordar algunas de las cosas que he hecho el día anterior.
Al oírle hablar me dada la impresión de que era un hombre atormentado. En lugar de sentirse feliz por tener una nueva mano, había una sombra de horror en su mirada. Se notaba que era una persona refinada, acostumbrada a la buena vida, de porte elegante y buena planta. La verdad, no estaba nada mal. Tendría sólo un par de años menos que yo. Era moreno, alto y delgado. Las facciones del rostro quizá un poco marcadas, demasiado duras, pero en conjunto resultaba armónico y agradable. Sin embargo, sus ojos verdes escondían sufrimiento. Aquel hombre no estaba en paz consigo mismo.
«Espíritu atormentado», apunté en mi cuaderno de notas.
—Es como si me hubiera convertido en un extraño. No me reconozco en algunos aspectos.
—Es normal que se sienta raro, Noel. Casi todas las personas que pasan por un trasplante sufren un proceso de readaptación. Cuénteme lo de los sueños.
—¿Usted cree que existen algunos capaces de anticipar el futuro?
—¿Sueños premonitorios? ¿Se refiere a eso?
—Sí.
—No, Noel. No creo que existan. Cuénteme algún sueño y verá cómo tiene una explicación racional.
De pronto pareció decepcionado.
Entonces me refirió un sueño que había tenido con una vidente a la que había acudido antes de someterse al trasplante y que se había cumplido. Al menos eso era lo que él creía. Aquella mujer había muerto asesinada hacía poco tiempo. Observé cómo en un momento determinado de su exposición extraía un recorte de periódico arrugado en el que se mencionaba el caso de la vidente.
—Soñé todos los detalles y algunos más que no aparecen en esta crónica —dijo tendiéndome el recorte.
A continuación me refirió una serie de pormenores a los que, sinceramente, no presté mayor atención, aunque tomé nota de ellos en mi cuaderno, más que nada para que él sintiera que alguien le estaba escuchando, ya que toda aquella historia de los sueños premonitorios se me antojaba una coraza que se había colocado para evitar contarme lo que en realidad le preocupaba. Eso sucedía a veces en la primera sesión. Los pacientes daban vueltas a cosas sin sentido para enmascarar sus verdaderos temores.
Cuando finalizó permanecí callada unos instantes por si Noel tenía algo más que añadir. A veces resultaba curioso comprobar cómo cuando algunos pacientes habían expuesto su «problema» al final añadían, como de pasada, minucias que ellos creían irrelevantes y que resultaban ser el quid de la cuestión.
En este caso no fue así.
—Un sueño interesante, Noel. No me extraña que le haya generado angustia y malestar. ¿A quién no? Pero puede estar tranquilo. Tiene una explicación lógica y coherente.
Advertí que el paciente me miraba intrigado.
—Si, como usted ha dicho, aquella mujer era una estafadora de cuidado, no es de extrañar que su inconsciente tomara nota de ello y fabulara en sueños con la posibilidad de que alguien terminara por darle su merecido. Con ello no quiero decir que esa mujer mereciera la muerte ni mucho menos, pero si se dedicaba a timar a la gente y a otros negocios turbios, el hecho de que un cliente resentido la asesinara tarde o temprano —en este caso, más bien temprano— tiene mucho sentido. La cuestión es que la casualidad ha querido que ocurriera justo después de que usted tuviera el sueño.
—¿Y la sangre que había en la cama? ¿Qué tiene que decir a eso?
—Poco, ya que no soy médico. Lo que tenía que saber sobre ello, tal y como acaba de relatarme, ya se lo explicó el doctor Miríada. Si él no le dio importancia, no seré yo quien lo haga. Pudo haber sangrado por la nariz, sin más.
Noel no se resignaba con facilidad.
—Pero ¿y todos esos detalles del crimen que le he contado? ¿Cómo es posible que los supiera si todo se debe a una casualidad?
—La mente juega malas pasadas, Noel. Cuando descubrió que alguien había matado a esa mujer, se asustó mucho, usted mismo lo ha dicho. Y al leer la prensa seguramente moldeó sus recuerdos en función de lo que había leído. En cuanto a los pormenores que me ha contado y que no han sido publicados, nunca sabremos si realmente acontecieron de ese modo.
—No lo entiendo —protestó Noel—. Si todo tiene una explicación tan diáfana como dice, ¿por qué me siento tan afectado por la muerte de esa mujer, a la que sólo había visto una vez?
—Porque es humano. Porque nadie en su sano juicio podría alegrarse de algo así. Noel, si me permite un consejo, deje de preocuparse por las pequeñas cosas y céntrese en recuperar su vida, la que interrumpió antes del trasplante.
—Mi vida era una mierda —apostilló.
Aquél sí parecía el quid de la cuestión.