Capítulo 16

Una no suele olvidar la primera vez que viaja sola en un avión sin más compañía que la del resto de los pasajeros, que en esos casos, más que acompañar, lo que hacen es estorbar. Aquélla, desde luego, no era la primera vez que me encontraba en esa situación, pero sí una de las más amargas de cuantas recuerdo. Regresaba de un encuentro de colegas y, aunque no esperaba descubrirle allí —a fin de cuentas, él no era psicólogo, sino psiquiatra—, mucho menos intuía que vendría de la mano de otra incauta.

Pero allí estaba él, sonriente, todo dientes, como diría una ínclita folclórica, restregándome con su presencia, y sobre todo con su acompañante, que a él no le había afectado en modo alguno mi decisión de dar por finalizada nuestra relación tras cinco años de encuentros furtivos y atormentados. Pero el psiquiatra que tanto se jactaba de conocer la mente humana ignoraba que aquella puntilla sólo serviría para reforzar mi convicción de que nuestra relación nunca había tenido futuro, especialmente porque él era reacio a dejar a su mujer y porque tampoco estaba por la labor de renunciar a otras conquistas, como aquélla que había exhibido aquel fin de semana o… como yo misma. Sin duda aquel comportamiento evidenciaba lo poco que le había importado y lo fácil que le había resultado sustituirme.

Durante años consentí en acompañarle a cuantos simposios, conferencias y congresos de psiquiatría se terciaban. Ésa era la única manera de poder pasar juntos un fin de semana, aunque fuera rodeados de tanta gente como lo estaba yo en aquel avión, prisionera de mis pensamientos. Tanto era así que muchos de sus colegas, a los que conocía sólo de esos pomposos y egocéntricos eventos, creían que yo era la esposa, la oficial, la verdadera.

Ya en el taxi, camino de casa, volví a lamentar lo idiota que había sido por no haberme dado cuenta antes de que Alberto jugaba conmigo, al igual que lo hacía con su esposa, santa ella por tener que aguantar a un hombre como aquél a su lado y a la que no merecía, como tampoco me merecía a mí. Pero, después de todo, lo importante era que al fin había abierto los ojos y, por mucho que me viniera con súplicas y ruegos, ya nunca más volvería a caer en sus brazos. Resistiría sus envites y sus estratagemas y conseguiría olvidarle igual que a un paraguas en verano.

Pero tal vez sólo me engañaba y lo que en realidad deseaba era precisamente eso, que se presentara ante mí de rodillas para decirme que había dejado a su mujer. Y digo que quizá me mentía a mí misma porque en el fondo intuía que eso no ocurriría. Alberto era una de las personas más orgullosas que había conocido y sabía que lo que en realidad le dolía no era el fin de nuestra relación, sino que hubiera sido yo quien lo hubiera decidido.

Al llegar me puse el camisón y me acosté directamente sin cenar. Estaba agotada y todavía tensa por aquel desagradable incidente. Intenté leer algunas páginas de una biografía de Jung que reposaba sobre la mesilla de noche desde hacía al menos seis meses y cuya redacción, había comprobado, tenía la virtud de inducir al sueño. En efecto, me sumí en un profundo sopor cuando todavía no había alcanzado el quinto párrafo de la página 23, que era justo el mismo de la última vez que había agarrado el libro. Me desperté dos horas después con los ojos como platos, alerta, y con una extraña congoja en el cuerpo. Había algo que me perturbaba y no sabía exactamente qué.

Quise averiguarlo. Me levanté, revisé puertas y ventanas y la llave del gas, pero todo estaba en orden. Después, me detuve a escuchar y comprobé que la vivienda, un habitáculo de unos 65 metros cuadrados, estaba en completo silencio. Mis vecinos debían de dormir plácidamente. En caso contrario me habría enterado, ya que los muros eran igual de aislantes que un librillo de papel de fumar. A veces, si me pegaba mucho a la pared, podía escuchar roncar a don Florencio, el inquilino de al lado, un hombre mayor que, según él, tenía grandes dificultades para conciliar el sueño, aunque yo tenía serias dudas sobre ello.

Me preparé una tisana e intenté relajarme. Al día siguiente me esperaba un nuevo paciente y tenía que estar descansada y en forma.

Mientras trataba de conciliar el sueño, rememoré la conversación que había mantenido con el doctor Miríada.

—Un caso complejo —dijo Gerardo Miríada por teléfono.

—¿De qué se trata? —le pregunté poniéndome en lo peor.

Gerardo Miríada solía enviarme algunos pacientes desde que su hermana acudió un día a mi consulta aquejada de unas terribles pesadillas que le impedían descansar y que habían terminado afectando a su trabajo. El caso es que lo de su hermana se solucionó de manera satisfactoria y desde entonces cada vez que alguien le comentaba que tenía problemas con los sueños me lo enviaba a mí. Les decía poco menos que mis métodos eran tanto o más efectivos que una plegaria al brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús.

—Es un paciente mío, un trasplantado de mano. Es posible que en su día escuchara algo sobre este caso en las noticias, porque este tipo de trasplantes no son muy frecuentes. La operación fue un éxito y físicamente está muy bien, pero sospecho que puede estar experimentando un principio de supuesto rechazo psicológico.

—¿Y no sería preferible derivarle a un psiquiatra?

—Eso debe decírmelo usted. Quiero que le examine y me lo aclare. Por el momento sólo tiene pesadillas, o eso dice. No sé de qué clase, porque se ha cerrado en banda y no ha querido contarme nada.

—Pues si no está dispuesto a colaborar va a ser difícil.

—No lo estaba hasta ayer. Pero me telefoneó y parecía muy angustiado. Me pidió que le recomendara a alguien especialista en interpretar sueños.

—Entiendo.

—Quizá todo se resuelva con algunas sesiones de terapia, pero debe saber que este hombre tiene un historial un tanto peculiar. Le diré a mi secretaria que le envíe una copia.

El adjetivo «peculiar», aplicado a lo que me estaba contando, sonaba mal.

—¿Peculiar? ¿Qué quiere decir? —le interrumpí alarmada.

Miríada debió escucharme resoplar al otro lado de la línea telefónica.

—No tiene de qué preocuparse. Me refiero a que ha sufrido un verdadero calvario hasta llegar al trasplante.

El tono de su voz no me tranquilizó en absoluto.

—¿Y qué más?

—Y tampoco ayuda mucho su fama. Dicen que tiene un carácter endiablado.

—¿Y lo tiene o es sólo fama?

—Lo tenía, creo. Conmigo no ha demostrado ser engreído. Pero hay quien afirma que era así antes del trasplante.

—Miríada, ¿qué quiere que haga exactamente?

—Que le examine, que intente persuadirle de que lo que le ocurre es completamente normal y que le quite cualquier idea rara de la cabeza.

—Ya.

—Pero si ve que la cosa se complica y que necesita otro tipo de tratamiento me lo dice y lo derivo a psiquiatría.

—¿Y no sería mejor un tratamiento combinado?

—Con su historial, no lo creo. Piense que ya ha pasado por las manos de todo un regimiento de médicos. En otras palabras: nos tiene fobia. Y eso no es un secreto. Me lo dijo.

—Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada.

—Sé que hará todo lo posible.

Saber que tenía que relajarme y estar descansada me hacía estar aún más nerviosa. Afortunadamente, la tisana hizo su efecto y después de bebérmela me sentí un poco más calmada y poco a poco mi cuerpo se fue aflojando hasta quedarme adormecida en el sofá.